Por Martín Cristal
La lectura del Fausto de Goethe no me produjo el agrado que creí que me aseguraría una obra tan encumbrada en la historia de la literatura universal.
Creo que la Segunda Parte de la obra desmerece a la Primera. El afán de erudición clásica aburre y entorpece la lectura. No es mi ignorancia como lector lo que me desalienta (ya que para algo uno compensa su ignorancia consultando una edición anotada); es el tufillo a alarde lo que vuelve insufrible el relato e impide disfrutarlo. ¿Por qué todo parece una exhibición, una abundante y barroca pedantería? Es porque no parece que las referencias clásicas sirvan a la narración, sino que es ésta la que se moldea y fuerza para poder incluir cada nueva cita.
En este sentido, puedo pensar al Fausto en oposición a otra obra clásica donde también abundan las referencias eruditas: me refiero a La divina comedia. No es un problema de densidad de notas al pie. Creo que la gran diferencia reside en que, en la Comedia, el cúmulo de referencias —mitológicas, religiosas, históricas— se encuentra bien encastrado en un sistema, en una superestructura argumental que lo contiene (viaje por los círculos del Infierno, las cornisas del Purgatorio y los cielos del Paraíso). La historia puntual de un personaje puede extenderse, pero el lector nunca pierde la noción del contexto (hay un camino, hay niveles, hay simetría formal). En cambio, el Fausto —en especial en su segunda parte— parece forzar el derrotero de su argumento con el único fin de poder nombrar a este o aquel personaje mitológico: se inventan carnavales, festejos o desfiles con el sólo fin de provocar escenas o diálogos entre personajes secundarios que se apartan de la historia de Fausto y Mefistófeles. Cuando eso sucede, uno se pregunta: “¿adónde vamos con esta digresión?”.
No soy enemigo de la digresión; sé que, bien usada, ésta puede convertirse en una de las principales herramientas del narrador (me lo enseñó Salinger en El guardián entre el centeno). Lo que sucede es que, en el caso de Goethe, mientras uno lee, teme —y luego comprueba— que las digresiones no aportarán nada a la historia general. Como ejemplo, baste señalar, en la primera parte, la llamada “Noche de Walpurgis”. Los mismísimos responsables del prólogo de la edición que leí —González y Vega (Cátedra)— quieren elogiar a su héroe literario a como dé lugar, pero no pueden hacer nada para disfrazar estos meandros inútiles. Cuando resumen el argumento, en cierto punto dicen:
“[La historia] va, sin embargo, desarrollándose en un moderato, con leves respiros para el espectador —dificultosos por otro lado, porque interrumpen la continuidad de la acción, rompen el hilo argumental y retrasan el desenlace de la tragedia”.
¿A eso llaman “leves respiros”? Son todo lo contrario: esos pasajes son toda una pileta bajo el agua, sin respirar, hasta que por fin uno llega al otro lado y la historia sigue… ¿Necesita el lector “respiros” así? Poco a favor y mucho en contra.
Los sesenta años que Goethe tardó en componer su obra no me parecen más dignos de admiración que el plazo destinado a la consecución de cualquier otra obra literaria. Es cierto que las demoras suelen mejorar un texto, pero no creo que una obra necesariamente mejore si su ejecución se prolonga por tanto tiempo. El Fausto se parece más al producto de una obsesión crónica que al refinamiento logrado por un trabajo prolongado (por supuesto que no nos referimos aquí a la versificación —ya que no leemos en alemán—, sino a la construcción del relato en sí). Suele sucederle a ciertos dibujantes: no saben cuando parar de dibujar, nunca dejan de agregarle detalles al dibujo y así terminan arruinándolo. La segunda parte del Fausto me produce esa misma sensación: está sobrecocinada. El Fausto se me hace una manía de un autor que llegó a viejo sin atreverse a soltar su obra más ambiciosa (para insistir con mi arbitraria comparación: Dante fue publicando su Comedia por partes, de a una cantiga por vez, a lo largo de quince años). Goethe no permitió que su Fausto volara lejos de su lado; pretencioso, vivió retocándolo, agregándole detalles aquí y allá, volviéndolo barroco e irrepresentable en el teatro. No fue Goethe sino la muerte de Goethe quien le puso punto final a la obra.
De todos los desvíos místicos o eruditos de la Segunda Parte, es el del acto tercero —donde aparece Helena— el único que llegó a cautivarme, quizá porque poco antes había repasado la Odisea y terminado de leer la Ilíada (además de Áyax y Electra de Sófocles). En este acto también hay una oposición —en boca de la Fórcida, o Mefistófeles transfigurado— entre la Belleza femenina y la Honestidad, que recuerda a la planteada por Shakespeare en Hamlet, en el diálogo entre Ofelia y el príncipe de Dinamarca. Más adelante, es conmovedor el pasaje en que Helena lamenta las desgracias que le acarrea su belleza. También me agradó —en el quinto acto— la alegoría de las cuatro mujeres canosas: en la casa del rico, no entran ni la Escasez, ni la Deuda, ni la Miseria; sin embargo, la Inquietud (es decir, la Preocupación) sí consigue colarse al interior.
Es notable cómo el espíritu grave que Goethe busca imprimirle a su obra cumbre aparta a ésta de cualquier forma de humor (del que un clásico universal no tiene por qué estar exento, tal como lo demuestra el Quijote). Uno de los pocos pasajes del Fausto que me arrancan una sonrisa es aquel en el que Mefistófeles dialoga con un Estudiante y se mofa con ironía de los estudios universitarios. También están, claro, las referencias veladas a autores de la época (en la somnífera “Noche de Walpurgis”), pero ésos son chistes privados que se han perdido, aunque los editores nos informen de ellos. El humor se resiente cuando su comprensión depende de una nota al pie.
Los responsables de la edición de Cátedra resumen la obra de la siguiente manera: “Fausto es la encarnación del alma humana fluctuando entre el ideal inalcanzable y la realidad insatisfactoria”. En efecto, es en los pasajes en los que la obra se resuelve a hablar claramente sobre el tema de la insatisfacción donde más he disfrutado de la lectura. El eje satisfacción-insatisfacción es la cuerda floja sobre la que camina Fausto; la caída que lo espera es la eternidad infernal a la que se ha comprometido si algún día declara ser un hombre satisfecho. I can’t get no… satisfaction, cantaría Fausto si escuchara a los Rolling Stones, ya que él también cree que conseguir satisfacción es imposible, y por eso piensa que le ganará la apuesta al diablo.
El final de la obra es, propiamente, un clásico Deus ex machina. El recurso, usual en el teatro griego, hoy no nos simpatiza, no convence. Aparecen los dioses —o, en este caso, los enviados de Dios— y salvan al que parecía condenado. Mefistófeles ha ganado el juego, pero el Árbitro del encuentro, desde el cielo, le anula el gol en el último minuto. A joderse, diablito. Si se acepta que el hecho de que Fausto vaya al cielo es argumentalmente un arrebato mayúsculo —aunque sepamos que perdonar todas las iniquidades del mundo por algunas buenas intenciones tardías se corresponde con el ideal de la Iglesia (recordemos que en la Comedia los pecadores arrepentidos sobre la hora zafan del Infierno y marchan al Purgatorio)—, entonces hay que admitir algo insólito: que el diablo resulta el ganador moral del partido, tal como el equipo que hace todo bien durante ochenta y nueve minutos pero pierde por un gol tonto en el minuto noventa. Mefistófeles es el gran estafado, el que merecía ganar, el que hizo todo bien excepto una cosa: desconocer que con Dios no corren las apuestas. Dios no juega a los dados pero, si juega, gana sí o sí.
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También en Fausto hay muchas “citas para el bronce”. Sobre la construcción goetheana de este tipo de pensamientos, ver mi artículo anterior referido a Las amarguras del joven Werther).