El piano oriental, de Zeina Abirached

Por Martín Cristal

Del deseo y la identidad

Imposible no relacionar El piano oriental de Zeina Abirached (Beirut, 1981) con las historietas de la iraní Marjane Satrapi. El principal punto de contacto es un dibujo de estilo similar —en su nivel de síntesis, en sus formas de representación—, si bien en Satrapi se percibe más gestual y expresivo, y hasta informal en la aparente improvisación organizativa de ciertas páginas (como sucede en algunas de Bordados, por ejemplo).

En El piano oriental de Abirached, en cambio, el trazo resulta casi aséptico por sus líneas de grosor fijo y su geometría controlada. El planteo de cada puesta en página colinda con las obsesiones de perfección simétrica del diseño gráfico, y hace sospechar que el planeamiento visual fue realizado de entrada, en forma integral, para el libro completo (y no por acumulación como suele ocurrir en los volúmenes recopilatorios de material que fuera publicado originalmente por entregas).

También relacionan a estas dos artistas ciertas circunstancias biográficas, que determinan que ambas manejen temas en común. Quien haya leído Persépolis (o visto la película), recordará que Satrapi rememora su infancia en Teherán, su posterior mudanza a Francia y el desgarramiento de existir entre Oriente y Occidente. Algo similar sucede en El piano oriental: cambia la ciudad de origen, que aquí es Beirut, pero la trama autobiográfica de Abirached también articula el exilio y la vida entre dos tierras diferentes: en su caso,  Francia y el Líbano.

Esa trama se trenza con una evocación del Líbano que no refiere a la infancia de Abirached sino a una época anterior: la de un personaje basado en su abuelo. El alegre Abdalah Kamanja es músico y ha inventado un piano con el que al fin se pueden tocar los cuartos de tono de las melodías orientales.

Estamos en 1959; Beirut es muy distinta de esa ciudad destrozada que años de guerras televisivas han instalado en nuestro imaginario occidental. La Beirut de Kamanja es una ciudad floreciente y llena de esperanzas, incluida la del propio Abdalah: él desea que su invento pueda ser fabricado masivamente.

¿Habrá tenido éxito la empresa de Abdalah? Y de no ser así, ¿su existencia habrá sido en vano? Todos los empeños de un hombre caben en los sucintos comentarios que sus deudos desgranarán mientras tomen el café del velorio. El deseo vertebral de toda una vida define la identidad del deseante.

Años después, en el extranjero, la joven Zeina reflexionará sobre su propia identidad. Para Sabato, estar en el extranjero es “tan triste como habitar en un hotel anónimo e indiferente; sin recuerdos, sin árboles familiares, sin infancia”. Para Iehuda Halevi, en cambio, Zion —la tierra prometida— “está ahí donde reinan la alegría y la paz” (es decir, no necesariamente donde naciste, ni tampoco, necesariamente, en los alrededores de Jerusalem). Para el bosnio Aleksandar Hemon —otro migrante—, el hogar “es allí donde tu ausencia no pasa desapercibida”… En El piano oriental, Zeina Abirached decide autodefinirse según un dicho de Mahmud Darwich: “Yo soy mi idioma”. Ese idioma no es el de un país en concreto, sino la mezcla interior que ella hace de su francés cotidiano y su árabe natal. Así, su propia identidad es como la de un piano de músicas mixtas.

Tras leer esta novela gráfica, queda claro que Zeina Abirached también maneja con maestría otro lenguaje: el de la narración secuencial. La historieta también es su patria.

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El piano oriental, de Zeina Abirached. Historieta. Salamandra Graphic, 2016. 212 páginas. Con un texto ligeramente diferente recomendamos este libro en «Número Cero», La Voz (Córdoba, 9 de abril de 2017).

Bordados, de Marjane Satrapi

Por Martín Cristal

Con una versión más corta del presente artículo, recomendamos este libro en el Nº 17 de la revista Ciudad X (noviembre de 2011).

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Hay artistas que un día se mudan a un lugar distinto del que los vio nacer, pero no olvidan de dónde son. Por eso —ya sea que vuelvan o que no—, se convierten en nexos entre las culturas de ambos lugares: las invitan a dialogar. Es lo que pasa, por ejemplo, con Marjane Satrapi (1969), la historietista que nació y creció en Irán, que vio cambiar las costumbres y la política de su país y que resolvió irse a Europa, para terminar afincada en Francia. Satrapi narraría en clave de historia familiar su visión personal acerca de Irán, sus cambios y mudanzas. Lo haría en cuatro tomos imprescindibles titulados con el antiguo nombre de la capital iraní: Persépolis. Sí, sí: en 2007 hicieron la peli, codirigida por la propia Marjane.

Después del éxito mundial de Persépolis, la siguiente historieta de Marjane Satrapi puede parecer modesta. En Bordados reencontramos a la joven Marjane —ya no tan niña— en su casa de Teherán. La acompañan su entrañable abuela y otras siete mujeres. Acaban de almorzar. Los hombres ya se han ido a dormir la siesta; ellas toman el té y conversan. Hablan de amor y de sexo, de las ilusiones y realidades del matrimonio. Hablan de hombres y también de otras mujeres. “Lo mejor para desahogarse es hablar”, dice la abuela.

La comparación de sus situaciones con la de las mujeres en Occidente, desnuda la condición particular de la mujer iraní. Sin embargo, Satrapi consigue un tono universal: los relatos están signados por costumbres orientales pero, al mismo tiempo, esa sobremesa y la forma en que esas mujeres se reconfortan mutuamente “aireando sus corazones” podría ocurrir en cualquier parte del mundo.

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Satrapi no se basa en estereotipos; su humor no toma por el lado de la caricatura (como, por ejemplo, sí lo hace exitosamente Maitena). La autora pinta a esas mujeres con fidelidad, incluso en un sentido formal: apela al alto contraste —muy probablemente con pincel y tinta china—, narrando sin retícula fija ni cuadritos en la página, libre en su forma de ir y volver entre la representación de la anécdota evocada y la dinámica del círculo de mujeres que la escucha y la comenta. También reemplaza la tipografía por la personalidad de una caligrafía infantil, la cual afirma la relación entre el relato y su fuente: el recuerdo juvenil de aquellas reuniones.

El título original en francés —Broderie— aloja varios sentidos: el literal de “bordado”, una actividad marcada ancestralmente como femenina; pero también el de “chisme”, e incluso el de la reconstrucción quirúrgica del himen (asunto que se discute en alguna de las anécdotas). A medio camino entre la confidencia y la infidencia, las historias de este círculo de mujeres establecen una relación intimista con quien las lee. Cada lectora será una más en este grupo que ríe y llora; los varones quizás puedan sentirse algo excluidos, pero al menos podrán enterarse qué se dice de ellos mientras duermen la siesta.

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Bordados, de Marjane Satrapi. Historieta. Norma editorial, 2009.
(Publicada originalmente en 2003).