Bares vacíos, ahora también en e-book

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Ahora la novela también está disponible
en formato e-book (.mobi, para Kindle de Amazon)
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En papel puede conseguirse desde Amazon
o desde el website de Sudaquia Editores
(donde además figuran las librerías
de Estados Unidos que deberían tenerla).

Bares vacíos, reedición en Nueva York

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Parece que las catástrofes llegan de a dos a la Gran Manzana.
Después del paso del huracán Sandy,
la flamante editorial Sudaquia de Nueva York
reedita mi primera novela, Bares vacíos.
El libro acaba de salir en español, para los lectores
hispanohablantes de Estados Unidos.

La novela fue publicada originalmente
en México DF, por Editorial Colibrí, en 2001.

Los mejores augurios para los jóvenes editores
en su nuevo emprendimiento.

Actualización de julio de 2013:

Aquí el libro ya está disponible online,
en papel y en formato e-book
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También se consigue en las siguientes librerías de Estados Unidos:

—NUEVA YORK
McNally Jackson
52 Prince Street (between Lafayette & Mulberry)
New York City, NY 10012

Librería Barco de Papel
40-03 80St. Elmurst, NY 11373

—MIAMI
Books and Books – Coral Gables
265 Aragon Avenue, Coral Gables, Florida 33134

Books and Books – Miami Beach
927 Lincoln Road, Miami Beach, Florida 33139

Books and Books – Bal Harbour
9700 Collins Avenue, Bal Harbour, Florida 33154

Todo está iluminado, de Jonathan Safran Foer

Por Martín Cristal

La hermosa vida que podemos falsificar

Jonathan Safran Foer (EE.UU., 1977) publicó su novela-debut Todo está iluminado a los veinticinco años de edad. Pronto llegó al cine vestida con bellos paisajes y hermosa música, aunque su adaptación es fiel sólo a un cuarto de lo que ocurre en el libro: ignora olímpicamente una rica mitad y —lo peor— tergiversa el cuarto restante en aras de una síntesis que altera descaradamente el final y deja importantes cabos sueltos.

El protagonista de la novela se llama igual: Jonathan Safran Foer. Es un judío neoyorquino que viaja a Ucrania para indagar sobre sus orígenes. Allá se le unirán Alex, un atolondrado intérprete que no sabe más inglés que el que aprendió en la secundaria; el abuelo de Alex, que dice ser ciego, aunque se hará cargo del volante; y una perra loca llamada Sammy Davis Junior Junior. El lector comparte con ellos el viaje y sus terribles consecuencias mediante tres líneas narrativas hábilmente entrelazadas:

Primera: la excursión según Alex, quien se anima a novelarla en un inglés tachonado de fallas semánticas y pifias de matiz en los sinónimos, errores típicos de quien ha aprendido un idioma sin practicarlo nunca. (El título de la novela, por ejemplo, es la manera en que Alex expresaría que “todo está aclarado”). Este trabajo del autor produce un efecto humorístico que en castellano sólo he encontrado en algunos relatos de Hebe Uhart. Así, Todo está iluminado puede leerse como una novela de lenguaje, que seguramente supuso un gran desafío para su traductor, Toni Hill.

Segunda: la novela de Jonathan sobre la genealogía de los Safran Foer, que arranca doscientos años y ocho generaciones más atrás. Soslayada en la película, su tragicomedia mezcla la inventiva del realismo mágico de García Márquez con la tierna ingenuidad y el humor absurdo de muchos relatos folklóricos judíos (como los de la aldea de Chelm, de Bashevis Singer).

Tercera: Las cartas de Alex a Jonathan, escritas tiempo después del viaje. En ellas, Alex comenta la novela de Jonathan (la cual, como nosotros, lee “por porciones”) y a su vez deja ver que recibe devoluciones del neoyorquino acerca de la novela que él mismo le remite en su inglés maltrecho. Estas cartas permiten comprender las secuelas del viaje en Alex y su propia familia.

Como en otras travesías para investigar sobre el pasado (hay otras a Ucrania en obras de Aleksandar Hemon y Margo Glantz), el tema crucial en Todo está iluminado es la memoria, esa sustancia equívoca que sin embargo sabe adherirse bien a los objetos. También importan el amor, a veces más enamorado de sí mismo que de los amantes, el choque cultural, el perdón, y la mitología de todo linaje: siempre puro relato, construido con recuerdos admitidos y tozudas negaciones.

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Todo está iluminado, de Jonathan Safran Foer. Novela. De Bolsillo, 2002. 352 páginas. Recomendamos este libro en «Ciudad X», La Voz (Córdoba, agosto de 2012).

Ray Bradbury (1920-2012)


RB: Leí
Winesburg, Ohio cuando tenía veinticuatro años. Pensé “Oh, Dios, si algún día pudiera escribir un libro como Winesburg, Ohio… ¡pero poniéndolo en Marte!”. Con todos los personajes de Winesburg, Ohio allá en Marte. Así que tomé algunas notas, y escribí un título, y algunos personajes, y después lo dejé y me olvidé. No hice nada con eso.

Durante los siguientes cinco años escribí una serie de relatos sobre Marte, todos separados. Cuando cumplí veintisiete años, me casé. Mi esposa hizo un voto de pobreza al casarse conmigo [risas]. Teníamos ocho dólares en el banco el día del casamiento. Puse cinco en un sobre y se lo dí al cura. Me dijo “¿Qué es esto?”. “Es su paga, por la ceremonia de hoy”. Dijo: “¿Eres un escritor, verdad?”. Dije “sí”. Y el dijo: “toma, lo vas a necesitar”, y me devolvió el sobre. ¡Y yo lo acepté! [risas]. Mucho más tarde, cuando gané algo de dinero, le extendí un cheque decente.

En los siguientes tres años, escribí más y más historias marcianas, sin saber hacia dónde iba. De repente mi mujer quedó embarazada… Ella tenía un buen trabajo en [¿?], ganaba cuarenta dólares a la semana. Yo ganaba cuarenta dólares semanales sólo cuando tenía suerte, cuando las historias se vendían. Esto me asustó muchísimo: de repente yo tenía que ser el proveedor de la familia, porque teníamos un bebé en camino.

Norman Corwin —el gran Norman Corwin, el más grande guionista de radio, productor y director de la historia—, un gran amigo mío, me dijo: “Ray, tienes que ir a Nueva York. Tienes que hacer que los editores te vean, que sepan que existes. Tienes mucho escrito, pero ellos no saben que estás en el mundo. Mira, voy a estar en Nueva York en junio con Katie, mi esposa. Ven, nosotros te respaldaremos, te mostraremos Nueva York y te presentaremos a algunas personas”.

Así que fui a Nueva York. Tenía veintinueve años de edad y cuarenta dólares en el banco. Llevaba una pila de cuentos en el ómnibus de la Greyhound. No podía pagarme otra manera de ir. ¿Alguna vez han viajado en un Greyhound hacia Nueva York durante cuatro días y cuatro noches? Bueno, no lo hagan [risas]. Especialmente hace cincuenta años, cuando no tenían aire acondicionado ni baños. El conductor tenía que parar cada dos horas. Corrías a los baños de una estación de servicio y luego corrías de vuelta antes de que se te escapara el maldito ómnibus.

Llegué a Nueva York. Me alojé en la YMCA, pagaba seis dólares a la semana: así de pobre era yo. Me encontré con todos los editores, y todos me decían: “¿No tienes una novela?”. “No, yo soy un velocista, escribo cuentos”. “Bueno, no publicamos cuentos. No se venden”.

Ya estaba listo para volver a casa vencido, pero esa última noche tenía una cena con Walter Bradbury —ninguna relación conmigo—, de la editorial Doubleday. Durante la cena, me dijo: “Ray, ¿qué hay de todas esas historias marcianas que has estado escribiendo? ¿Qué pasaría si las hilaras todas juntas en un tapiz, y lo llamaras Crónicas marcianas? ¿Crees que podrías hacer eso?”. Y yo pensé: ¡Dios mío! Winesburg, Ohio. Winesburg, Ohio… Ya lo había hecho, pero entonces no sabía que lo estaba haciendo. 

Me dijo: “Hagamos lo siguiente: escribe un bosquejo del libro esta noche, tráemelo a la oficina mañana y, si me gusta, te daré un adelanto de setecientos cincuenta dólares.

Pasé despierto toda la noche en la YMCA, escribí el bosquejo para Crónicas marcianas, se lo llevé a Bradbury al día siguiente y él dijo: “Listo. Aquí tienes, setecientos cincuenta dólares. ¿Tienes más material con el que podamos hacerle creer a la gente que está leyendo una novela?” [risas]. 

Le contesté: “bueno, tengo un cuento sobre un hombre que tiene su cuerpo cubierto de tatuajes, y en medio de la noche, cuando transpira, los tatuajes cobran vida, y cada uno cuenta otra historia”. Y él dijo: “Aquí tienes otros setecientos cincuenta” [risas]. Así que en un solo día vendí Crónicas marcianas y El hombre ilustrado. Sin saber lo que estaba haciendo.

¿Se dan cuenta? ¡Sorpresa! No sabes qué hay dentro de ti hasta que lo pones a prueba. Hasta que las palabras se asocian, has estado escribiendo conscientemente, intelectualmente, durante demasiado tiempo. El material más profundo, tu verdadero yo, no ha tenido tiempo de aflorar. Has estado demasiado tiempo pensando comercialmente —qué es lo que vende, y ahora qué voy a hacer— en lugar de preguntarte: ¿Quién soy yo? ¿Cómo me descubriré a mí mismo?”.

Ray Bradbury
Conferencia, The Sixth Annual Writer’s Symposium by the Sea,
Point Loma Nazarene University, 22 de febrero de 2001 [min. 30:43 – 35:48].
Traducción: Martín Cristal.

Descanse en paz, maestro.

Chronic City, de Jonathan Lethem

Por Martín Cristal

Chronic City no empieza con esa frase matadora por las que abogan tantos talleres literarios, sino que inyecta progresivamente en el lector una Manhattan hecha a la medida del delirio de Jonathan Lethem (Nueva York, 1964). En principio el autor parece menos concentrado en intrigar con la trama que en darles carnadura a sus personajes, sobre todo al central: no el narrador —el hueco y pintón Chase Insteadman—, sino el adorable tuerto freak, marginado, culturoso, conspiranoico, enfermizo, marihuano, ex artista callejero, ex crítico de rock y actual teorizador crónico que responde al nombre de Perkus Tooth. Los nombres excéntricos que Lethem da a sus personajes revelan a Thomas Pynchon como una de sus influencias para esta novela.

Chase, ex estrella infantil de una vieja serie de TV, vive de regalías y se aburre en los cócteles de la alta sociedad neoyorkina. Ahí siempre hay alguien que lo palmea en el hombro para darle fuerzas por el drama de su novia de la adolescencia, la astronauta Janice Trumbull: ella está atrapada en la órbita de una estación espacial, sin posibilidad de volver a la Tierra. La muerte lenta de Janice y las cartas que le envía a Chase son la comidilla diaria del New York Times (en su versión Sin Guerra). El tedio y la vacuidad carcomen la vida de Chase, hasta que conoce a Perkus Tooth.

Si cierto manchego del siglo XVII enloqueció de tanto leer novelas de caballería —su única fuente de entretenimiento—, Perkus podría ser su versión urbana y contemporánea: un neoyorkino del siglo XXI cuyas manías no devienen sólo de la literatura, sino de todas las manifestaciones de la cultura global y popular. Libros, claro, pero también discos y películas y documentales y la web y los diarios y las revistas (y la tipografía de las revistas). Todo esto potenciado con algún porro de Chronic o Hielo, sus variedades de THC preferidas. La obsesión de Perkus consiste en querer desnudar los patrones comunes de esa catarata de referencias que lo abarca (y “desnudar patrones” también es descubrir a los dueños del poder). Por momentos lo consigue y así encandila a Chase, un Sancho —aunque alto y sin panza— que resultará un compañero fiel para Perkus.

El riesgo del mecanismo discursivo entre Chase y Perkus reside en que el lector recuerde momentáneamente que ambos son (o provienen de) un mismo hombre: Jonathan Lethem. Su relación es similar a la de Hans Castorp y el quemasesos de Settembrini en La montaña mágica: un protagonista alucinado por el pensamiento de otro personaje que perora sobre esto y aquello, y quiere deslumbrar(nos) con su capacidad para establecer conexiones diversas; un disfraz dialógico para que el autor exprese sus propias teorías y se felicite a sí mismo por ellas. De esta forma de la vanidad ya nos advertía Macedonio Fernández en su Museo de la Novela de la Eterna.

Aun así, la sinapsis libre de Tooth es uno de los pilares de la novela: Perkus será tan querible para Chase como para nosotros, que lo extrañaremos como al Quijote al finalizar el último capítulo. El otro pilar es la Manhattan alucinante que compone Lethem: una niebla y una nevada permanentes; un tigre gigante (¿mecánico, real, simbólico?) que socava edificios enteros; un escultor que hace land art y que también agujerea a su modo el territorio; una semana en la que el aire de la isla huele a chocolate; dos águilas que anidan en una cornisa; una adorable pitbull de tres patas; un linyera tecno y, sobre todo, ciertos objetos del deseo que adoptan la forma de calderos. Cuando la novela excava en el tema de las realidades virtuales, la inventiva de Lethem empieza a deberle algo a Philip K. Dick.

(Otro autor que asoma, pero para soportar cierta burla o parodia, es David Foster Wallace: Chase compra un libro imposible de terminar titulado La bruma indistinta. Su autor es Ralph Warden Meeker. Sonoro y cercano a DFW y La broma infinita).

La mejor decisión de Lethem es no darnos una solución centralizadora para el problema de qué debe tomarse por real y qué por simulacro en su fantástica ciudad crónica. Casi todo tendremos que decidirlo nosotros, incluso si el tigre es, como quería Borges, siempre el mismo tigre. La única certeza remanente es que existe un Sistema —un Poder, natural o fraguado— que termina expulsando a quienes lo cuestionan o tratan de mirar tras bambalinas. En especial si lo hacen con un ojo desviado de toda norma.

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PD. No creo que esta novela pueda situarse netamente dentro de la Ciencia Ficción, pero la incluyo en esta serie de posts debido a que comparte varios rasgos del género, y también a que la leí durante mi Sci-Fi Fever. Con otra versión de esta reseña, recomendamos este libro en el número 18 de la revista Ciudad X (diciembre de 2011).

¿Qué estabas haciendo el 11-S?

Por Martín Cristal

En el suplemento «Temas» de La Voz del Interior, hoy sale una nota (coordinada por Emanuel Rodríguez) en la que once escritores cordobeses recuerdan brevemente el momento en que se enteraron del atentado a las Torres Gemelas. Lo que sigue es mi pequeño aporte. Los de los otros autores —Pablo Natale, Iván Ferreyra, Luciano Lamberti, Eugenia Almeida, Federico Falco, Martín Maigua, María Pousa, Fabio Martínez, José Playo y Pablo Dema— pueden leerse aquí.

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¿Qué estabas haciendo
el 11 de septiembre de 2001?

Vivía en México: el diseñador gráfico bancaba al escritor. Supe del atentado apenas llegué a las oficinas de la revista semanal donde trabajaba como director de arte. Había un clima de excitación morbosa (mis compañeros eran periodistas), de implícita revancha (eran mexicanos), de incredulidad y sorpre­sa (éramos televidentes). Todo el material preparado para ese número se fue al tacho. El cierre del viernes sería muy tarde.

Colaboré en la selección fotográfica. Debíamos componer el relato visual de una tragedia demasiado reciente. ¿Qué matizar, qué mostrar a página completa? ¿Yuxtaponer bomberos y víctimas? ¿Señalar al hombrecito que cae o dejar que lo descubran los lectores?

Ante la previsible unanimidad temática en los quioscos dominicales, decidimos competir con una tapa desplegable: una panorámica de Manhattan desde el río, su perfil tachado por una ominosa estela de humo. Titular: “Vientos de guerra”.

Anduvo bien. Nuestra siguiente tapa desplegable vendría tras el bombardeo de Bagdad.

La conquista de la singularidad (segundo movimiento)

Por Martín Cristal

El siguiente es el segundo de dos textos publicados en los números 18 y 19 de
Un pequeño deseo, la publicación de Casa 13. La invitación consistía en elegir alguno de los números anteriores de la revista para dialogar con su tema central y con los artistas que lo trataban. Yo elegí el Nº4, cuyo tema son las migraciones de artistas.

[Leer el Primer movimiento]
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Segundo movimiento:

La conquista de la singularidad

“El origen de la existencia es el movimiento. Esto significa que la inmovilidad no puede darse en la existencia, pues, de ser ésta inmóvil, regresaría a su origen: la Nada. Por esta razón el viaje no tiene fin…”. Cees Noteboom toma esta cita de un sabio del siglo XII, Ibn Arabi, para abrir su libro Hotel nómada. Supe de esta proposición —antieleática y contradictoria— gracias a una amiga que pasó por mi blog y dejó un comentario en un post que trata sobre el tópico literario que equipara la vida con un viaje: peregrinatio vitae. En ese texto me centraba en la idea del regreso y su imposibilidad: nadie vuelve porque, en una perspectiva temporal amplia, volver es seguir yendo.
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Para un artista, ¿es posible irse de su ciudad y a la vez seguir estando en ella? En el Nº4 de Un pequeño deseo, Natalia Blanch dice que el que se va no es quien debe responder esta pregunta. Para un escritor, la respuesta es fácil: siempre dirá que sí se puede, porque es así como todos los escritores quieren entender no sólo el espacio, sino también el tiempo. La posteridad: irse, pero seguir estando. Malas noticias, muchachos: el universo vuelve inexorablemente a su Nada previa y nuestras vidas y obras viajan con él. Bolaño nos lo recuerda en Los detectives salvajes:


Durante un tiempo la Crítica acompaña a la Obra, luego la Crítica se desvanece y son los Lectores quienes la acompañan. El viaje puede ser largo o corto. Luego los Lectores mueren uno por uno y la Obra sigue sola, aunque otra Crítica y otros Lectores poco a poco vayan acompasándose a su singladura.
[…] Finalmente la Obra viaja irremediablemente sola en la Inmensidad. Y un día la Obra muere, como mueren todas las cosas, como se extinguirá el Sol y la Tierra, el Sistema Solar y la Galaxia y la más recóndita memoria de los hombres.

Llevaba en México casi tres años cuando leí Los detectives salvajes. El libro me conmovió con sus personajes nómades, cuya vida entristece porque no consigue enraizarse en ninguna parte. “Uno se puede pasar toda la vida dando vueltas sin dirección”, dice Carlos Godoy. “El desarraigo siempre duele”, recuerda Daniel Giannone. Un dolor así comenzaba a surgir en mí por aquellos días.
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¿Cuánto habrá tenido que ver la lectura de Roberto Bolaño en mi decisión de volver? Sumó lo suyo. ¿Qué hubiera podido seguir escribiendo yo en el DF, qué historia personal hubiera podido narrar o inventar allá luego de que ya había hecho mi pequeña “novela de extranjero en México” (Bares vacíos) y luego de haber leído algo como Los detectives…? ¿Adoptaría el lenguaje mexicano ya no como un juego de contrastes, sino como algo propio? ¿Seguiría con otras historias de exilio o extranjería?

“El retorno es una pieza clave en el pensamiento”, dice Godoy; “todo se trata de tener presente la idea de volver con la misma idea de que a lo mejor nunca se vuelve”. En mí, ese equilibrio duró cinco años y al fin se inclinó hacia la vuelta a Córdoba. Volví a rastrear las historias que me concernieran a nivel afectivo. ¿Contar primero lo que se vio al viajar? Por qué no: parte del oficio de ser artista —según Blanch— es contar lo que se ve y se hace. “Lo exótico en narrativa es la mediación entre ‘el extranjero’ y un público que se supone ‘es de casa’”. Esto lo dice David Lodge en El arte de la ficción, apoyándose en ejemplos de Conrad y Greene. Practiqué esa mediación en los cuentos de Mapamundi, que fue lo primero que publiqué al volver. Ahora estoy dando el siguiente paso: adentrarme en el universo de mis afectos recuperados y deshacerme poco a poco de reglas y condicionamientos inútiles para narrar. La libertad y la originalidad no se compran hechas en un free shop lejano ni tampoco en un kiosco de Colón y General Paz. La única forma de ser algo así como original es ser personal. La cuestión no es sólo por la forma, sino también por el contenido: claro que importa el cómo, pero también tengo que pensar bien qué historias debo contar yo, esas historias que, si no son contadas por mí, no serán contadas por nadie. “La cuestión reside en la singularidad del individuo más allá de la identidad demasiado ligada al lugar de origen”, dice Natalia Blanch citando a William Kentridge. Y tiene razón: donde sea que estés, lo que importa es conquistar tu propia singularidad.

No tenemos ni la menor idea de quién pueda ser William Kentridge, pero si quisiéramos enterarnos, hoy esa información está a sólo dos o tres clics de distancia. Esto linkea directamente con la urgente revisión del consejo más trillado en la historia de la literatura: pinta tu aldea y pintarás el mundo. ¿Lo dice Tolstoi? Ya no: hoy lo dice Google, y agrega: “quizás quiso decir pinta tu aldea global”. El planeta se ha encogido y la trashumancia épica es historia. Ya nadie extrema el Oeste como Colón, o el Este, como Marco Polo; ya nadie fuerza el Norte como Peary o el Sur como Amundsen. Hoy sacás un crédito (o mendigás la bequita) y después volás a Nueva York o a México DF; caminás mucho, sacás fotos, tomás una sopa en lata, mirás una caja de cartón, leés una novela, creés entender un par de cosas y pegás la vuelta a ese lugar del que nunca saliste ni saldrás: el presente. Porque tu lugar puede cambiar, pero tu tiempo es hoy, muchacha (corazón de tiza). Y esto será siempre así, quedándote o yéndote. Y si mañana es mejor, es porque —dentro o fuera del arte— para todo lo que hagas mientras el universo no termine de desintegrarse, el Tiempo será tu juez. Un juez voluble, pero insobornable. Un juez mucho menos corrupto que el Lugar, ese envidioso intrigante que no quiere que nadie sea profeta en su tierra.

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No dejes de visitar los sitios de:
Leticia El Halli Obeid
Natalia Blanch
Leo Chiachio & Daniel Giannone
Carlos Godoy
Casa 13

De distancias y de artistas (primer movimiento)

Por Martín Cristal

El siguiente es el primero de dos textos publicados en los números 18 y 19 de
Un pequeño deseo, la publicación de Casa 13. La invitación consistía en elegir alguno de los números anteriores de la revista para dialogar con su tema central y con los artistas que lo trataban. Yo elegí el Nº4, cuyo tema son las migraciones de artistas.
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Primer movimiento:

De distancias y de artistas

Según mi osteópata, son siete las acciones cuya suspensión prolongada nos llevaría a la muerte: 1) respirar; 2) beber; 3) comer; 4) orinar; 5) defecar; 6) dormir; y 7) movernos. “Hay que moverse más”, me dice cada vez que me reacomoda el esqueleto y me reta por todo el tiempo que paso sentado frente a la pantalla escribiendo textos como éste. En otro texto, pero del número 4 de Un pequeño deseo, Leticia El Halli Obeid propone el movimiento (“salir, ir, volver, andar, recibir visitas…”) como una solución para que los artistas locales, sin que tengan que irse definitivamente a otra ciudad, logren “disipar el fantasma de que la fiesta siempre está pasando en otro lado”. Una recomendación saludable, diría mi osteópata, y a mí no me quedaría más que estar de acuerdo con un tipo que de todos modos sabría cómo reacomodarme el cráneo.

Más allá del consejo —y de que mi osteópata no dijo “orinar” y “defecar”, sino mear y cagar—, siempre conviene tener en cuenta que el arte es libre o no es nada: si un artista concluye que su entorno compromete seriamente su expansión creativa, entonces las opciones son dos: modificar ese entorno o partir. Para comprender mejor el recorrido de un artista que se va, habría que determinar si dicho movimiento responde a una lógica en la que el Arte es la premisa y el Viaje su consecuencia; o si, por el contrario, la premisa es el Viaje en sí, y luego es el Arte (o el Artista) lo que aflora como resultado del movimiento emprendido.

Lou Reed y John Cale empiezan su biografía musical de Andy Warhol —Songs for Drella con el instante en que el artista considera irse de Pittsburgh. La premisa acomodada en el cráneo de Warhol es su (nada pequeño) deseo de “triunfo” artístico: “¿De dónde salió Picasso? / No hay ningún Miguel Ángel que provenga de Pittsburgh / Si el arte es la punta del iceberg / yo soy la parte que se hunde debajo”. Para emerger a la escala de su anhelo, Warhol salta de su smalltown y, como tantos otros, cae en Nueva York (es decir: cae en un lugar común). Sinatra canta que si la hacemos ahí, la haremos en cualquier parte: “depende de ti, Nueva York”. La verdad es que no: depende del esfuerzo personal, la formación, las relaciones sociales y la suerte, aunque es cierto que sin el caldero de la Gran Ciudad, el “éxito” de Warhol no hubiera alcanzado la dimensión que él ambicionaba. Hay plantas que un día necesitan una maceta más grande. La medida de nuestras fantasías motiva y justifica todo movimiento.

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Lou Reed & John Cale: «Smalltown».
Del álbum Songs for Drella (1991)

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Daniel Giannone no se fue a Buenos Aires porque en Córdoba faltaran espacios artísticos, sino por una crisis que lo había llevado a interrumpir su producción (“me exilié de mi deseo, lo silencié”; una confesión terrible). Aduce motivos complementarios, pero reconoce que en Córdoba “no sucedían muchas cosas” y que le “resultaba más interesante la propuesta de Buenos Aires”. Creo que no debe proponer la ciudad, sino el artista, pero comprendo que partir haya sido necesario para reponer las fuerzas perdidas en la afonía del deseo. La mudanza de Natalia Blanch a Europa también se originó primero en una necesidad artística, aunque de formación; la variante en su caso es que el viaje se comió todo el ancho de banda, hasta abarcar su campo vital completo. Así pasa: primero uno viaja al extranjero; cierto día uno ya vive ahí, y hasta le cuesta determinar la frontera entre uno y otro estado.

Salvando las distancias entre ellos (aunque, ¿por qué salvarlas? Estamos hablando precisamente de eso: de distancias y de artistas), Warhol, Giannone y Blanch emprendieron sus viajes con el arte como premisa. Mi caso fue el opuesto: mi premisa no fue la literatura, sino el viaje en sí mismo. Armé una mochila y recorrí México por una necesidad íntima, la de todo viajero: ir en busca de experiencia (“todos somos Ulises en miniatura”, dice El Halli Obeid; “uno finalmente siempre va atrás de lo que busca”, completa Carlos Godoy). Después el viaje se fue haciendo vida. El arte —la literatura o el escritor o mi primera novela— terminó por aparecer entre toda esa experiencia que también me llevó a ver mi primera muestra de Andy Warhol.

Fue en el Palacio de Bellas Artes del DF. La obra que más me impresionó fue una de las famosas “cápsulas del tiempo”: una caja de cartón con objetos variados, cotidianos e intactos. Una novela es esto, pensé: una caja llena de cosas seleccionadas por alguien. El lector va sacando y dejándose llevar por el concierto de esas cosas, por su secreta correspondencia. Podría haber llegado a esta revelación por otros caminos, incluso sin ver la caja o sin viajar hasta México. “Sin salir de casa / se puede conocer el mundo”, dice el Tao Te Ching. Puede ser, pero sin duda esa definición de novela se fijó en mí con naturalidad, pregnancia e inmediatez máximas gracias a haberse revelado en una experiencia integrada a mi circunstancia vital, un estado de evidencia siempre más instantáneo que el que puede alcanzarse leyendo manuales de técnica narrativa o asistiendo a talleres literarios pedorros. El viaje: acelerador de partículas, maestro y catalizador, largavistas para espiarse desde fuera.

Sin viajar quizás tampoco hubiera visto nunca una lata de sopa Campbell’s. No fue en la muestra de Warhol; mi primera lata de sopa Campbell’s —la primera tridimensional y verdadera— la vi en un supermercado del DF. Cuando se la abre, cae un potaje semisólido que conserva la misma forma de la lata. Después, mezclada con agua caliente, se va ablandando en la olla. No está mal, aunque no da para comer eso todos los días. Volver para contar algo de lo que se vio es una opción que puede pacificar el alma de inquietudes y ansiedades.
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[El segundo movimiento, en el próximo post.]

El manantial, de Ayn Rand (II)

Por Martín Cristal

Una lectura de El Manantial, la célebre novela de Ayn Rand. Segunda y última parte. [Leer la primera parte]

Una adaptación fallida

La versión cinematográfica dirigida por King Vidor en 1949 no me parece muy recomendable: resulta un pobre resumen de la trama, tan apretado que es como recorrer la novela en fast forward. Dominique Françon, que en la novela se casa, se divorcia y se casa otra vez, en la película se casa directamente con su segundo marido; los sucesivos clientes que en la novela van apoyando a Roark —Heller, Lansing, Enright—, en la película se funden en uno solo (Roger Enright)… Hay muchas otras simplificaciones y alteraciones así. Esto es frecuente en muchas adaptaciones y no todas se resienten por eso, pero en ésta me resultó demasiado empobrecedor.

Gary Cooper en el papel de Roark se la pasa hablando de los nuevos materiales de construcción cuando él mismo, como actor, es de madera. Pero lo peor de todo es que el trasfondo ideológico, que en la novela se pormenoriza desde distintos ángulos en cada diálogo, en la película es reducido a secos eslóganes. Es extraño: fue la misma Rand quien hizo la adaptación. Cabría pensar que habrá querido controlarla tal como Roark controla la construcción de sus edificios: “my work, done my way” («mi trabajo, hecho a mi manera»). A pesar de eso, Rand tuvo que admitir su disconformidad final con la película. Al parecer el proceso colectivo del cine —donde el director manda pero también están involucradas otras partes— terminó arrebatándole a la autora el control que hubiera deseado tener, a punto tal que el filme parece hecho con el método opuesto al que Rand se preocupó por ejemplificar con la arquitectura de Roark. Si a ella no le pareció bien el resultado final, ¿no debió haber buscado y quemado cada copia de la película, tal como Roark se hace cargo y dinamita las deformaciones que otros arquitectos le infligieron a su proyecto Cortland?

El alegato de Roark en The Fountainhead
(King Vidor, 1949; guión adaptado por Ayn Rand)

La novela hoy

¿Cómo se lee esta novela hoy? En mi experiencia, haciendo caso omiso del modelo narrativo anticuado y de los personajes construidos a la carrera para disfrutar de un conflicto bien armado desde el comienzo, si bien luego algunas motivaciones no quedan del todo claras (el primer casamiento de Dominique; el pedido de Roark a ésta para que vaya a Cortland y presencie la voladura del edificio). Desde las primeras páginas ya queremos conocer el destino final de los personajes porque sabemos que el éxito de alguno de los dos modelos —Roark o Keating— implicará el fracaso del otro; sabemos también que la elección que la autora haga entre ellos llevará a la novela al terreno de la ironía o bien de la fábula moral, aleccionadora. En lo personal, lamento un poco que el resultado termine siendo este último, y que la bajada de línea termine prevaleciendo sobre la historia en sí.

En lo ideológico, se lee con escepticismo: la defensa a ultranza del sistema capitalista, en el presente contexto de crisis mundial, no es tan fácil de aceptar. La perfección declarada para ese sistema no convence, aunque vapuleado y todo siga siendo el que manda frente a un comunismo que ya pertenece a un pasado de buenas intenciones y atrocidades largamente difundidas.

En síntesis: el individualismo que Rand pregona parece ineludible, lógico y hasta de aplicación necesaria cuando se refiere al artista y su labor (en lo personal yo lo siento casi como un deber, pero cuidado: en las artes también es común la colaboración. Pienso en una jam session de jazz, por ejemplo…). Sin embargo, la extrapolación de ese individualismo al plano de la organización social no convence ni seduce, sobre todo porque se nos presenta de un modo extremista. La peor característica de Howard Roark es la de ser un fanático —no violento, pero fanático— que jamás revisa sus propias ideas. A ese convencimiento absoluto él lo llamaría “integridad”. En su espectro humano, la piedad y la solidaridad no juegan.

Con todo, la novela es movilizadora y merece ser leída para pensar sobre estos temas. Es justamente la discordancia entre las aplicaciones artísticas y las aplicaciones sociales del ideario randiano lo que hace que el texto permanezca vivo y en permanente discusión en la memoria del lector.

Para arquitectos en formación es una lectura muy valiosa. La elección de la arquitectura —entre todas las artes que podrían haber sido el metier de los personajes— responde a su potencia como símbolo de progreso. Su cruce de expresión artística y función práctica —y, sobre todo, su dialéctica ineludible de arte por encargo— hacen de lo arquitectónico el vehículo ideal para el conflicto ideológico que la autora deseaba construir como un rascacielos de 650 páginas que festejara al self-made man norteamericano.

Me gusta!

El manantial, de Ayn Rand (I)

Por Martín Cristal

Dos arquitectos jóvenes: Howard Roark tiene sus propias teorías respecto de la arquitectura y está muy seguro de ellas, aunque en la universidad sean pocos los profesores dispuestos a reconocer su valor; por el contrario, Peter Keating es el mejor estudiante de su promoción y se gradúa con honores, aunque lo cierto sea que tiene menos talento que ansias de ser reconocido por los demás.

Con este contrapunto se abre El manantial (The Fountainhead), novela de Ayn Rand publicada en 1943 y que pronto se convirtió en best-seller. Su acción arranca al comienzo de los años veinte, transcurre sobre todo en Nueva York y se extiende por más de quince años.

El relato participa del espíritu de la modernidad y comparte su ideal de progreso. La cruzada modernista de Roark chocará contra el clasicismo decadente que aún domina la arquitectura norteamericana de esos años, modelo al que Keating se plegará por pura conveniencia.

La dicotomía modernismo/clasicismo no es la única con la que se teje El manantial. Hay otras: amor al trabajo versus fama o figuración social; independencia de criterio versus búsqueda de aprobación; egoísmo versus altruismo… En suma: el individuo enfrentado a la sociedad, a lo colectivo, lo que a fin de cuentas se evidencia como una defensa abierta del sistema capitalista americano frente a los modelos socialistas o comunistas. 

Aunque la novela está bien estructurada, me parece que a Rand puede reprochársele que para la Arquitectura —que se toma como emblema de las artes en general— su relato reclame “lo nuevo” y “lo original” mientras que ella misma eligió construir su novela sobre un paradigma decimonónico, tradicional: narrador omnisciente en tercera persona, una voz autorial con dilatadas descripciones de escenarios y personajes (y fisonomías, y vestimentas…). Rand optó por un modelo de narrativa clásica sin atender a ninguna de las técnicas inventadas en la primera mitad del siglo XX; menos aún pretendió inventar ella misma algo en este sentido. Si su novela fuera un edificio, sería “íntegro” como uno de los de Roark por su solvente unidad temática, pero no por sus atributos estéticos: éstos lo emparentarían más con algún edificio clasicón y comercial, como los Peter Keating.

Buildings

El superhombre americano

El manantial es lo que se llama una «novela de ideas». Su objetivo —declarado por la misma autora— es «la proyección de un hombre ideal».

Howard Roark no transa jamás; como artista, tiene nuestra total simpatía. Sin embargo, como personaje, su imperturbabilidad resulta cada vez más inverosímil a medida que el texto avanza. El personaje de Keating, con todo y lo mezquino que es en su ansiedad de fama, termina reuniendo rasgos humanos más plausibles. Roark encarna un ideal, el empeño de todo artista que se precie de serlo, el espíritu emprendedor sin fisuras, pero a fin de cuentas resulta demasiado intocable, granítico, un superhombre difícil de encontrar en la vida real. Es un personaje inalterable, sin un sólo momento de debilidad, sin un arranque de furia ni un rapto de celos. La única debilidad de Roark parece ser la de ayudar al ingrato traidor de Keating demasiadas veces.

Por lo demás, Roark es casi una máquina. ¿Cómo reaccionaría un hombre así ante un accidente que sufriera un ser querido, por ejemplo, o ante la enfermedad? La novela no propone estas situaciones, salvo quizás en las visitas de Roark a su viejo mentor, Henry Cameron, quien comparte la misma ideología individualista y excepcionalmente dice:


“—Ayúdeme a sentarme.

“Era la primera vez que Cameron pronunciaba esa frase; su hermana y Roark ya sabían, desde hacía tiempo, que la intención de ayudarle a caminar era la única injuria prohibida en su presencia”. (1, X).

Para el anciano individualista, aun cerca de la muerte, que le ayuden a caminar es una injuria. Los superhombres no admiten debilidades. Nada de altruismo o asistencialismo. Hasta la piedad es un sentimiento “monstruoso”, tal como lo razona Roark respecto de la decadencia de Keating como arquitecto:


“Cuando Keating se fue, Roark se recostó contra la puerta y cerró los ojos. Estaba enfermo de piedad.

“Nunca se había sentido así antes, ni cuando Cameron tuvo un colapso, a sus pies, en la oficina, ni cuando vio a Steven Mallory sollozando en la cama. Aquellos momentos habían sido limpios. Pero esto era piedad, conocimiento de un hombre sin valor ni esperanza, un sentimiento de conclusión, de no poder ser redimido. ‘Esto es piedad —se dijo, y entonces levantó la cabeza con asombro—. Debe de haber algo terriblemente malo en un mundo —pensó—, donde este sentimiento monstruoso se llama virtud.’” (4, VIII)

El símbolo del superhombre cristaliza con Roark parado en la cima de un rascacielos que él mismo ha creado, el más alto de la ciudad, por sobre los Bancos y los Templos. Un hombre y el horizonte: una postal compatible con el modelo estadounidense del hombre que todo lo puede si tiene una idea y fuerza de voluntad. Todos los clientes que comprendieron su trabajo —desde Heller hasta Wynand— y lo ayudaron a llegar a esa cima, lo hicieron porque coincidían con ese modelo de hombre. Por supuesto, ningún comité (un «cliente colectivo») aceptó un trabajo suyo…


Fragmento de The Fountainhead
(King Vidor, 1949; guión adaptado por Ayn Rand)

El éxito de Roark termina de falsearlo como personaje. En este sentido, el viejo Cameron casi resulta más efectivo como símbolo si se quiere representar a un ser individualista, ya que a pesar de la derrota sigue plantado hasta el final en su manera de pensar. Cameron es alcohólico, impulsivo; un personaje más convincente gracias a esos defectos que lo acercan a la vulnerabilidad humana.

Tampoco es muy creíble la transformación de Gail Wynand de un pandillero de barrio bajo a un sensible coleccionista de arte. En cambio, la evolución del intrigante Ellsworth Toohey sí es plausible. Con toda intención, Rand hace que la asociación de Toohey con las ideas de izquierda, narradas inicialmente desde la perspectiva de una sobrina que lo quiere y respeta, produzca una simpatía inicial que va mermando a medida que descubrimos sus verdaderas ambiciones de poder.

Los discursos de Toohey son agotadores. En la novela abundan los diálogos filosóficos, incluso entre personajes que no parecerían capaces de llevarlos adelante con tanta coherencia. Su meta es exponer, cada vez más abiertamente, el antagonismo ideológico que es cimiento de El manantial, el cual anida en el sistema filosófico que la autora bautizó con el nombre de Objetivismo.

[Leer segunda parte]

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Don Quijote en Nueva York

Por Martín Cristal

Teoría I (de Brooklyn a La Mancha)

Sobre el final del Capítulo VIII de la Primera Parte del Quijote, da comienzo el delicioso entretejido de las categorías de autor, narrador y personajes, juego de espejos que, junto con otras maravillas, contribuyó a la fama de la obra maestra de Cervantes.

Paul Auster revisita este procedimiento en Ciudad de cristal (City of Glass, 1985). Esta novela integra la Trilogía de Nueva York, obra donde Auster replica ese mismo juego de espejos hasta lo inextricable, convirtiéndolo en uno de sus encantos principales. En la trilogía de Auster hay nombres que se repiten pero que no necesariamente designan a los mismos personajes. Hay personajes que escriben con seudónimos y luego asumen falsas identidades; hay intercambios, duplicidades, nombres de la vida real —el del autor, el de su hijo— intercalados entre los de la ficción, y también nombres de la ficción que refieren a otras obras de ficción (William Wilson, por ejemplo, referencia literaria que cae como anillo al dedo para esta clase de juegos con la identidad).

El interés de Auster en el Quijote se explicita en el décimo capítulo de su novela: en él, un personaje que es escritor, vive en Nueva York y se llama Paul Auster, desarrolla una teoría personal para explicar quién sería el autor del “libro dentro del libro” de Cervantes. «Auster» se lo explica con tranquilidad al personaje principal, Daniel Quinn, que ha venido a visitarlo a su propia casa.

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Según “Auster”, don Quijote no está loco, sino que se hace pasar por loco; su objetivo es engañar a Sancho, único testigo posible de todas sus andanzas; éste, analfabeto, no puede escribirlas, pero sí puede contárselas al barbero y al cura; a su vez, ellos la escribirán en castellano y le darán el texto a Simón Carrasco (sic; Auster debió decir Sansón Carrasco), el bachiller de Salamanca, quien las traducirá al árabe para que luego Cervantes encuentre ese manuscrito en Toledo, firmado por un inexistente Cide Hamete Benengeli… Cervantes lo mandará traducir al castellano y luego escribirá la historia de El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha. Es así como Quijano —siempre preocupado por la posteridad de sus andanzas— consigue que alguien escriba sus aventuras. Según Auster, el motivo por el que este “Cuarteto Benengeli” se tomaría tantas molestias es hacer que Quijano llegue a leer su propia historia y, de esa forma, enfrentándolo a lo absurdo de sus actos, lograr sacarlo de su locura.

No hay testigos permanentes

Sin embargo, en la novela de Cervantes, hay un momento en el que don Quijote queda solo y desnudo, haciendo una penitencia en medio de la Sierra Morena (Capítulo XXVI de la Primera Parte). Para dar cuenta de su actividad en solitario, el capítulo arranca afirmando: “dice la historia, que…”.

¿Quién habría recogido esa historia? Aquí fallaría la teoría de Paul Auster: Sancho no siempre acompaña a su amo. El único testimonio de los actos de don Quijote en la sierra son los versos que él dejó escritos en la corteza de algunos árboles. Por lo demás, dentro de la narración, ¿qué personaje podría conocer y referir lo hecho —y, más aún, lo pensado— por don Quijote cuando queda solo, si él mismo nunca se lo cuenta a nadie? En la Segunda Parte (Capítulo LXVIII) hay una situación similar: es de noche y Sancho duerme; don Quijote se pone a cantar junto a unos árboles, esta vez incluso sin escribir los versos en sus cortezas. Nadie lo ve… ¿quién recoge esa historia?

Cervantes es consciente de este tipo de problemas, y los arregla con un oportuno comentario de Sancho en el Capítulo II de la Segunda Parte. Sancho le informa a don Quijote que Sansón Carrasco, bachiller de Salamanca, le ha contado que:

“…andaba ya en libros la historia de vuesa merced, con nombre del Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha; y dice que me mientan á mí en ella con mi mismo nombre de Sancho Panza, y á la señora Dulcinea del Toboso, con otras cosas que pasamos nosotros á solas, que me hice cruces de espantado, cómo las pudo saber el historiador que las escribió”.

Con este asombro de los personajes que se leen a sí mismos se asume y se salva el problema de quién recogió esos sucesos que ellos vivieron a solas. Es la forma que encuentra Cervantes para hacernos ver a sus lectores que el asunto no se le ha pasado por alto. En vez de corregir aquellos otros episodios, aumenta la maravilla del texto al ponerlos él mismo en duda, en este comentario de Sancho.

Federico Jeanmaire, en su libro Una lectura del Quijote (Seix Barral, 2004), destaca un fragmento del Capítulo XLVIII de la Segunda Parte donde pasa algo similar: “Aquí hace Cide Hamete un paréntesis, y dice que por Mahoma que diera por ver ir a los dos así asidos y trabados desde la puerta al lecho…” (se refiere a don Quijote y a la dueña Rodríguez). Al respecto, dice Jeanmaire (pp. 213-214):


“Cualquiera daría lo mejor que tiene por haber visto la escena. El problema no es ése. No. El problema reside en que Benengeli es el único que aparentemente
ve todas las escenas que narra. Aquí parece que no es así, que el abismo del sistema narrativo se hace todavía más complejo, que incluso puede haber un narrador anterior al moro, y el moro sólo sea el primer eslabón en la larguísima cadena de copistas de la historia. […] La cadena de narradores tiende a la infinitud a partir de este extraño paréntesis de Cide Hamete. […] Otra maravilla. Una más. Y que, en tres líneas termina clausurando el posible conflicto que hubiese podido quedar abierto entre algún lector por demás exigente y su particular lectura de la omnisciencia narrativa del libro”.

Creo que es cierto lo que afirma Jeanmaire respecto de la existencia de una “cadena de narradores”: para comprobarlo basta con recordar que el narrador del primer capítulo establece que no es él solo sino muchos los autores que han escrito sobre don Quijote de la Mancha (las negritas son mías):


“Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada, ó Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que de este caso escriben) aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba Quijana.”

Los autores que de este caso escriben”: plural. Efectivamente, Cide Hamete no sería el primero en escribir sobre don Quijote. El moro consulta otras fuentes, además de recurrir a «las memorias de la Mancha», como se ve en el Capítulo LII de la Primera Parte:


“Pero el autor desta historia, puesto que con curiosidad y diligencia ha buscado los hechos que don Quijote hizo en su tercera salida, no ha podido hallar noticia de ellos, á lo menos por escrituras auténticas; sólo la fama ha guardado en las memorias de la Mancha, que don Quijote, la tercera vez que salió de su casa, fué á Zaragoza…”.

Esas “memorias”, que son depositarias de las acciones de don Quijote inhallables en los documentos escritos, podrían justificar la expresión “dice la historia, que…”, con la que se da cuenta de los momentos de soledad de don Quijote en la Sierra Morena.

El narrador dice: «el autor desta historia». No es casual que en Ciudad de cristal, Paul Auster también utilice el recurso de referirse alguna vez a “el autor de esta obra” así, en tercera persona: es otro cruce con Cervantes. También lo es que Daniel Quinn, el personaje principal de la novela de Auster, lleve las mismas iniciales que Don Quijote…

Teoría II (de Córdoba a Brooklyn)

En la Segunda Parte del Quijote, Cervantes va entretejiendo cada vez más estrechamente la ficción con la realidad. ¿No sería divertido especular que el Quijote falso de 1614 no fue compuesto por un tal Alonso Fernández de Avellaneda, sino que también fue obra del mismo Cervantes, quien lo habría compuesto —o encargado a un ghostwriter— y luego publicado con seudónimo para enriquecer su propio juego de “fantasía y realidad” por el lado de la realidad? Dice Paul Auster en Ciudad de cristal: “después de todo, el libro [el verdadero Quijote] es un ataque a los peligros de la simulación”. De ser así, ¿no perfeccionaba Cervantes la demostración de esa tesis haciéndose pasar como víctima de una simulación que pretendía robarle su propia creación, el Quijote? Además, el ardid también hubiera funcionado como promoción para la verdadera Segunda Parte de Cervantes, donde éste podría resarcirse de sus propios insultos, enalteciendo su honor al contestarse a sí mismo en el prólogo…

Es poco probable, lo sabemos. Lo único seguro al respecto es que a cierto escritor de Nueva York, esa posibilidad le encantaría.

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Ver además:
Don Quijote
versus Don Quijote

Imprecisiones del
Quijote

Borges y el Quijote: un error
Borges y el Quijote: una solución

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