Hacedor de estrellas, de Olaf Stapledon

Por Martín Cristal

Entre las obras que había leído antes de mi reciente Sci-Fi Fever, la que abarcaba el mayor trayecto temporal en la acción narrada era Galaxias como granos de arena (1960), de Brian Aldiss, con ocho mil años de historia repartidos en ocho partes: el Milenio Guerrero, el Milenio Estéril, el Milenio Robot, el Milenio Oscuro, el Milenio Estelar, el Milenio Cambiante (o Mutante), el Milenio Megalópolis y el Milenio Final. Cada parte se compone de una breve introducción histórica seguida de un relato que, a su manera, la ilustra y la resume.

Esas “galaxias de arena” quedan reducidas a menos que polvo microscópico si se compara su acción con la de Hacedor de estrellas, de Olaf Stapledon (Star Maker, 1937), una novela que en 280 páginas comprime nada menos que la historia completa del universo. Incluso junto a La última y la primera humanidad (Last and First Men, 1930) —novela anterior de Stapledon que da cuenta de dieciséis eras en la historia del ser humano, desde el siglo XX hasta su extinción, en Neptuno— los ocho milenios
de Aldiss duran menos que un latido del corazón.

La partida

El viaje ultracósmico del narrador arranca en una colina cercana a su casa. Es de noche, las estrellas colman el cielo; abajo se ve el pueblo y la casa donde su familia duerme. La manera en que Stapledon contrasta la grandeza del Universo con lo diminuto de la vida cotidiana —pequeña, pero no por eso insignificante— es de un belleza sobria y directa, entre amarga e ingenua. En el prólogo de la edición (Minotauro, 1965), Borges subraya que Stapledon “deja una impresión de sinceridad”. Creo que eso se percibe con fuerza y un toque agridulce en este fragmento sobre la vida en pareja:


¡Qué predestinada me había parecido nuestra unión! Y ahora, en el recuerdo ¡qué accidental! Por supuesto, como muchos viejos matrimonios, nos entendíamos muy bien, como dos árboles que han crecido unidos, distorsionándose, pero soportándose. Fríamente, la vi a ella como un simple aditamento a mi vida personal, a veces útil, pero muy a menudo irritante. Éramos en realidad buenos compañeros. Nos concedíamos una cierta libertad, y así nos tolerábamos.

Ésa era nuestra relación. Desde ese punto de vista no parecía muy importante para la comprensión del universo. Pero en mi corazón yo sabía que no era así. Ni aun las frías estrellas, ni aun la totalidad del cosmos con todas sus vacías inmensidades podían convencerme de que ese nuestro preciado átomo de comunidad, que era tan imperfecto, que moriría tan pronto, no tuviese ningún significado. [pp. 15-16].

El viaje que emprenderá el narrador es psíquico (o “astral”, como actualiza Elvio Gandolfo —relacionándolo con la jerga new age— en su ensayo sobre Stapledon reproducido en El libro de los géneros). El inglés evita alambicar una teoría que explique el mecanismo del viaje; nos da a entender que su “combustible” es la imaginación. Al alejarse de la Tierra para visitar otros mundos, la fuerza imaginativa del viajero será cada vez mayor, gracias a que su mente peregrina se vuelve comunal: en cada planeta visitado se va uniendo a un ser de ese mundo, y así esta mente compuesta va facetando su mirada y ampliando sus ideas del cosmos a visiones múltiples, superpuestas, ya no meramente formadas con preconceptos humanos. Potenciada la imaginación, el enjambre explorador (“yo” y “nosotros” a la vez) puede llegar cada vez más lejos en el espacio, y consecuentemente, también en el tiempo. Esta sola idea —sencilla y por eso genial— vale el libro entero.

Todo el tiempo del mundo

Dado el dilatadísimo tiempo de la acción, Stapledon recurre al resumen y sobre todo a la elipsis como estrategias retóricas principales. Con la excusa de no extender demasiado el libro, muchas veces Stapledon usa expresiones como “No contaré/describiré/detallaré aquí…” tal o cual asunto, lo cual lo exime de pormenorizar ciertos procesos evolutivos que serían difíciles de verosimilizar y agotadores de leer.

Para graficar ese enorme período de tiempo, la edición trae al final tres esquemas que lo sintetizan; aquí he ensayado integrarlos en uno solo [clic en la imagen para ampliarla; recomiendo verla en pantalla completa]:
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Planetas y galaxias

El primer planeta visitado, la Otra Tierra, es muy similar a nuestro planeta, lo cual sirve a propósitos satíricos. Se plantea el uso de medios masivos como forma de control social; esto prefigura uno de los grandes temas de la ciencia ficción. De hecho, al comprender la historia de todo el universo, Hacedor de estrellas abarca muchos de los tópicos predilectos del género: utopías y distopías, los viajes y las guerras espaciales de la space opera, los mundos postapocalípticos, etcétera. Este capítulo finaliza con una meditación sobre el “Hacedor de Estrellas”: Dios, el Creador.

El autor va introduciendo variaciones a los mundos que su narrador va descubriendo. Son especies cada vez más alejadas de la humana, primero en el aspecto físico, y más adelante, en el espiritual (una mayor evolución técnica no necesariamente implica un crecimiento espiritual acorde).

Stapledon “construye y describe mundos imaginarios con la precisión y con buena parte de la aridez de un naturalista”, según comenta Borges en el prólogo. Esto es cierto sobre todo respecto de los primeros planetas visitados; en su plan narrativo, los capítulos 3 a 7 pueden emparentarse con “El informe de Brodie”, del propio Borges, con “Kappa”, de Akutagawa, o bien, con el abuelo de ambos: Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift.

En términos generales, el socialismo de Stapledon aplica una lógica marxista a estas nuevas razas: pone al conflicto político-social en el centro (adaptado siempre al contexto particular de cada planeta) y, en el horizonte, a la utopía como necesario cuello de botella previo al siguiente salto evolutivo. La estrategia general de Stapledon para todas las razas de todos los niveles históricos que imagina para nuestro cosmos podría simplificarse en el siguiente proceso:

Descripción
(del planeta y de su gente: surgimiento,
características físicas y sociales, costumbres)
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Conflicto global,
con dos resultados posibles:
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a) la autodestrucción, parcial o total; o bien
b)
el alcance de la utopía, una “unidad mental” que conduce a:
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Transformación de la raza
(cambio cualitativo, salto evolutivo)
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Expansión
(cambio cuantitativo, que lleva a la especie
más allá de sus fronteras iniciales).

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Al infinito y más allá

Si bien hasta el Capítulo 10 (que sirve de resumen de los anteriores) todos los procesos resultan verosímiles en el contexto de la narración, en el 11 nos encontramos con el descubrimiento de que las estrellas son seres vivientes, un escalón difícil de aceptar. Uno sigue leyendo para ver adónde va (y de dónde viene) el Universo; en el límite último del Tiempo y del Espacio es donde uno supone que reside lo más difícil de imaginar, el premio mayor, la Última Respuesta a todas las cosas…

Sin embargo, uno ya no lee con el deleite de las primeras etapas del relato. Los primeros niveles de la exploración de Stapledon resultan más entretenidos, quizás porque son más fáciles de imaginar (en un sentido etimológico: de hacerlos imagen). Las subsiguientes abstracciones van complejizando la parte filosófica en desmedro de la narrativa, lo que es decir: cambiando un interés por otro. “El examen de su estilo, en el que se advierte un exceso de palabras abstractas, sugiere que antes de escribir [Stapledon] había leído mucha filosofía y pocas novelas o poemas”, dictamina Borges en el prólogo.

Superando con cierta indulgencia lo de las estrellas conscientes, alcanzamos con el viajero el llamado “momento supremo del cosmos”. El momento de la verdad, muy cercano al de la muerte: la mente cósmica, fruto de una utopía cósmica parcial, enfrenta el conocimiento del Hacedor de Estrellas, quien se ubica fuera del tiempo de cualquier cosmos. De aquí en adelante, la novela se aleja del todo de la ciencia, para volcarse hacia la teología y el mito.

El sueño de un mito

El autor se aproxima al Hacedor de Estrellas del mismo modo con el que Dante se acerca al Paraíso: cegándonos con luz divina, sin mostrarnos ese lugar con la misma precisión con la que nos mostró antes el Infierno. “…Salta mi pluma y no lo escribo: / Pues la imaginativa, a tales pliegues, / No ya el lenguaje, tiene un color burdo”, dice Dante del Paraíso, excusándose. Stapledon —que entre los múltiples cosmos creados por el Hacedor, se toma la libertad de incluir uno con Paraíso e Infierno, en una clara referencia a Alighieri— explica que a su regreso a la Tierra y a su pobre individualidad de ser humano, ha perdido necesariamente buena parte de su experiencia pasada con la mente comunal viajera, y por ende su relato sólo puede ser un pobre reflejo de su encuentro con el Hacedor de Estrellas. Así y todo, se las arregla para narrarnos “el sueño de un mito” que explicaría los orígenes de la Creación.

Como la Divina comedia, también Hacedor de estrellas se me hizo cuesta arriba en el último tercio. Sin embargo, el rápido —y preanunciado— regreso del narrador a la Tierra es hermoso, y cierra muy bien este libro ambicioso e importante: la imaginación de Stapledon sobrevuela nuestro planeta una vez más, en una mirada muy comprometida con la realidad geopolítica de su tiempo. Y —aunque no lo dice, quiero creerlo— entra al fin de nuevo a su hogar donde, felizmente, todavía lo espera su mujer. Ella le contará qué tal le fue en su día; y él, que tiene una gran idea para un nuevo libro.

El purgatorio de Lost

Por Martín Cristal

[Este artículo contiene spoilers de Lost. No parece necesario agregar que también los tiene del Purgatorio de la Divina comedia. Infiero que, entre otras razones, una obra se vuelve un verdadero clásico cuando gana para sí una sólida «unspoilerableness»].

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No vi la última temporada de Lost al ritmo de la TV. Hice lo mismo que en las anteriores: esperé a que terminara (sin leer nada del tema en internet) y enseguida le pedí a un amigo que me la pasase completa para verla con mi chica en dos o tres sesiones maratónicas, que es como más la disfrutamos.

De la cantidad de artículos sobre Lost que más tarde sí leí en la red, me quedo con los de Daniel Link; y, respecto del final propiamente dicho, con (sólo una parte de) lo que Ross Douthat escribió en su blog del New York Times. Es la que sigue:


«Había tres razones para ver
Lost —o para seguir viéndola, mejor dicho— a través de seis temporadas sumamente apasionantes y sumamente frustrantes. Podías verla por los personajes, bidimensionales y en cierta forma arquetípicos, pero ricos y narrables e incluso queribles […]. Podías verla por la emoción: los cliffhangers sin fin, el latigazo narrativo constante, la trama en forma de cinta de Moebius, y la forma en que la serie podía desmontar y volver a montar alegremente su arquitectura narrativa (¡flashbacks seguidos por flashforwards! ¡Flashforwards seguidos por viajes en el tiempo!) y de alguna manera seguir funcionando. Y por supuesto, podías verla por la trama «macro»: la mitología de una isla misteriosa, que ponía capas de rompecabezas sobre acertijos sobre intriga como ningún otro show televisivo desde Los expedientes X, prometiendo todo el tiempo (o aparentando prometer, al menos) que se estaba construyendo algo en dirección a un desenlace revelador.

Ayer por la noche, el final de la serie fue un gran éxito si vieron el show por la primera razón; fue interesante de forma intermitente si lo vieron por la segunda, y un crescendo de fracaso si lo vieron por la tercera.»

Hacía rato que yo había descartado la razón numero tres, o al menos la había subordinado a las otras porque, con tantos frentes abiertos, ¿qué podía darnos un final centrado sólo en eso de la «trama macro»? Apenas un puré de Lostpedia y poco más.

Mejor así: todos muertitos. Una posibilidad —la de «Lost como purgatorio»— que los fans habían señalado desde un principio, cuando la serie aún se componía sólo de «isla + flashbacks». En aquel entonces, los guionistas y el productor rechazaron enfáticamente esa teoría, aunque cabe recordar que sólo negaron que la isla fuera el purgatorio: nunca negaron que más adelante otras situaciones de los personajes pudieran devenir en una especie de purgatorio cuántico.

En fin: para los que desde un principio intuyeron que la mano venía por ahí, va la siguiente síntesis ilustrada de…

El Purgatorio de Dante
for
losties

Cantos I-II: Llegada a la playa.

Llegamos luego a la desierta playa,
que nadie ha visto navegar sus aguas,
que conserve experiencias del regreso.
(I, 130-132)

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Canto III: Antepurgatorio. Primer repecho: excomulgados que se arrepintieron.

Abominables mis pecados fueron
mas tan gran brazo tiene la bondad
infinita, que acoge a quien la implora.
(III, 121-123)

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Cantos IV-V: Antepurgatorio. Segundo repecho: tardos en arrepentirse.

…ya más de ti
no me conduelo; pero dime, ¿porqué sentado
aquí mismo estás? ¿Esperas escolta
o a la vieja costumbre has retornado?

(IV, 123-126)


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Canto V: Antepurgatorio. Tercer repecho:
muertos violentamente que perdonan a sus agresores y se arrepienten de sus pecados.

Todos muertos violentamente fuimos,
y hasta el último instante pecadores…
(V, 52-53)

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Canto VI-VII: Antepurgatorio. Cuarto repecho:
el valle de los gobernantes que descuidaron
sus deberes.

Desde esta altura mejor los actos y rostros
conoceréis vosotros de todos ellos,

que mezclados con ellos en el fondo.

Aquel que en lo alto asienta y muestra semblante
de haber sido negligente en lo que debiera…
(VII, 88-92)


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Canto VIII: Se hace de noche…

Era la hora en que quiere el deseo
enternecer el pecho al navegante,

cuando de sus amigos se despide…

(VIII, 1-3)


Cantos IX-XII: Purgatorio, primera cornisa:
los soberbios.

…y no sólo la soberbia
me dañó a mí—, que a todos mis parientes
ha arrastrado consigo a la desgracia…
(XI, 67-69)


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Cantos XIII-XIV: Segunda cornisa:
los envidiosos.

…En este giro se azota
la culpa de la envidia, sin embargo de amor
están hechas las cuerdas de la fusta.
(XIII, 37-39)

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Cantos XV-XVII: Tercera cornisa:
los iracundos.

Y he aquí que poco a poco un humo vino
hacia nosotros como la noche oscuro;
ni de él lugar había donde abrigarse.
(XV, 142-144)


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Cantos XVII-XVIII: Cuarta cornisa:
los perezosos.

Oh gente en la que el agudo fervor ahora
compensa quizá la negligencia o tardanza
que pusisteis en el bien hacer, por flaqueza

(XVIII, 106-108)


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Cantos XIX-XXI: Quinta cornisa:
los avaros…

¡Oh avaricia! ¿qué más puedes hacer,
que así te has apropiado de mi sangre
que ni te cuidas de tu propia carne?
(XX, 82-84)

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…y también los derrochadores.

Entonces advertí que por abrir demás las alas
podía irse de manos el gasto, y arrepentíme
así de éste como de los otros males.
(XXII, 43-45)

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Cantos XXII-XXIV: Sexta cornisa:
los glotones.

Toda esta gente que llorando canta,
por seguir a la gula sin medida,
santa se vuelve aquí con sed y hambre…
(XXIII, 64-66)


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Cantos XXIV-XXVII: Séptima cornisa:
los lujuriosos.

Y este modo creo que les baste
por todo el tiempo que el fuego los abrase;
que tal cura es necesaria y con tal pasto
para que la llaga del sexo se digiera.
(XXV, 136-138)


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Canto XXVII: Virgilio, el «dulce padre»,
se despide de Dante.

«El fuego temporal, el fuego eterno
has visto, hijo; y has llegado a un sitio

en que yo, por mí mismo, ya no entiendo.

Te he conducido con arte y destreza;
tu voluntad ahora es ya tu guía…»
(XVII, 127-131)

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Canto XXVIII: Paraíso terrenal. El río Leteo.
Aparece Matilda.

Cuando llegó hasta donde las hierbas
bañadas son por las ondas del bello arroyo,
de alzar sus ojos me hizo regalo.

No creo que esplendiese tanta luz
bajo las cejas de Venus…

(XXVIII, 61-65)


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Canto XXIX: Desfile alegórico: incluye
un carro que representa a la Iglesia.

Ni a Roma con un carro tan bello
alegrara el Africano, ni tampoco Augusto,
hasta el del Sol sería pobre en su presencia…

(XXIX, 115-117)


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Canto XXX: Aparece Beatriz y reta a Dante
por haberse apartado de la senda de la virtud.

Le sostuve algún tiempo con mi rostro:
mostrándole mis ojos juveniles,
junto a mí le llevaba al buen camino.
[…]

…y por errada senda volvió el paso,
siguiendo imágenes falsas de un bien,
que ninguna promesa entera cumplen
.
(XXX, 121-123; 130-132)


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Canto XXXI: Paraíso terrenal:
Dante se baña en las aguas del Leteo.

…y hundióme la cabeza con su abrazo
para que yo gustase de aquel agua.
(XXXI, 101-102)


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Canto XXXII: Paraíso terrenal.
El árbol de la Ciencia del Bien y del Mal.

Así paseando por la alta selva, vacía
por culpa de quien creyó en la serpiente…
(XXII, 31-32)


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Canto XXXIII: Dante bebe el agua del río Eunoé…

Si tuviese lector, más largo espacio
para escribir, en parte cantaría
de aquel dulce beber que nunca sacia…
(XXXIII, 136-138)


…y luego pasa al Paraíso celeste,
que es todo luz.

De aquel agua santísima volví
transformado como una planta nueva
con un nuevo follaje renovada,
puro y dispuesto a alzarme a las estrellas.
(XXXIII, 142-145)

Fin.

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PD. En un comentario que hice en 2008 en el blog Nación apache, decía que, a mi entender, uno de los aciertos iniciales de la serie (que le permitió poder abrir el juego argumental) fue no definir de entrada el género de la narración: en los primeros capítulos, Lost parece cine catástrofe; de inmediato, pasa al plano de la ciencia ficción; luego se alternan el misterio, lo sobrenatural, lo fantástico, el thriller, el policial (en muchos flashbacks)… Y, ahora vemos, también la alegoría.

En ese mismo comentario también decía que, haciendo un paralelismo entre “series de TV” y “literatura”, las interrelaciones entre los diferentes capítulos de Lost se superponen de tal modo que, si uno compara esta serie con cualquier otra que hace diez o quince años nos haya parecido buena, la diferencia entre ellas es similar a la que hay entre el cosmos cerrado y complejo del Quijote y las novelas “en episodios” individuales que existían previo a la creación de Cervantes. Recientemente, Agustín Fernández Mallo hizo una comparación parecida, aunque para demostrar otra similitud entre Lost y el Quijote, e incluyendo dos elementos más: la serie Flashforwards y el Lazarillo de Tormes.

El libre albedrío (de Dante a Burgess)

Por Martín Cristal

El libre albedrío es la clave para que pueda realizarse la clasificación dantesca de Infierno, Purgatorio y Paraíso. El sistema de premios y castigos en la afterlife no puede funcionar si al individuo no se lo considera responsable de su propio comportamiento en vida.

Por supuesto, ésta no es la única concepción posible para una obra literaria. En Un descanso verdadero, Amos Oz pone en boca de uno de sus personajes —Azarías Gitlin— ciertos refranes de rima ridícula que sin embargo devienen del pensamiento de Spinoza: “El destino determina y el caballo camina”, “Lucha el cochero para avanzar y llega el destino para hacia atrás empujar”, entre otros. El personaje de Oz sostiene que no hay casualidades, que todo está regido por leyes muy precisas. (Entonces, ¿decidimos por nosotros o está todo predeterminado? En lo personal, yo necesito creer en el libre albedrío, aunque comprenda y acepte que mis decisiones están imbricadas en una red que las condiciona).

Todos los caminos y preguntas de la Comedia descienden (¿o ascienden? Bueno, también) hasta el tema del libre albedrío. En Purgatorio, XVI, 67 y ss., Dante pone el asunto sobre la mesa y explica sus teorías al respecto:


Cualquier causa achacáis los que estáis vivos
al cielo, igual que si moviese todas
las cosas él obligatoriamente.

Destruido sería así en vosotros
el libre arbitrio, y no sería justo
dar la alegría al bien, y al mal dar luto.

El cielo inicia vuestros movimientos;
no digo todos, mas aunque lo diga,
una luz para el bien o el mal os dieron,

Y libre voluntad; que si se cansa
en el primer combate contra el cielo,
luego lo vence si bien se sustenta.

A mayor fuerza y a mejor natura
libres estáis sujetos; y ella cría
vuestra mente, en que el cielo nada puede.

Lo humano se define por la conciencia y el ejercicio de esa libertad. Sin el libre albedrío, el hombre sería una marioneta que no podría más que obedecer condicionamientos preestablecidos. Una máquina, tal como le sucede a Alex, el personaje de La naranja mecánica (1962), luego de ser sometido al cruel experimento ideado por Anthony Burgess.

Al respecto, Burgess dice (en una introducción escrita en 1986):


…por definición, el ser humano está dotado de libre albedrío, y puede elegir entre el bien y el mal. Si sólo puede actuar bien o sólo puede actuar mal, no será más que una naranja mecánica, lo que quiere decir que en apariencia será un hermoso organismo con color y zumo, pero de hecho no será más que un juguete mecánico al que Dios o el Diablo (o el Todopoderoso Estado, ya que está sustituyéndolos a los dos) le darán cuerda. Es tan inhumano ser totalmente bueno como totalmente malvado. Lo importante es la elección moral.

Obligado a ver escenas de violencia hasta la náusea, a Alex quiere extirpársele su tendencia natural a la violencia, al mal. Se consigue, pero el costo es anularlo como ser humano. Y, como efecto secundario, que también genere un rechazo a la música que acompañaba a esas imágenes violentas: Beethoven, música que antes era la favorita de Alex, y que ahora lo atormenta hasta el vómito.

Con desnuda ironía, en Francia apodaron «Beethoven» a un aparato de ultrasonido que ahuyenta a los jóvenes mediante el uso de frecuencias que sólo ellos pueden oír. El objetivo del «Beethoven Antijóvenes» es evitar el merodeo o las concentraciones de jóvenes en espacios públicos (o semipúblicos). El año pasado, un juez prohibió su uso. La perfecta paradoja de vivir en libertad: tener que aplicar una prohibición para que esa libertad no se vea coartada.

La novela de Burgess fue editada en dos versiones: la americana, cuyo final coincide con el de la película de Kubrick (1971), y la inglesa, en la que hay un capítulo más (el 21); en esa versión más larga, el personaje logra regenerarse. En la introducción antes citada, el autor ofrece en reedición la «versión completa» del libro para el público norteamericano, apelando al libre albedrío de los lectores:


Los lectores del capítulo veintiuno deben decidir por sí mismos si mejora el libro que presumiblemente conocen o realmente se trata de un miembro prescindible. Mi intención era que el libro concluyese de esta manera, pero tal vez mi juicio estético no era correcto. Los escritores raras veces son sus mejores críticos, y tampoco son críticos.
Quod scripsi scripsi, dijo Poncio Pilatos cuando hizo a Jesucristo rey de los judíos. «Lo que he escrito, escrito está». Podemos destruir lo que hemos escrito, pero no podemos borrarlo. Con lo que el doctor Johnson llamaba fría indiferencia expondré lo escrito al juicio de ese 0,00000001 de la población norteamericana al que le importan esas cuestiones. Coman esta porción dulce o escúpanla. Son libres.

Por qué adoro Los detectives salvajes

Por Martín Cristal

Le he dedicado varios artículos a 2666 simplemente porque es una gran novela y tiene mucha tela para cortar, pero mi favorita entre las novelas de Roberto Bolaño sigue siendo Los detectives salvajes.

A mediados de 2001, yo ya llevaba en México DF casi tres años; había publicado mi primera novela, tenía un buen trabajo y acababa de mudarme a la calle Bucareli. Una fiebre me tumbó en la cama de ese departamento, enorme y vacío; falté al trabajo y me animé con el único libro que me quedaba sin leer: Los detectives salvajes. Lo había comprado junto con otros libros, por recomendación de Mónica Maristain (quien tiempo más tarde le haría a Bolaño su última entrevista). De esos libros, Los detectives salvajes había quedado al final, quizás por su mayor volumen. De inmediato me sorprendió que la historia escrita por un chileno que vivía cerca de Barcelona iniciara, no ya en el DF, sino precisamente en la misma calle a la que yo me había mudado.

Me sedujeron, claro, el dominio de un lenguaje mexicano con el que por entonces yo convivía, la evocación de un México mítico elegido como un territorio fecundo para disparar la imaginación… pero lo que más me atrapó fue la desmesura (que no es meramente extensión): una novela de seiscientas y tantas páginas, sí, pero cuya acción transcurre en un lapso de veinte años, en muchas ciudades diferentes, con más de cincuenta narradores distintos (algunos de ellos tomados de la vida real), con una gran cantidad de historias y voces… Imposible no impresionarse.

Bolaño narra vidas completas: registra todo el “ancho de banda” de la vida. En esto se opone diametralmente a Borges, cuya estrategia era cifrar el destino de un hombre en un momento de la vida de ese hombre, como si narrando ese único momento diera cuenta de la vida entera de esa persona. Bolaño no le saca el cuerpo a los pormenores, a las idas y vueltas, y así la vida en sus relatos se parece, efectivamente, a la vida: caprichosa, llena de meandros e incertidumbres, con tiempos muertos, pausas, vértigo, cambios, traslados… No se trata de que Borges sólo haya escrito cuentos y entonces, por una cuestión de síntesis, haya preferido aquella estrategia, mientras que Bolaño puede desarrollar más porque escribe largas novelas: no es eso, digo, ya que Bolaño no lo hace sólo en las novelas; también se da el lujo de lograr esa impresión en muchos de sus cuentos, como por ejemplo en “Vida de Anne Moore” (en Llamadas telefónicas).

Con Los detectives… Bolaño se ubica en la genealogía de Rayuela de Cortázar (1963), novela que le debe mucho al Adán Buenosayres de Marechal (1948), que a su vez desciende de dos líneas entrelazadas, el Ulises de Joyce (1922) y la Comedia de Dante (siglo XIV), y por ende de Virgilio y de Homero. Una línea genealógica en la que reconozco diversos placeres que me definen como lector.

Audacia, desmesura; narración coral; emociones alternadas, no pura tristeza, tampoco pura alegría; humor, a veces absurdo, con frecuencia irónico o lúdico, muy pocas veces simple; prosa sin ornamentos innecesarios, con períodos largos, y cadencias atractivas, de poeta con calle, que no reniega de la oralidad; metáforas desbordadas, hiperdesarrolladas; cierto riesgo estructural (estructuras abiertas); descripciones disyuntivas —del tipo “en la habitación había tal cosa, o quizás tal otra, o quizás no había nada”— que construyen una atmósfera, no meros inventarios; un buen equilibrio entre lo vital y lo metaliterario; la digresión como estrategia y un poder de fabulación enorme, una gran concatenación de anécdotas pequeñas y grandes: todo eso encontré en Los detectives salvajes.

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Eso me sorprendió desde el arte; en un plano más íntimo, la novela me conmovió con sus personajes nómades, cuya vida parece triste porque no consigue enraizarse en ninguna parte. Ése era exactamente el sentimiento que comenzaba a surgir en mí por aquellos años (yo viviría aún dos más en el DF). El viaje como búsqueda. La vida lejos del lugar que te vio nacer. Ulteriormente, ese sentimiento creció y pesó mucho en la decisión de volver a la Argentina, luego de un paso muy breve por Europa. De vuelta, lo primero que publiqué fue Mapamundi (2005), un librito con siete cuentos que, en distintos tonos, querían tocar esa fibra. Hoy sé que la vida no para en ningún lado porque está en todas partes.

Mis razones para volver de México a la Argentina fueron muchas, y no todas muy claras al momento de volver, por eso me pregunto: ¿cuánto habrá tenido que ver la lectura de Roberto Bolaño en esa decisión? Quizás leer a Bolaño tuvo algo que ver también porque ¿qué hubiera podido seguir escribiendo en el DF, qué historia personal hubiera podido narrar o inventar allá luego de que ya había hecho mi pequeña “novela de extranjero en México” (Bares vacíos, 2001) y luego de haber leído algo como Los detectives salvajes? ¿Seguir con otras historias de exilio o extranjería? ¿Adoptar el lenguaje mexicano ya no como un juego, sino como algo propio? Quizás era hora de volver, de descubrir mi verdadero lugar, y tal vez leer a Bolaño me ayudó a darme cuenta de eso.

Roberto Bolaño murió el 14 de julio de 2003. Hoy se cumplen seis inviernos. Este pequeño artículo no surge del mero deseo de hacer un homenaje, sino de la más pura gratitud.

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La capacidad del Purgatorio

Por Martín Cristal

Geométricamente, el monte del Purgatorio es la contrafigura perfecta del Infierno: de aquella concavidad cuyos escalones se abismaban en las tinieblas, Dante y Virgilio pasan a transitar por las cornisas de una elevación que alcanza las alturas del paraíso terrenal. En la Comedia leemos (Purgatorio, VI, 40-42):


La cima, de tan alta, era invisible
Y aún más pina la cuesta que la raya
Que une el medio cuadrante con el centro.

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Lo sommo er’alto che vincea la vista,
e la costa superba più assai
che da mezzo quadrante a centro lista.

Según Martínez de Merlo, esto indica que la ladera del monte tiene una inclinación mayor a 45º (Pina: “mojón cónico”). Con la ayuda del programa Swift 3D, conseguimos realizar el siguiente esquema (hacer clic sobre la imagen para ampliarla):

Ampliar la imagen para ver en detalle la estructura
del Purgatorio de la
Divina comedia.

 

De estas y otras dimensiones explicitadas por Dante —así como del hecho de que la montaña del Purgatorio es la exacta contraparte del foso infernal—, se desprende que las capacidades de los círculos del Infierno y del Purgatorio para un mismo pecado no concuerdan. En el foso del Infierno, los círculos más grandes son los de los pecados más leves, y los círculos menores los de los más graves; en la montaña del Purgatorio, es justo al revés: las cornisas más amplias son las de los pecados más graves, que quedan abajo, lejos del Paraíso; las de los pecados más leves son más pequeñas y quedan arriba, más cerca del Paraíso.

Se comprende, claro, que en el Infierno haga falta una gran capacidad, ya que allí se concentra toda la humanidad que vivió antes de Cristo (no sólo en el Limbo, hay que recordarlo); respecto de los demás círculos infernales, y considerando también la organización del Purgatorio, uno estaría dispuesto a pensar que el Dios cristiano sabe que habrá más hombres que caigan en los pecados de incontinencia sin arrepentirse por ello, que hombres que caigan en los mismos pecados y luego elijan el arrepentimiento. Dicho con un ejemplo: necesariamente caben más glotones en el amplio cuarto círculo del Infierno que en la sexta cornisa del Purgatorio; por ende, Dios sabe que habrá más glotones no arrepentidos que glotones arrepentidos…

Sin embargo, uno no debe olvidar un aspecto fundamental: del Infierno no se sale; del Purgatorio, si se cumple la penitencia correspondiente, sí. Es lógico que el foso infernal reserve vastos espacios para las faltas más comunes, mientras que el Purgatorio puede darse el lujo de ofrecer menos lugar a esos pecadores: por ser más leves sus faltas, las purgarán más rápido para ver a Dios en el Paraíso, dejando libre su lugar en la montaña para otras almas recién llegadas.

Queda por resolver el tema de la finitud del espacio infernal. ¿Sería capaz la humanidad de colmarlo algún día? Se diría que, por la maldad que el género humano alberga, sí; aunque, por esa misma maldad, puede que la raza humana se extermine a sí misma antes de contar con suficiente población como para llenar el Infierno dantesco.

De completarse el cupo, es probable que las almas, no corpóreas, puedan superponerse en un mismo espacio. De todos modos, el hacinamiento podría convertirse en un suplicio extra, común a todos los círculos.

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La forma del Infierno

Por Martín Cristal

Las figuras del cono invertido o del anfiteatro son las que suelen utilizarse como esquema rápido del infierno dantesco. Sin embargo, la descripción detallada que nos presenta la Divina comedia no coincide exactamente con una figura tan regular como ésas. Para visualizar con mayor precisión el espacio infernal, habría que tener en cuenta algunas variaciones que Dante introduce en su recorrido, a saber:

  • Entre el séptimo círculo y el octavo hay un salto mucho mayor que en los círculos anteriores: éste es un abismo tan profundo que precisa de las alas del monstruo Gerión para ser sorteado. Dicho vuelo se lleva todo un canto (el XVII).
  • El diámetro total que necesariamente debe tener el octavo círculo, con sus diez valles concéntricos separados por fosos (XVIII, 1-18), es amplísimo; por el relato, la pendiente de esta zona infernal se nos hace menos pronunciada que en los primeros seis círculos (donde el conjunto sí semejaba un anfiteatro).
  • El pozo final del noveno círculo necesariamente debe tener un diámetro menor (calculable, como se verá más adelante), aunque es muy profundo (XVIII, 4-6; se estima que Lucifer, atrapado en el fondo del pozo, mide él sólo unos mil metros).

De esto se desprende que el infierno no tiene la forma de un cono perfecto, ni la de un anfiteatro regular, sino más bien la de un embudo con las siguientes características: primero, boca ancha; después, pendiente escalonada de alrededor de 45º; luego larga caída a 90º (la que Dante baja volando en el lomo de Gerión); después, durante una larga extensión de valles concéntricos —el Malebolge— la pendiente no es tan pronunciada como en la primera parte (¿15, 20º?); luego otra vez pendiente pronunciada en un pozo de algunos kilómetros de diámetro; final en forma de tubo angosto con caída a 90º respecto de la horizontal. Un corte —sin profundizar todavía en los cálculos— podría ser el siguiente:

Haciendo girar 360º este corte —con la ayuda del programa Swift 3D—, he conseguido la siguiente vista tridimensional del Infierno (hacer clic sobre la imagen para ampliarla):

Ampliar la imagen para ver en detalle la estructura
del Infierno de la
Divina comedia.

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Del tamaño del Infierno

Respecto de las dimensiones del inframundo, Dante da pocas referencias. Salvo omisión de mi parte, son sólo las siguientes:

  • XXIX, 9: “que millas veintidós el valle abarca”. (che miglia ventidue la valle volge): Se refiere al noveno valle del Octavo Círculo (Malebolge). Entiendo que son 22 las millas a recorrer si se quiere dar la vuelta completa al valle, de forma anular. Podemos suponer que la milla a la que hace referencia Dante es la antigua milla romana, que equivalía a 1.480 metros.
  • XXX, 86-87: “aunque once millas abarque esta fosa [el valle] / y no menos de media de través”. (con tutto ch’ella volge undici miglia, / e men d’un mezzo di traverso non ci ha): Se refiere al décimo valle del Malebolge; mide la mitad del anterior que lo rodea. Entiendo que son 11 las millas a recorrer si se quiere dar la vuelta completa al valle anular y por lo menos media milla para cruzarlo desde el borde exterior al interior.
  • XXXI, 61-66: “y así la orilla, que les ocultaba / del medio abajo, les mostraba tanto / de arriba, que alcanzar su cabellera // tres frisones en vano pretendiesen; / pues treinta grandes palmos les veía / de abajo al sitio en que se anuda el manto”. (sì che la ripa, ch’era perizoma / dal mezzo in giù, ne mostrava ben tanto / di sovra, che di giugnere a la chioma // tre Frison s’averien dato mal vanto; / però ch’i’ ne vedea trenta gran palmi / dal loco in giù dov’omo affibbia ‘l manto.): Es la altura de la parte visible —de la cintura para arriba— de los gigantes que circundan el Noveno Círculo. Según nota al pie de Martínez de Merlo (en la edición de Cátedra), son unos 20 metros.
  • XXXIV, 30: “y más con un gigante me comparo, / que los gigantes con sus brazos [los de Lucifer] hacen: / mira pues cuánto debe ser el todo / que a semejante parte corresponde”. (e più con un gigante io mi convengo, // che i giganti non fan con le sue braccia: / vedi oggimai quant’esser dee quel tutto / ch’a così fatta parte si confaccia): Dante compara que él es a un gigante más de lo que un gigante es a un brazo de Lucifer. La sintaxis del verso traducido no me lo deja del todo claro, aunque atiendo a una nota al pie de Martínez de Merlo, quien asegura que los comentaristas de la Comedia —como ya adelantamos— han calculado la altura de Lucifer en unos 1000 metros.

A partir de las dimensiones enumeradas aquí no podrían calcularse a ciencia cierta las proporciones de todo el Infierno (éstas sólo podrían inferirse), pero sí el tamaño de algunas partes significativas, como por ejemplo el diámetro del noveno círculo infernal:

a) Si el noveno de los diez valles del Malebolge mide 22 millas de circunferencia (¿borde exterior o punto central más bajo del valle? Vamos a considerar el borde exterior del valle, la circunferencia más grande), entonces:

22 / π = 7 millas de diámetro

Sobre el ancho de este anillo infernal, Dante no nos da datos; sí nos los brinda del siguiente, el décimo valle:

b) El décimo valle, concéntrico con el anterior, tiene 11 millas de circunferencia (exterior). Por lo tanto:

11 / π = 3,5 millas de diámetro desde el borde exterior

Pero de este anillo, Dante nos informa que tiene no menos de media milla de través. Si tomamos como exacto ese valor mínimo, vemos que:

3,5 – (0,5 . 2) = 2,5 millas de diámetro
para la circunferencia interior

Esto es un diámetro de 3,7 km para el Noveno Círculo infernal. Lucifer, dijimos, tiene 1 km de alto, aunque está enterrado hasta la cintura en un pozo helado… Compárense estos valores con la escena imaginada por Gustave Doré para ilustrar el momento en que Dante y Virgilio avistan al demonio gigantesco (recomiendo ampliar la imagen para apreciar sus detalles):

Ampliar la imagen.

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La síntesis de los cálculos anteriores, en el siguiente gráfico:

Por supuesto, la diferencia de un valle y otro no se ve reflejada en el tiempo narrativo: Dante no hace ninguna referencia al hecho (necesario, según mis cálculos) de haber tardado más en cruzar el noveno valle del Malebolge que el décimo valle o el noveno círculo.

Es lícito pensar que hacer o no estos cálculos no afecta en nada la lectura del texto ni mucho menos nuestra vida real. Sin embargo, hay quien ha visto en la numerología dantesca un modelo para establecer la proporción de otras construcciones perfectamente reales, como por ejemplo el arquitecto Mario Palanti para su Palacio Barolo, un llamativo edificio ubicado en la Avenida de Mayo de Buenos Aires. No podemos menospreciar entonces el que algunos lectores de los clásicos también se ocupen de detalles en apariencia menores como éstos.

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Ver además:
Esquema del Paraíso.
Esquema del
Purgatorio.
Esquema integral.

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Una temporada en el afterworld dantesco

Por Martín Cristal

Uno, que se declara agnóstico, no cree en el cielo y el infierno; cree más bien en la tierra y sus gusanos. Sin embargo, la imaginación es la imaginación, y como tal nos invita a sus juegos y suposiciones.

Supongamos entonces que uno mismo, con sus creencias y escepticismos intactos, luego de morirse pudiera elegir adónde ir a parar en el menú de opciones inventado por Dante para su Divina comedia

El mundo según Dante

Antes de condenarnos o salvarnos en alguno de los niveles dantescos, recordemos cómo está organizado el mundo del más allá que Alighieri pergeñó para su obra maestra. Para eso he dibujado el siguiente esquema, cuyos hemisferios pueden ampliarse haciendo clic sobre ellos:

[Ampliar Infierno] [Ampliar Purgatorio y Paraíso]
[Descargar esquema en formato PDF]

Primera parada: un Paraíso que aburre

El Paraíso, en su alucinación mística, no sería una opción viable para mí. En los cielos, todo detalle escénico debe aportarlo una fe con la que yo no cuento. Para mí, toda la tercera cantiga es un insípido viaje de LSD: “¡lucecitas, qué loco!”. Un cuelgue en el que no ocurre nada. Personajes no faltan, es cierto: hay un desfile similar al de las otras dos cantigas, pero aunque se nos van presentando en diferentes cielos, todos ellos se hallan en casi la misma situación, lo cual resulta aburridísimo. Habla Justiniano, habla Tomás de Aquino… pero mientras, ¿qué sucede, qué escenografía hay? Ninguna, o si la hay no la vemos porque al Iluminador del teatro se le fue la mano con la potencia de las luces.

Y el Empíreo, el gran finale, ¿qué resulta ser? Un estadio de tribunas llenas desde las que sin embargo no se va a poder ver el partido porque los reflectores de la cancha ciegan a la platea. O sea: un aburrimiento total. ¡Cómo se nota que en tiempos de Dante no existía la electricidad! Eso es lo más grandioso que se le ocurrió: lucecitas. Dios no es más que un arbolito de navidad gigante, desdibujado por un desmedido pico de kilowatts.

Ni hablar de las jerarquías angélicas (una comparsa de la que Dante no es responsable, claro). ¿Por qué al Todopoderoso —a ver si entendemos Su apodo— le haría falta todo un sistema piramidal de ejecutivos para presidir El Universo S.A.?

Segunda parada: un Purgatorio que fatiga

Descartado el Paraíso, paso a declarar que al Purgatorio no me gustaría ni pisarlo. Primero, porque de seguro mi primer pena sería de orden burocrática: como no sabrían en qué piso ponerme, me estarían haciendo ir y venir de uno al otro, “andá y hablá con aquél ángel de la cornisa siete”, y luego: “ya te dije que acá no: mejor volvé y hablá con el de la uno…”. Y segundo, porque de que me tengan corriendo de acá para allá (como en la cuarta cornisa) o muerto de hambre (como en la sexta) me eximieron los números bajos que obtuve en el sorteo para la clase 1972. Del servicio militar ya me salvé en vida. Por otra parte, el premio por la permanencia en el Purgatorio es… el Paraíso, destino que ya hemos descartado.

Antes que terminar en ese Paraíso desabrido o en la colimba del Purgatorio, yo preferiría ir a parar al primer círculo infernal…

Última parada: el Limbo

El primer círculo del Infierno, el Limbo, es la papa, la posta, la neta del más allá dantesco porque:

a) En los otros ocho círculos infernales, así como en el Purgatorio, imperan unos castigos terribles que no pueden ser deseados por nadie, excepto por los masoquistas. (Por cierto, ¿adónde irían a parar los masoquistas si se los considerase pecadores? Irían al Paraíso: no recibir castigo alguno los haría sufrir más que nada…).

b) Está claro que el Paraíso es insoportable: si hay algo que no le deseo a nadie, es el Tedio. Sin duda, el paraíso resulta menos interesante que el Limbo. Para mí que la Iglesia se dio cuenta, y fue por eso que en octubre de 2006 anunció oficialmente que “cerraba” el Limbo. Aunque el Papa adujo otros motivos, yo creo que en el fondo se avivó de que el Limbo era la opción más tentadora para todos, tal como se viene señalando aquí.

c) En el Anteinfierno no se está mejor que en el Limbo. Primero, porque a los que están en el Anteinfierno —esos “hombres huecos” de T. S. Eliot, los indiferentes que no tomaron partido por nada, los pusilánimes, los cobardes— no se les permitirá volver a sus cuerpos luego del Juicio Final (a los del Limbo, sí); segundo, porque los del Anteinfierno sí deben soportar un suplicio —recordemos que hay avispas que los persiguen incesantemente—; tercero, porque a ese suplicio se suma un tormento muy difícil de soportar: el fuego invisible de la Curiosidad. Ellos no pueden salir del Infierno pero tampoco pueden entrar y ver cómo es por dentro. ¿Me van a decir que ese deseo no los carcome como a los jóvenes de dieciocho años cuando los eternizan en la cola de una discoteca nueva y el patovica de la puerta no los deja pasar? (Caronte: “vos, sí; vos, no…”). Ésa es la ansiedad que los quema; es por eso que se mueren por cruzar el río, y no porque “la justicia santa los empuja”, como nos quiere hacer creer Virgilio (Infierno, III, 124-126), quien quizás funcione bien como guía de turismo, pero que de Dios debería admitir que sabe bastante poco.

Resumiendo: en el Anteinfierno estás out; en el Limbo estás in.

d) A continuación, la razón principal para elegir el Limbo, aunque antes será mejor recordar dos cosas. La primera, que en el Limbo están las almas de los niños que murieron antes de ser bautizados y también las de todos aquéllos que, aunque virtuosos, tuvieron la mala fortuna de vivir en una época anterior a Cristo, y por tanto no conocieron ni profesaron la fe cristiana [*]. La segunda, que las almas del Limbo no sufren ningún suplicio, excepto uno que, comparado con los otros, es muy leve: la angustia de no tener esperanzas de ver a Dios por encontrarse anclados ahí, en el primer círculo del Infierno. Es por eso que en el Limbo no se oyen gemidos ni gritos desgarradores, sólo suspiros que hacen temblar el aire oscuro.

¿Eso es todo? No se hable más: me mudo con todas mis valijas al castillo del Limbo. No hay serpientes, ni lagos de sangre hirviente, ni demonios con espadas, ni ningún castigo atroz. Sólo hay suspiros porque no podemos ver a Dios, pero Dios tampoco quiere vernos porque no éramos miembros del club antes de que el club se fundara… La verdad es que no me dan muchas ganas de conocer al presidente de un club que razona así.

El Limbo es la sociedad perfecta: en él todos son buena gente que siguió las virtudes cardinales (y si en vida obviaron las teologales, fue por desconocimiento nomás). Lo mejor entonces, será empezar a aprovechar el tiempo que resta, que no es la eternidad, pero sí un buen ovillo de años hasta que llegue el Juicio Final. ¿Se aburre uno en el Limbo como en el Paraíso? Claro que no. En el Limbo está todo eso que Dante dice que sin la fe no es nada; está bien, pecador de mí, pero también en el Limbo hay muchísima gente interesante con la cual conversar. En el Limbo están Homero y Virgilio, Ovidio y Horacio: está la poesía. Están Sócrates, Aristóteles y Platón: está la Filosofía. Está Saladino, está Julio César: la Historia.

¿Que primero hace falta aprender griego, latín, árabe? Ningún problema, se aprende. Hay tiempo, una parva de días (o noches). ¿Hay que hacer cola para ser alumno de Heráclito o de Zenón? Se hace. Mientras, se habla incansablemente de literatura (Purgatorio, XXII, 100-105), cosa que en la Tierra muchos de mis congéneres no me toleran. Luego, uno hasta podría hacer la prueba de transferir lo que ha aprendido a alguien: en el Limbo también hay niños.

¿Hay que sacar número para poder sentarse con Homero y escuchar sus hexámetros de primera mano? Se saca número. Y se espera. Décadas, siglos… No importa, porque eso, en el Infierno, hace bien. Un fuerte deseo reproduce justo lo que el Infierno pretende abolir: la esperanza. Por supuesto, será conveniente no levantar la perdiz ni dejar ver que uno la está pasando bien: podría suceder que Minos se diera cuenta y decidiera trasladarnos a los túmulos del sexto círculo, el de los herejes.

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Ver además:
Esquema del Infierno. | Esquema del Purgatorio. | Esquema del Paraíso.

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[*] En
Purgatorio, XXII, 24 y ss., aparece Estacio —el autor de la Tebaida—, que en vida ha sido un derrochón arrepentido; sin embargo, por ser cristiano y gracias a su arrepentimiento (aunque éste se haya producido poco antes de morir), puede purgar su pecado y llegar a ver a Dios. En cambio, en el escalafón dantesco, Virgilio queda condenado al Limbo infernal por haber vivido antes de Cristo y no haber conocido su Revelación. A pesar de que Dante nos presenta a Virgilio como un alma moralmente perfecta, pura virtud sin ningún desliz en vida, lo condena al primer círculo infernal por no ser cristiano. Estacio, que sí ha fallado en vida, encuentra —gracias al arrepentimiento— una segunda oportunidad en la quinta cornisa del Purgatorio, y luego, junto a Dante, consigue llegar al Paraíso. Encuentro en esto un tufillo de injusticia, aunque entiendo que Dante valora más la falla y el posterior arrepentimiento dentro de la fe cristiana que una virtud perfecta por fuera del cristianismo. Así, si Virgilio representa la razón y Beatriz la fe (Purgatorio, XVIII, 46), es el propio Virgilio quien insiste en recordarnos que con la razón sola no alcanza (Purgatorio III, 34-45). Llama la atención cómo Virgilio no puede acceder a la fe pero puede razonarla…

En Paraíso XIX, 33-90, el águila intenta explicar por qué no resulta injusto que los gentiles virtuosos vayan a parar al Limbo. Sin embargo, como bien apunta Luis Martínez de Merlo en una nota de la edición de Cátedra (XIX, 33), esa excusa “sólo puede convencer a los previamente convencidos”.

El tema también se toca en Paraíso IV, 67 y ss. Para mayor precisión, la definición dantesca de “fe” figura en Paraíso XXIV, 64 y ss.

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