Las alegrías: leer un adelanto

|
Aquí se puede leer un fragmento
de la primera parte de mi nueva novela,
Las alegrías (Caballo Negro Editora, 2019):

Leer el adelanto

La presentación será el próximo
viernes 13 de septiembre, desde las 21 hs.,
en Bastón del Moro (Chacabuco 483,
Córdoba, Argentina). Leticia Ressia dirá
unas palabras. Habrá brindis y baile.
¿Nos vemos ahí?

10 años de El pez volador

Ayer este blog cumplió diez años.
(Resulta interesante releer el primer post que publiqué).
Gracias a todos los que lo leen. Muchas gracias a los que lo hacen regularmente. Y muchísimas gracias a los que, además, todavía se toman la molestia de dejar algún comentario, acá mismo o en Facebook o en Twitter.

A ellos (ustedes), una pregunta:

¿Qué les parece?
¿Ya está bien o seguimos?

 

Cuestionario para escritores en Horas robadas a la noche

gr-27-7-2009-15503147Horas robadas a la noche es un blog hecho desde la ciudad de Rosario. Reúne reflexiones en torno a los lugares y las metodologías de trabajo de escritores argentinos, en un intento de aproximación al mundo —público y privado— de su oficio. El cuestionario incluye preguntas sobre el lugar y el momento para escribir, la relación con la biblioteca y la inspiración, los libros infaltables, los autores sobrevalorados e infravalorados, la escritura y los estados alterados de la conciencia…

Mis respuestas pueden leerse aquí

La selección de autores es ecléctica y muy amplia: ya hay más de cien escritores en su blogroll.

Mil surcos: adelanto del capítulo 1

mil-surcos-libro
|
Aquí se puede leer un adelanto
del primer capítulo de mi nueva novela,
Mil surcos (Caballo Negro Editora, 2014):

Leer el primer capítulo

La presentación será el próximo
martes 18 de noviembre, a las 19 horas,
en en el Espacio Cultural MUMU (Museo
de las Mujeres: Rivera Indarte 55, Córdoba,
Argentina). En la mesa estará conmigo Adrián Savino. Nos vemos ahí.

6 años

6-anos-de-el-pez-volador
Cumplimos seis años con este blog (y casi 300 posts). Gracias a todos los que lo leen. Muchas gracias a los que lo hacen regularmente. Y muchísimas gracias a los que, además, todavía se toman la molestia de dejar algún comentario. Seguimos por acá.

El combustible de la literatura

Por Martín Cristal

“Por distintos motivos me veo en la situación de tener que desarmar una hermosísima biblioteca. Es por eso que organizo un mercadillo de libros”. Así empezaba la invitación que, con la típica viralidad de hoy, me llegó por diferentes vías. Según algunos amigos era una biblioteca grande. Tomé nota sin ilusionarme: el interés que suscita una biblioteca privada no guarda relación directa con su tamaño. Las hay enormes pero caóticas, cementerios verticales sin criterio alguno. Las temáticas pueden ser más valiosas, aunque el tema que las aglutina quizás nos sea indiferente… ¿Por qué ésta era “hermosísima”? ¿De quién era?

El tercer viernes de abril, la curiosidad me llevó hasta un viejo departamento del centro cordobés. Sus luces amarillentas todavía no le ganaban al gris mortecino de la tarde, en retirada tras los vidrios de un patiecito embaldosado. Doce personas escrutaban las mesas cubiertas de libros, los aparadores abiertos y desbordantes de libros, las estanterías, los cajones de libros diseminados en todas las habitaciones. Había libros hasta en la cocina.

El protagonista de una novela de Paul Auster se mudaba a un departamento en Nueva York y, sin dinero para muebles, los emulaba apilando de distintas formas las cajas de libros heredadas de un tío muerto. En este departamento cordobés también era un tío el que había legado sus libros al morir (incluido El palacio de la luna de Auster). El Gran Lector que había vivido entre esas paredes —quizás reconciliando vida y lectura, en lugar de percibirlas con el triste desbalance borgeano—, era el psiquiatra Jorge Alexopoulos. Su sobrina Laura fue quien envió la invitación original.

Previamente, Laura había intentado catalogar el legado de su tío. Uno de sus hermanos residentes en Europa viajó para ayudarla; su estadía se agotó mucho antes de terminar la tarea. Pudieron inventariar 2.400 libros, bastante menos de la mitad de los que encontraron desembalados (todavía les faltaba relevar un depósito entero con cajas de una mudanza pretérita, que habían quedado sin abrir porque el Gran Lector las había ido tapando con más libros). A ojo entonces, pero sin exagerar, estimaron un total de 8.000 títulos. “Nos encanta leer”, me contó Laura, “pero esa cantidad superaba todas nuestras posibilidades”. Y —calculo yo— también las del señor Alexopoulos: para leer 8.000 libros en (pongamos) setenta años de vida, habría que despacharse un título cada tres días, llueva o truene, y empezando desde bebé. Es evidente que, a la larga, todo lector empedernido adquiere algún porcentaje de bibliomanía.

“Separamos todo lo relacionado con la profesión de mi tío para donarlo, tarea nada fácil porque la respuesta de ‘no tenemos lugar’ es más frecuente de lo que quisiéramos”, me explicó Laura, y agregó: “nosotros también nos hemos quedado una buena parte”. El resto lo ofrecieron, primero, a sus amigos más cercanos; después, con la ayuda de sus primos y otros colaboradores, armaron la feria, abierta al público durante todo un fin de semana. Un precio accesible —en promedio, veinte pesos por título— permitiría que cada ejemplar llegara a quien lo valorase tanto como su dueño original. De paso, la familia resolvería el problema del espacio y el traslado. Con los ingresos arreglarían el viejo departamento.

Me llevé una caja llena. Al despedirme, le comenté a Laura que Gabriel Zaid, en sus ensayos de Los demasiados libros, razona entre otras cosas el problema de estas bibliotecas: sus motivos y su desmesura, el costo en dinero, tiempo y espacio (tanto para formarlas como para mantenerlas o desarmarlas). Ella miró alrededor y dijo: “Creo que ese libro estaba por acá en alguna parte”.

El sábado a la siesta volví por más. El departamento ahora se veía luminoso y repleto de lectores, ávidos como hormigas que encontraron la azucarera. Hombro con hombro frente a los mismos estantes, su murmullo ignoraba el calor, el polvo en suspensión, los ácaros y el revoltijo que ellos mismos generaban.

Y sí: era una biblioteca hermosísima. Desdentada ahora que sus libros iban desapareciendo, pero con literatura de la buena recopilada con gran consistencia: seis o siete estantes en sólido amarillo-anagrama, varios más en negro-tusquets, en blanco-seix-barral, en alfaguara-multicolor… Las novedades de los ochenta y los noventa habían sido adquiridas sistemáticamente por el Gran Lector, aunque su curiosidad también se estiraba hasta libros muy recientes de autores locales, nacionales e internacionales.

Había ejemplares de hace veinte años con el plástico protector sin abrir. Había repetidos, en idéntica edición o en dos distintas. Había colecciones completas, diarios, biografías. Libros de editoriales contemporáneas pero con diseños que ya no se ven en librerías. Títulos tempranos de autores que uno ha descubierto hace diez o quince años, pero que el Gran Lector ya seguía desde mucho antes.

No se parecía en nada a comprar en una librería de usados: aquí cada rincón estaba impregnado de una misma presencia. No la de un fantasma, sino la de un hombre de carne y hueso (como prueba: la postal con una mujer desnuda que un amigo encontró dentro de un libro de George Steiner). Deambular entre esas joyas con la posibilidad de llevárselas producía la felicidad ansiosa de los chicos en una caramelería, la codicia y el cálculo de los traficantes de artículos religiosos, el asombrado respeto de los arqueólogos al descubrir un templo antiguo, el atropello de vikingos arrasando una aldea costera. Y también la comodidad de lo familiar: estábamos en una biblioteca.

Completa mi segunda caja, hice la fila para pagar y salir detrás de estudiantes de Psicología, de Filosofía y Letras, arquitectos, artistas, poetas, narradores… Jóvenes y viejos, todos felices con sus hallazgos, siempre a la medida de sus intereses y del nivel de lectura de cada uno. Algunos cebados que llevaban más de lo que podían pagar, tuvieron que dejar varios ejemplares a los pies de la agotada cajera.

ExLibris-AlexopoulosVolví a casa con libros de Pynchon, Foster Wallace, Eugenides, Vonnegut, Ballard, Le Guin, Bernhard, Wilcock, Fogwill, Briante, Gandolfo y siguen las firmas. Varios con la calco de Rubén Libros en la primera página. Varios con la reseña de ese mismo libro recortada del diario y amorosamente doblada tras una solapa. Casi todos con el ex libris del Gran Lector, o estampados con su sello de psiquiatra.

Podrían haber liquidado de una vez todo el lote, por un valor redondeado, con un mercader de libros; en cambio, los Alexopoulos decidieron convertir la disgregación de aquel tesoro en un evento social (sin necesidad de cursar un máster en gestión cultural, y con mejores resultados que Augusto Monterroso en “Cómo me deshice de quinientos libros”). Los lectores, esa entelequia vaporosa e inasible, se volvieron corpóreos e identificables por su convocatoria. No parece que el e-book (inexorable y muy bienvenido por otras razones) vaya a prodigar la alegría de reuniones como ésta.

Los libros de Alexopoulos ya viven en otros estantes. Mañana sus nuevos dueños también se irán de este mundo, y esas bibliotecas se diseminaran otra vez. El combustible de la literatura no son los libros —los cuales conforman un solo texto continuo, con pequeños agregados y supresiones—, sino los lectores. Son ellos los que se extinguen y se regeneran para que ese Texto siga fluyendo de mano en mano, de mente en mente, de biblioteca en biblioteca.

_______

Crónica publicada en “Ciudad X”, La Voz (Córdoba, 9 de mayo de 2013).

5 años

5to-aniversario

Cumplimos cinco años con este blog (y renovamos diseño para festejarlos). Gracias a todos los que lo leen. Muchas gracias a los que lo hacen regularmente. Y muchísimas gracias a los que, además, todavía se toman la molestia de dejar algún comentario, considerando que estamos en una época en la que los blogs ya han muerto. Así dicen.

Notas de recienvenido al mundo del e-reader

Por Martín Cristal

Desatada mi fiebre de ciencia ficción, me fue muy difícil encontrar incluso títulos clásicos del género que no deberían faltar en las librerías. Después de un año de trajinar inútilmente —no, no están—, en agosto decidí comprar un lector de libros electrónicos (e-reader). Por precio y recomendaciones de amigos, opté por el Kindle Touch de Amazon.

Es decir que el Factor 1 que me inclinó a probar el e-reader fue la disponibilidad de los textos. Y no precisamente porque antes yo hubiera verificado que los que yo quería estuvieran disponibles en la web de Amazon, if you know what I mean. De hecho no me interesó registrarme, y creo que no lo haré al menos hasta que se me pase la impresión de que el asunto conlleva un aura orwelliana que no me cae nada bien (recordemos el episodio ocurrido hace algunos años con el e-book de la novela 1984, nada menos). ¿Qué tiene que saber Jeff  “Big Brother” Bezos qué carajo leo, qué subrayo o cómo clasifico mis libros? Mientras tanto, he encontrado por otras vías los textos de CF que quería leer.

Los demasiados libros

Pronto padecí el mal inverso: de repente tuve demasiados libros, como diría Gabriel Zaid. De hecho, mis primeros diez días con el aparato me llenaron de una ansiedad tipo “lo-bajo-lo-cargo-lo-abro-lo-cierro-y-bajo-otro”, sin leer ninguno. Hay que darle la razón a Ricardo Piglia, que nos recuerda que, por más aparatitos novedosos que tengamos para leer, la velocidad de lectura es siempre la misma. Llega un momento en que hay que salirse de la ilusión burguesa que iguala la descarga de libros con su lectura. Y hay que ponerse a leer, otra vez, como siempre. En ese punto, toda la superabundancia se desvanece tras un solo libro, tras una sola página, tras un solo párrafo y una sola línea: la que estás leyendo ahora.

Así que bajé un cambio y elegí de mi nueva biblioteca virtual uno de los libros que moría por leer pero no había podido conseguir en librerías: Matadero Cinco, de Kurt Vonnegut Jr. Y sí: me puse a leerlo.

Otras ventajas

Aquí se evidenciaron las otras ventajas que me interesaban del aparato: el factor 2, la salubridad de la tinta electrónica en comparación con la lectura en el monitor de la computadora, frente al que ya de por sí paso demasiado tiempo quemándome la vista. Esto también es muy útil para leer los textos de los amigos escritores que te pasan su más reciente novela de 100, 200, ¡300 páginas! “porque me interesa que la leas”, pero sin que ese interés suyo los lleve al extremo de imprimirme una copia: “te la mando por mail” (conciencia ecológica, digamos en su favor). Ahora al menos puedo convertir el texto al formato .mobi y leer esos inéditos en el patio, incluso subrayando y tomando notas. O sea, factor 3: comodidad. (La batería también colabora, ya que la carga dura muchísimo).

Es evidente que la ventaja del aprovechamiento del espacio la notaremos más adelante, en la ralentización del crecimiento de la biblioteca, cosa que agradeceremos en nuestra próxima mudanza, cuando sea que ésta ocurra.

Desventajas

Hablábamos de convertir de un formato a otro. En cierto pasaje de la novela de Vonnegut, se lee lo siguiente:


“Sus raptores
[del planeta Tralfamadore] tenían cinco millones de libros terrestres metidos en un microfilm, pero era imposible proyectarlo en la cabina donde él estaba.”

Esto que le pasa —y le pasó y le pasará una y otra vez— al Billy Pilgrim de Vonnegut, yo lo sentí como mi bienvenida al planeta del libro electrónico, y en particular al monoformato de Amazon: el mencionado .mobi, incompatible para otros e-readers. El Kindle tampoco lee los formatos ajenos —como el .epub, que poco a poco se va convirtiendo en el más popular—, y así todo esto sería un infierno de incompatibilidades de no ser por las diligentes conversiones del programa Calibre, alabado sea. Lo cual me recordó un poema tecno del viejo y querido Charles Bukowski:


16-bit Intel 8088 chip

with an Apple Macintosh
you can’t run Radio Shack programs
in its disc drive.
nor can a Commodore 64
drive read a file
you have created on an
IBM Personal Computer.
both Kaypro and Osborne computers use
the CP/M operating system
but can’t read each other’s
handwriting
for they format (write
on) discs in different
ways.
the Tandy 2000 runs MS-DOS but
can’t use most programs produced for
the IBM Personal Computer
unless certain
bits and bytes are
altered
but the wind still blows over
Savannah
and in the Spring
the turkey buzzard struts and
flounces before his
hens.

Es así. Con lo electrónico nos hacemos acreedores de toda la burocracia y la mediatización que el soporte conlleva, algo que el papel dejaba felizmente fuera del asunto (para el acto de leer; para el de escribir esta complejización llegó mucho antes, como atestigua el poema de Bukowski). Ya lo veníamos haciendo con la música y con las películas: verificación de calidades, cambios de formato, copias de respaldo… Ahora también nos tocará con los libros. Será sólo cuestión de costumbre, espero.

Con Calibre puedo revisar los textos antes de leerlos (cosa que primero también quise hacer en masa, hasta que me di cuenta de que podía pasármela en eso mismo hasta el fin de mis días sin leer nada). Ahora solo reviso la formación del texto que me dispongo a leer antes de hacerlo —como se chequean los subtítulos de una película recién bajada— y enseguida me dedico a eso: a leer. A la velocidad de siempre, libros que quería leer desde hace mucho, sin quemarme las retinas más de lo necesario, e incluso en lugares donde el viento todavía sopla.
|
_______
A los interesados en actualizaciones y más experiencias sobre e-books, e-readers, etc., les recomiendo darse una vuelta por El club del ebook.

Las ostras: adelanto del capítulo 1

las-ostras-libro-OK
Aquí se puede leer un adelanto
del primer capítulo de mi nueva novela,
Las ostras (Caballo Negro Editora, 2012):

Leer el primer capítulo

La presentación será el próximo
martes 22 de mayo, a las 19:30 horas,
en Cocina de Culturas (Julio A. Roca 491, Córdoba). Presenta: Pablo Dema.
Música en vivo: Marcos Croce.
¿Nos vemos ahí?

3 años

En la fecha del último post de la serie sobre Contraluz de Pynchon, cumplimos tres años con este blog. Gracias a todos los que lo leen, muchas gracias a los que lo hacen regularmente y muchísimas gracias a los que, además de eso, se toman la molestia de dejar algún comentario.

Interrupciones cotidianas

Por Martín Cristal

En casa tengo empezada Contraluz. Ya leí unas 150 de sus 1300 páginas. Esa novela sólo puedo leerla en casa: el libro es un ladrillo intransportable. (Osteópata, revisándome la espalda: “¿Hace algún tipo de actividad física?”. Yo: “Sí, estoy leyendo a Thomas Pynchon”).

Para el morral reservo libros más delgados: por ejemplo, Esta historia, de Alessandro Baricco. Me lo regaló mi hermana y es ligero en todo sentido. Refrescante y liviano. (Al hecho de que hay libros que da para llevarlos en la mochila y otros que no, ya lo habíamos comentado).

Mi «sintaxis» de lectura, entonces, podría ser

Pynch[Baricco]on

Diez años atrás no hubiera podido —ni me hubiera permitido— leer de esta forma. Pero hoy estas «subrutinas» me resultan bastante frecuentes. A veces claro, esto no es más que una excusa para inconclusiones del tipo

Pynch[Baricco]… [otros autores]

A principios de diciembre, fui al centro a cortarme el pelo. Tenía que caminar diez cuadras y no tenía apuro. Entonces, lo de siempre: “¿qué habrá de nuevo en las librerías?”. (Las librerías más importantes de Córdoba se encuentran en un conveniente cuadrado de tres por tres manzanas).

Así que, de camino a lo del peluquero, hice el tour por las librerías. Pero sucede que me avergüenza comprar libros con más rapidez de lo que puedo leerlos (releer a Monterroso y su cuento “Cómo me deshice de quinientos libros”). Cuando me descubro a punto de hacer eso, me freno: entonces miro vidrieras, pero no entro. Lo que sí me permito es pasar por las librerías de usados: el hallazgo de una oportunidad que no hay que dejar escapar justifica la compra más allá de mis eventuales sentimientos de culpa por mi acumulación burguesa.

Entré en Macao y no paré hasta descubrir esa oferta corleonesca que no podía rechazar: Inolvidables veladas, de Marcelo Cohen. Un Minotauro en tapa dura, editado en Barcelona, por sólo $15 (unos 3,75 dólares). Una ganga. Por supuesto, al salir de la librería, en vez de seguir a lo del peluquero, me desvié a un café para leerlo.

Hacía calor, así que elegí un café que tiene sus mesas afuera, en la nueva zona peatonal de Caseros. Y empecé a leer, con lo cual la fórmula ya era

Pynch[Bari[Cohen]cco]on

…y esto sólo si a la fórmula no le incorporamos las otras procrastinaciones extraliterarias, lo cual esa tarde hubiera dado

Pynch[Bari[Pelu[Ca[Cohen]fé]quería]cco]on

Pedí un café con leche y dos medialunas. El mozo —muy lookeado y algo amaneradón— volvió con el pedido a los diez minutos. No tenía bandeja: traía la taza en una mano (el platito tomado desde abajo como con una garra) y las medialunas, el azúcar y el vasito de soda amontonados en la otra mano: un asco. Para colmo cuando llegó a la mesa, se distrajo con un pibe que, rosa en mano, trataba de sacarle un billete al macho de la parejita de al lado. Molesto porque el mangazo era insistente y se producía en su área de cobertura, el mozo terminó volcando medio café con leche sobre la mesa.

Se disculpó, limpió y volvió con otro café con leche. Y entonces, como para socializar, me preguntó qué estaba leyendo. Le mostré la tapa del libro (en la que hay un personaje cabizbajo sentado a una mesa con un vaso enfrente, tal como estaba yo en ese momento). Entonces el mozo me dijo: “Enseguida te vas a llevar una sorpresa. Pasate a la otra silla”.

Me cambié a la silla de enfrente. Ahí descubrí que, a espaldas de mi silla anterior, habían puesto un silloncito con una especie de pareo colorido encima, junto a una mesita baja y una vela muy coqueta. Miré esa escenografía durante dos minutos, con la creciente molestia de reconocer que había obedecido al mozo de inmediato, como un corderito. No, no, no: me volví a mi silla anterior (un rebelde con delay). Leí algunas páginas más y disfruté medio café, cuando del bar salió un violinista rastafari para tocar y pasearse entre las mesas.

Cuando el violinista de Hamelín capturó la atención de todos, la condujo hasta el silloncito en el que se instaló una chica con el pelo recogido y anteojos de marco negro. El violín se calló —no así la ciudad alrededor del violín— y la chica, sin micrófono y sin mediar presentación alguna, empezó a leer. (Tuve que volver a la silla que me había sugerido el mozo).

La chica tenía acento español. Y leía poemas. Que quizás eran tan lindos como ese acento, no sé: aunque quise, no pude concentrarme, porque mi fórmula de lectura ya había hecho metástasis a

Pynch[Bari[Pelu[Ca[Coh[PoetaDesconocida]en]fé]quería]cco]on

El día se me estaba complicando: pedí la cuenta y huí. Me apuré en las siguientes cinco cuadras, pero llegué tarde: estaban cerrando. Por ahora sigo con el pelo largo.

Sobre la secuencia de las lecturas

Por Martín Cristal

I.

La secuencia de lecturas de un escritor es un aspecto importante a la hora de modelar su creatividad: no sólo importa qué obras ha leído, sino también en qué orden las ha ido descubriendo. Lo que escriba sin duda no será igual si intercaló lecturas disímiles —distintos autores y países de origen, distintas épocas y temáticas— que si leyó en bloque los clásicos griegos, o toda la literatura inglesa del siglo XIX.

A mi entender, uno de los problemas de cursar la carrera de Letras es que la secuencia de las lecturas está organizada de manera inflexible, siguiendo la cronología o la geografía de las lenguas. Este método, cuando la pretensión del alumno es la de ser un cabal lector para dedicarse al estudio, la investigación, la enseñanza, la crítica o para comprender la historia de la literatura —no la literatura, sino “la mera historia de la literatura”, parafraseando a Herbert Quain—, me parece orgánico y positivo; pero si la intención del alumno es narrar, cuando su anhelo es inventar historias… entonces esa rigurosidad puede cercenar buena parte de la alquimia creativa que ofrece una secuencia aleatoria (o la estructurada según intereses personales). Disminuye en mucho las posibilidades de un error en el sistema, de una grieta en los cánones, de una reacción química sorpresiva que le permita al autor basar su obra en una combinación de lecturas diferente. De ahí que muchos de los alumnos de Letras que poseen la intención de convertirse en narradores, necesiten un tiempo después de la facultad para “olvidar” lo aprendido y desembarazarse de las lecturas canónicas. Si tienen la paciencia de esperar, entonces realmente no tienen un problema; pero si no la tienen…

El disfrute inicial de una obra —y, particularmente, su posterior relectura— son los mejores maestros que se puede tener si se quiere escribir. Luego vendrá el trabajo propiamente dicho: Scribendo disces scribere.

secuencia

II.

El juicio que hacemos de las obras literarias también se ve modificado por la secuencia de su lectura. Luego de leer un libro al que le otorgamos una calificación personal alta, es probable que el siguiente libro pase desapercibido si recibe una media; en cambio, en nuestra percepción, ese mismo libro con calificación media puede recordarse como dueño de una calificación media-alta o alta si fue leído luego de una ristra de libros intragables, con calificaciones bajas. (Hablo de “calificaciones” sólo a los fines prácticos de explicarme; no sé si alguien le ponga una calificación formal a cada libro que lee).

Ésa es la falla por la que, muchas veces, no funcionan los listados de recomendaciones. Cuando un amigo nos pide la listita con «los mejores 10 libros que hayas leído en tu vida», es inevitable que, si los consigue a todos y los lee de corrido (cosa que muy rara vez sucede), esta secuencia condensada de diez títulos —que uno leyó distanciados por otros libros intermedios de distinta calidad— se vuelva en sí misma un factor más entre los que impedirán que el juicio de ese amigo sobre esas obras coincida al 100% con el de uno (sumándose este factor, claro, a las diferencias de gusto o conocimientos que ya ambos traen de fábrica).

Algo parecido sucede cuando entramos al universo de un nuevo autor. A él también podemos llegar a juzgarlo de modos muy diferentes según cómo sea la secuencia de lectura que hagamos de sus obras. Para paladear cabalmente a un nuevo autor es muy importante saber por qué puerta —por qué libro— nos conviene entrar a su universo. La obra completa de un autor es un cosmos, una pequeña galaxia llena de estrellas: algunas centrales, otras periféricas; algunas brillantes, otras menos; posee planetas extraños, alguno inhabitable, alguno más hospitalario, otros que aún no han sido descubiertos…

No da igual leer por primera vez a un autor entrando por su obra cumbre, que por la excéntrica, que por las de juventud, que por la póstuma. No es lo mismo “más famosa”, que “más influyente” o “mejor” (esto último exige declarar un criterio previo). No es lo mismo “iniciática” que “más representativa”, “de ruptura” o “de transición”. Nuestra percepción de ese autor y su obra completa variará también de acuerdo al orden en que abordemos la lectura de los textos que la componen. Para ello creo que no debemos hacer un ranking las obras del autor que pretendemos leer, sino hacer un mapa: comprender sus interrelaciones, su posición relativa dentro de la obra total del autor.

Preguntas y respuestas

Por Martín Cristal

El pez volador se presentó en Córdoba durante la Feria del Libro de 2008, en el espacio Fenómenos, nuevos soportes para las letras. Al término de la primera parte de la presentación habíamos arribado a la pregunta: ¿Por qué el artista (el escritor) de hoy usa Internet (el blog) para explicarse?

En la segunda parte aportábamos veinte posibles razones para esa práctica actual. Una de ellas era la posibilidad de concentrar en el blog todas las explicaciones adicionales que hoy se le piden al escritor sobre sí mismo y sobre su obra, las cuales antes quedaban mayoritariamente dispersas o sin registro.

Con ese espíritu recopilo aquí dos invitaciones que recibí de otros blogs de cordobeses. La primera fue de uno de los (miles de) blogs de Iván Ferreyra, Célebres clandestinos. Se trataba de responder un cuestionario fijo, al estilo del de Proust pero con preguntas extrañas como «¿Dónde están los que abrazan?», o «¿Cuál es el mundo que menos desea?». En el mismo blog se pueden leer las respuestas que otros participantes dieron a las mismas preguntas.

La segunda invitación, más reciente, fue para participar en un proyecto de José Playo y su blog Peinate que viene gente. Se trata de una serie de charlas con distintos escritores de Córdoba, las cuales quedan registradas en podcasts (archivos de audio). Las charlas pueden escucharse on-line o descargarse en formato Mp3. En general, las preguntas giran en torno a la lectura, el acto de escribir, los inicios y la literatura en general. El proyecto está en progreso: a la media docena de autores ya entrevistados se irán sumando otros. Pasen y oigan…