La Molécula Levrero

Por Martín Cristal

Este post de El pez volador complementa a un artículo que escribí en simultáneo para el blog de la revista La Tempestad de México.

Corriente y contracorriente de lectores

En ambas márgenes del Río de la Plata, todavía es fácil distinguir quiénes leían a Mario Levrero desde antes de su muerte (2004) y quiénes lo descubrieron después, con su relanzamiento editorial. Por supuesto, no es asunto de importancia ante la alegría de que efectivamente muchos estén leyendo a Levrero; además, cuando sus obras estén reeditadas por completo, ambos grupos de lectores terminarán por confundirse.

Mientras tanto, y si se perdona el pecado de generalizar un poco, se puede decir que la diferencia entre unos y otros radica en el sentido —la dirección— en que recorren esa obra. Los primeros venían zigzagueando desde la plaqueta de Gelatina (1968) hacia La novela luminosa (2005), más o menos en desorden según pudieran (o no) conseguir los libros. Los segundos arrancan por la luminosa, o por la reedición de El discurso vacío, y van explorando hacia atrás al ritmo de otras reediciones (o de lo que puedan hallar en librerías de viejo).

Uno, dos, muchos Levreros

La novela luminosa y El discurso vacío son libros impecables pero —gusten o no— son sólo una faceta de un escritor cuyo verdadero gen creativo resulta difícil de captar sólo desde la lectura de esos dos títulos.

Y es que hay muchos Levreros. Cuatro o cinco. O seis. O, por lo menos, dos Levreros. [Este asunto lo detallo mejor en el artículo del blog de La Tempestad].

Mínimo, dos Levreros. Es curioso: en las tapas de algunas ediciones de Arca, se ve una foto de Levrero partida en dos: la mitad izquierda saliendo a corte por la derecha y la mitad derecha saliendo por la izquierda… El diseño era horrible, pero a la larga su concepto resultó atinado.

A veces ambos Levreros se sienten como personas distintas. Quizás sólo haya una diferencia de madurez: una juventud juguetona que prefiere las piruetas formales y el vuelo imaginativo, frente a una vejez cuya experiencia lo decanta hacia la reflexión y la sencillez formal. A pesar de la distancia que pueda haber entre ambos modelos, la mirada y el tono espiritual que los recorren son los mismos. Otra constante es cierta tersura kafkiana en la prosa.

Aunque yo mismo, como lector/escritor, me he distanciado un poco de “lo fantástico”, igualmente tengo para mí que el corazón de la obra levreriana no es La novela luminosa, sino los cuentos multiformes de Espacios libres y la llamada “trilogía involuntaria”, compuesta por las novelas cortas La ciudad, El lugar y París. La ciudad es decididamente kafkiana, al modo de El castillo. El lugar me parece la mejor (aunque el propio Levrero pensara lo contrario): creo que su concepción es genial, y que además puede leerse como un puente entre los mundos de la fantasía y el mundo real. París cierra bien el conjunto, con un toque más surrealista que las otras dos.

El mapa de una obra sui generis

¿Cómo representar y valorar una obra tan variada y heterodoxa? No me van los rankings; en este blog me he inclinado varias veces a favor del mapa literario. Al mapa de Mario Levrero lo he imaginado en la forma de una molécula bastante sui generis:

Ampliar la imagen para ver las relaciones internas de la Molécula Levrero.

La cronología va de izquierda a derecha (con alguna alteración por razones de espacio). En el eje vertical, ubico arriba las obras más importantes y abajo las que juzgo menores (o meras curiosidades en el contexto de la obra completa), esto siempre según una valoración que es personal y que seguramente no coincidirá con la de otros lectores. El tamaño de las esferas también indica la importancia que estimo para cada obra (aunque los cuentos se ven más grandes que las novelas porque necesitaba más espacio para detallar los contenidos de cada libro; no quiero decir que me parezca más importante un género que el otro). Las relaciones más fuertes entre las obras están indicadas por los conectores que las unen. Los estilos y géneros —a veces mixtos, no siempre claramente definidos—, se sugieren con un sistema de colores (ver referencias al ampliar el gráfico. Si no ampliás el gráfico, no te enterás de nada…).

El viaje de la vida

Por Martín Cristal

En “Los cuatro ciclos” (El oro de los tigres, 1972), Borges apunta cuatro historias que, transformadas, el hombre contará siempre: 1) La batalla, cuyo ejemplo es la Ilíada; 2) el viaje, cuyo modelo es la Odisea; 3) la búsqueda, que puede ser una variación del viaje y presenta muchos casos célebres, como la del Santo Grial o la de Moby Dick; 4) el sacrificio de un Dios. Borges quiere ser contundente al seleccionar sólo estos cuatro grandes temas, si bien es sabido que éstos se integran en una lista —apenas más larga— de “temas recurrentes” de la humanidad: los llamados tópicos.

Entre esos tópicos, uno de los que más me interesa es “el viaje de la vida” (peregrinatio vitae), tema de aquellas obras narrativas que —como todas las road movies, por ejemplo— se aproximan a la comprensión de la vida humana mediante la metáfora del viaje. Me interesa en particular un momento crucial de todo viaje: el regreso.

Nadie vuelve

Si el modelo insoslayable de este tópico es la Odisea, habrá que empezar recordando a Ulises, para quien la vuelta a Ítaca es su máximo afán:


Deseo y anhelo continuamente irme a mi casa y ver lucir el día de mi vuelta. Y si alguno de los dioses quisiera aniquilarme en el vinoso Ponto, lo sufriré con el ánimo que llena mi pecho y tan paciente es para los dolores, pues he padecido mucho en el mar como en la guerra; y venga este mal tras de los otros.

(Odisea, V)

Ulises se propone resistir a todo con tal de volver a su isla… pero, ya en sus costas, descubrirá que las cosas han cambiado. Así todos los viajeros después de él: nadie vuelve. Todos vamos, aunque las tierras de nuestro futuro se llamen igual que las de nuestro pasado. Y es que entre nuestra partida y nuestro regreso no media tanto el espacio como el tiempo, que altera a lugares y viajeros por igual. Si nadie se baña dos veces en el mismo río, entonces nadie vuelve a la ciudad de la que partió alguna vez.

En su Diario argentino (1967), Witold Gombrowicz consigna —después de haber vivido 24 años en Buenos Aires—, mientras su barco se aleja de la Argentina:


Sí, el pasado se puede amar desde lejos, cuando uno se aleja no sólo en el tiempo sino también en el espacio… Me veo secuestrado, sometido al proceso interrumpido del distanciamiento, de la separación, y, en ese alejamiento, consumido por la pasión del amor hacia eso que se va alejando de mí: la Argentina, ¿el pasado o el país?

En el caso de Gombrowicz, el regreso es a Europa, pero su reflexión respecto de esa Argentina que deja es aplicable a todo desplazamiento: apenas dejo un lugar, lo confino en una época. La tierra que dejo atrás es el pasado. Y aunque siga informándome sobre esa tierra lejana, de lo que sucede en ella, todas las noticias que tenga las imaginaré conforme a mi recuerdo de aquel lugar. Sólo si vuelvo a Ítaca, descubriré cuán poco se parece ahora a Ítaca: la belleza de Penélope no está del todo intacta; la isla está llena de enemigos; muchos de mis sirvientes ya no me son fieles; las reservas del reino han mermado; mi perro está viejo y no sobrevive a la emoción de volver a verme…

La de Ulises es una vuelta trabajosa, pero feliz; su contracara es la vuelta de Agamenón: su mujer lo ha engañado, y junto con su amante lo matarán cuando vuelva de Troya. Aunque los regresos —que se definen por lo geográfico, la “vuelta al punto de partida”— son el cierre natural de éstas y otras historias, confiriéndoles todos los beneficios de un ciclo completo, en lo biográfico nunca son un verdadero cierre, porque la vida del viajero continúa. Así, los segmentos posteriores de ese continuo vital también podrán tomarse para forjar otras historias: Electra, la hija de Agamenón, clamará por una venganza que Orestes llevará a cabo más adelante (Sófocles, Electra); y Ulises recuperará su reino pero volverá a hacerse a la mar, tal como lo dicta la imaginación de Dante: en el Infierno, el propio Ulises nos contará que murió por navegar más allá de las columnas de Hércules —en Gibraltar—, las que con su advertencia Non plus ultra prohibían salir a mar abierto (como curiosidad: esta muerte contradice lo que Tiresias vaticinó cuando Ulises buscó su consejo en el Hades —Odisea, XI, 100-140—: “Te vendrá más adelante y lejos del mar muy suave muerte, que te quitará la vida cuando ya estés abrumado por placentera vejez; y a tu alrededor los ciudadanos serán dichosos”).

Diarios de motocicleta (Walter Salles, 2004) narra el primer viaje del Che Guevara por Latinoamérica. El viajero vuelve cambiado por el viaje. El sentido de ese cambio marcará el resto de su vida; volverá a salir para tratar de ser él
quien cambie al mundo.

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Estar de vuelta

Entre nosotros, “estar de vuelta” es haber acumulado cierta experiencia. Martín Fierro se asume más sabio en la Vuelta que en la Ida (y por eso se dedida a darnos más consejos…). En la expresión “cuando vos vas, yo ya fui y volví”, es el regreso el que certifica esa mayor experiencia de quien habla respecto de su interlocutor.

Y es que el motivo secreto de todo viaje es ir en busca de experiencia. Aunque el motivo declarado de Ulises sea combatir en Troya, en su itinerario no perderá ninguna oportunidad de tener nuevas experiencias, especialmente de regreso, como bien lo ejemplifica el episodio de las sirenas: Ulises se ata al mástil sin ponerse cera en los oídos porque quiere escuchar ese canto que pierde a los hombres.

Experiencia: salir a buscarla, vagar on the road y traerla de vuelta a casa, quizás para poder contársela a los coterráneos… Hermoso anhelo, salvo que: no hay regresos, nadie vuelve. El viajero será otro, su tierra será distinta y sus coterráneos también habrán cambiado, ya que la vida ofrece lecciones tanto a José, que salió de viaje, como a Juan, que nunca se fue de casa. En tal sentido, el Tao Te Ching nos sugiere:


Sin salir de casa
se puede conocer el mundo.
Sin mirar por la ventana
puede verse el cielo del
Tao.
Cuanto más lejos se mira, menos se aprende.
Por ello el sabio
no anda y llega,
no contempla y comprende,
no obra y realiza.

El recogimiento, la “vuelta” hacia nuestro interior, es la manera en que Lao-Tsé propone que debe conocerse el mundo. ¿Puede imaginarse un consejo más sabio? Y sin embargo, los viajeros aran los caminos del planeta. Dan la vuelta al mundo y vuelven, perplejos como Walt Whitman en “Facing West From California’s Shores” (de Hojas de hierba):


Habiendo errado mucho tiempo, habiendo errado alrededor de la tierra
Ahora alegre y feliz miro mi antigua casa.
(Pero, ¿adónde está lo que busco desde hace tanto tiempo?
¿Y por qué todavía no lo encontré?)

_______
Long having wander’d since, round the earth having wander’d
Now I face home again, very pleased and joyous
(but where is what I started for so long ago?
And why is yet unfound?)

…o desencantados a su colina como el “Jonathan Houghton” de Edgar Lee Masters (en su maravillosa Antología de Spoon River):


…y el niño mira a las nubes que navegan
y siente un deseo de algo, de algo,
de algo que él no sabe qué es:
¡ser mayor, vivir, el mundo desconocido!
Pasaron después treinta años,
y el niño volvió gastado por la vida
y encontró que el huerto no estaba,
que el bosque había desaparecido,
que la casa tenía otro dueño,
que la carretera estaba llena del polvo de los coches…
y que él anhelaba la Colina.

…o se convencen, como el joven Werther, de que en el punto de partida se encuentra aquello que salieron a buscar por el mundo:


Me apresuré a ir y regresé sin haber encontrado lo que estaba buscando. […] Es así como el más errante vagabundo anhela volver finalmente a su lugar de partida, y encuentra en su casa, en el seno de su amada, junto a sus hijos y en su afán de mantenerlos, la satisfacción que infructuosamente había buscado por el mundo.

¿Cómo volver?

El consejo del Tao es sabio, pero ¿cómo pedirle tanta sabiduría al hombre que quiere partir, cómo pedirle que desista de ese deseo, si quien le reclama salir a buscar experiencia es su propia inmadurez? El hombre no desistirá, porque quiere ese premio que justificará por sí sólo cualquier periplo. De ahí que Cavafis nos recomiende que, si vamos a Ítaca, pidamos “que el camino sea largo / lleno de aventuras, lleno de experiencias.” La madurez ganada por el viajero deberá ayudarlo a paliar su desencanto en la vuelta:


[…]

Ítaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.

Aunque la halles pobre, Ítaca no te ha engañado.
Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,
entenderás ya qué significan las Ítacas.

[“Ítaca”, 1911]

Cavafis también nos advierte que nuestro destino, nuestra esencia, no variará en función de irnos a vivir a otra parte; lo hace en otro poema, “La ciudad”. Pedro Bádenas —en la antología de Cavafis editada por Alianza— anota que esos versos coinciden con el sentido de uno de Horacio: Caelum non animum mutant qui trans mare currunt, “quienes surcan la mar mudan de cielo, no de alma” (Cartas, I, 11, 27). El cual también resuena indirectamente en un fragmento de Bajo el volcán, de Malcolm Lowry: “…me veo como un gran explorador que ha descubierto un país extraordinario del que jamás podrá regresar para darlo a conocer al mundo: porque el nombre de esta tierra es el Infierno. Claro que no está en México, sino en el corazón”.

Así, aunque el viaje modifique al viajero, siempre habrá cargas que él llevará dentro suyo adonde sea que vaya. Fue para señalar la inmutabilidad de esos componentes personales que elegí como epígrafe para mi Mapamundi (2005) el estribillo de una canción de Spinetta: “y esto será siempre así, quedándote o yéndote”.

Si toda partida implica preparativos, también habría que prepararse para volver. Pero, ¿cuál es la fórmula del buen volver? ¿Será la de haber logrado trastocar los términos de «Naranjo en flor«, para reordenarlos así: Primero hay que saber partir / después andar / después sufrir / y al fin amar sin pensamientos? ¿Cómo volver? ¿Más sabio, más sosegado, más desencantado, más pobre, más cansado, más exitoso…?

Sancho Panza nos da una pista cuando él y su amo regresan a la Mancha (Quijote, II, 72):


…descubrieron su aldea, la cual vista de Sancho, se hincó de rodillas y dijo: —Abre los ojos, deseada patria, y mira que vuelve a ti Sancho Panza tu hijo, sino muy rico, muy bien azotado. Abre los brazos, y recibe también a tu hijo don Quijote, que si viene vencido de los brazos ajenos, viene vencedor de sí mismo; que, según él me ha dicho, es el mayor vencimiento que desearse puede.

Ésta es la verdadera victoria de quien regresa a casa: volver vencedor de sí mismo, con la experiencia suficiente para entender que volver significa seguir yendo. Un camino distinto al del Tao, pero que, para muchos de nosotros, ha valido la pena salir a recorrer.

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