El adversario, de Emmanuel Carrère

Por Martín Cristal

Hombre de familia

Emmanuel-Carrere-El-adversario“Yo no sé por qué, sargento, me lleva al destacamento, si somos una familia muy normal”: así ironizaban Charly García y Nito Mestre en su canción “Mr. Jones, o pequeña semblanza de una familia tipo americana”. La familia Romand no era americana, sino francesa; vivía muy cerca de la frontera con Suiza y, al contrario de los desquiciados Jones de Sui Generis, sí era bastante normal… excepto por el padre, Jean-Claude, que el 9 de enero de 1993 decidió borrar del mapa a tres generaciones de los suyos: mató a sus propios padres, a su mujer y a sus dos hijos (de siete y cinco años). Ni el perro se salvó.

Cuando supo del caso, el escritor Emmanuel Carrère (París, 1957) se encontraba terminando una biografía de Philip K. Dick titulada Yo estoy vivo y ustedes están muertos. A la manera de Truman Capote en A sangre fría, Carrère se interesó genuinamente por el criminal y sus circunstancias: se contactó con éste en prisión, lo entrevistó, siguió su juicio y así fue reconstruyendo la trama creciente de mentiras que Romand había sostenido contra viento y marea desde hacía dieciocho años, cuando le había hecho creer a todo el mundo que se había recibido de médico.

(No me queda del todo claro cómo pudo Romand haber terminado de fraguar ese engaño inicial referido a su título universitario. Entiendo la trampa administrativa y la mentira de los exámenes a familiares y compañeros de clase, pero ¿no hay acto de colación en Francia? ¿Entrega de diplomas? ¿Cómo evitó o superó esos compromisos, si es que existían?).

Los engaños, en todo caso, no se detuvieron ahí; al contrario, crecieron como una bola de nieve. ¿Qué extraordinaria presión interna llevó a Romand a mentir y a estafar durante la mayor parte de su vida para finalmente cometer crímenes tan atroces? El adversario de Carrère se dedica a pormenorizar datos y a articular posibles motivos, conformando un relato atrapante sobre la vida de este mitómano devenido asesino. Su densidad nunca afecta la destacable fluidez con que Carrère concatena hechos y reflexiones. El retrato psicológico del camaleónico Romand es certero y no tiene desperdicio.

El libro acaba de reimprimirse en la Argentina; en realidad salió en 2000 y pasó automáticamente a integrar la lista de ejemplos célebres en la corriente conocida como “no ficción”: narrativa testimonial, con un pie en las prácticas de la crónica periodística, donde los hechos son reales pero se presentan novelados. Dicho de otro modo, el estilo y la estructura —lo formal— es de novelista pero, antes que por la construcción de un verosímil, el texto se juzga por un “contrato” con el lector que es de tipo periodístico: leemos asumiendo que los datos en que se basa la novela no faltan a la verdad porque son fruto de una investigación prolija, honesta.

(Vale recordar que la mencionada A sangre fría, que suele machacarse como el libro que inauguró la “no ficción”, no es tal: Operación masacre de Rodolfo Walsh fue publicada casi diez años antes, en 1957).

Conociendo ya lo esencial del caso, ¿por qué todavía vale la pena leer El adversario? ¿Por qué no basta, por ejemplo, con recurrir a la película homónima de 2002, protagonizada por Daniel Auteuil? Porque la posición que toma Carrère como autor —su involucramiento con el tema— hace de estas páginas una experiencia que resulta intransferible a una mera sinopsis o a otras adaptaciones. Carrère descubre a Romand: duda, contacta, se arrepiente de contactar, interactúa, olvida, retoma, asume la posición, se entrega a fondo, intenta comprender sin juzgar pero a la vez tratando de dejar claro que no por eso convalida o perdona los crímenes (Carrère piensa en sus propios hijos). Razona, reconstruye, sintetiza, se sorprende, desconfía, repregunta, indaga, especula sólo cuando no puede ir más allá con la información que tiene.

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Y más todavía: de un modo ejemplar, el autor también se autocritica al incluir lo que otros colegas y personas cercanas al caso piensan de su rol como biógrafo de un asesino. “[Romand] debe de estar encantado de que escribas un libro sobre él, ¿verdad?”, le recrimina una periodista que también cubre el caso. “En el fondo ha hecho bien matando a toda su familia, todas sus plegarias han sido atendidas. Se habla de él, aparece en la tele, van a escribir su biografía…”. Carrère asume el lado en que lo deja (mal) parado su labor incluso frente a los familiares de las víctimas.

El falso doctor Jean-Claude Romand, un Satán, adversario de Dios y matador de toda su familia, fue condenado a cadena perpetua con prisión firme de veinte años. Esto quiere decir que recién a los sesenta y un años de edad —o sea ahora, en 2015—, el asesino puede empezar a pedir la libertad condicional. Hay reimpresiones que son oportunas, no me digan que no.

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El adversario, de Emmanuel Carrère. No ficción. Anagrama, 2000. 172 páginas. Recomendamos este libro en “Ciudad X”, La Voz (Córdoba, 5 de noviembre de 2015).

Glaxo, de Hernán Ronsino

Por Martín Cristal

Esta novela corta —menos de cien páginas— hubiera entrado en lo mejor que leí en 2009 si yo no me hubiera demorado algunos días en abrirla (la disfruté en mis vacaciones de enero).

Glaxo retoma un universo cerrado de personajes que Hernán Ronsino (Chivilcoy, 1975) ya había inaugurado en su primera novela, La descomposición, publicada por Interzona y también muy recomendable. En realidad, sólo leyendo Glaxo uno ya percibe que la nube de personajes que Ronsino maneja proviene de una obra anterior o pretende ampliarse en futuras obras (se detecta en la proliferación de nombres propios que no intervienen directamente en la acción); también, y esto se ve de entrada, se trabaja el concepto de zona o territorio ficcional: la unidad de lugar, en la tradición de Saer, Onetti y —como siempre que se sigue esta línea genealógica— big papa William Faulkner.

Tenemos un pueblo de provincia marcado por las vías del tren y la Glaxo: la fábrica. Cuatro narradores distintos, cada uno desde distintos momentos (1973, 1984, 1966, 1959) van sumando sus voces, una tras otra, para darnos perspectivas fragmentarias del ambiente de ese pueblo (apacible, aunque sólo en apariencia). Esta estructura de saltos temporales recuerda a El sonido y la furia. No la prosa: no hay en Ronsino nada de la exuberante radicalidad de estilo de Faulkner. Otra referencia faulkneriana es el apellido del primero de los narradores: Vardemann, el peluquero, cuyo nombre recuerda al niño Vardaman de Mientras agonizo, novela de estructura coral y polifónica por excelencia.

La novela de Ronsino abre con un epígrafe de Operación masacre. Además de buscar una posible filiación ideológico-literaria con Rodolfo Walsh, esa mención de los fusilamientos de José León Suárez funciona como un contexto histórico que al principio creemos central para el relato, pero que de a poco se va revelando como un juego de manos que camufla el meollo del asunto. Tras la gran tragedia histórica viene escondida la pequeña tragedia de pueblo, esa que sus habitantes sólo conocen fragmentariamente, pero que el lector, privilegiado oyente de todas sus voces, puede ir reconstruyendo.

Las pistas se van cruzando con pericia. El paso del tiempo va quedando establecido en las distintas edades del hijo de otro de los narradores, Bicho Souza (uno de los personajes centrales de La descomposición). Sólo bien entrados en el relato aparece un componente de policial. Si una historia incluye un crimen, un escritor cualquiera hubiera presentado ese crimen desde la primera línea, siguiendo las convenciones del género. Me parece elogiable que Ronsino evite ese lugar común: aquí el lector avanza en el relato por el placer de su urdimbre y por el trabajo de unas voces bien diferenciadas por sintaxis y ritmo, para encontrarse con el acicate argumental del crimen sólo mucho más tarde.

A Glaxo no le sobra nada. Es austera, mínima y redonda. Tiene varios condimentos que me interesan actualmente: la polifonía, el cruce de personajes o historias, el universo cerrado que promete continuarse y ahondarse en futuras obras. Admito que la redondez de una anécdota, en sí misma, ya no es algo que me cautive por sobre otros rasgos, y que una valiente desmesura —que Glaxo no persigue— muchas veces me seduce más que el afán de perfección; pero cuando un relato está tan bien logrado como éste, uno se saca el sombrero más allá de esas preferencias. Sin duda alguna, habrá que seguir leyendo a Hernán Ronsino.
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Glaxo, de Hernán Ronsino. Buenos Aires. Eterna Cadencia, 2009.