El hombre imposible, de J. G. Ballard

Por Martín Cristal

Mientras que en Fiebre de guerra nos impresionaban sobre todo tres relatos por la forma en que estaban estructuradas sus respectivas narraciones, en El hombre imposible —colección de cuentos que data de 1966— lo que prevalece es la calidad del estilo. (La traducción de Marcial Souto sin duda colabora en esta apreciación). El libro en su conjunto quizás sea menos impactante, pero la prosa de Ballard ya demuestra poseer esa capacidad para volver vívido cualquier paisaje mental, por más árida o difícil que pueda parecer su elucubración. El del estilo es, sin duda, uno de los factores principales por los que el autor terminó por fusionar esas panorámicas terminales y desoladoras con el nuevo adjetivo que ahora las abarca, el cual deriva de su propio nombre: lo ballardiano.

Los relatos agrupados son ocho (en la edición —Minotauro, 1972—, el título del segundo cuento falta del índice). Abre el conjunto “El gigante ahogado”, que narra el hallazgo del cadáver de un gigante en la playa cercana a una ciudad costera.


Yacía de espaldas con los brazos extendidos a los lados, en una actitud de reposo, como si estuviese dormido sobre el espejo de arena húmeda. La piel descolorida se le reflejaba en el agua y el cuerpo resplandecía a la clara luz del sol como el plumaje blanco de un ave marina.

En este cuento, tan cerca del fantástico como de la ciencia ficción, Ballard supera con timón firme todas las previsiones del lector, esa lista que siempre empieza por los lugares comunes que uno ruega que el texto no transite. Así, el gigante no revive para temor de los pobladores que curiosean sobre su cuerpo tendido, ni éstos terminan siendo los habitantes de Lilliput (ni el muerto, Gulliver). El cuerpo muerto simplemente se va volviendo parte del paisaje al paso tranquilo de una prosa exquisita.

La playa es uno de los paisajes favoritos de Ballard. Esto se verifica en el cuento “El parque temático más grande del mundo” (en Fiebre de guerra), o en Playa terminal, colección de cuentos anterior a El hombre imposible; y también en el segundo cuento de este libro, titulado “La jaula de los reptiles”, menos impactante que el primero. En este relato, una pareja de viejos toma sol en una playa atestada de gente a más no poder, mientras una vaga amenaza cobra cuerpo en el cielo.

Las aves se vuelven peligrosas (y enormes) en “Pájaro de tormentas, soñador de tormentas”. Aunque el contexto del relato es muy diferente, cuesta no pensar en Los pájaros de Hitchcock, estrenada tres años antes de la publicación de este libro. En “La Gioconda del mediodía crepuscular” también aparecen unas gaviotas que alteran la paz de Richard Maitland, quien acaba de ser operado de la vista. Con sus ojos vendados y en una casa aislada, Maitland experimentará una de esas extrañas bilocaciones que Cortázar supo explotar en cuentos como “Lejana” o “La noche boca arriba”.

El ritmo del libro decae con El delta en el crepúsculo —con su arqueólogo herido, celoso y loco—, y más todavía en “El día eterno” que —tal cual— se hace interminable. Este cuento transcurre en una ciudad abandonada en África, donde el tiempo casi se ha detenido para favorecer un crepúsculo sin fin, y donde los sueños y la realidad parecen tener un punto de contacto firme. La sensación de cuento que quiere ser novela pero no termina de decidirse, es la misma que en “Memorias de la era espacial”, uno de los cuentos más largos de Fiebre de guerra, el cual también transcurre en una geografía dañada, con el paso del tiempo empantado casi por completo.

“Tiempo de pasaje” es uno de los mejores cuentos del libro, a pesar de que su idea central es un juego con el tiempo que resulta algo trillado: narrar la vida de un hombre de la tumba a la cuna, como si ése fuera el flujo normal de la existencia. El primer indicio de extrañeza es, en la primera página, una lápida con las fechas invertidas: James Falkman, 1963-1901. Si esta biografía en rewind resulta memorable y uno de los mejores cuentos del libro (junto con el del gigante) es por su ajustada ejecución.

Cierra el libro el cuento que le da título, “El hombre imposible”, que reflexiona sobre la cirugía reparadora, los transplantes, la donación de órganos, la prolongación artificial de la vida y la relación entre cuerpo y espíritu. Si somos cuerpo y alma, ¿qué o cuánto dejamos de ser al reemplazar una o más partes de nuestro cuerpo por las de otra persona? A su modo, Ballard aplica la paradoja del Barco de Teseo al cuerpo humano. El título del cuento adelanta una pista acerca de por qué la población anciana, poco a poco, va prefiriendo no prolongar su vida con transplantes.

Juegos con el tiempo (II)

Por Martín Cristal

Segunda parte del relevamiento (no exhaustivo) de distintas formas con las que la literatura juega con el tiempo en el relato.

[Leer la primera parte]

_______

Ucronías

Además de los viajes por el tiempo, otra variante muy apreciada por los narradores de ciencia ficción, y que se relaciona con esto de modificar un hecho determinante en la línea temporal, son las ucronías: una especie de Historia Universal paralela o alternativa que se crea a partir de la alteración de un hecho histórico conocido. Por ejemplo: ¿cómo sería nuestra época si la segunda guerra mundial hubiera sido ganada por los nazis? Philip K. Dick lo imagina en su novela El hombre en el castillo (The Man in the High Castle, 1962); el punto donde la historia de ficción diverge y se separa de la Historia verdadera es el asesinato del presidente Roosevelt. Algo similar intentó Philip Roth en La conjura contra América (The Plot Against America, 2004). Recientemente, Michael Chabon propuso otra ucronía en su novela El sindicato de policía yiddish (2008).

Del envejecimiento de los personajes

No todo son viajes y manoseos de la línea temporal. Hay otras posibilidades a la hora de jugar con el tiempo. Una variante insoslayable proviene del deseo más persistente del hombre, quizás el más antiguo de todos: querer ser joven otra vez. Con máquinas, con magia, o con la única ayuda de la imaginación y la fantasía, algunos autores logran volver a la niñez y razonarla con ojos de adulto: por ejemplo, así lo hizo el polaco Janusz Korczak en Si yo volviera a ser niño (Siglo XX, 1982). En la película Quisiera ser grande (Big, Penny Marshall, 1988), se invierte el recurso: objeto mágico mediante, un niño amanece convertido en un adulto (Tom Hanks), pero sin haber perdido su mirada de niño sobre la vida.

Otro caso distinto de envejecimiento prematuro es el truco con que la diosa Palas Atenea permite que Ulises regrese a su isla sin ser reconocido por sus enemigos, los pretendientes de Penélope. En este caso, el paso no es de niño a adulto, sino de adulto a anciano, y el efecto sólo durará hasta que Ulises, así disfrazado por la diosa, termine de relevar cuáles de sus criados le son todavía fieles.

“El tiempo pasa para todos, pero no para mí”: es la consigna de los inmortales. Entre los que no pueden morir se cuentan Gilgamesh, Highlander y el vampiro (el redivivo) en todas sus formas. El abyecto Dorian Grey de Oscar Wilde no es precisamente inmortal, pero también le hace trampas al tiempo: no envejece más que en su retrato.

Es interesante la variante que consiguió Héctor Germán Oesterheld en su celebradísima historieta Mort Cinder: un tipo que muere y renace, siempre como adulto, una y otra vez, no como quien reencarna, sino sin perder nunca la conciencia y la memoria de una vida única y prolongada. Mort Cinder (su nombre resuena como “ceniza muerta”) atraviesa así todas las épocas, y de todas tiene una anécdota para contarle a su amigo Ezra, el viejo anticuario. Muchas de las anécdotas concluyen con una nueva muerte de Mort. Oesterheld adoraba los juegos con el tiempo, y los incluyó en otras historietas, como Sherlock Time o la esencial El eternauta.

Ezra, el anticuario de Mort Cinder, dibujado por Alberto Breccia.
_______

La velocidad del tiempo

Detener el flujo del tiempo es la variante sobre la que se construye una comedia como El día de la marmota (Groundhog Day, Harold Ramis, 1993), en la que su protagonista (Bill Murray) debe vivir una y otra vez el mismo día repetido; ese día volverá a comenzar sin importar lo que él haga o deje de hacer. Más extremo es el caso del conocido cuento de Borges, “El milagro secreto” (Ficciones, 1944), en el que Dios detiene el tiempo pero no la conciencia de un poeta condenado a muerte: parado frente al pelotón que se dispone a fusilarlo, tendrá un año extra para componer su último poema. El tiempo se detiene para todos, excepto para uno. (Salvando las distancias, el efecto se invierte en el accionar de la popular chicharra paralizadora del Chapulín Colorado: el tiempo sigue para todos, excepto para uno).

Borges también reflexionó sobre el tiempo en textos como su ensayo “Nueva refutación del tiempo” (Otras inquisiciones, 1952), o el cuento “La otra muerte” (El aleph, 1949). También en la reescritura que hizo de un relato del Infante Juan Manuel, “El brujo postergado” (Historia universal de la infamia, 1935). En este cuento se nos narra una anécdota cuya acción se computa en días, meses o años, para descubrir sobre el final que en realidad sólo han pasado unos minutos o unas horas desde el comienzo de la historia, y que todo lo narrado era obra de la magia. Algo parecido hace Bruno Traven en su popular y mexicanísimo Macario.

Respecto de acelerar el tiempo, recuerdo una escena en El gran pez (Big Fish, Tim Burton, 2003), en la que para compensar un instante de detención total del tiempo, éste luego debe transcurrir más rápido. Y también un impecable cuento de John Cheever, “El nadador” (en Relatos II, Emecé).

¿Ya está todo hecho?

Pareciera que no queda nada nuevo que hacer. ¿Jugar con las profecías, que nos permiten ver el futuro por adelantado? Algo tan antiguo como la literatura misma. ¿Representar la sincronía o jugar con la simultaneidad de las existencias mediante dos acciones o historias que se trenzan, aunque estén distantes en el tiempo o en el espacio? Ya lo vimos en el caso de Desmond, en la serie de TV Lost, o lo leímos antes en el cuento “Lejana”, de Cortázar (Bestiario, 1951). ¿Anular el tiempo, salirse de él? Bueno, eso sería entrar en la Eternidad, la cual ya conocemos desde la Divina comedia o, más cerca nuestro, en el cuento “Cielo de los argentinos”, de Roberto Fontanarrosa (Uno nunca sabe, 1993).

En una narración se puede hacer de todo con el tiempo, cualquier cosa, excepto una: quebrar las reglas que uno mismo establezca. Podemos concluir que la norma general para los juegos con la línea temporal es “que se doble, pero que no se rompa”.

Luego de un rápido relevamiento como éste —al que no le queda más remedio que dejar escapar cientos de ejemplos, que otros de seguro recordarán mejor que yo—, podría parecer que ya está todo hecho; pero, en narrativa, eso es lo que parece siempre. Encontrar la variante que falta es sólo una cuestión de tiempo.

Me gusta!