Chronic City, de Jonathan Lethem

Por Martín Cristal

Chronic City no empieza con esa frase matadora por las que abogan tantos talleres literarios, sino que inyecta progresivamente en el lector una Manhattan hecha a la medida del delirio de Jonathan Lethem (Nueva York, 1964). En principio el autor parece menos concentrado en intrigar con la trama que en darles carnadura a sus personajes, sobre todo al central: no el narrador —el hueco y pintón Chase Insteadman—, sino el adorable tuerto freak, marginado, culturoso, conspiranoico, enfermizo, marihuano, ex artista callejero, ex crítico de rock y actual teorizador crónico que responde al nombre de Perkus Tooth. Los nombres excéntricos que Lethem da a sus personajes revelan a Thomas Pynchon como una de sus influencias para esta novela.

Chase, ex estrella infantil de una vieja serie de TV, vive de regalías y se aburre en los cócteles de la alta sociedad neoyorkina. Ahí siempre hay alguien que lo palmea en el hombro para darle fuerzas por el drama de su novia de la adolescencia, la astronauta Janice Trumbull: ella está atrapada en la órbita de una estación espacial, sin posibilidad de volver a la Tierra. La muerte lenta de Janice y las cartas que le envía a Chase son la comidilla diaria del New York Times (en su versión Sin Guerra). El tedio y la vacuidad carcomen la vida de Chase, hasta que conoce a Perkus Tooth.

Si cierto manchego del siglo XVII enloqueció de tanto leer novelas de caballería —su única fuente de entretenimiento—, Perkus podría ser su versión urbana y contemporánea: un neoyorkino del siglo XXI cuyas manías no devienen sólo de la literatura, sino de todas las manifestaciones de la cultura global y popular. Libros, claro, pero también discos y películas y documentales y la web y los diarios y las revistas (y la tipografía de las revistas). Todo esto potenciado con algún porro de Chronic o Hielo, sus variedades de THC preferidas. La obsesión de Perkus consiste en querer desnudar los patrones comunes de esa catarata de referencias que lo abarca (y “desnudar patrones” también es descubrir a los dueños del poder). Por momentos lo consigue y así encandila a Chase, un Sancho —aunque alto y sin panza— que resultará un compañero fiel para Perkus.

El riesgo del mecanismo discursivo entre Chase y Perkus reside en que el lector recuerde momentáneamente que ambos son (o provienen de) un mismo hombre: Jonathan Lethem. Su relación es similar a la de Hans Castorp y el quemasesos de Settembrini en La montaña mágica: un protagonista alucinado por el pensamiento de otro personaje que perora sobre esto y aquello, y quiere deslumbrar(nos) con su capacidad para establecer conexiones diversas; un disfraz dialógico para que el autor exprese sus propias teorías y se felicite a sí mismo por ellas. De esta forma de la vanidad ya nos advertía Macedonio Fernández en su Museo de la Novela de la Eterna.

Aun así, la sinapsis libre de Tooth es uno de los pilares de la novela: Perkus será tan querible para Chase como para nosotros, que lo extrañaremos como al Quijote al finalizar el último capítulo. El otro pilar es la Manhattan alucinante que compone Lethem: una niebla y una nevada permanentes; un tigre gigante (¿mecánico, real, simbólico?) que socava edificios enteros; un escultor que hace land art y que también agujerea a su modo el territorio; una semana en la que el aire de la isla huele a chocolate; dos águilas que anidan en una cornisa; una adorable pitbull de tres patas; un linyera tecno y, sobre todo, ciertos objetos del deseo que adoptan la forma de calderos. Cuando la novela excava en el tema de las realidades virtuales, la inventiva de Lethem empieza a deberle algo a Philip K. Dick.

(Otro autor que asoma, pero para soportar cierta burla o parodia, es David Foster Wallace: Chase compra un libro imposible de terminar titulado La bruma indistinta. Su autor es Ralph Warden Meeker. Sonoro y cercano a DFW y La broma infinita).

La mejor decisión de Lethem es no darnos una solución centralizadora para el problema de qué debe tomarse por real y qué por simulacro en su fantástica ciudad crónica. Casi todo tendremos que decidirlo nosotros, incluso si el tigre es, como quería Borges, siempre el mismo tigre. La única certeza remanente es que existe un Sistema —un Poder, natural o fraguado— que termina expulsando a quienes lo cuestionan o tratan de mirar tras bambalinas. En especial si lo hacen con un ojo desviado de toda norma.

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PD. No creo que esta novela pueda situarse netamente dentro de la Ciencia Ficción, pero la incluyo en esta serie de posts debido a que comparte varios rasgos del género, y también a que la leí durante mi Sci-Fi Fever. Con otra versión de esta reseña, recomendamos este libro en el número 18 de la revista Ciudad X (diciembre de 2011).

Un paseo por L. A.

Por Martín Cristal

En un post anterior con algunas ideas sobre el concepto de canon, planteaba la necesidad de no presentar a éste como un ranking, sino como un espacio: podría ser una ciudad con distintos barrios, suburbios, zonas céntricas, periféricas, en construcción… Aquí sobrevuelo a mi modo la Ciudad Literatura Argentina (L. A.)., centrándome sobre todo en narradores. Invito a quienes leen a mejorar o cambiar el mapa según sus apreciaciones y a agregar los nombres que faltan, que son muchísimos (¡en esta fiesta faltan mujeres!). Mejor si describen la zona que representarían esos nombres.

Mi mapa personal de L. A. —la ciudad llamada Literatura Argentina—, podría empezar a dibujarse a partir de una zona residencial alta, el cerro Borges, con casonas de arquitectura clásica y un hermoso cementerio lleno de nombres ilustres. Desde su mirador, se alcanzan a ver los lejanos barrios de las orillas, esos de costumbres pendencieras y criollas; se sabe que en los días más brillantes se llega a ver más allá todavía, incluso otros países con idiomas y costumbres diferentes. Junto a esa alta colina y bajo su sombra permanente, están los barrios Bioy Casares, Silvina Ocampo Anexo, el lujoso y barroco Mujica Láinez, el pequeño Pepe Bianco; sólo a cierta hora del día el sol da de lleno en esos barrios, que tienen sólo ese instante para brillar. Enfrente, aislada y tenebrosa, venida a menos y con un poco de envidia, está Villa Sabato, en una colina más baja separada del resto por una gran depresión, la cual se atraviesa por el Túnel del mismo nombre.

Más a la izquierda, alejado de todo lo anterior, otro alto cerro: el Marechal, una zona un poquito más popular, peronista y catolicona, un área divertida a la cual se llega tomando el juguetón tranvía G, de Girondo. Desde el Marechal, por un puente que cruza el río Quiroga, se llega a Cortázar, un barrio que recuerda al Latino de París y que puede recorrerse de muchas formas; si se sigue más lejos se llega a Ampliación Abelardo Castillo, que repite o continúa la arquitectura de las zonas ya mencionadas. Filloy es un barrio antiguo, de trazado heterogéneo y construcciones disímiles, donde los nombres de todas las calles tienen siete letras y también pueden leerse de atrás para adelante.

Muy lejos de ahí, está Arlt, un barrio aparte, un bajofondo duro, con su propia jerga y mucha personalidad; en esto último, la zona de Fogwill, aunque mucho más nueva, se le parece un poco. Los dos son barrios peligrosos (ladrones, rufianes y secuestradores en el primero; traficantes de armas o cocaína, críticos, espías y ex combatientes devenidos en asaltantes en el segundo). Blaisten es el área céntrica de los comercios cerrados por melancolía, de los judíos, de los consultorios de analistas, todos entreverados con los conventillos de Marco Denevi; una especie de Once porteño.

Atraviesa el centro la avenida Saer, que tiene veintiuna cuadras y termina en el río; no lejos de ahí se encuentra la “zona rosa” Manuel Puig, donde están los cines para ver a las estrellas de Hollywood y emocionarse con melodramas.

Extienden la ciudad algunas áreas más modernas: Fresán, Pauls, Berti, Kohan, la futurista Cohen, el conurbano Bermani, además de muchas otras del barrio joven que muestran arquitectura contemporánea, edificios nuevos, muchos (sólo) de antología, muy diferentes entre sí. Por ahí cerca queda Aira, una zona llena de casitas a medio hacer: un emprendimiento inmobiliario que primero llama la atención por su ingenioso trazado general y por la velocidad de su construcción, pero que, si se lo releva casa por casa, casi siempre termina siendo una decepción.

En las afueras y hacia el este, cerca del popular barrio Soriano, se encuentra el estadio Fontanarrosa y el edificio del periódico local, el Walsh; también en las afueras, pero exactamente del otro lado de la ciudad, se encuentran el museo de curiosidades Macedonio Fernández, el mirador Piglia (desde donde pueden verse todos los edificios de la ciudad, excepto el propio mirador) y el extraño hotel Witold, de avejentada arquitectura vanguardista. Luego viene la circunvalación, con varias salidas: la ruta Belgrano Rawson conduce al sur; la Héctor Tizón, al norte.

A partir de ahí: el campo, la infinidad de la pampa que rodea y abraza a la ciudad, no como el fin o la nada, sino al revés, como el comienzo: es la marca que la ciñe, que le muestra cuál es su límite máximo. Esa extensión infinita es el país: el Martín Fierro.

Yo siempre vuelvo a esta ciudad y busco la zona en que nací para afincarme cerca de ella y hacerme amigo de mis vecinos. Ya la encontraré.

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Imagen: Lomos de libros gigantes en la fachada del estacionamiento de la Biblioteca Pública de Kansas City. Fuente: Selectism.

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