Iniciación (III)

Por Martín Cristal

Tercera y última parte de la charla del ciclo «Jóvenes escritores en Palacio», en la XXIV Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería (Ciudad de México, febrero de 2003) sobre el tema «iniciación en la literatura». En la primera parte, me referí a las lecturas iniciáticas; en la segunda, a los primeros intentos de narrar por escrito. Aquí finalmente llegamos al debut: la publicación del primer libro.

[Leer la segunda parte]

[Leer la primera parte]

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Viajé a Córdoba. Fueron días muy duros. La operación de mi papá iba a ser difícil: el cirujano tenía que hacerle seis by-pass de una sola vez.

Por suerte todo salió bien. Pero mientras mi papá se recuperaba, me tocó encargarme —otra vez— de su galería de arte.

En realidad, para entonces la galería de mi papá ya había tenido que cerrarse definitivamente. De lo que tenía que hacerme cargo era más bien de una muestra de pintura que mi papá había colgado en un bar del centro de Córdoba. Los cuadros estaban a la venta, y si aparecía algún interesado tenía que haber alguien en el bar para atenderlo, al menos en las mañanas. Otra vez: yo sólo tenía la lista de precios de los cuadros y el nombre de los pintores. Si me hacían alguna otra pregunta, no sabía qué contestar.

Un día mi papá se sintió mejor y se animó a ir. Yo lo acompañé; estuvimos juntos toda la mañana en el bar. A la siesta volvíamos a casa caminando por la zona peatonal. Era verano y a esa hora el centro de la ciudad estaba desierto. Él iba muy despacio y yo al lado, copiándole el paso, cuando en la esquina apareció Daniel Salzano.

Salzano, Daniel: periodista y escritor cordobés al que yo leía cada vez que volvía de visita a mi ciudad natal, gracias a que mi papá (por instrucción mía) recortaba todas sus colaboraciones del diario local y me las guardaba. Cada vez que yo llegaba de visita, encontraba una pila de artículos de Salzano en mi cuarto y los leía de un tirón. En aquellos días me gustaba su estilo, plagado de localismos nostalgiosos y referencias cinematográficas. [Era el único escritor cordobés que había leído hasta entonces. No, mentira: ya había leído antes a Juan Filloy… Bueno, digamos que Salzano era el único escritor cordobés de menos de cien años de edad que yo había leído hasta entonces].

Ahí estábamos los tres, en el calor de la siesta, parados en la peatonal. Ni un alma más alrededor. Mi papá, que conoce a todo el mundo —es un infierno caminar con él por la calle, uno tiene que pararse cada dos minutos a saludar a alguien—, inevitablemente, lo saludó. Al parecer alguna vez le había vendido un cuadro. El otro se acercó y se pusieron a conversar. Yo, muerto de vergüenza por no saber qué decir ni cómo encajar, me alejé unos pasos y giré para ver la vidriera de una librería. Desde ahí los vigilaba en el reflejo del vidrio, escuchando el diálogo a mis espaldas. Mi papá le contaba a Salzano de su operación, que estaba contento porque había zafado con lo justo, etcétera. Hasta ahí la conversación venía dentro del trámite previsible y normal. Pero en eso, para consumirme de vergüenza total y absoluta, mi señor padre comenzó a desabotonarse la camisa —¡en plena zona peatonal de Córdoba, en pleno centro del universo!— para mostrarle al que por entonces era mi Escritor Cordobés Número Uno la cicatriz renegrida que la operación le había dejado en el pecho.

Le rogué a la tierra que me tragara, pero milagros así no se conceden en Córdoba, y menos a la siesta. Ahí estaba mi progenitor, enseñándole una cicatriz desagradable al tipo al que yo hubiera querido hacerle mil preguntas sobre otros temas: mi propio padre, haciendo el ridículo, tirando aquella oportunidad por la borda. Pero entonces sucedió algo inesperado:

Salzano, con toda calma, se desabotonó la camisa —¡en plena zona peatonal, en pleno centro del universo!— para mostrarle a mi padre su propia cicatriz, producto del infarto por el que lo habían operado a él algunos años antes. ¡Ahí estaban los dos viejos, cagándose de risa mientras comparaban en plena calle el tajo recién cosido del uno con la cicatriz añeja del otro!

Para mí, eso fue demasiado. Me acerqué para, de alguna manera, inducir a mi padre a despedirse.

Se despidió, pero así: “Che, Salzano, éste es mi hijo. Está empezando a escribir y anda con ganas de publicar algo. Por qué no lo orientás un poco y le contás cómo es el asunto…”.

Finalmente, mi viejo había sabido qué decir en el momento justo, porque el otro me miró y me dijo: “Pasá el lunes a la una por mi oficina. Tomamos un café y charlamos”.

***

El lunes siguiente a la una en punto yo estaba en la puerta de la oficina de Daniel Salzano. El tipo se había olvidado por completo de la cita: cuando llegué ya se estaba yendo con unas bolsas y unos paquetes. De salida, me encontró ahí parado. Se frenó en seco y giró despacio, como resignado, haciéndome con la cabeza una señal de que lo siguiera de vuelta para su oficina. Mi vergüenza refluyó: justo que el tipo estaba saliendo temprano del trabajo yo caía para cortarle la retirada.

Sin embargo, fue muy amable conmigo. Conversamos durante dos horas; él habló más que yo. Mi visión ingenua y desinformada de la literatura se fue desmoronando para dar paso a otra, seguramente más cercana a la realidad. Me enteré de que la gente cada vez leía menos y de que cada vez había menos editoriales independientes; que pensar en ganar dinero escribiendo literatura era una ilusión quijotesca; pero que, si conseguías que te pagaran algo por hacerlo, eso no necesariamente iba a contaminar tu prosa ya que, por el contrario, que te pagaran era justo; que hacer un libro para regalarlo no estaba mal —él ya lo había hecho una vez— pero que hoy la gente valoraba las cosas si le costaban un poco, si tenía que hacer un esfuerzo de su parte para conseguirlas; que regalar la edición entera sería algo fugaz, y el libro como tal desaparecería de la escena pronto. También que mi negativa a entrar en los circuitos comerciales podía ser leída como simple miedo a probarme en una arena donde incluso autores rotulados como “no comerciales” también luchaban por un espacio; que como autor uno es responsable de todos aquellos aspectos del libro en los que pueda intervenir, incluido, de ser posible, el precio de venta; que él no volvía a leer los libros que había escrito y que la única página que le importaba era la que escribiría al día siguiente. Además, me recomendó que para ese primer libro mío hiciera una tirada pequeña. Hablamos también de Juan Filloy y de Julio Cortázar. Me explicó que Cortázar era un autor que había hecho que muchos lectores jóvenes se pusieran a escribir.

Nos despedimos. La conversación me fue muy útil: me obligó a repensar muchas cosas. No coincidía con él en todo, pero igualmente, al volver a Buenos Aires, preparé otro plan.

***

Era básicamente el mismo plan de antes, pero con una modificación importante al final. Imprimiría el libro en la imprenta de mi trabajo; pero luego, en lugar de regalarle un ejemplar a cada uno de mis amigos, iría a ver a un editor de Córdoba para ver si estaba interesado en distribuirlo en las librerías de la ciudad.

De todos los cuentos escritos, seleccioné diez; los ordené y los corregí un millón de veces. Titulé al conjunto: Las alas de un pez espada. Diseñé yo mismo el libro, tanto su interior como la portada. No me salió todo lo bien que yo hubiera querido, pero no estaba tan mal para ser el primero. Recuerdo que un domingo de elecciones nacionales, no fui a votar para poder terminar el original, que tenía que entregar a imprenta al día siguiente.

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Un mes más tarde tenía quinientos libros idénticos en mi casa. Estaba feliz. Gran borrachera con mis amigos.

El editor cordobés al que había decidido ir a ver era Jorge Felippa. Salzano lo había mencionado al pasar en la conversación que tuvimos; yo reconocí el apellido Felippa porque un compañero mío en la facultad se llamaba igual. La ciudad de Córdoba no dejaba de ser un pueblo chico: mi compañero resultó ser el hijo del editor. Le hice llegar el libro a Felippa. Quedamos en que nos veríamos en su casa, en mi siguiente viaje a Córdoba.

A mi regreso, el editor me dijo primero que las cosas no se manejaban así: que él ni nadie publicaba libros que ya vinieran hechos y armados con criterios editoriales personales y caprichosos. Con toda amabilidad, pasó a retarme por todos los errores de factura que tenía la edición: “no le hiciste solapas; el título está chico; no trae la foto del autor; no escribiste ninguna reseña en la contratapa; ni siquiera le inventaste el logo de un sello editorial…” Mientras él hablaba, yo pensaba: “Puta madre, a este tipo no le gustó nada. Me voy a quedar con los quinientos libros debajo de la cama, juntando polvo…”.

Pero después de eso, Felippa me dijo que a pesar de todo había leído el libro y que, aunque algunos cuentos le habían parecido más largos de lo necesario, varios de ellos le habían parecido aceptables. Finalmente me dijo que estaba de acuerdo en distribuirlo en librerías. Casi me caigo del asiento de la alegría. “Pero antes”, agregó él, “hay que hacer una presentación, que no podrá ser durante el verano porque no son buenas épocas para esta clase de libros…”.

Tuve que esperar casi seis meses más, hasta que fuese una buena fecha para la presentación. Mientras, cada vez que iba de visita de Buenos Aires a Córdoba, fui llevando ejemplares, con paciencia de hormiga, de a ochenta por vez. Felippa me prestó el auspicio de su sello editorial —Op Oloop— y yo organicé la presentación del libro, a pulmón: me encargué de casi todo, desde comprar el vino hasta conseguir el lugar, que fue el flamante Centro Cultural España-Córdoba, cuyo director no era otro que Daniel Salzano: él me cedió una sala para una semana antes de que comenzara el mundial de Francia, es decir, para una semana antes de aquel mes en que presentar un libro en Argentina hubiera sido la cosa más inocua del mundo.

Mis padres también me ayudaron mucho, y esa noche todo salió muy bien. Fueron unas cien personas a pesar de la lluvia y de que, en otra sala de la ciudad, otro escritor congregaba a todo el mundillo literario local para dar una conferencia. Pero bueno, ellos se lo perdían; por otra parte, ¿qué podían encontrar en Mario Vargas Llosa que no tuviera yo?

En la presentación se vendieron varios ejemplares, pero aun así jamás recuperé el total de mi inversión. Las alas de un pez espada no repercutió ni siquiera en los escuálidos medios locales, salvo por una crítica —muy alentadora— de Rogelio Demarchi, publicada en una pequeña revista literaria que acababa de aparecer. Casi no hubo difusión. Jamás me encontré con el libro en una librería, ni siquiera buscándolo con falso desinterés. Me constaba que sí se había distribuido, pero los libreros no lo exhibían ni en las mesas de saldos. A excepción de amigos y familiares —y familiares de amigos, y amigos de familiares— nadie se enteró de la existencia del libro.

Un año después, cuando ya me había decidido a salir de viaje para México en plan de mochilero, el editor me hizo un cierre de cuentas: en un año la cantidad de ejemplares vendidos de Las alas de un pez espada en librerías ascendía a la friolera de seis. El dinero que me correspondía por aquellos libros era menos de lo que costaba una guía turística de México, las cuales el editor también distribuía y de las que me había dado una a cuenta para planear mi viaje. O sea que al final yo le terminé debiendo unos diez dólares a él, que como a esa altura ya era un amigo, nunca me los cobró.

A pesar de todo esto, que hoy recuerdo con el mayor de los cariños, nunca consideré que Las alas de un pez espada hubiera sido un fracaso. Yo estaba contento por haberme propuesto publicarlo y también por haberlo logrado a mi manera. Para mí el éxito consistía en eso: haber conseguido publicar mi primer libro. Esperar grandes repercusiones, un éxito instantáneo, total y absoluto mensurable en ventas, hubiera sido un gravísimo error de perspectiva, que por suerte (y a pesar de todo mi candor) no cometí. Creo que, en términos personales —no políticos, ni literarios—, Las alas de un pez espada fue un libro valiente, que desde su aparición me obligó a seguir adelante para demostrarme a mí mismo que todo aquello era verdadera vocación y no capricho.

Hoy me doy cuenta de que muchas otras cosas sucedieron luego gracias a aquel primer libro (del cual algunos cuentos todavía me gustan). Aquel librito fue el primer eslabón de una serie de hechos concatenados. A mi llegada a México, por ejemplo, le regalé un ejemplar de Las alas de un pez espada a un amigo mexicano de Felippa: se trataba de Bernardo Ruiz, un escritor a quien le gustaron algunos de esos cuentos y quien más tarde me alentaría y me ayudaría muchísimo a publicar mi primera novela, titulada Bares vacíos, que escribí mientras viajaba por México y Guatemala. Con ese impulso logré superar un doloroso viacrucis editorial, que concluyó cuando conocí a Sandro Cohen, director de editorial Colibrí, el sello donde finalmente la novela se publicó en 2001. Y por esa publicación y la buena fortuna de ganar un premio literario, llegó en 2002 la publicación, también en Colibrí, de Manual de evasiones imposibles, mi segundo libro de cuentos.

Debido a esos dos libros publicados en México es que me invitaron hoy aquí. Ahora estoy escribiendo cosas nuevas, sin saber muy bien qué será de ellas. Espero que a ustedes les sirva de algo haber escuchado esta serie de empeños y casualidades que acabo de contarles.

Iniciación (II)

Por Martín Cristal

Segunda parte de la charla del ciclo «Jóvenes escritores en Palacio», en la XXIV Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería (Ciudad de México, febrero de 2003) sobre el tema «iniciación en la literatura». En la primera parte, me referí a las lecturas iniciáticas; en esta segunda parte, a los primeros intentos de narrar por escrito.

[Leer la primera parte]

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Entonces, manos a la obra. ¿Por dónde se empieza a ser escritor cuando uno tiene 22 años? Pensé un rato y me dije: “necesito una máquina de escribir”.

Tomé prestada la pesada Olivetti de mi papá y me la llevé a mi cuarto. Puse una hoja en el rodillo y me senté a escribir. Sólo que no escribí nada, porque no tenía nada para escribir. ¿Había escrito algo, alguna vez?

Veamos: el 1º de enero de 1980 mi papá me había regalado un grueso cuaderno chino, que a su vez alguien le había regalado a él. En el lomo, en letras doradas, traía escrita la palabra Diary: su finalidad era llevar un diario íntimo. A mí me gustó la idea y me apliqué inmediatamente a llenarlo. El cuaderno me duró varios años hasta que lo completé, con todo tipo de observaciones infantiles. Incluso recuerdo que cierto día consigné la típica entrada, ésa que luego de la fecha del día dice: Hoy no me ha pasado nada.

Unos diez años más tarde, ya en la secundaria, el profesor de Lógica y Filosofía nos encargó el primer trabajo práctico del año, consistente en escribir una hoja completa con lo que fuera. Tema libre. No sé muy bien qué se proponía el profesor con esa consigna. Para algunos era una consigna ridícula, mientras para otros resultaba hasta complicada. A mí me encantó hacerlo: escribí un texto sobre mis gustos, en prosa poética, una larga aliteración de “me gusta esto” y “me gusta lo otro”. Después resultó que había que leerlo enfrente de la clase. Cuando terminé, mis compañeros aplaudieron: sorpresa.

Había escrito también los típicos poemas adolescentes de amor no correspondido, esos poemas secretos que, para que nadie los lea, uno deja siempre sobre la mesa donde todos podrán verlos.

Y, ya a los 21 años, un compañero de trabajo, que era muy buen dibujante, me preguntó si yo no tenía algún argumento para una historieta. Él quería hacer una historieta corta para enviarla a una revista de Buenos Aires y ver si se la publicaban; pero no tenía ningún guión para empezar. Le dije que si se me ocurría algo, lo escribiría y se lo pasaría. Pensando en eso, esa misma semana se me ocurrió una historia: la escribí a mano y fotocopié las hojas para dárselas. Aquel cuento se titulaba “Garage” y a mi amigo le gustó. Llegamos a discutir su traducción en imágenes y todo, pero al poco tiempo él se cambió de trabajo y pronto dejamos de vernos. La historieta nunca se concretó, pero yo ya tenía un cuento escrito.

Decidí pasar en limpio “Garage” en la prehistórica Olivetti de mi papá, para ver qué se sentía. Yo no sabía —ni sé— dactilografía. Quedó claro que yo era zurdo: con la izquierda me defendía bastante bien; pero todas las letras que caían bajo el dominio de la mano derecha me salían erradas o grises, sin fuerza. Además demoré una eternidad, y me molestaba muchísimo no poder enmendar los errores inmediatamente, cosa a la que ya me había acostumbrado en mi trabajo, porque ahí usaba computadora.

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A pesar de mi evidente impericia, escribí dos cuentos más en aquella máquina, titulados “Blues de la solitaria” y “Espacios verdes”. Ya tenía tres cuentos. De inmediato secuestré a un par de amigos y los obligué a que leyeran mis “obras completas”.

Sus observaciones me irritaron. “Esto no se entiende”, decía uno, respetuosamente. ¿Pero cómo no se va entender si está clarísimo? Éste no sabe leer, pensaba yo. “El final de este cuento es muy parecido al de aquél”, decía el otro. Pero, ¡si son completamente diferentes!, pensaba yo.

Recién empezaba y ya era un escritor incomprendido.

Esto me sucedió muchas veces. La verdad es que cuando mis amigos se iban, yo releía, cambiaba muchas cosas y, por lo general, tenía que admitir que las historias mejoraban. Era lógico lo que sucedía: yo mostraba lo que escribía demasiado pronto, con la ingenuidad de no haberlo leído yo mismo ni siquiera un par de veces. Acababa de descubrir que yo no era un genio y que tendría que corregir lo escrito siempre.

Otro descubrimiento me anuló por un tiempo. En materia de estilo, de pronto todos mis cuentos me parecieron peligrosamente cortazarianos. Había leído demasiados libros de Cortázar uno detrás del otro, y ahora no sabía cómo salir de ese bestiario.

Obtuve la solución de un amigo fotógrafo que, sin hablar de literatura sino de su propio arte, me dijo: “hay que tener muchas influencias; si uno tiene una sola influencia, entonces está copiando”. Comprendí que es una trampa común a todo escritor novato el creer que un único autor conforma la literatura toda. La solución era no apurarse y seguir leyendo a otros autores.

Me pasé a Borges. Al poco tiempo estaba en la misma situación. Atrapado en un laberinto borgeano, lleno de puntos y comas.

Fue así que me prohibí leer demasiados libros seguidos de un mismo autor. Reconocí que una secuencia de lecturas surtida —distintos autores, de distintos países, de distintas épocas— oxigenaba mi creatividad. Uno escribe de lo que vive, pero también de lo que lee. No había que descuidar entonces ese importante 50%.

Resuelto ese problema, me di cuenta de que era necesario definir muchas otras cosas más. El arte lo exigía: cuanto antes tuviera las cosas claras conmigo mismo, antes podría empezar a escribir. Soluciones que funcionan para un autor no necesariamente le sirven a otro. Hay que encontrarse. Definirse artísticamente es delimitar un campo de acción, de intereses y de estéticas. Siempre con cuidado de no confundir definirse con confinarse. Había que proponerse ciertos límites que fueran elásticos y autodestructibles.

Tomé un bloc de hojas y con una lapicera escribí para mí mismo una serie de reflexiones acerca de diversos temas relacionados con el arte en general y la literatura en particular. Era una especie de ensayo, un manifiesto personal —que, para evitar contrariedades, no le mostré a nadie—, donde por mis propios medios intentaba contestar a las preguntas: “¿Por qué el arte?” “¿Por qué escribir?” y “¿Cómo hacerlo?”

Dentro de esta última pregunta se incluía una cuestión importante: ¿había que estudiar Letras o no? Por vago decidí que no, y de inmediato me dediqué a justificar mi decisión con otros motivos. Por ejemplo, le eché la culpa a todos los buenos escritores que nunca habían necesitado estudiar Letras. Listo: a otra cosa.

En 1996 me mudé con tres amigos más de Córdoba a Buenos Aires para terminar la carrera, aunque a mí la publicidad ya no me interesaba casi nada.

Mentalmente, la mudanza a Buenos Aires fue el comienzo de otro capítulo. Mis amigos tenían computadora: fue a partir de ahí que comencé a escribir con regularidad. Mientras, me tragué religiosamente un par de librejos de ortografía y gramática. Para sobrevivir conseguí un trabajo: diseñador gráfico en una editorial de revistas de medicina veterinaria. Cuando podía, también escribía ahí, a escondidas de mis jefes.

Al año y medio sumaba unos veinte cuentos escritos. Tenía ya 25 años y muchas ganas de ver esos cuentos publicados en forma de libro. Me alentaban los casos que conocía de ciertos autores famosos que habían publicado sus primeras obras cuando todavía eran muy jóvenes: mi “ejemplo estrella” era Bioy Casares. “¡Publicó su primer libro a los 14 años!” le decía yo a quien cuestionara mis intenciones. “Sí, es cierto que ese primer libro suyo no fue muy bueno. ¡Pero empezando así fue que pudo escribir uno bueno a los 27! Y yo ya tengo 25. ¡Soy un anciano!”. Así decía yo.

La verdad es que no tenía ni idea de cuáles eran las alternativas editoriales. Publicar primero un cuento en alguna revista, por ejemplo, ni se me había cruzado por la cabeza. Ir a las editoriales con el manuscrito, tampoco. En realidad me había armado mi propio plan ideal: consistía, primero, en ahorrar; luego, en proponer donde trabajaba que me imprimieran el libro en su propia imprenta, por el menor costo posible; y por fin, con el libro listo, en regalarle un ejemplar a cada uno de mis amigos.

Estaba convencido de que eso era lo mejor: no entrar en el aparato comercial, evitar el circuito editorial. Mantenerse puro…

(Esas cosas hoy me parecen bastante ingenuas; pero, en aquellos tiempos, yo pensaba así.)

Entonces tuve que pasar por un trance amargo: me hablaron a Buenos Aires para decirme que a mi papá le había dado un infarto. Lo iban a operar de urgencia.

[Leer la tercera parte]