Leer el Ulises… ¿entero?

Por Martín Cristal

La lectura completa del Ulises de Joyce es una actividad agotadora. No es un libro para cualquier lector. Creo que es sobre todo un libro para «lectores-que-escriben», cuyo atractivo —no el único, pero sí el más importante— radica en su riqueza formal, en la utilización que hace de un abanico de técnicas novedosas para su época. ¿Hay “lectores-que-no-escriben” interesados sólo en la técnica? Lo dudo (quizás sí se interesan en Ulises los psicólogos, que suelen sentir curiosidad por la representación de la conciencia que Joyce logró en su novela).

Las anécdotas narradas en Ulises son tan comunes y corrientes que, en lo llano de sus hechos, carecerían de interés de no ser por la forma en que esa experiencia cotidiana es trasmitida y, por momentos, no sólo transmitida, sino más aún: reconstruida. Al hablar de forma, no me refiero al famoso paralelismo estructural del Ulises con la Odisea —que al principio de mi lectura constaté con la ayuda de los esquemas de Linati y Gilbert, y también releyendo fragmentariamente a Homero—, paralelismo que dejó de parecerme central a mediados del libro para quedar en un mero plano anecdótico (es la clase de cosas que sirven para hablar de un libro, pero que no son indispensables para leerlo). Tampoco a la insistente variación de las técnicas narrativas para cada capítulo, la cual me resultó refrescante o desalentadora, según cada caso. Al hablar del interés que suscita la forma, me refiero a la que sin duda es la técnica más importante de todas las empleadas por Joyce en la novela, la que conquista al lector por sobre las demás: el uso extremo e inteligente del monólogo interior. Los puntos máximos del libro son los que entran de lleno en el uso de esa técnica (que, según explica David Lodge en El arte de la ficción, no fue inventada por Joyce: éste la atribuía a un francés del siglo XIX, Édouard Dujardin). La necesidad de emplearla es resumida por Joyce en sus propias palabras:

“Una gran parte de toda existencia humana se pasa en un estado que no puede hacerse sensible mediante el uso del lenguaje plenamente despierto, gramática de cortar y secar y argumento dale para adelante”.

Ahí está el valor del monólogo interior (y, por extensión, el de toda esta novela): es el de ganar para la literatura esa parte de la experiencia humana, que hasta Joyce nadie había logrado capturar con tanta maestría. La lectura de esta novela me ha llevado a la felicidad de reconocer ese stream of conciousness del que uno es prisionero a conciencia en cada viaje en ómnibus, en las salas de espera sin revistas, en cada tiempo muerto… Si, como dice Luis Alberto Spinetta en el mejor verso de Guitarra negra, “Se torna difícil escribir con la misma brutalidad con que se piensa”, podemos decir que Joyce, en los mejores momentos de su Ulises, ha logrado vencer esa dificultad.

Por supuesto que hay momentos —demasiados, sí— en que la lectura no es transparente. El escritor vanguardista, por definición, tiende a la ilegibilidad. Por eso, a cualquier nuevo lector del Ulises que de pronto no comprendiera lo que viene leyendo, yo le sugeriría que siguiera adelante: nada de releer o abandonar. (“Uno debe acercarse al Ulises de Joyce como el bautista analfabeto al Antiguo Testamento: con fe”, dice Faulkner). Contrariamente a lo que uno haría en otros casos, hay que seguir leyendo: el monólogo interior, plagado de sobreentendidos íntimos para el narrador, no concede explicaciones al lector, que deberá hacer sus propias asociaciones página tras página. Algunas frases o comentarios hechos al pasar se aclaran cien o doscientas páginas después… Puede que a esa altura ya no recordemos dónde hemos leído la primera referencia al hecho que entonces se nos aclara, pero de igual manera se irán superponiendo los estratos de sentido sobre los cuales se sustenta la novela.

Al menos yo opté por no detenerme porque ¿qué me importaba del Ulises? ¿Los hechos históricos de Irlanda, cuando no soy irlandés? ¿La temática cristiana, cuando no soy cristiano? ¿Las noticias de un día común de 1904, lejano ya? ¿Las referencias literarias clásicas? ¿La representación literaria de Dublin, ciudad que no conozco? (“Buen rompecabezas sería cruzar Dublin sin pasar por una taberna”). Mi desconocimiento de estos temas ni ninguno de los comentarios incompletos u oscuros que al respecto Joyce va intercalando en el texto debía detener mi lectura, porque lo que en verdad me interesaba era el desarrollo de la narración en sí: ver cómo hace Joyce para construir el relato, sus variaciones, sus recurrencias, la concreción de su ambicioso plan, la tremenda humanidad de personajes como Leopold o Molly Bloom, la manera en que éstos perciben su entorno. De ahí que detenerse en cada uno de los “enigmas y puzzles” diseminados en el texto hubiera sido caer en la trampa que Joyce le sembró a los profesores de literatura para que consagrasen “sus vidas enteras” a la lectura de esta obra.

Querer desentrañarlo todo es una tarea que dejaremos entonces para aspirantes a especialistas como el obsesivo narrador de Isidoro Blaisten en su cuento “Dublín al sur”. Ni hablar de buscar relaciones entre el texto y la vida de James Joyce… Respecto de encontrar este tipo de relaciones entre la obra de un autor y su biografía, uno de los amigos de Stephen Dedalus, que participan con él en una discusión literaria en la biblioteca (Episodio 9), dice:


Todas esas cuestiones son puramente académicas […]. Quiero decir, si Hamlet es Shakespeare o James I o Essex. […] El arte tiene que revelarnos ideas, esencias espirituales sin forma. La cuestión suprema respecto de una obra de arte reside en cuán profunda la vida pueda emanar de ella. La pintura de Gustave Moreau es la pintura de ideas. La más profunda poesía de Shelley, las palabras de Hamlet, ponen a nuestro espíritu en contacto con la sabiduría eterna, el mundo de ideas de Platón. Todo lo demás es especulación de escolares para escolares.

Speculation of schoolboys for schoolboys. Por otra parte, ponerse a desentramar la novela sería realizar un trabajo que muchos analistas y comentadores ya han hecho. A quien sienta la necesidad de “desenredar” los hechos de la novela, le convendría ir directamente a los textos de esos comentadores (por ejemplo a uno de los traductores de Joyce, José María Valverde).

César Aira (en Varamo) dice algo así como que en literatura los experimentos deben ser breves: darse por finalizados una vez demostrado el punto. Esto no sucede en Ulises. Joyce no condensa; Joyce expande. Los experimentos cansan por su desmedida extensión; muchas veces lo que cansa también es la sucesión sin fin de experimentos. Bernhard Schlink, a quien este tipo de novelas no le agrada, opina (en Der Vorleser): “Con lo que experimenta la literatura experimental es con el lector”. La lectura de Ulises me resulta finalmente un buen antídoto para el deseo de experimentar —desde el desconocimiento— muchas formas que ya han sido probadas y, por ende, archivadas… Es el problema de las vanguardias: una cosa es —como hizo Andy Warhol— tomar una lata de conservas y convertirla en arte, y otra muy diferente es tomar el arte, enlatarlo y ponerle fecha de vencimiento, que es lo que todas las vanguardias hicieron desde el mismo día en que firmaron sus manifiestos.

Me cuesta imaginar a un lector actual que finalice la lectura de Ulises (¡en castellano!) sólo por placer. Creo que quienes lo terminan lo hacen no por placer sino por saber: para estudiarlo como un hito en la historia de la literatura, para comprender el porqué de su fama. Dividiendo esa fama por la dificultad de su lectura, no es difícil calcular que el Ulises debe ser uno de los libros más empezados y luego abandonados de la literatura universal. La lectura completa del Ulises es como el matrimonio: una experiencia por la que hay que animarse a pasar para después —con total conocimiento de causa— no recomendársela a nadie.

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