Lenta biografía literaria (5/6)

Por Martín Cristal
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Continúo la serie de posts donde, a modo de «biografía literaria», comparto una versión extendida del texto con el que colaboré en el Nº 10 de los Cuadernos de la Biblioteca Córdoba, acerca de las obras que fueron puntos de inflexión en mi derrotero de lector-escritor.
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[Leer la parte 1 | Leer la parte 2 | Leer la parte 3 | Leer la parte 4]
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Cae la noche tropical, de Manuel Puig

Manuel-Puig-Cae-la-noche-tropical29 años | Leer para aprender cómo se hacen diálogos perfectos. ¿Cómo consigue Puig que los personajes sean tan vívidos sin acotaciones del narrador? Con lenguaje allanado a conciencia para ser coloquial y, al mismo tiempo, comprensible, con la información dispuesta para que sea tan natural para ellos (en lo que hace a los sobreentendidos que manejan) como interesante para el lector (develándole de a poco las relaciones interpersonales, los conflictos, el argumento). Es teatro pero sin un director; en otras palabras: es la vida.

Por esa trabajada sencillez, hay quien piensa que la profundidad en la obra de Puig es escasa (el señorón de Mario Vargas Llosa es un caso célebre). Por el contrario, yo creo que tiene gran hondura, pero no intelectual, sino emocional, o incluso sentimental. Sus personajes —que también viven en el extranjero, como lo hizo Puig, y como yo cuando la leí— me calaron hondo como si hubieran sido personas de carne y hueso a las que hubiera conocido.
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Cuentos completos, de Isidoro Blaisten

Isidoro-Blaisten-Cuentos-completos32 años | Blaisten demuestra que la división entre “lo popular” y “lo culto” no tiene mucho sentido, y que en todo caso no tienen por qué ser compartimentos estancos (en mis textos trato de practicar ese intercambio de referencias, claro que sin abusar). Su humor tampoco se resiente por el feliz hallazgo de formas sofisticadas para dar cauce a relatos magistrales como “Violín de fango”, “El tío Facundo”, “Mishiadura en Aries”, “Dublín al Sur”, “A mí nunca me dejaban hablar”, “Cerrado por melancolía” o “Versión definitiva del cuento de Pigüé”, entre otros. (Más tarde reencontré una ironía similar a la de Blaisten en algunos cuentos de Hebe Uhart, aunque apoyada en una prosa y una estructura narrativa en apariencia más sencillas). Por supuesto, también me identifico con la cultura judía que subyace en muchos de estos relatos.
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Diez clásicos universales

Ulises-James-Joyce33-35 años | En estos años decidí encarar una selección personal de diez autores clásicos universales, depurados de una larga lista. Los que más me impactaron fueron la Ilíada (ya conocía la Odisea); el Quijote; la Divina comedia; varias obras de Shakespeare (sobre todo Hamlet, Romeo y Julieta y El mercader de Venecia) y el Ulises de Joyce. También releí el Martín Fierro.

Me gustaron un poco menos, la Eneida de Virgilio; Madame Bovary de Flaubert; y Crimen y castigo de Dostoievski. Poco y nada: el Werther de Goethe, aunque subrayé varias partes; y su Fausto me pareció directamente horrible.

En las shortlists la polémica siempre se instala en la arbitrariedad del límite. Cumplo en agregar entonces que el autor número once de mi lista fue Thomas Mann, quien también tuvo su chance y de cuya montaña mágica me bajé en la página 400 (no descarto volver a ella algún día); el doceavo fue Marcel Proust, con quien apliqué una lectura experimental que resultó muy disfrutable. Tras este paréntesis clásico, continué con mi secuencia variada de lecturas.
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La conciencia de Zeno, de Italo Svevo

Italo-Svevo-La-conciencia-de-Zeno34 años | Conecta con Fante en la honestidad brutal con que sus (rimados) narradores —Cosini y Bandini— se observan a sí mismos. Pero el Zeno Cosini de Svevo llega mucho más hondo y a la vez desborda de humor, incluso en las escenas más patéticas, como aquélla del cachetadón que le da el padre moribundo justo antes de fallecer.

“¡Escriba! ¡Escriba! Y verá que llegará usted a descubrirse por completo”, le dice el doctor a Zeno, quien no ceja en su intento de autoexplorarse, sin solemnidad alguna. Esa introspección no aburre en sus propios recovecos porque jamás para de narrar, siempre con prosa transparente (la única parte cuyo tono difiere del resto es la última). Antes de escribir cualquier cosa —en especial si va a ser realista y en primera persona— uno debería darse un baño en las páginas de este libro.
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[Continuará en el próximo post].

Fluyan mis lágrimas, dijo el policía, de Philip K. Dick

Por Martín Cristal

Dick-Fluyan-mis-lagrimas-dijo-el-policiaFluyan mis lágrimas, dijo el policía, novela publicada por Philip K. Dick en 1974, presenta una nueva variante en la obsesión dickiana por el cuestionamiento de “esa película a la que llamamos realidad”. Jason Taverner, un famoso y acaudalado conductor de televisión, sufre un ataque —muy bizarro— que lo introduce en otro universo. Un universo idéntico al de siempre… salvo por un detalle: en este otro mundo nadie conoce a Jason Taverner. Nadie sabe quién es, ni siquiera hay registros de su nacimiento. Nada: Jason Taverner no existe ni siquiera para los que antes eran sus seres más cercanos. Pero sí existe para sí mismo, por lo que deberá hacerse valer en un mundo de fuerte estratificación social (gentileza de las castraciones y la eugenesia), donde la policía no se anda con medias tintas frente a indocumentados como él. En esta idea de caída social hay algo que proviene de Príncipe y mendigo, de la Odisea (en la parte en que Ulises vuelve disfrazado a Ítaca) y de todos los relatos en los que un rey o un notable pasa desapercibido para descubrir cómo es el mundo de la gente común.

A la manera de Shakespeare, algunas acciones pequeñas señalan el tema general (en este caso, los simulacros): Taverner falsifica documentos; un empleado de hotel fuma habanos falsos; se sospecha que las cartas que recibe otro personaje son falsificadas por la policía… Paso a paso y droga a droga, crece la paranoia de Taverner. “¿No llevaré un microtrans, en alguna parte?”, piensa en cierto momento. Más redonda y emblemática aún es una frase que suelta Buckman, el policía del título: El vivir equivale a ser perseguido.

Tal como suele suceder en las ficciones de Dick, el personaje llega al punto en que no se siente “completamente real”: semienvuelto en lo ilusorio, pierde “la capacidad para decir lo que es bueno o malo, cierto o falso”. “Como la mayoría de las verdades”, dice, todo se vuelve “una cuestión de opinión”.

Mientras Taverner circula por el mundo tratando de recuperar su situación anterior sin llamar la atención de la policía, el lector lo sigue en pos de una explicación para este desdoblamiento imperfecto de la realidad inicial, lo que eventualmente se descubre; y si bien desde lo argumental esa explicación “solipsística del universo” resulta del todo imprevisible, la verdad es que esa revelación no alcanza para olvidar que la idea que rige a la novela —el paso a un mundo paralelo en el que todo es idéntico excepto el status social/existencial de una sola persona (el personaje principal), lo cual hace que ese mundo le sea hostil—, es bastante menos atractiva que otras que el autor desarrolló en otros relatos. Las últimas páginas, de tipo epilogales, resultan más deslucidas que las de un final con vuelta de tuerca que dejara pensando al lector (como el de las últimas páginas de Ubik o El hombre en el castillo, por ejemplo).

En suma, disfruté del libro, pero no es la novela que más me gusta entre lo que llevo leído del autor.

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PD. El título de la novela —que me parece genial por la extrañeza que provoca— cobra sentido durante la lectura en un pasaje en el que el jefe de la policía escucha y cita, emocionado, el primer verso de la “Lachrimae Antiquae Pavan” de John Dowland, un aria cuya letra comienza diciendo, precisamente, “Fluyan mis lágrimas…”. Varias citas de ese mismo poema funcionan como epígrafes del libro. Por mi parte desconocía la pieza, y valió la pena descubrirla. Aquí en una hermosa versión instrumental:

John Dowland, Lachrimae Pavan.
Guitarra clásica: Nataly Makovskaya.

La Ilíada en gráficos: Índice

Por Martín Cristal

Desde acá se puede acceder a todos los gráficos sobre la Ilíada de Homero que publiqué entre 2009 y 2010 en El pez volador. Se trata de una serie de esquemas y notas sobre la progresión del combate, canto por canto. Sólo representé aquellos cantos en los que griegos y troyanos luchan, dejando a un lado los cantos donde se narran otras acciones (con alguna que otra excepción). Para saber más sobre esta serie de diagramas se puede leer mi introducción a este proyecto, el cual no pretende reemplazar la lectura de la obra, sino sólo servir como herramienta para su análisis o relectura.


Canto II

1. Catálogo de las naves griegas.
2. Aliados de los troyanos.
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Cantos III y IV
Duelo Paris-Menelao.
Inicio de la batalla.
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Canto V
Las hazañas de Diómedes.
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Cantos VI y VII

La batalla continúa.
Duelo Héctor-Áyax.
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Canto VIII
Combate interrumpido..

Canto X
Misión nocturna (Dolonía)..

Canto XI
Hazañas de Agamenón..

Canto XII

En la muralla griega..

Canto XIII
Dentro del campamento griego..

Canto XIV
Los griegos reaccionan..

Canto XV
Contraataque troyano..

Canto XVI
Gloria y muerte de Patroclo..

Canto XVII
Lucha por el
cadáver de Patroclo.

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Canto XX
Duelos entre dioses;
duelo Eneas-Aquiles;
Aquiles vuelve a la batalla.
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Canto XXI
Combate en el río..

Canto XXII
Muerte de Héctor..

Canto XXIII
Juegos en honor de Patroclo..

Bodycount
Las bajas de ambos ejércitos..

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Todos los esquemas fueron dibujados por mi en Adobe Illustrator durante el año 2006, siguiendo la versión de Thomas Murau sobre el texto establecido por T. W. Allen en Homeri Opera (Oxford, 1967). La edición que consulté es la de Terramar Ediciones (La Plata, 2004).

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Don Quijote versus Don Quijote

Por Martín Cristal

Sobre el final de la Primera Parte del Quijote, Cervantes adelantó que la siguiente excursión de su personaje tendría como destino Zaragoza. Como es sabido, a partir de ese dato el licenciado Alonso Fernández de Avellaneda fraguó una Segunda Parte apócrifa del Quijote, en 1614. Fue un primitivo robo de propiedad intelectual (antes de que ésta fuera inventada).

Cervantes se venga en su Segunda Parte —la verdadera—, la cual publica al año siguiente; no para de criticar al Quijote falso hasta el mismísimo capítulo final de la novela. Hay ejemplos de esto en el Capítulo LIX (en el que don Quijote decide no ir jamás a Zaragoza: «…y así sacaré a la plaza del mundo la mentira dese historiador moderno, y echarán de ver las gentes, como yo no soy el don Quijote que él dice»); y también en los capítulos LXII y LXX.

El combate de los dos Quijotes

Cervantes llega al punto de introducir en su Quijote personajes del Quijote falso. En el Capítulo LXXII aparece un tal Álvaro Tarfe; al verlo, don Quijote dice de él: “cuando yo hojeé aquel libro de la segunda parte de mi historia, me parece que de pasada topé allí este nombre de don Álvaro Tarfe”.

En efecto, se trata de ese mismo Tarfe, el cual declara más tarde que él conoció en persona al don Quijote que protagoniza el libro de Avellaneda: “fue grandísimo amigo mío”, dice. Sancho y don Quijote le explican que eso no puede ser; le revelan que los verdaderos héroes son ellos (“yo no soy el don Quijote impreso en la segunda parte, ni este Sancho Panza mi escudero es aquel que vuestra merced conoció”). Tarfe, sin más pruebas que las buenas maneras y el lenguaje con que se dirigen a él, les cree y termina declarando (¡ante escribano público!) “como [él, Tarfe] no conocía a don Quijote, que estaba allí presente; y que no era aquel que andaba impreso” en la obra del licenciado de Tordesillas.

La idea es simpatiquísima: tenemos a un personaje del Quijote apócrifo que está dispuesto a testimoniar la falsedad de aquella obra que le dio cuna, así como la verdad del personaje central de Cervantes. Tarfe es un personaje que traiciona a su autor, se evade de su novela y se pasa al bando de Cervantes por artificio de éste.

Más divertida aún es otra idea que se desprende de la anterior: tal vez sin querer, al incluir en la trama al personaje “don Quijote” del licenciado de Tordesillas, Cervantes lo subió al mismo plano de realidad que su propio don Quijote. Hasta este punto de la novela, el “falso don Quijote” estaba en un plano inferior que el don Quijote original: no cumplía otro rol que el de ser el personaje de una novela leída por algunos personajes de la novela de Cervantes (tal como Anselmo o Lotario lo son en la Novela del curioso impertinente; I, 23). Pero si al don Quijote de Cervantes se le permite encontrarse con Álvaro Tarfe; y si Tarfe asegura haber conocido al otro don Quijote, al falso; entonces, por carácter transitivo, los tres están en el mismo plano de realidad. Esto permitiría suponer que mientras nuestro don Quijote andaba por los caminos de España, había alguien que cabalgaba por las mismas tierras haciéndose pasar por él. Cierto: Álvaro Tarfe ha jurado que el otro don Quijote es un impostor y que el verdadero es el de Cervantes; pero ha declarado la falsedad del otro, no su inexistencia, aun cuando luego él quiera creer que todo lo que vio y pasó fue obra de un encantamiento.

Dicho encantamiento no sería plausible. En la Odisea, por ejemplo, cuando Homero nos dice que Palas Atenea transfiguró temporalmente a Ulises en un anciano para que nadie lo reconociera al regresar a Ítaca, aceptamos ese encantamiento —al igual que los otros que pueblan la obra— porque ninguno de los personajes ni el narrador niega o pone en duda la posibilidad de esa magia; así queda establecido que la magia divina es un hecho corriente en el cosmos del relato homérico. En cambio, en el Quijote, aunque se habla de encantamientos aquí y allá, no podemos creer en ninguno de ellos porque siempre hay personajes que no creen en esa magia, la niegan o la ponen en duda —cuando de plano no la descarta el propio narrador al indicarnos que todo es un artificio—; los lectores siempre sabemos que todos los encantamientos no son más que autoengaños de don Quijote, o «industrias» de terceros. Así, aunque Tarfe pueda creer que el pasado que recuerda es obra de un encantamiento, los lectores no podemos aceptar esa versión, porque eso sería creer que éste es un encantamiento verdadero, el único en toda la novela de Cervantes (y por ende, deberíamos creer además en la existencia del mentado encantador, y de un móvil para sus actos mágicos…).

Lo divertido del asunto es que podríamos imaginar un azaroso encuentro entre don Quijote y su émulo. ¿Quién estaría más loco: el loco famoso o el impostor que se hace pasar por ese mismo loco famoso? ¿Qué diálogo y qué picnic departirían los dos escuderos? Y si batallaran los caballeros, ¿quién vencería? Yo quisiera que el de Cervantes, porque me cae mejor su tierna demencia que la impostura del otro.

quijotevsmickey

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Ver además:
Don Quijote en Nueva York

Imprecisiones del Quijote

Borges y el Quijote: un error
Borges y el Quijote: una solución

Ilíada: apuntes del Canto II

Por Martín Cristal

Introducción

Cuando emprendí mi viaje por México, en 1999, llevaba la Odisea en la mochila. A pesar de la grata y honda impresión que me dejó, tuvieron que pasar varios años hasta abordar la lectura de su obra hermana, la Ilíada. Más feeling con los viajes que con las guerras, supongo. Leí algunos cantos en la edición (horrible) de Porrúa, con prólogo de Alfonso Reyes; completé la lectura mucho después, de vuelta en Argentina, con una edición de Terramar (La Plata, 2004).

Si tuviera que recomendar en qué orden leer estas obras, díría que la Odisea es una lectura más amigable para arrancar. Las aventuras de Ulises de vuelta a su casa son más variadas que los pormenores bélicos del noveno año de la guerra en Troya. La Ilíada exige una lectura más atenta para no perdernos en su maraña de nombres propios, sus vaivenes —ataques y defensas, retiradas y contrataques, duelos mano a mano— las acciones tramposas de dioses con voluntades contrapuestas y la tracalada de botines de guerra y heridas mortales que el texto describe con minuciosidad.

También juega en contra de la Ilíada el hecho de que la verdadera batalla no comience sino hasta bastante entrado el relato. El lector debe tener paciencia y pasar primero por la explicación del contexto general de ese noveno año de guerra (el Canto I, donde se nos explica el enojo de Aquiles y sus motivos para dejar de pelear) y luego por el inventario de las armas griegas y de los pueblos aliados de los troyanos, el tedioso Canto II. El Canto III provee alguna acción con el duelo entre Paris y Menelao, pero el verdadero combate entre los ejércitos arranca recién al llegar al Canto IV. Así, mientras que en la Ilíada —historia de combate— el combate se demora en empezar, en la Odisea —historia de viaje— el viaje ha comenzado mucho antes que su propio relato: el clásico comienzo in medias res nos pone de inmediato “en medio de las cosas”, nos sumerge enseguida en la materia de la narración, la cual irá completando con flashbacks todo lo que nos haga falta saber para comprenderla mejor.

Como una manera de tomar apuntes, en su momento realicé una serie de esquemas de aquellos cantos de la Ilíada que dan cuenta de la progresión del combate. Iré publicando esos esquemas en El pez volador a lo largo de 2009, con el espíritu de compartirlos con quienes quieran repasar la guerra más famosa de todos los tiempos; a mí me sirvieron para descubrir algunas relaciones que no había notado a la primera lectura del texto.

Canto II. El catálogo de las naves

El siguiente esquema resume el inventario completo de las armas griegas. Al leer ese catálogo tan temprano en el relato, muchos nombres propios no nos dicen gran cosa, pero luego algunos de ellos cobrarán dimensión humana y los veremos luchar, vencer o morir. En el gráfico, para cada líder griego se indica su procedencia, el nombre de su pueblo (si se especifica en el texto), cuántos barcos traía y, a veces también cuántos hombres venían en cada barco.

Ampliar el esquema para verlo en detalle.

iliada-naves-canto-ii


Uno tiende a pasar rápido por este capítulo; sin embargo aquí se explican algunas cosas importantes. Por ejemplo, por qué Agamenón es el líder griego aunque en la práctica no sea un guerrero tan temible (a fin de cuentas, en el bodycount final, Aquiles, Diómedes, Patroclo, Áyax Telamonio, Odiseo y Teucro matan más troyanos que él). Agamenón es quien lleva más hombres y más barcos: un centenar de naves, lo cual refleja su poder. Lo sigue el viejo Néstor, que aporta noventa (y uno sospecha de que también por eso —y no sólo por su “experiencia”— es tan apreciada la opinión de Néstor en las reuniones de los comandantes). Agamenón incluso le presta barcos a los pueblos de tierra adentro, para que se unan en su campaña.

Los aportes de cada líder griego se ordenan de esta manera:

Ampliar el gráfico para verlo en detalle.

navesxcaudillo


Al contrario que lo que sucede con Néstor, no se puede dudar de que la opinión de Odiseo es apreciada netamente por la inteligencia y audacia de éste, y no tanto por el aporte de tropas que él hace (apenas doce barcos).

Según los números que ofrece el texto, calculo un mínimo estimado para el ejército griego de casi 60.000 hombres: la cantidad de personas que entran en un concierto en el estadio de River Plate.

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Durante enero nos vamos de vacaciones, pero quedan programados tres artículos que continúan a éste. ¡Feliz 2009!

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Situaciones extremas

Por Martín Cristal

Toda persona en principio evita un gran riesgo o incluso una situación ligeramente molesta si tiene oportunidad de hacerlo. Para que resulte creíble que el protagonista de una historia no dé un paso al costado y en cambio decida enfrentar cierto peligro, el autor tiene que ir acorralándolo poco a poco frente a ese peligro, cerrándole todas las salidas laterales para empujarlo a la acción. Las situaciones extremas sólo pueden resultar verosímiles si primero se han ido anulando esos factores que le hubieran ahorrado al personaje el tener que llegar a una situación así.

La forma arquetípica de ese “aislamiento” es, precisamente, la isla: los protagonistas enfrentan variados peligros sencillamente porque el mar no los deja irse a otra parte. Por ejemplo, en Diez negritos de Agatha Christie, los invitados a una fiesta en una exclusiva isla donde no parece haber nadie más que ellos, son asesinados uno tras otro: el asesino debe ser uno de ellos, pero los sospechosos van muriendo sucesivamente… ¿Por qué los sobrevivientes no huyen? Ah, porque el bote que los trajo no volverá hasta dentro de una semana… o cuando pase la tormenta… o cuando baje la marea…

Otras islas famosas: la de Lost (donde los riesgos se superponen en una indefinición de género: al comienzo cuesta saber si estamos viendo cine catástrofe, fantástico, sobrenatural, ciencia ficción… Quizás eso fue uno de los factores del éxito inicial de la serie). También las de Dos años de vacaciones (Julio Verne), El señor de las moscas (William Golding), La invención de Morel (Adolfo Bioy Casares), La tempestad (William Shakespeare), Robinson Crusoe (Daniel Defoe)… La isla siempre circunscribe el campo de la acción.

Una embarcación también puede ser una isla, porque el mar también le impone sus límites: esto se ve en la imaginativa novela Vida de Pi, de Yann Martel; en La aventura del Poseidón; o en los clásicos Moby Dick, de Melville, o El viejo y el mar, de Hemingway, donde la obsesión y el orgullo obligan a ir adelante en la aventura. Por supuesto, el mar y el bote pueden ser reemplazados por el espacio exterior y una nave solitaria, como en Solaris, o en 2001: Odisea del espacio; lo mismo pasa en las series Cosmos 1999, Galáctica, Robotech

A veces todo consiste en una noche que hay que pasar en un lugar aislado, que puede ser desde un castillo siniestro hasta una casita de madera, como en cualquier secuela de La noche de los muertos vivientes. Muchas historias de terror se basan en este principio, que los relatos más realistas no aceptan fácilmente (porque tienden a proponer que en la vida real siempre hay múltiples opciones para el protagonista).

A partir de esa estrategia, los narradores inventan trampas mortales para sus aventureros, sólo que a veces se les va la mano: extreman tanto la tensión que, cuando llega el momento de sacar al protagonista del atolladero, no nos convencen con las soluciones que ofrecen. Es el caso de “El pozo y el péndulo”, de Edgar Allan Poe, cuyo final enojaba a Stevenson, y con razón: es un típico deus ex machina.

pitpoe

Otra trampa demasiado buena es la que retiene a Jonathan Harker en el castillo del conde Drácula, en la famosa novela de Bram Stoker: el autor deja a su personaje atrapado en un castillo herméticamente cerrado, a merced de tres mujeres-vampiro que lo liquidarán esa misma noche… Y no sabemos más: luego de una larga elipsis, Harker reaparece postrado en un hospital de Budapest, sin que se nos ofrezca el relato de cómo pudo escapar del castillo del conde.

Las trampas mejor logradas, creo, son aquellas en las que sí hay una salida plausible, pero que conlleva un alto costo; o aquellas donde el protagonista debe determinar cuál es el menor de dos males, tal como sucede en la Odisea, en el canto de Escila y Caribdis (XII, 234-260). Ulises y sus hombres deben pasar con su embarcación entre estos dos temibles monstruos. No es imposible lograrlo, pero alejarse de un monstruo los lleva a acercarse al otro, y el costo final de ese paso es la pérdida de muchos marinos, tanto que Ulises concluye: “De todo lo que padecí peregrinando por el mar, fue este espectáculo el más lastimoso que vieron mis ojos”. No es poca cosa viniendo de alguien que una y otra vez se ha visto acorralado por toda clase de peligros.

El viaje de la vida

Por Martín Cristal

En “Los cuatro ciclos” (El oro de los tigres, 1972), Borges apunta cuatro historias que, transformadas, el hombre contará siempre: 1) La batalla, cuyo ejemplo es la Ilíada; 2) el viaje, cuyo modelo es la Odisea; 3) la búsqueda, que puede ser una variación del viaje y presenta muchos casos célebres, como la del Santo Grial o la de Moby Dick; 4) el sacrificio de un Dios. Borges quiere ser contundente al seleccionar sólo estos cuatro grandes temas, si bien es sabido que éstos se integran en una lista —apenas más larga— de “temas recurrentes” de la humanidad: los llamados tópicos.

Entre esos tópicos, uno de los que más me interesa es “el viaje de la vida” (peregrinatio vitae), tema de aquellas obras narrativas que —como todas las road movies, por ejemplo— se aproximan a la comprensión de la vida humana mediante la metáfora del viaje. Me interesa en particular un momento crucial de todo viaje: el regreso.

Nadie vuelve

Si el modelo insoslayable de este tópico es la Odisea, habrá que empezar recordando a Ulises, para quien la vuelta a Ítaca es su máximo afán:


Deseo y anhelo continuamente irme a mi casa y ver lucir el día de mi vuelta. Y si alguno de los dioses quisiera aniquilarme en el vinoso Ponto, lo sufriré con el ánimo que llena mi pecho y tan paciente es para los dolores, pues he padecido mucho en el mar como en la guerra; y venga este mal tras de los otros.

(Odisea, V)

Ulises se propone resistir a todo con tal de volver a su isla… pero, ya en sus costas, descubrirá que las cosas han cambiado. Así todos los viajeros después de él: nadie vuelve. Todos vamos, aunque las tierras de nuestro futuro se llamen igual que las de nuestro pasado. Y es que entre nuestra partida y nuestro regreso no media tanto el espacio como el tiempo, que altera a lugares y viajeros por igual. Si nadie se baña dos veces en el mismo río, entonces nadie vuelve a la ciudad de la que partió alguna vez.

En su Diario argentino (1967), Witold Gombrowicz consigna —después de haber vivido 24 años en Buenos Aires—, mientras su barco se aleja de la Argentina:


Sí, el pasado se puede amar desde lejos, cuando uno se aleja no sólo en el tiempo sino también en el espacio… Me veo secuestrado, sometido al proceso interrumpido del distanciamiento, de la separación, y, en ese alejamiento, consumido por la pasión del amor hacia eso que se va alejando de mí: la Argentina, ¿el pasado o el país?

En el caso de Gombrowicz, el regreso es a Europa, pero su reflexión respecto de esa Argentina que deja es aplicable a todo desplazamiento: apenas dejo un lugar, lo confino en una época. La tierra que dejo atrás es el pasado. Y aunque siga informándome sobre esa tierra lejana, de lo que sucede en ella, todas las noticias que tenga las imaginaré conforme a mi recuerdo de aquel lugar. Sólo si vuelvo a Ítaca, descubriré cuán poco se parece ahora a Ítaca: la belleza de Penélope no está del todo intacta; la isla está llena de enemigos; muchos de mis sirvientes ya no me son fieles; las reservas del reino han mermado; mi perro está viejo y no sobrevive a la emoción de volver a verme…

La de Ulises es una vuelta trabajosa, pero feliz; su contracara es la vuelta de Agamenón: su mujer lo ha engañado, y junto con su amante lo matarán cuando vuelva de Troya. Aunque los regresos —que se definen por lo geográfico, la “vuelta al punto de partida”— son el cierre natural de éstas y otras historias, confiriéndoles todos los beneficios de un ciclo completo, en lo biográfico nunca son un verdadero cierre, porque la vida del viajero continúa. Así, los segmentos posteriores de ese continuo vital también podrán tomarse para forjar otras historias: Electra, la hija de Agamenón, clamará por una venganza que Orestes llevará a cabo más adelante (Sófocles, Electra); y Ulises recuperará su reino pero volverá a hacerse a la mar, tal como lo dicta la imaginación de Dante: en el Infierno, el propio Ulises nos contará que murió por navegar más allá de las columnas de Hércules —en Gibraltar—, las que con su advertencia Non plus ultra prohibían salir a mar abierto (como curiosidad: esta muerte contradice lo que Tiresias vaticinó cuando Ulises buscó su consejo en el Hades —Odisea, XI, 100-140—: “Te vendrá más adelante y lejos del mar muy suave muerte, que te quitará la vida cuando ya estés abrumado por placentera vejez; y a tu alrededor los ciudadanos serán dichosos”).

Diarios de motocicleta (Walter Salles, 2004) narra el primer viaje del Che Guevara por Latinoamérica. El viajero vuelve cambiado por el viaje. El sentido de ese cambio marcará el resto de su vida; volverá a salir para tratar de ser él
quien cambie al mundo.

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Estar de vuelta

Entre nosotros, “estar de vuelta” es haber acumulado cierta experiencia. Martín Fierro se asume más sabio en la Vuelta que en la Ida (y por eso se dedida a darnos más consejos…). En la expresión “cuando vos vas, yo ya fui y volví”, es el regreso el que certifica esa mayor experiencia de quien habla respecto de su interlocutor.

Y es que el motivo secreto de todo viaje es ir en busca de experiencia. Aunque el motivo declarado de Ulises sea combatir en Troya, en su itinerario no perderá ninguna oportunidad de tener nuevas experiencias, especialmente de regreso, como bien lo ejemplifica el episodio de las sirenas: Ulises se ata al mástil sin ponerse cera en los oídos porque quiere escuchar ese canto que pierde a los hombres.

Experiencia: salir a buscarla, vagar on the road y traerla de vuelta a casa, quizás para poder contársela a los coterráneos… Hermoso anhelo, salvo que: no hay regresos, nadie vuelve. El viajero será otro, su tierra será distinta y sus coterráneos también habrán cambiado, ya que la vida ofrece lecciones tanto a José, que salió de viaje, como a Juan, que nunca se fue de casa. En tal sentido, el Tao Te Ching nos sugiere:


Sin salir de casa
se puede conocer el mundo.
Sin mirar por la ventana
puede verse el cielo del
Tao.
Cuanto más lejos se mira, menos se aprende.
Por ello el sabio
no anda y llega,
no contempla y comprende,
no obra y realiza.

El recogimiento, la “vuelta” hacia nuestro interior, es la manera en que Lao-Tsé propone que debe conocerse el mundo. ¿Puede imaginarse un consejo más sabio? Y sin embargo, los viajeros aran los caminos del planeta. Dan la vuelta al mundo y vuelven, perplejos como Walt Whitman en “Facing West From California’s Shores” (de Hojas de hierba):


Habiendo errado mucho tiempo, habiendo errado alrededor de la tierra
Ahora alegre y feliz miro mi antigua casa.
(Pero, ¿adónde está lo que busco desde hace tanto tiempo?
¿Y por qué todavía no lo encontré?)

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Long having wander’d since, round the earth having wander’d
Now I face home again, very pleased and joyous
(but where is what I started for so long ago?
And why is yet unfound?)

…o desencantados a su colina como el “Jonathan Houghton” de Edgar Lee Masters (en su maravillosa Antología de Spoon River):


…y el niño mira a las nubes que navegan
y siente un deseo de algo, de algo,
de algo que él no sabe qué es:
¡ser mayor, vivir, el mundo desconocido!
Pasaron después treinta años,
y el niño volvió gastado por la vida
y encontró que el huerto no estaba,
que el bosque había desaparecido,
que la casa tenía otro dueño,
que la carretera estaba llena del polvo de los coches…
y que él anhelaba la Colina.

…o se convencen, como el joven Werther, de que en el punto de partida se encuentra aquello que salieron a buscar por el mundo:


Me apresuré a ir y regresé sin haber encontrado lo que estaba buscando. […] Es así como el más errante vagabundo anhela volver finalmente a su lugar de partida, y encuentra en su casa, en el seno de su amada, junto a sus hijos y en su afán de mantenerlos, la satisfacción que infructuosamente había buscado por el mundo.

¿Cómo volver?

El consejo del Tao es sabio, pero ¿cómo pedirle tanta sabiduría al hombre que quiere partir, cómo pedirle que desista de ese deseo, si quien le reclama salir a buscar experiencia es su propia inmadurez? El hombre no desistirá, porque quiere ese premio que justificará por sí sólo cualquier periplo. De ahí que Cavafis nos recomiende que, si vamos a Ítaca, pidamos “que el camino sea largo / lleno de aventuras, lleno de experiencias.” La madurez ganada por el viajero deberá ayudarlo a paliar su desencanto en la vuelta:


[…]

Ítaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.

Aunque la halles pobre, Ítaca no te ha engañado.
Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,
entenderás ya qué significan las Ítacas.

[“Ítaca”, 1911]

Cavafis también nos advierte que nuestro destino, nuestra esencia, no variará en función de irnos a vivir a otra parte; lo hace en otro poema, “La ciudad”. Pedro Bádenas —en la antología de Cavafis editada por Alianza— anota que esos versos coinciden con el sentido de uno de Horacio: Caelum non animum mutant qui trans mare currunt, “quienes surcan la mar mudan de cielo, no de alma” (Cartas, I, 11, 27). El cual también resuena indirectamente en un fragmento de Bajo el volcán, de Malcolm Lowry: “…me veo como un gran explorador que ha descubierto un país extraordinario del que jamás podrá regresar para darlo a conocer al mundo: porque el nombre de esta tierra es el Infierno. Claro que no está en México, sino en el corazón”.

Así, aunque el viaje modifique al viajero, siempre habrá cargas que él llevará dentro suyo adonde sea que vaya. Fue para señalar la inmutabilidad de esos componentes personales que elegí como epígrafe para mi Mapamundi (2005) el estribillo de una canción de Spinetta: “y esto será siempre así, quedándote o yéndote”.

Si toda partida implica preparativos, también habría que prepararse para volver. Pero, ¿cuál es la fórmula del buen volver? ¿Será la de haber logrado trastocar los términos de «Naranjo en flor«, para reordenarlos así: Primero hay que saber partir / después andar / después sufrir / y al fin amar sin pensamientos? ¿Cómo volver? ¿Más sabio, más sosegado, más desencantado, más pobre, más cansado, más exitoso…?

Sancho Panza nos da una pista cuando él y su amo regresan a la Mancha (Quijote, II, 72):


…descubrieron su aldea, la cual vista de Sancho, se hincó de rodillas y dijo: —Abre los ojos, deseada patria, y mira que vuelve a ti Sancho Panza tu hijo, sino muy rico, muy bien azotado. Abre los brazos, y recibe también a tu hijo don Quijote, que si viene vencido de los brazos ajenos, viene vencedor de sí mismo; que, según él me ha dicho, es el mayor vencimiento que desearse puede.

Ésta es la verdadera victoria de quien regresa a casa: volver vencedor de sí mismo, con la experiencia suficiente para entender que volver significa seguir yendo. Un camino distinto al del Tao, pero que, para muchos de nosotros, ha valido la pena salir a recorrer.

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Juegos con el tiempo (I)

Por Martín Cristal

En su Poética (III, 20), Aristóteles señala la distinción principal entre el nombre —es decir, el sustantivo— y el verbo: la diferencia radica en la intervención, en el caso del verbo, de la idea de tiempo. El nombre de un objeto cualquiera no nos da ninguna información respecto del devenir; en cambio, las variadas formas de la conjugación verbal nos dan la información necesaria para ubicar la acción de la que se habla en relación con el momento en que se habla. Sin tiempo, las acciones no se producen; y sin acciones, no podría haber narración (sólo descripción).

La literatura, como la música, es un arte del tiempo; por eso, la comprensión cabal de una obra literaria o musical se produce en un recorrido que va de la parte al todo, y nunca en el sentido contrario. En la pintura o la fotografía —en las artes del espacio— puedo tener una impresión general de una obra, de un solo vistazo, y luego concentrarme en los detalles; en una novela, una película o una sinfonía esto es imposible, ya que debo recorrer la obra capítulo a capítulo, escena a escena, movimiento a movimiento, para tener por fin una idea cabal del todo.

De estas constataciones sencillas se desprende cuán central es el manejo del tiempo para el arte narrativo, y de ahí el interés de los autores acerca de esa variable, la necesidad de dominarla y, por fin, el deseo de volverla plástica y maleable, para así jugar con ella y aprovecharla para sus distintos fines narrativos.

La primera decisión al respecto tiene que ver con el tiempo verbal en que se elige escribir cada relato (¿narraré en un cinematográfico presente, en el tradicional pretérito de los cuentos infantiles, en un profético e inusual futuro?). El tema da para un análisis que puede ser tan complejo y minucioso como el de Paul Ricoeur en Tiempo y narración (II), pero antes de entrar en esa dimensión filosófica del problema, podemos distinguir dos formas generales de jugar con el tiempo en un relato:

1) Las que tienen que ver con alteraciones en la trama, es decir, en el orden con que se nos presentan los hechos de la narración, que no siempre respetan lo cronológico, el tiempo histórico. Algunas estrategias conocidas: el comienzo in medias res, cuyo ejemplo clásico es la Odisea; el racconto, el flashback (o analepsis) y el flashforward (o prolepsis), como los que encontramos en la serie televisiva Lost, ya sea salpicando una narración cuyo eje sí es cronológico o bien de manera tal que la línea temporal se fracture por completo para poder ir y volver por el tiempo a antojo y conveniencia del autor: así lo hacen William Faulkner en El sonido y la furia o Carlos Fuentes en La muerte de Artemio Cruz. El lector debe hacer un esfuerzo por reconstruir la cronología. También es posible invertir por completo el flujo temporal, narrar de atrás para adelante, como lo hace Martin Amis en La flecha del tiempo o Christopher Nolan en la película Memento (que en ciertas ediciones en DVD viene con el «extra» de una versión completa del filme con la cronología normalizada…). Julio Cortázar también juega con el tiempo en 62/Modelo para armar: en esa novela, narra diversas situaciones que se citan recíprocamente, una como antecedente de la otra; así, con la línea de tiempo destrozada, es el lector quien tiene que decidir qué sucedió primero y qué después.

2) Las narraciones que toman el problema del tiempo como tema y lo incluyen en la acción del relato para proponer variantes de diversa índole (fantásticas, sobrenaturales, de ciencia ficción…), aunque en sí misma la trama del relato se presente en la forma cronológica convencional.

En síntesis, formas de jugar con el tiempo del relato o formas de jugar con el tiempo en el relato. Sin afán de ser exhaustivo, a continuación nos entretenemos recordando algunas variantes con ejemplos ilustres para la segunda de las vertientes señaladas.

Viajes por el tiempo

El río es la metáfora más natural que encontramos para el tiempo tal como lo pensamos a diario, aunque otras concepciones puedan proponernos metáforas diferentes. En el viaje temporal, un individuo consigue “saltar” de golpe a un punto lejano de la corriente de tiempo, río abajo o río arriba. Llegar ahí, mirar, sobrevivir en esa era extraña y, si es posible, regresar a su época original, son los desafíos básicos de los protagonistas, desafíos a los que pueden sumarse otros más complejos.

Puede tratarse de un revelador viaje al futuro como el de la clásica novela de H. G. Wells, La máquina del tiempo (The Time Machine, 1895): su protagonista llega a ver el descorazonador crepúsculo de la Tierra. Otro ejemplo popular es el de Buck Rogers, quien luego de un raro accidente despierta en el siglo XXV y, más que regresar, trata de insertarse culturalmente en esa nueva época… lo cual es exactamente lo contrario de lo que quisiera hacer el protagonista del Planeta de los simios (Planet of the Apes, Franklin J. Schaffner, 1968).

En la recordada serie de TV El túnel del tiempo (The Time Tunnel, de 1966) se alternaban viajes en ambos sentidos del tiempo, pasado y futuro. Los viajeros eran dos científicos atrapados en la lógica desquiciada de una máquina que, por un desperfecto técnico, los enviaba cada semana a vivir aventuras en diferentes épocas.

Una novela que adoro es La hierba roja (1950), quizás la mejor novela de Boris Vian. En ella, la máquina del tiempo reaparece para ir al pasado, pero ya no en clave de ciencia ficción, sino con un lirismo casi surrealista. El creador de la máquina, Wolf, no quiere ser testigo de la Historia de la humanidad, sino de su propia historia como individuo. Es una visita íntima a los hechos —y personas— determinantes de la vida de Wolf, quien aprovecha la máquina para revisar su propia existencia y comprender sus errores, sus obsesiones.

Las paradojas temporales

El juego se hace mucho más complejo cuando los viajeros, en lugar de contentarse con ser meros testigos de otra época, buscan modificar hechos del pasado para alterar así el presente, ya sea para conseguir un beneficio, ya sea para restituir un orden vital.

Por ejemplo: la serie de TV Viajeros (Voyagers!, de 1982) presentaba a un niño que acompañaba en sus aventuras a un miembro de una fantástica liga de viajeros en el tiempo, cuya misión era transportarse a diferentes épocas para “reparar” posibles errores históricos. Así, este viajero se presentaba como un determinista que lucha ante las posibles irrupciones del azar y los embates de lo casual sobre un destino previamente escrito.

Pero el ejemplo más popular quizás sea el de la trilogía de Volver al futuro (Back to the Future; Robert Zemeckis, 1985, 1989 y 1990). Aquí no se acata un determinismo histórico; el «deber ser» de la Historia está regido sólo por los deseos de un personaje, Marty McFly, que busca restituir el orden de su propio presente, después de un desarreglo que él mismo provocó al viajar al pasado; por su parte, el antagonista, Biff, descubre la posibilidad de enriquecerse valiéndose de un almanaque deportivo.

Recuerdo también el excelente cuento “El ruido de un trueno”, de Ray Bradbury (en Las doradas manzanas del sol, 1953): una compañía ofrece safaris a la era de los dinosaurios, con la condición de que el cazador temporal no altere absolutamente nada durante su viaje…

La variante: un ser que viene del futuro a modificar nuestro presente, para alterar así su propia época. Ejemplo más famoso: toda la saga de Terminator, la cual amaga con no terminar nunca… Y es que todas estas historias siempre corren el riesgo de quedar atrapadas en distintos tipos de paradojas, para las que el narrador deberá ofrecer explicaciones y soluciones. ¿Al alterar un hecho pasado, el curso del tiempo se modifica por completo, o es que el tiempo se desdobla en múltiples líneas temporales? ¿Se generan universos temporales paralelos? Cualquier especulación posible, si es sólida, puede ser la base para una historia. El autor también deberá proveer a los personajes alguna clase de salida, al menos temporal, es decir, temporaria…

La paradoja suele producirse por la formación de un “bucle temporal” —un loop, una serpiente que se muerde su propia cola— que obliga a que la historia se superponga a sí misma una y otra vez. Esto sucede en Volver al futuro II; para salvar el problema y sus complicaciones, el guionista inventa una prohibición: McFly debe evitar encontrarse consigo mismo o morirá. El truco funciona bien y la película mejora sin enredarse.

Una paradoja siempre es interesante, pero únicamente cuando damos una sola vuelta completa por la historia; si siguiéramos adelante, llevando la historia a sus últimas consecuencias, comprobaríamos que los hechos están condenados a repetirse y superponerse una y otra vez (tal como al poner un micrófono frente a un parlante; una especie de “acople” narrativo). Por ejemplo, esto sucedería si siguiéramos adelante con la película de Terry Gilliam, Doce monos (Twelve Monkeys, 1995), cuyo concepto le debe todo a un excelente cortometraje de 28 minutos de duración, hecho exclusivamente con fotos fijas: La Jetée, de Chris Marker.

La Jetée (Chris Marker, 1962). Parte 1/3

Parte 2/3

Parte 3/3

En la segunda parte de este artículo, dejamos los viajes temporales —de los que hay muchísimos ejemplos más— para relevar otras maneras de jugar con el tiempo dentro de una narración.

[Leer la segunda parte]

Juegos con el tiempo (II)

Por Martín Cristal

Segunda parte del relevamiento (no exhaustivo) de distintas formas con las que la literatura juega con el tiempo en el relato.

[Leer la primera parte]

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Ucronías

Además de los viajes por el tiempo, otra variante muy apreciada por los narradores de ciencia ficción, y que se relaciona con esto de modificar un hecho determinante en la línea temporal, son las ucronías: una especie de Historia Universal paralela o alternativa que se crea a partir de la alteración de un hecho histórico conocido. Por ejemplo: ¿cómo sería nuestra época si la segunda guerra mundial hubiera sido ganada por los nazis? Philip K. Dick lo imagina en su novela El hombre en el castillo (The Man in the High Castle, 1962); el punto donde la historia de ficción diverge y se separa de la Historia verdadera es el asesinato del presidente Roosevelt. Algo similar intentó Philip Roth en La conjura contra América (The Plot Against America, 2004). Recientemente, Michael Chabon propuso otra ucronía en su novela El sindicato de policía yiddish (2008).

Del envejecimiento de los personajes

No todo son viajes y manoseos de la línea temporal. Hay otras posibilidades a la hora de jugar con el tiempo. Una variante insoslayable proviene del deseo más persistente del hombre, quizás el más antiguo de todos: querer ser joven otra vez. Con máquinas, con magia, o con la única ayuda de la imaginación y la fantasía, algunos autores logran volver a la niñez y razonarla con ojos de adulto: por ejemplo, así lo hizo el polaco Janusz Korczak en Si yo volviera a ser niño (Siglo XX, 1982). En la película Quisiera ser grande (Big, Penny Marshall, 1988), se invierte el recurso: objeto mágico mediante, un niño amanece convertido en un adulto (Tom Hanks), pero sin haber perdido su mirada de niño sobre la vida.

Otro caso distinto de envejecimiento prematuro es el truco con que la diosa Palas Atenea permite que Ulises regrese a su isla sin ser reconocido por sus enemigos, los pretendientes de Penélope. En este caso, el paso no es de niño a adulto, sino de adulto a anciano, y el efecto sólo durará hasta que Ulises, así disfrazado por la diosa, termine de relevar cuáles de sus criados le son todavía fieles.

“El tiempo pasa para todos, pero no para mí”: es la consigna de los inmortales. Entre los que no pueden morir se cuentan Gilgamesh, Highlander y el vampiro (el redivivo) en todas sus formas. El abyecto Dorian Grey de Oscar Wilde no es precisamente inmortal, pero también le hace trampas al tiempo: no envejece más que en su retrato.

Es interesante la variante que consiguió Héctor Germán Oesterheld en su celebradísima historieta Mort Cinder: un tipo que muere y renace, siempre como adulto, una y otra vez, no como quien reencarna, sino sin perder nunca la conciencia y la memoria de una vida única y prolongada. Mort Cinder (su nombre resuena como “ceniza muerta”) atraviesa así todas las épocas, y de todas tiene una anécdota para contarle a su amigo Ezra, el viejo anticuario. Muchas de las anécdotas concluyen con una nueva muerte de Mort. Oesterheld adoraba los juegos con el tiempo, y los incluyó en otras historietas, como Sherlock Time o la esencial El eternauta.

Ezra, el anticuario de Mort Cinder, dibujado por Alberto Breccia.
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La velocidad del tiempo

Detener el flujo del tiempo es la variante sobre la que se construye una comedia como El día de la marmota (Groundhog Day, Harold Ramis, 1993), en la que su protagonista (Bill Murray) debe vivir una y otra vez el mismo día repetido; ese día volverá a comenzar sin importar lo que él haga o deje de hacer. Más extremo es el caso del conocido cuento de Borges, “El milagro secreto” (Ficciones, 1944), en el que Dios detiene el tiempo pero no la conciencia de un poeta condenado a muerte: parado frente al pelotón que se dispone a fusilarlo, tendrá un año extra para componer su último poema. El tiempo se detiene para todos, excepto para uno. (Salvando las distancias, el efecto se invierte en el accionar de la popular chicharra paralizadora del Chapulín Colorado: el tiempo sigue para todos, excepto para uno).

Borges también reflexionó sobre el tiempo en textos como su ensayo “Nueva refutación del tiempo” (Otras inquisiciones, 1952), o el cuento “La otra muerte” (El aleph, 1949). También en la reescritura que hizo de un relato del Infante Juan Manuel, “El brujo postergado” (Historia universal de la infamia, 1935). En este cuento se nos narra una anécdota cuya acción se computa en días, meses o años, para descubrir sobre el final que en realidad sólo han pasado unos minutos o unas horas desde el comienzo de la historia, y que todo lo narrado era obra de la magia. Algo parecido hace Bruno Traven en su popular y mexicanísimo Macario.

Respecto de acelerar el tiempo, recuerdo una escena en El gran pez (Big Fish, Tim Burton, 2003), en la que para compensar un instante de detención total del tiempo, éste luego debe transcurrir más rápido. Y también un impecable cuento de John Cheever, “El nadador” (en Relatos II, Emecé).

¿Ya está todo hecho?

Pareciera que no queda nada nuevo que hacer. ¿Jugar con las profecías, que nos permiten ver el futuro por adelantado? Algo tan antiguo como la literatura misma. ¿Representar la sincronía o jugar con la simultaneidad de las existencias mediante dos acciones o historias que se trenzan, aunque estén distantes en el tiempo o en el espacio? Ya lo vimos en el caso de Desmond, en la serie de TV Lost, o lo leímos antes en el cuento “Lejana”, de Cortázar (Bestiario, 1951). ¿Anular el tiempo, salirse de él? Bueno, eso sería entrar en la Eternidad, la cual ya conocemos desde la Divina comedia o, más cerca nuestro, en el cuento “Cielo de los argentinos”, de Roberto Fontanarrosa (Uno nunca sabe, 1993).

En una narración se puede hacer de todo con el tiempo, cualquier cosa, excepto una: quebrar las reglas que uno mismo establezca. Podemos concluir que la norma general para los juegos con la línea temporal es “que se doble, pero que no se rompa”.

Luego de un rápido relevamiento como éste —al que no le queda más remedio que dejar escapar cientos de ejemplos, que otros de seguro recordarán mejor que yo—, podría parecer que ya está todo hecho; pero, en narrativa, eso es lo que parece siempre. Encontrar la variante que falta es sólo una cuestión de tiempo.

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Simpatía por el diablo

Por Martín Cristal

La lectura del Fausto de Goethe no me produjo el agrado que creí que me aseguraría una obra tan encumbrada en la historia de la literatura universal.

Creo que la Segunda Parte de la obra desmerece a la Primera. El afán de erudición clásica aburre y entorpece la lectura. No es mi ignorancia como lector lo que me desalienta (ya que para algo uno compensa su ignorancia consultando una edición anotada); es el tufillo a alarde lo que vuelve insufrible el relato e impide disfrutarlo. ¿Por qué todo parece una exhibición, una abundante y barroca pedantería? Es porque no parece que las referencias clásicas sirvan a la narración, sino que es ésta la que se moldea y fuerza para poder incluir cada nueva cita.

En este sentido, puedo pensar al Fausto en oposición a otra obra clásica donde también abundan las referencias eruditas: me refiero a La divina comedia. No es un problema de densidad de notas al pie. Creo que la gran diferencia reside en que, en la Comedia, el cúmulo de referencias —mitológicas, religiosas, históricas— se encuentra bien encastrado en un sistema, en una superestructura argumental que lo contiene (viaje por los círculos del Infierno, las cornisas del Purgatorio y los cielos del Paraíso). La historia puntual de un personaje puede extenderse, pero el lector nunca pierde la noción del contexto (hay un camino, hay niveles, hay simetría formal). En cambio, el Fausto —en especial en su segunda parte— parece forzar el derrotero de su argumento con el único fin de poder nombrar a este o aquel personaje mitológico: se inventan carnavales, festejos o desfiles con el sólo fin de provocar escenas o diálogos entre personajes secundarios que se apartan de la historia de Fausto y Mefistófeles. Cuando eso sucede, uno se pregunta: “¿adónde vamos con esta digresión?”.

No soy enemigo de la digresión; sé que, bien usada, ésta puede convertirse en una de las principales herramientas del narrador (me lo enseñó Salinger en El guardián entre el centeno). Lo que sucede es que, en el caso de Goethe, mientras uno lee, teme —y luego comprueba— que las digresiones no aportarán nada a la historia general. Como ejemplo, baste señalar, en la primera parte, la llamada “Noche de Walpurgis”. Los mismísimos responsables del prólogo de la edición que leí —González y Vega (Cátedra)— quieren elogiar a su héroe literario a como dé lugar, pero no pueden hacer nada para disfrazar estos meandros inútiles. Cuando resumen el argumento, en cierto punto dicen:


“[La historia] va, sin embargo, desarrollándose en un
moderato, con leves respiros para el espectador —dificultosos por otro lado, porque interrumpen la continuidad de la acción, rompen el hilo argumental y retrasan el desenlace de la tragedia”.

¿A eso llaman “leves respiros”? Son todo lo contrario: esos pasajes son toda una pileta bajo el agua, sin respirar, hasta que por fin uno llega al otro lado y la historia sigue… ¿Necesita el lector “respiros” así? Poco a favor y mucho en contra.

Los sesenta años que Goethe tardó en componer su obra no me parecen más dignos de admiración que el plazo destinado a la consecución de cualquier otra obra literaria. Es cierto que las demoras suelen mejorar un texto, pero no creo que una obra necesariamente mejore si su ejecución se prolonga por tanto tiempo. El Fausto se parece más al producto de una obsesión crónica que al refinamiento logrado por un trabajo prolongado (por supuesto que no nos referimos aquí a la versificación —ya que no leemos en alemán—, sino a la construcción del relato en sí). Suele sucederle a ciertos dibujantes: no saben cuando parar de dibujar, nunca dejan de agregarle detalles al dibujo y así terminan arruinándolo. La segunda parte del Fausto me produce esa misma sensación: está sobrecocinada. El Fausto se me hace una manía de un autor que llegó a viejo sin atreverse a soltar su obra más ambiciosa (para insistir con mi arbitraria comparación: Dante fue publicando su Comedia por partes, de a una cantiga por vez, a lo largo de quince años). Goethe no permitió que su Fausto volara lejos de su lado; pretencioso, vivió retocándolo, agregándole detalles aquí y allá, volviéndolo barroco e irrepresentable en el teatro. No fue Goethe sino la muerte de Goethe quien le puso punto final a la obra.

De todos los desvíos místicos o eruditos de la Segunda Parte, es el del acto tercero —donde aparece Helena— el único que llegó a cautivarme, quizá porque poco antes había repasado la Odisea y terminado de leer la Ilíada (además de Áyax y Electra de Sófocles). En este acto también hay una oposición —en boca de la Fórcida, o Mefistófeles transfigurado— entre la Belleza femenina y la Honestidad, que recuerda a la planteada por Shakespeare en Hamlet, en el diálogo entre Ofelia y el príncipe de Dinamarca. Más adelante, es conmovedor el pasaje en que Helena lamenta las desgracias que le acarrea su belleza. También me agradó —en el quinto acto— la alegoría de las cuatro mujeres canosas: en la casa del rico, no entran ni la Escasez, ni la Deuda, ni la Miseria; sin embargo, la Inquietud (es decir, la Preocupación) sí consigue colarse al interior.

Es notable cómo el espíritu grave que Goethe busca imprimirle a su obra cumbre aparta a ésta de cualquier forma de humor (del que un clásico universal no tiene por qué estar exento, tal como lo demuestra el Quijote). Uno de los pocos pasajes del Fausto que me arrancan una sonrisa es aquel en el que Mefistófeles dialoga con un Estudiante y se mofa con ironía de los estudios universitarios. También están, claro, las referencias veladas a autores de la época (en la somnífera “Noche de Walpurgis”), pero ésos son chistes privados que se han perdido, aunque los editores nos informen de ellos. El humor se resiente cuando su comprensión depende de una nota al pie.

Los responsables de la edición de Cátedra resumen la obra de la siguiente manera: “Fausto es la encarnación del alma humana fluctuando entre el ideal inalcanzable y la realidad insatisfactoria”. En efecto, es en los pasajes en los que la obra se resuelve a hablar claramente sobre el tema de la insatisfacción donde más he disfrutado de la lectura. El eje satisfacción-insatisfacción es la cuerda floja sobre la que camina Fausto; la caída que lo espera es la eternidad infernal a la que se ha comprometido si algún día declara ser un hombre satisfecho. I can’t get no… satisfaction, cantaría Fausto si escuchara a los Rolling Stones, ya que él también cree que conseguir satisfacción es imposible, y por eso piensa que le ganará la apuesta al diablo.

El final de la obra es, propiamente, un clásico Deus ex machina. El recurso, usual en el teatro griego, hoy no nos simpatiza, no convence. Aparecen los dioses —o, en este caso, los enviados de Dios— y salvan al que parecía condenado. Mefistófeles ha ganado el juego, pero el Árbitro del encuentro, desde el cielo, le anula el gol en el último minuto. A joderse, diablito. Si se acepta que el hecho de que Fausto vaya al cielo es argumentalmente un arrebato mayúsculo —aunque sepamos que perdonar todas las iniquidades del mundo por algunas buenas intenciones tardías se corresponde con el ideal de la Iglesia (recordemos que en la Comedia los pecadores arrepentidos sobre la hora zafan del Infierno y marchan al Purgatorio)—, entonces hay que admitir algo insólito: que el diablo resulta el ganador moral del partido, tal como el equipo que hace todo bien durante ochenta y nueve minutos pero pierde por un gol tonto en el minuto noventa. Mefistófeles es el gran estafado, el que merecía ganar, el que hizo todo bien excepto una cosa: desconocer que con Dios no corren las apuestas. Dios no juega a los dados pero, si juega, gana sí o sí.

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También en Fausto hay muchas “citas para el bronce”. Sobre la construcción goetheana de este tipo de pensamientos, ver mi artículo anterior referido a Las amarguras del joven Werther).

Citas para el bronce en el Werther de Goethe

Por Martín Cristal

Dos cosas opacan mi lectura de Werther: 1) Los arrebatos románticos del narrador me resultan casi risibles, tan emblemáticos del romanticismo que leídos hoy parecen una parodia de aquel período. 2) Me aburre la lectura de Ossian que Goethe intercala en labios de Werther: otra digresión similar a las que más tarde haría en el Fausto (las “novelas dentro de la novela” que encontramos en el Quijote no llegan a aburrir tanto como estos desvíos de Goethe). Por suerte esta lectura que Werther hace para Carlota es la única que quiebra el dinamismo general de la novela, cuyo ritmo está bien llevado por la estructura epistolar.

Olvidando esa parte y poniendo en el contexto de la época los arranques trágicos del narrador, Werther me resulta una lectura muy agradable. Lo que más rescato de Goethe como autor es la maestría con que redondea sentencias generales sobre la humanidad, el mundo, la vida… Creo que en ellas hay una gran sabiduría que se suma al conocimiento de cómo deben expresarse esta clase de ideas para que queden grabadas en el bronce de la memoria: hay que hacerlo con palabras francas, sin temor a equivocarse y sin detenerse demasiado en las excepciones que podrían hacer que el lector dude de estas “reglas generales” (a sabiendas de que el lector podrá razonarlas y luego aceptarlas o no). Al respecto, el joven Werther critica a uno de sus interlocutores de esta manera:


“…cómo lo quiero al hombre, hasta que llega a sus ‘sin embargo’. ¿Acaso no se sobreentiende que toda regla tiene sus excepciones? Pero él es así de escrupuloso. Cuando cree haber dicho algo a la ligera, alguna generalidad, una verdad a medias, no termina de modificarla, de arreglarla, de componerla, hasta que por último ya no queda nada de lo que dijo. A raíz de este suceso se explayó tanto sobre el tema que al final terminé por no escuchar lo que decía…”.

La estrategia de Goethe surge de contrariar ese estilo; así, a la hora de definir con brevedad al género humano, no desluce su gran capacidad de observación con excepciones, matices o bemoles de poca monta. Sus pensamientos resuenan con contundencia y adquieren el peso de lo verdadero; el lector queda en libertad de analizar lo dicho más tarde. En Borges, el diario de Bioy Casares acerca de su relación con Jorge Luis Borges, se lee un diálogo sobre este tema (entrada del 10 de agosto de 1956):


BORGES: “El estilo de Eliot es desesperante. Dice algo y en seguida lo atenúa con un
quizá o según creo, o le resta importancia reconociendo que en ocasiones lo contrario es cierto. A veces me parece que lo hace para llenar papel, porque hay que escribir un artículo”. BIOY: “Yo creo que es porque en cuanto dice algo teme exponerse, por haber cometido una inexactitud. A mí, por lo menos, me pasa eso, pero creo que los autores deben atenerse a hacer afirmaciones un poco audaces, en la inteligencia de que el lector comprenderá que no hay que tomar todo literalmente y contribuirá con las dudas. Por un ideal de nitidez y simplificación hay que tener ese coraje de afirmar algo a veces”. BORGES: “Goethe declaró que esas palabras como tal vez, quizá, según me parece, si no me equivoco, deben estar sobreentendidas en todos los escritos; que el lector puede distribuirlas donde lo juzgue conveniente y que él escribía cómodamente sin ellas”.

Transcribo a continuación algunos pasajes de Werther que me interesaron y dan cuenta del modo sentencioso de Goethe, de la manera en que pasa de lo particular a lo general (del “yo mismo” a “el hombre” o “la humanidad”) y viceversa. Este primer fragmento trata de la libertad y los momentos de alegría:


“El ser humano es una cosa uniforme. La mayoría emplea la mayor parte del tiempo para vivir y lo poco que le queda de libertad le asusta tanto que hace lo imposible para deshacerse de ella. ¡Oh, el destino del hombre!

”Sin embargo, la gente es buena. A veces, cuando me dejo llevar por las circunstancias y comparto alguna de las alegrías que le han quedado al hombre, como divertirse abierta y francamente en una mesa bien compartida, una excursión, participar de un baile en el momento propicio, y otras situaciones semejantes, noto que me sienta bien. Solo que en ese momento no debo pensar en todas las otras fuerzas que residen en mi interior, que enmohecen sin ser aprovechadas y debo ocultar cuidadosamente. Ay, eso sí que angustia el corazón. Y, sin embargo, el ser malentendidos es nuestro destino”.

La insatisfacción que obliga al regreso luego de muchos viajes por el mundo es el tópico sobre el cual armé mi Mapamundi (2005). Acerca de ella, dice Werther:


“Me apresuré a ir y regresé sin haber encontrado lo que estaba buscando. Con lo lejano pasa lo mismo que con lo futuro. Ante nuestra alma se halla un todo, enorme y en penumbras, nuestra sensibilidad se diluye en él al igual que la mirada. Nuestro anhelo es el de poder entregarnos por completo y dejar que nos inunde un sentimiento majestuoso, magnífico, único. Pero, ay, cuando nos acercamos, cuando el allá se convierte en acá, cuando lo que fue es igual a lo que será, entonces nos quedamos con nuestra pobreza, con nuestras limitaciones; nuestra alma sigue sedienta del bálsamo que se nos ha escapado.

”Es así como el más errante vagabundo anhela volver finalmente a su lugar de partida, y encuentra en su casa, en el seno de su amada, junto a sus hijos y en su afán de mantenerlos, la satisfacción que infructuosamente había buscado por el mundo”.

En el final de la cita anterior se oye claramente un eco de la Odisea; hay que recordar que en los días en que comienza el relato, Werther está leyendo a Homero.

Identificación total con el fragmento que sigue:


“Hoy volví a tener mi diario entre mis manos, al que tanto tiempo estuve descuidando, y me sorprendió cómo, a sabiendas, me he ido metiendo en esto, paso a paso. Cómo veía con absoluta claridad en qué estado me encontraba y sin embargo actuaba como un niño, cómo lo sigo viendo ahora todo con claridad pero sin perspectivas de corregirme”.

Werther les cuenta historias a los niños; éstos reclaman si Werther introduce variaciones en una historia que cuenta por segunda vez. De esto, Werther concluye lo siguiente:


“De esto aprendí que un autor indefectiblemente daña su obra si en la segunda edición de su libro introduce cambios, por más poéticos que sean. La primera impresión la aceptamos con agrado y el ser humano está preparado para admitir cualquier aventura; pero, al mismo tiempo, ésta le queda tan grabada que pobre de aquel que intente cambiarla o borrarla”.

A primera vista parecería que Goethe descubre reglas generales para vivir, pero no siempre es así: sólo dice lo que piensa con convicción, y entonces el lector tiende a aceptar lo dicho como una ley universal. Consideremos la última cita: el ser humano, ¿siempre está preparado para admitir cualquier aventura? No creo que todos sean “uniformes” en esto. Y, ¿no ha habido nunca autores que hayan mejorado sus obras al modificarlas en su segunda edición? Claro que los hay (lamento que los ejemplos que se me ocurren sean posteriores a Goethe: estoy pensando en Borges y en Faulkner; en Daniel Moyano, también. Por supuesto que los cambios introducidos en las segundas ediciones nunca son estructurales, sino relativos a detalles). Esos cambios, por otra parte, podrán no ser tolerados por quienes releen, pero tal vez son vitales para quienes leen al autor por primera vez en esa segunda edición.

Más citas para el bronce. Sobre la inseguridad ante el alarde ajeno:


“Cuando otros alardean delante de mí tranquilamente con su poco talento y vigor, desconfío de mi fuerza y mis aptitudes. Dios mío, tú que me diste todo eso, ¡por qué no te quedaste con la mitad para darme a cambio seguridad y satisfacción!”

Sobre quiénes son los que verdaderamente tienen la sartén por el mango:


“¡Qué necios aquellos que no ven que en realidad no es importante la posición en sí, y que los que están ubicados en el primer puesto casi nunca juegan realmente el primer papel! ¡Cuántos reyes son gobernados por sus ministros y cuántos ministros por sus secretarios! ¿Y quién es entonces el primero? Aquél, creo yo, que supera a los otros y además dispone de tanta fuerza y viveza como para aprovecharse del ímpetu y las pasiones ajenas en la consecución de sus propios fines”.

En el fragmento anterior llama la atención ese “yo creo” que viene a contradecir la teoría que el propio Goethe ha construido acerca de cómo afirmar. Más allá de eso, coincido plenamente con la idea…

Hay más. Inteligencia versus sentimientos:


“[La gente que rodea al príncipe] valora mi inteligencia y mis talentos mucho más que mi corazón, mi único orgullo, fuente sin igual de todas mis fuerzas, de toda dicha y de toda desventura. Ay, lo que sé lo puede saber cualquiera, pero mi corazón sólo me pertenece a mí”.

Del imprescindible feedback sentimental (dar y recibir):


“El amor, la felicidad, el calor y la ternura que soy incapaz de entregar, el otro tampoco me los dará, y no podré alegrar al prójimo con un corazón lleno de dicha si él mantiene su frialdad y su desgano”.

Luego de leer Werther, me resultó muy agradable releer los Fragmentos de un discurso amoroso de Roland Barthes para buscar aquellos párrafos en los que el francés ejemplifica las entradas de su diccionario con referencias a esta obra de Goethe.

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La traducción de los fragmentos presentados aquí es la de Osvaldo y Esteban Bayer para la edición de Colihue (2005). Imagen: Estatua de Goethe en la ciudad de Leipzig.


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Leer el Ulises… ¿entero?

Por Martín Cristal

La lectura completa del Ulises de Joyce es una actividad agotadora. No es un libro para cualquier lector. Creo que es sobre todo un libro para «lectores-que-escriben», cuyo atractivo —no el único, pero sí el más importante— radica en su riqueza formal, en la utilización que hace de un abanico de técnicas novedosas para su época. ¿Hay “lectores-que-no-escriben” interesados sólo en la técnica? Lo dudo (quizás sí se interesan en Ulises los psicólogos, que suelen sentir curiosidad por la representación de la conciencia que Joyce logró en su novela).

Las anécdotas narradas en Ulises son tan comunes y corrientes que, en lo llano de sus hechos, carecerían de interés de no ser por la forma en que esa experiencia cotidiana es trasmitida y, por momentos, no sólo transmitida, sino más aún: reconstruida. Al hablar de forma, no me refiero al famoso paralelismo estructural del Ulises con la Odisea —que al principio de mi lectura constaté con la ayuda de los esquemas de Linati y Gilbert, y también releyendo fragmentariamente a Homero—, paralelismo que dejó de parecerme central a mediados del libro para quedar en un mero plano anecdótico (es la clase de cosas que sirven para hablar de un libro, pero que no son indispensables para leerlo). Tampoco a la insistente variación de las técnicas narrativas para cada capítulo, la cual me resultó refrescante o desalentadora, según cada caso. Al hablar del interés que suscita la forma, me refiero a la que sin duda es la técnica más importante de todas las empleadas por Joyce en la novela, la que conquista al lector por sobre las demás: el uso extremo e inteligente del monólogo interior. Los puntos máximos del libro son los que entran de lleno en el uso de esa técnica (que, según explica David Lodge en El arte de la ficción, no fue inventada por Joyce: éste la atribuía a un francés del siglo XIX, Édouard Dujardin). La necesidad de emplearla es resumida por Joyce en sus propias palabras:

“Una gran parte de toda existencia humana se pasa en un estado que no puede hacerse sensible mediante el uso del lenguaje plenamente despierto, gramática de cortar y secar y argumento dale para adelante”.

Ahí está el valor del monólogo interior (y, por extensión, el de toda esta novela): es el de ganar para la literatura esa parte de la experiencia humana, que hasta Joyce nadie había logrado capturar con tanta maestría. La lectura de esta novela me ha llevado a la felicidad de reconocer ese stream of conciousness del que uno es prisionero a conciencia en cada viaje en ómnibus, en las salas de espera sin revistas, en cada tiempo muerto… Si, como dice Luis Alberto Spinetta en el mejor verso de Guitarra negra, “Se torna difícil escribir con la misma brutalidad con que se piensa”, podemos decir que Joyce, en los mejores momentos de su Ulises, ha logrado vencer esa dificultad.

Por supuesto que hay momentos —demasiados, sí— en que la lectura no es transparente. El escritor vanguardista, por definición, tiende a la ilegibilidad. Por eso, a cualquier nuevo lector del Ulises que de pronto no comprendiera lo que viene leyendo, yo le sugeriría que siguiera adelante: nada de releer o abandonar. (“Uno debe acercarse al Ulises de Joyce como el bautista analfabeto al Antiguo Testamento: con fe”, dice Faulkner). Contrariamente a lo que uno haría en otros casos, hay que seguir leyendo: el monólogo interior, plagado de sobreentendidos íntimos para el narrador, no concede explicaciones al lector, que deberá hacer sus propias asociaciones página tras página. Algunas frases o comentarios hechos al pasar se aclaran cien o doscientas páginas después… Puede que a esa altura ya no recordemos dónde hemos leído la primera referencia al hecho que entonces se nos aclara, pero de igual manera se irán superponiendo los estratos de sentido sobre los cuales se sustenta la novela.

Al menos yo opté por no detenerme porque ¿qué me importaba del Ulises? ¿Los hechos históricos de Irlanda, cuando no soy irlandés? ¿La temática cristiana, cuando no soy cristiano? ¿Las noticias de un día común de 1904, lejano ya? ¿Las referencias literarias clásicas? ¿La representación literaria de Dublin, ciudad que no conozco? (“Buen rompecabezas sería cruzar Dublin sin pasar por una taberna”). Mi desconocimiento de estos temas ni ninguno de los comentarios incompletos u oscuros que al respecto Joyce va intercalando en el texto debía detener mi lectura, porque lo que en verdad me interesaba era el desarrollo de la narración en sí: ver cómo hace Joyce para construir el relato, sus variaciones, sus recurrencias, la concreción de su ambicioso plan, la tremenda humanidad de personajes como Leopold o Molly Bloom, la manera en que éstos perciben su entorno. De ahí que detenerse en cada uno de los “enigmas y puzzles” diseminados en el texto hubiera sido caer en la trampa que Joyce le sembró a los profesores de literatura para que consagrasen “sus vidas enteras” a la lectura de esta obra.

Querer desentrañarlo todo es una tarea que dejaremos entonces para aspirantes a especialistas como el obsesivo narrador de Isidoro Blaisten en su cuento “Dublín al sur”. Ni hablar de buscar relaciones entre el texto y la vida de James Joyce… Respecto de encontrar este tipo de relaciones entre la obra de un autor y su biografía, uno de los amigos de Stephen Dedalus, que participan con él en una discusión literaria en la biblioteca (Episodio 9), dice:


Todas esas cuestiones son puramente académicas […]. Quiero decir, si Hamlet es Shakespeare o James I o Essex. […] El arte tiene que revelarnos ideas, esencias espirituales sin forma. La cuestión suprema respecto de una obra de arte reside en cuán profunda la vida pueda emanar de ella. La pintura de Gustave Moreau es la pintura de ideas. La más profunda poesía de Shelley, las palabras de Hamlet, ponen a nuestro espíritu en contacto con la sabiduría eterna, el mundo de ideas de Platón. Todo lo demás es especulación de escolares para escolares.

Speculation of schoolboys for schoolboys. Por otra parte, ponerse a desentramar la novela sería realizar un trabajo que muchos analistas y comentadores ya han hecho. A quien sienta la necesidad de “desenredar” los hechos de la novela, le convendría ir directamente a los textos de esos comentadores (por ejemplo a uno de los traductores de Joyce, José María Valverde).

César Aira (en Varamo) dice algo así como que en literatura los experimentos deben ser breves: darse por finalizados una vez demostrado el punto. Esto no sucede en Ulises. Joyce no condensa; Joyce expande. Los experimentos cansan por su desmedida extensión; muchas veces lo que cansa también es la sucesión sin fin de experimentos. Bernhard Schlink, a quien este tipo de novelas no le agrada, opina (en Der Vorleser): “Con lo que experimenta la literatura experimental es con el lector”. La lectura de Ulises me resulta finalmente un buen antídoto para el deseo de experimentar —desde el desconocimiento— muchas formas que ya han sido probadas y, por ende, archivadas… Es el problema de las vanguardias: una cosa es —como hizo Andy Warhol— tomar una lata de conservas y convertirla en arte, y otra muy diferente es tomar el arte, enlatarlo y ponerle fecha de vencimiento, que es lo que todas las vanguardias hicieron desde el mismo día en que firmaron sus manifiestos.

Me cuesta imaginar a un lector actual que finalice la lectura de Ulises (¡en castellano!) sólo por placer. Creo que quienes lo terminan lo hacen no por placer sino por saber: para estudiarlo como un hito en la historia de la literatura, para comprender el porqué de su fama. Dividiendo esa fama por la dificultad de su lectura, no es difícil calcular que el Ulises debe ser uno de los libros más empezados y luego abandonados de la literatura universal. La lectura completa del Ulises es como el matrimonio: una experiencia por la que hay que animarse a pasar para después —con total conocimiento de causa— no recomendársela a nadie.

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