Don Quijote en Nueva York

Por Martín Cristal

Teoría I (de Brooklyn a La Mancha)

Sobre el final del Capítulo VIII de la Primera Parte del Quijote, da comienzo el delicioso entretejido de las categorías de autor, narrador y personajes, juego de espejos que, junto con otras maravillas, contribuyó a la fama de la obra maestra de Cervantes.

Paul Auster revisita este procedimiento en Ciudad de cristal (City of Glass, 1985). Esta novela integra la Trilogía de Nueva York, obra donde Auster replica ese mismo juego de espejos hasta lo inextricable, convirtiéndolo en uno de sus encantos principales. En la trilogía de Auster hay nombres que se repiten pero que no necesariamente designan a los mismos personajes. Hay personajes que escriben con seudónimos y luego asumen falsas identidades; hay intercambios, duplicidades, nombres de la vida real —el del autor, el de su hijo— intercalados entre los de la ficción, y también nombres de la ficción que refieren a otras obras de ficción (William Wilson, por ejemplo, referencia literaria que cae como anillo al dedo para esta clase de juegos con la identidad).

El interés de Auster en el Quijote se explicita en el décimo capítulo de su novela: en él, un personaje que es escritor, vive en Nueva York y se llama Paul Auster, desarrolla una teoría personal para explicar quién sería el autor del “libro dentro del libro” de Cervantes. «Auster» se lo explica con tranquilidad al personaje principal, Daniel Quinn, que ha venido a visitarlo a su propia casa.

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Según “Auster”, don Quijote no está loco, sino que se hace pasar por loco; su objetivo es engañar a Sancho, único testigo posible de todas sus andanzas; éste, analfabeto, no puede escribirlas, pero sí puede contárselas al barbero y al cura; a su vez, ellos la escribirán en castellano y le darán el texto a Simón Carrasco (sic; Auster debió decir Sansón Carrasco), el bachiller de Salamanca, quien las traducirá al árabe para que luego Cervantes encuentre ese manuscrito en Toledo, firmado por un inexistente Cide Hamete Benengeli… Cervantes lo mandará traducir al castellano y luego escribirá la historia de El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha. Es así como Quijano —siempre preocupado por la posteridad de sus andanzas— consigue que alguien escriba sus aventuras. Según Auster, el motivo por el que este “Cuarteto Benengeli” se tomaría tantas molestias es hacer que Quijano llegue a leer su propia historia y, de esa forma, enfrentándolo a lo absurdo de sus actos, lograr sacarlo de su locura.

No hay testigos permanentes

Sin embargo, en la novela de Cervantes, hay un momento en el que don Quijote queda solo y desnudo, haciendo una penitencia en medio de la Sierra Morena (Capítulo XXVI de la Primera Parte). Para dar cuenta de su actividad en solitario, el capítulo arranca afirmando: “dice la historia, que…”.

¿Quién habría recogido esa historia? Aquí fallaría la teoría de Paul Auster: Sancho no siempre acompaña a su amo. El único testimonio de los actos de don Quijote en la sierra son los versos que él dejó escritos en la corteza de algunos árboles. Por lo demás, dentro de la narración, ¿qué personaje podría conocer y referir lo hecho —y, más aún, lo pensado— por don Quijote cuando queda solo, si él mismo nunca se lo cuenta a nadie? En la Segunda Parte (Capítulo LXVIII) hay una situación similar: es de noche y Sancho duerme; don Quijote se pone a cantar junto a unos árboles, esta vez incluso sin escribir los versos en sus cortezas. Nadie lo ve… ¿quién recoge esa historia?

Cervantes es consciente de este tipo de problemas, y los arregla con un oportuno comentario de Sancho en el Capítulo II de la Segunda Parte. Sancho le informa a don Quijote que Sansón Carrasco, bachiller de Salamanca, le ha contado que:

“…andaba ya en libros la historia de vuesa merced, con nombre del Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha; y dice que me mientan á mí en ella con mi mismo nombre de Sancho Panza, y á la señora Dulcinea del Toboso, con otras cosas que pasamos nosotros á solas, que me hice cruces de espantado, cómo las pudo saber el historiador que las escribió”.

Con este asombro de los personajes que se leen a sí mismos se asume y se salva el problema de quién recogió esos sucesos que ellos vivieron a solas. Es la forma que encuentra Cervantes para hacernos ver a sus lectores que el asunto no se le ha pasado por alto. En vez de corregir aquellos otros episodios, aumenta la maravilla del texto al ponerlos él mismo en duda, en este comentario de Sancho.

Federico Jeanmaire, en su libro Una lectura del Quijote (Seix Barral, 2004), destaca un fragmento del Capítulo XLVIII de la Segunda Parte donde pasa algo similar: “Aquí hace Cide Hamete un paréntesis, y dice que por Mahoma que diera por ver ir a los dos así asidos y trabados desde la puerta al lecho…” (se refiere a don Quijote y a la dueña Rodríguez). Al respecto, dice Jeanmaire (pp. 213-214):


“Cualquiera daría lo mejor que tiene por haber visto la escena. El problema no es ése. No. El problema reside en que Benengeli es el único que aparentemente
ve todas las escenas que narra. Aquí parece que no es así, que el abismo del sistema narrativo se hace todavía más complejo, que incluso puede haber un narrador anterior al moro, y el moro sólo sea el primer eslabón en la larguísima cadena de copistas de la historia. […] La cadena de narradores tiende a la infinitud a partir de este extraño paréntesis de Cide Hamete. […] Otra maravilla. Una más. Y que, en tres líneas termina clausurando el posible conflicto que hubiese podido quedar abierto entre algún lector por demás exigente y su particular lectura de la omnisciencia narrativa del libro”.

Creo que es cierto lo que afirma Jeanmaire respecto de la existencia de una “cadena de narradores”: para comprobarlo basta con recordar que el narrador del primer capítulo establece que no es él solo sino muchos los autores que han escrito sobre don Quijote de la Mancha (las negritas son mías):


“Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada, ó Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que de este caso escriben) aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba Quijana.”

Los autores que de este caso escriben”: plural. Efectivamente, Cide Hamete no sería el primero en escribir sobre don Quijote. El moro consulta otras fuentes, además de recurrir a «las memorias de la Mancha», como se ve en el Capítulo LII de la Primera Parte:


“Pero el autor desta historia, puesto que con curiosidad y diligencia ha buscado los hechos que don Quijote hizo en su tercera salida, no ha podido hallar noticia de ellos, á lo menos por escrituras auténticas; sólo la fama ha guardado en las memorias de la Mancha, que don Quijote, la tercera vez que salió de su casa, fué á Zaragoza…”.

Esas “memorias”, que son depositarias de las acciones de don Quijote inhallables en los documentos escritos, podrían justificar la expresión “dice la historia, que…”, con la que se da cuenta de los momentos de soledad de don Quijote en la Sierra Morena.

El narrador dice: «el autor desta historia». No es casual que en Ciudad de cristal, Paul Auster también utilice el recurso de referirse alguna vez a “el autor de esta obra” así, en tercera persona: es otro cruce con Cervantes. También lo es que Daniel Quinn, el personaje principal de la novela de Auster, lleve las mismas iniciales que Don Quijote…

Teoría II (de Córdoba a Brooklyn)

En la Segunda Parte del Quijote, Cervantes va entretejiendo cada vez más estrechamente la ficción con la realidad. ¿No sería divertido especular que el Quijote falso de 1614 no fue compuesto por un tal Alonso Fernández de Avellaneda, sino que también fue obra del mismo Cervantes, quien lo habría compuesto —o encargado a un ghostwriter— y luego publicado con seudónimo para enriquecer su propio juego de “fantasía y realidad” por el lado de la realidad? Dice Paul Auster en Ciudad de cristal: “después de todo, el libro [el verdadero Quijote] es un ataque a los peligros de la simulación”. De ser así, ¿no perfeccionaba Cervantes la demostración de esa tesis haciéndose pasar como víctima de una simulación que pretendía robarle su propia creación, el Quijote? Además, el ardid también hubiera funcionado como promoción para la verdadera Segunda Parte de Cervantes, donde éste podría resarcirse de sus propios insultos, enalteciendo su honor al contestarse a sí mismo en el prólogo…

Es poco probable, lo sabemos. Lo único seguro al respecto es que a cierto escritor de Nueva York, esa posibilidad le encantaría.

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Ver además:
Don Quijote
versus Don Quijote

Imprecisiones del
Quijote

Borges y el Quijote: un error
Borges y el Quijote: una solución

Me gusta!

Homo narrator

Por Martín Cristal

Podemos pensar nuestras existencias, desde lo social, en términos de “relato”: todos narramos y todos somos narrados. Estoy sentado en la mesa de un bar, mirando por la ventana, y de pronto descubro a un amigo que viene caminando hacia mí: lo que se acerca no es un cuerpo anónimo, no viene un significante vacío. Lo que se aproxima es un relato andante, una historia de vida que conozco en mayor o menor medida, que reconozco en esa persona que ahora me saluda y se sienta a mi mesa.

La mayoría de nosotros somos narrados en forma sencilla: por ejemplo, en un asado o un bar, en la voz de un amigo que le cuenta a los otros una anécdota que nos tiene por protagonistas, en forma de chisme o incluso estando nosotros presentes. Hay narraciones que nos señalan, en segunda persona: los reproches, las acusaciones, los regalos, las expresiones de agradecimiento, las de amor… Nos cuentan lo que hicimos o hacemos, y hacen ver que contamos.

Algunas personas se cuentan a sí mismas, en una carta, o en el consultorio de su terapeuta; otras lo hacen para sí mismas, en un diario íntimo (aunque, incluso en ese caso, uno siempre es un “otro”). A veces pareciera que sin estas narraciones simples no existiríamos.

Para algunos esa necesidad es más bien un deseo megalomaníaco que se expresa en un sueño de estrellato: llegar a ser narrado hasta en los más mínimos detalles por los medios masivos de comunicación. Revistas de chismes, shows de TV… La fama es la ilusión de muchos, a pesar de las advertencias que sobre sus incomodidades nos hacen los famosos desde sus autobiografías (y las autobiografías no son más que otra manera imperfecta de narrarse, para afirmar y confirmar la propia existencia; por eso son tan mentirosas, porque casi siempre se doblegan ante el ansia de pulir ese borrador inalterable que es el pasado de quienes las escriben).

Existimos socialmente como un relato, porque alguien narra y alguien escucha el relato sobre nuestra vida: fans, paparazzi, o en el más común y deseable de los casos, amigos, amantes, familiares, nosotros mismos. Nuestras propias narraciones son importantes como testimonio de un mundo, el nuestro, interior o exterior, sin que esto tenga que caer necesariamente en la literalidad autobiográfica (toda narración es una puesta en situación de quien la produce). Si nadie narrase, nadie existiría; si ni siquiera nosotros mismos fuéramos capaces de narrarnos, entonces no dejaríamos huella en este mundo: el abrir y cerrar de ojos de nuestras vidas pasaría tan inadvertido como si nunca hubiésemos estado aquí. Es ahí donde el acto de narrar se vuelve imprescindible.

Y es que narrar resulta esencial: el homo sapiens —rebautizado más de una vez como homo narrator— lo ha venido haciendo desde la consabida fogata del campamento prehistórico. La sociedad está fundada en narraciones: las mitológicas fortalecen su ancha base; sobre ésta se erigen las versiones y reversiones históricas. La estructura se completa hacia arriba con un complejo entramado de perspectivas cruzadas sobre el presente, y de miradas esperanzadas o pesimistas acerca del futuro.

Narrar es una forma de transferir experiencia vital; esa experiencia está conformada no sólo por todo lo acontecido, sino también por lo pensado, lo añorado, lo sospechado, lo imaginado… Hacerlo por escrito es una de las formas más importantes que el hombre ha encontrado para tal fin, ya que está íntimamente ligada al lenguaje y, por ende, al pensamiento. Sin embargo, en mi interior, siento que es mucho más importante narrar que meramente escribir. Escribir es importante, pero no es una actividad esencial del hombre: pasaron siglos hasta que la humanidad desarrolló y puso en práctica esa forma de codificación, y aun así hoy mismo son miles las personas que no se dedican a escribir. A pesar de eso, ninguna de esas personas deja de narrar algo casi a diario, porque la narración es nuestro aglutinante social: necesitamos contar lo que nos pasó ayer, preguntarle a nuestra pareja o hijos o amigos cómo les fue hoy en el trabajo, en la escuela, en sus viajes…

Cuando el vastísimo campo de la narración interseca el campo de la Literatura, entonces a esa transferencia de experiencia vital se le agrega la búsqueda de un goce estético, propia de todo arte. Y cuando, dentro de ese espacio —y dejando de lado el grado de mayor o menor fantasía alcanzado por cada invención—, la experiencia vital transmitida en forma de relato es promovida por la verosimilitud, y no ya por la mera verdad documentable, entonces estamos en el terreno de la ficción, una puesta en situación del propio autor en un contexto imaginario.

En mi caso particular, deseo una narrativa que cobre vida en el medio que se elija para desarrollarla (la novela, el cuento, la narración oral, la historieta, el cine…); con gran fantasía o bien ciñéndose a la más pura realidad, pero sin otras especulaciones secretas, sin segundas intenciones. Sólo placer, goce y deleite, al narrarlo y al escucharlo, verlo o leerlo. Ningún aspecto de la creación debe descuidarse. Prefiero las siguientes proporciones: el arte como una parte de la vida, y no al revés; lo estético al servicio de la narración, y no al revés. Así, prefiero explorar quiénes somos nosotros, y no tanto qué es la literatura. Quiero narrar de manera que mi relato sea comprendido y amado, tal como yo mismo —en mi entorno privado, en mi vida cotidiana e íntima— quiero ser comprendido y amado.

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Imagen: Albert Finney y Jessica Lange en Big Fish (Tim Burton, 2003, basada en la novela de Daniel Wallace). Will Bloom aprenderá de su padre que «un hombre cuenta sus historias tantas veces que termina convirtiéndose en esas historias…».