Hacedor de estrellas, de Olaf Stapledon

Por Martín Cristal

Entre las obras que había leído antes de mi reciente Sci-Fi Fever, la que abarcaba el mayor trayecto temporal en la acción narrada era Galaxias como granos de arena (1960), de Brian Aldiss, con ocho mil años de historia repartidos en ocho partes: el Milenio Guerrero, el Milenio Estéril, el Milenio Robot, el Milenio Oscuro, el Milenio Estelar, el Milenio Cambiante (o Mutante), el Milenio Megalópolis y el Milenio Final. Cada parte se compone de una breve introducción histórica seguida de un relato que, a su manera, la ilustra y la resume.

Esas “galaxias de arena” quedan reducidas a menos que polvo microscópico si se compara su acción con la de Hacedor de estrellas, de Olaf Stapledon (Star Maker, 1937), una novela que en 280 páginas comprime nada menos que la historia completa del universo. Incluso junto a La última y la primera humanidad (Last and First Men, 1930) —novela anterior de Stapledon que da cuenta de dieciséis eras en la historia del ser humano, desde el siglo XX hasta su extinción, en Neptuno— los ocho milenios
de Aldiss duran menos que un latido del corazón.

La partida

El viaje ultracósmico del narrador arranca en una colina cercana a su casa. Es de noche, las estrellas colman el cielo; abajo se ve el pueblo y la casa donde su familia duerme. La manera en que Stapledon contrasta la grandeza del Universo con lo diminuto de la vida cotidiana —pequeña, pero no por eso insignificante— es de un belleza sobria y directa, entre amarga e ingenua. En el prólogo de la edición (Minotauro, 1965), Borges subraya que Stapledon “deja una impresión de sinceridad”. Creo que eso se percibe con fuerza y un toque agridulce en este fragmento sobre la vida en pareja:


¡Qué predestinada me había parecido nuestra unión! Y ahora, en el recuerdo ¡qué accidental! Por supuesto, como muchos viejos matrimonios, nos entendíamos muy bien, como dos árboles que han crecido unidos, distorsionándose, pero soportándose. Fríamente, la vi a ella como un simple aditamento a mi vida personal, a veces útil, pero muy a menudo irritante. Éramos en realidad buenos compañeros. Nos concedíamos una cierta libertad, y así nos tolerábamos.

Ésa era nuestra relación. Desde ese punto de vista no parecía muy importante para la comprensión del universo. Pero en mi corazón yo sabía que no era así. Ni aun las frías estrellas, ni aun la totalidad del cosmos con todas sus vacías inmensidades podían convencerme de que ese nuestro preciado átomo de comunidad, que era tan imperfecto, que moriría tan pronto, no tuviese ningún significado. [pp. 15-16].

El viaje que emprenderá el narrador es psíquico (o “astral”, como actualiza Elvio Gandolfo —relacionándolo con la jerga new age— en su ensayo sobre Stapledon reproducido en El libro de los géneros). El inglés evita alambicar una teoría que explique el mecanismo del viaje; nos da a entender que su “combustible” es la imaginación. Al alejarse de la Tierra para visitar otros mundos, la fuerza imaginativa del viajero será cada vez mayor, gracias a que su mente peregrina se vuelve comunal: en cada planeta visitado se va uniendo a un ser de ese mundo, y así esta mente compuesta va facetando su mirada y ampliando sus ideas del cosmos a visiones múltiples, superpuestas, ya no meramente formadas con preconceptos humanos. Potenciada la imaginación, el enjambre explorador (“yo” y “nosotros” a la vez) puede llegar cada vez más lejos en el espacio, y consecuentemente, también en el tiempo. Esta sola idea —sencilla y por eso genial— vale el libro entero.

Todo el tiempo del mundo

Dado el dilatadísimo tiempo de la acción, Stapledon recurre al resumen y sobre todo a la elipsis como estrategias retóricas principales. Con la excusa de no extender demasiado el libro, muchas veces Stapledon usa expresiones como “No contaré/describiré/detallaré aquí…” tal o cual asunto, lo cual lo exime de pormenorizar ciertos procesos evolutivos que serían difíciles de verosimilizar y agotadores de leer.

Para graficar ese enorme período de tiempo, la edición trae al final tres esquemas que lo sintetizan; aquí he ensayado integrarlos en uno solo [clic en la imagen para ampliarla; recomiendo verla en pantalla completa]:
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Planetas y galaxias

El primer planeta visitado, la Otra Tierra, es muy similar a nuestro planeta, lo cual sirve a propósitos satíricos. Se plantea el uso de medios masivos como forma de control social; esto prefigura uno de los grandes temas de la ciencia ficción. De hecho, al comprender la historia de todo el universo, Hacedor de estrellas abarca muchos de los tópicos predilectos del género: utopías y distopías, los viajes y las guerras espaciales de la space opera, los mundos postapocalípticos, etcétera. Este capítulo finaliza con una meditación sobre el “Hacedor de Estrellas”: Dios, el Creador.

El autor va introduciendo variaciones a los mundos que su narrador va descubriendo. Son especies cada vez más alejadas de la humana, primero en el aspecto físico, y más adelante, en el espiritual (una mayor evolución técnica no necesariamente implica un crecimiento espiritual acorde).

Stapledon “construye y describe mundos imaginarios con la precisión y con buena parte de la aridez de un naturalista”, según comenta Borges en el prólogo. Esto es cierto sobre todo respecto de los primeros planetas visitados; en su plan narrativo, los capítulos 3 a 7 pueden emparentarse con “El informe de Brodie”, del propio Borges, con “Kappa”, de Akutagawa, o bien, con el abuelo de ambos: Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift.

En términos generales, el socialismo de Stapledon aplica una lógica marxista a estas nuevas razas: pone al conflicto político-social en el centro (adaptado siempre al contexto particular de cada planeta) y, en el horizonte, a la utopía como necesario cuello de botella previo al siguiente salto evolutivo. La estrategia general de Stapledon para todas las razas de todos los niveles históricos que imagina para nuestro cosmos podría simplificarse en el siguiente proceso:

Descripción
(del planeta y de su gente: surgimiento,
características físicas y sociales, costumbres)
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Conflicto global,
con dos resultados posibles:
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a) la autodestrucción, parcial o total; o bien
b)
el alcance de la utopía, una “unidad mental” que conduce a:
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Transformación de la raza
(cambio cualitativo, salto evolutivo)
.

Expansión
(cambio cuantitativo, que lleva a la especie
más allá de sus fronteras iniciales).

.

Al infinito y más allá

Si bien hasta el Capítulo 10 (que sirve de resumen de los anteriores) todos los procesos resultan verosímiles en el contexto de la narración, en el 11 nos encontramos con el descubrimiento de que las estrellas son seres vivientes, un escalón difícil de aceptar. Uno sigue leyendo para ver adónde va (y de dónde viene) el Universo; en el límite último del Tiempo y del Espacio es donde uno supone que reside lo más difícil de imaginar, el premio mayor, la Última Respuesta a todas las cosas…

Sin embargo, uno ya no lee con el deleite de las primeras etapas del relato. Los primeros niveles de la exploración de Stapledon resultan más entretenidos, quizás porque son más fáciles de imaginar (en un sentido etimológico: de hacerlos imagen). Las subsiguientes abstracciones van complejizando la parte filosófica en desmedro de la narrativa, lo que es decir: cambiando un interés por otro. “El examen de su estilo, en el que se advierte un exceso de palabras abstractas, sugiere que antes de escribir [Stapledon] había leído mucha filosofía y pocas novelas o poemas”, dictamina Borges en el prólogo.

Superando con cierta indulgencia lo de las estrellas conscientes, alcanzamos con el viajero el llamado “momento supremo del cosmos”. El momento de la verdad, muy cercano al de la muerte: la mente cósmica, fruto de una utopía cósmica parcial, enfrenta el conocimiento del Hacedor de Estrellas, quien se ubica fuera del tiempo de cualquier cosmos. De aquí en adelante, la novela se aleja del todo de la ciencia, para volcarse hacia la teología y el mito.

El sueño de un mito

El autor se aproxima al Hacedor de Estrellas del mismo modo con el que Dante se acerca al Paraíso: cegándonos con luz divina, sin mostrarnos ese lugar con la misma precisión con la que nos mostró antes el Infierno. “…Salta mi pluma y no lo escribo: / Pues la imaginativa, a tales pliegues, / No ya el lenguaje, tiene un color burdo”, dice Dante del Paraíso, excusándose. Stapledon —que entre los múltiples cosmos creados por el Hacedor, se toma la libertad de incluir uno con Paraíso e Infierno, en una clara referencia a Alighieri— explica que a su regreso a la Tierra y a su pobre individualidad de ser humano, ha perdido necesariamente buena parte de su experiencia pasada con la mente comunal viajera, y por ende su relato sólo puede ser un pobre reflejo de su encuentro con el Hacedor de Estrellas. Así y todo, se las arregla para narrarnos “el sueño de un mito” que explicaría los orígenes de la Creación.

Como la Divina comedia, también Hacedor de estrellas se me hizo cuesta arriba en el último tercio. Sin embargo, el rápido —y preanunciado— regreso del narrador a la Tierra es hermoso, y cierra muy bien este libro ambicioso e importante: la imaginación de Stapledon sobrevuela nuestro planeta una vez más, en una mirada muy comprometida con la realidad geopolítica de su tiempo. Y —aunque no lo dice, quiero creerlo— entra al fin de nuevo a su hogar donde, felizmente, todavía lo espera su mujer. Ella le contará qué tal le fue en su día; y él, que tiene una gran idea para un nuevo libro.

El libre albedrío (de Dante a Burgess)

Por Martín Cristal

El libre albedrío es la clave para que pueda realizarse la clasificación dantesca de Infierno, Purgatorio y Paraíso. El sistema de premios y castigos en la afterlife no puede funcionar si al individuo no se lo considera responsable de su propio comportamiento en vida.

Por supuesto, ésta no es la única concepción posible para una obra literaria. En Un descanso verdadero, Amos Oz pone en boca de uno de sus personajes —Azarías Gitlin— ciertos refranes de rima ridícula que sin embargo devienen del pensamiento de Spinoza: “El destino determina y el caballo camina”, “Lucha el cochero para avanzar y llega el destino para hacia atrás empujar”, entre otros. El personaje de Oz sostiene que no hay casualidades, que todo está regido por leyes muy precisas. (Entonces, ¿decidimos por nosotros o está todo predeterminado? En lo personal, yo necesito creer en el libre albedrío, aunque comprenda y acepte que mis decisiones están imbricadas en una red que las condiciona).

Todos los caminos y preguntas de la Comedia descienden (¿o ascienden? Bueno, también) hasta el tema del libre albedrío. En Purgatorio, XVI, 67 y ss., Dante pone el asunto sobre la mesa y explica sus teorías al respecto:


Cualquier causa achacáis los que estáis vivos
al cielo, igual que si moviese todas
las cosas él obligatoriamente.

Destruido sería así en vosotros
el libre arbitrio, y no sería justo
dar la alegría al bien, y al mal dar luto.

El cielo inicia vuestros movimientos;
no digo todos, mas aunque lo diga,
una luz para el bien o el mal os dieron,

Y libre voluntad; que si se cansa
en el primer combate contra el cielo,
luego lo vence si bien se sustenta.

A mayor fuerza y a mejor natura
libres estáis sujetos; y ella cría
vuestra mente, en que el cielo nada puede.

Lo humano se define por la conciencia y el ejercicio de esa libertad. Sin el libre albedrío, el hombre sería una marioneta que no podría más que obedecer condicionamientos preestablecidos. Una máquina, tal como le sucede a Alex, el personaje de La naranja mecánica (1962), luego de ser sometido al cruel experimento ideado por Anthony Burgess.

Al respecto, Burgess dice (en una introducción escrita en 1986):


…por definición, el ser humano está dotado de libre albedrío, y puede elegir entre el bien y el mal. Si sólo puede actuar bien o sólo puede actuar mal, no será más que una naranja mecánica, lo que quiere decir que en apariencia será un hermoso organismo con color y zumo, pero de hecho no será más que un juguete mecánico al que Dios o el Diablo (o el Todopoderoso Estado, ya que está sustituyéndolos a los dos) le darán cuerda. Es tan inhumano ser totalmente bueno como totalmente malvado. Lo importante es la elección moral.

Obligado a ver escenas de violencia hasta la náusea, a Alex quiere extirpársele su tendencia natural a la violencia, al mal. Se consigue, pero el costo es anularlo como ser humano. Y, como efecto secundario, que también genere un rechazo a la música que acompañaba a esas imágenes violentas: Beethoven, música que antes era la favorita de Alex, y que ahora lo atormenta hasta el vómito.

Con desnuda ironía, en Francia apodaron «Beethoven» a un aparato de ultrasonido que ahuyenta a los jóvenes mediante el uso de frecuencias que sólo ellos pueden oír. El objetivo del «Beethoven Antijóvenes» es evitar el merodeo o las concentraciones de jóvenes en espacios públicos (o semipúblicos). El año pasado, un juez prohibió su uso. La perfecta paradoja de vivir en libertad: tener que aplicar una prohibición para que esa libertad no se vea coartada.

La novela de Burgess fue editada en dos versiones: la americana, cuyo final coincide con el de la película de Kubrick (1971), y la inglesa, en la que hay un capítulo más (el 21); en esa versión más larga, el personaje logra regenerarse. En la introducción antes citada, el autor ofrece en reedición la «versión completa» del libro para el público norteamericano, apelando al libre albedrío de los lectores:


Los lectores del capítulo veintiuno deben decidir por sí mismos si mejora el libro que presumiblemente conocen o realmente se trata de un miembro prescindible. Mi intención era que el libro concluyese de esta manera, pero tal vez mi juicio estético no era correcto. Los escritores raras veces son sus mejores críticos, y tampoco son críticos.
Quod scripsi scripsi, dijo Poncio Pilatos cuando hizo a Jesucristo rey de los judíos. «Lo que he escrito, escrito está». Podemos destruir lo que hemos escrito, pero no podemos borrarlo. Con lo que el doctor Johnson llamaba fría indiferencia expondré lo escrito al juicio de ese 0,00000001 de la población norteamericana al que le importan esas cuestiones. Coman esta porción dulce o escúpanla. Son libres.

El tedio del Paraíso

Por Martín Cristal

El paraíso de la Divina comedia es una especie de cebolla celestial donde un cielo se superpone a otro, con la Tierra en el centro. Con la ayuda del programa Swift 3D hice un corte de los cielos del Paraíso, los cuales se organizan de la siguiente manera:

paraisochico

Ampliar la imagen para ver en detalle la estructura del Paraíso de la Divina comedia.
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Dante asciende a través de cada uno de estos cielos —administrados por las diferentes categorías angélicas— y va conversando con una multitud de personajes. Por ejemplo, en el cielo de Marte, donde están las almas militantes, Dante se encuentra con su abuelo Cacciaguda (¿por qué Dante nunca se pregunta dónde está su padre? Se refiere a Virgilio como su “dulce padre”, pero no le dedica ni un pensamiento a su padre verdadero…). En cierto momento —XVII, 128—, su abuelo lo conmina a poner de manifiesto lo que ha visto en este viaje, es decir, a que escriba la Comedia

Así, conversando, Dante llega al Empíreo, el gran finale (XXVIII, 109-111), el lugar donde se alcanza a ver a Dios. La Belleza divina resulta insoportable para los mortales (Paraíso, XXI). Esto, que es razonable para el pensamiento teológico, exime a Dante de pintarnos los cielos: todo es luz, nada vemos… Luego (en XXIII, 61-69), el poeta se excusa abiertamente sobre la imposibilidad de describir lo que ve; lo mismo hace después (en XXIV, 25-27), cuando dice:


Y así salta mi pluma y no lo escribo:
Pues la imaginativa, a tales pliegues,
No ya el lenguaje, tiene un color burdo.

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Però salta la penna e non lo scrivo:
ché l’imagine nostra a cotai pieghe,
non che ‘l parlare, è troppo color vivo.

Gracias a esto, el Paraíso resulta bastante más desvaído que el Infierno, mucho menos vívido. A quien me pidiera mi resumen valorativo de la Divina comedia, le diría: el Infierno es impresionante; el Purgatorio, interesante; y el Paraíso, un tedio insufrible.

Incluso Borges, que ponía a la Comedia entre las obras cumbres de la humanidad y le dedicó un libro entero de ensayos, dijo de ella, en una de las conferencias de Siete noches (1980):


“Carlyle y otros críticos han comentado que la intensidad es la característica más notable de Dante. Y si pensamos en los cien cantos del poema parece realmente un milagro que esa intensidad no decaiga, salvo en algunos lugares del Paraíso que para el poeta fueron luz y para nosotros sombra”.

Para mí, esas “sombras” ocupan casi toda la tercera cantiga… lo cual le restó potencia a mi lectura. Sé que a algunos puede sonarle a blasfemia el que yo fuera perdiendo interés conforme nos íbamos acercando a Dios… pero así sucedió conmigo.

En lo personal, de la Divina comedia me resulta más atractivo el nivel estructural que el poético (sin desmerecerlo, claro); sucede que, en general, a mí lo narrativo me atrae más que lo lírico. En cuanto a los personajes, mi interés, de menor a mayor, los ordena así: contemporáneos de Dante (güelfos, gibelinos…); otros personajes históricos de la antigüedad; personajes bíblicos y personajes mitológicos. La articulación que Dante consigue entre estas dos últimas categorías, me parece un puente fascinante.

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Ver además:
Esquema del Infierno.
Esquema del
Purgatorio.
Esquema integral.

Me gusta!

Simpatía por el diablo

Por Martín Cristal

La lectura del Fausto de Goethe no me produjo el agrado que creí que me aseguraría una obra tan encumbrada en la historia de la literatura universal.

Creo que la Segunda Parte de la obra desmerece a la Primera. El afán de erudición clásica aburre y entorpece la lectura. No es mi ignorancia como lector lo que me desalienta (ya que para algo uno compensa su ignorancia consultando una edición anotada); es el tufillo a alarde lo que vuelve insufrible el relato e impide disfrutarlo. ¿Por qué todo parece una exhibición, una abundante y barroca pedantería? Es porque no parece que las referencias clásicas sirvan a la narración, sino que es ésta la que se moldea y fuerza para poder incluir cada nueva cita.

En este sentido, puedo pensar al Fausto en oposición a otra obra clásica donde también abundan las referencias eruditas: me refiero a La divina comedia. No es un problema de densidad de notas al pie. Creo que la gran diferencia reside en que, en la Comedia, el cúmulo de referencias —mitológicas, religiosas, históricas— se encuentra bien encastrado en un sistema, en una superestructura argumental que lo contiene (viaje por los círculos del Infierno, las cornisas del Purgatorio y los cielos del Paraíso). La historia puntual de un personaje puede extenderse, pero el lector nunca pierde la noción del contexto (hay un camino, hay niveles, hay simetría formal). En cambio, el Fausto —en especial en su segunda parte— parece forzar el derrotero de su argumento con el único fin de poder nombrar a este o aquel personaje mitológico: se inventan carnavales, festejos o desfiles con el sólo fin de provocar escenas o diálogos entre personajes secundarios que se apartan de la historia de Fausto y Mefistófeles. Cuando eso sucede, uno se pregunta: “¿adónde vamos con esta digresión?”.

No soy enemigo de la digresión; sé que, bien usada, ésta puede convertirse en una de las principales herramientas del narrador (me lo enseñó Salinger en El guardián entre el centeno). Lo que sucede es que, en el caso de Goethe, mientras uno lee, teme —y luego comprueba— que las digresiones no aportarán nada a la historia general. Como ejemplo, baste señalar, en la primera parte, la llamada “Noche de Walpurgis”. Los mismísimos responsables del prólogo de la edición que leí —González y Vega (Cátedra)— quieren elogiar a su héroe literario a como dé lugar, pero no pueden hacer nada para disfrazar estos meandros inútiles. Cuando resumen el argumento, en cierto punto dicen:


“[La historia] va, sin embargo, desarrollándose en un
moderato, con leves respiros para el espectador —dificultosos por otro lado, porque interrumpen la continuidad de la acción, rompen el hilo argumental y retrasan el desenlace de la tragedia”.

¿A eso llaman “leves respiros”? Son todo lo contrario: esos pasajes son toda una pileta bajo el agua, sin respirar, hasta que por fin uno llega al otro lado y la historia sigue… ¿Necesita el lector “respiros” así? Poco a favor y mucho en contra.

Los sesenta años que Goethe tardó en componer su obra no me parecen más dignos de admiración que el plazo destinado a la consecución de cualquier otra obra literaria. Es cierto que las demoras suelen mejorar un texto, pero no creo que una obra necesariamente mejore si su ejecución se prolonga por tanto tiempo. El Fausto se parece más al producto de una obsesión crónica que al refinamiento logrado por un trabajo prolongado (por supuesto que no nos referimos aquí a la versificación —ya que no leemos en alemán—, sino a la construcción del relato en sí). Suele sucederle a ciertos dibujantes: no saben cuando parar de dibujar, nunca dejan de agregarle detalles al dibujo y así terminan arruinándolo. La segunda parte del Fausto me produce esa misma sensación: está sobrecocinada. El Fausto se me hace una manía de un autor que llegó a viejo sin atreverse a soltar su obra más ambiciosa (para insistir con mi arbitraria comparación: Dante fue publicando su Comedia por partes, de a una cantiga por vez, a lo largo de quince años). Goethe no permitió que su Fausto volara lejos de su lado; pretencioso, vivió retocándolo, agregándole detalles aquí y allá, volviéndolo barroco e irrepresentable en el teatro. No fue Goethe sino la muerte de Goethe quien le puso punto final a la obra.

De todos los desvíos místicos o eruditos de la Segunda Parte, es el del acto tercero —donde aparece Helena— el único que llegó a cautivarme, quizá porque poco antes había repasado la Odisea y terminado de leer la Ilíada (además de Áyax y Electra de Sófocles). En este acto también hay una oposición —en boca de la Fórcida, o Mefistófeles transfigurado— entre la Belleza femenina y la Honestidad, que recuerda a la planteada por Shakespeare en Hamlet, en el diálogo entre Ofelia y el príncipe de Dinamarca. Más adelante, es conmovedor el pasaje en que Helena lamenta las desgracias que le acarrea su belleza. También me agradó —en el quinto acto— la alegoría de las cuatro mujeres canosas: en la casa del rico, no entran ni la Escasez, ni la Deuda, ni la Miseria; sin embargo, la Inquietud (es decir, la Preocupación) sí consigue colarse al interior.

Es notable cómo el espíritu grave que Goethe busca imprimirle a su obra cumbre aparta a ésta de cualquier forma de humor (del que un clásico universal no tiene por qué estar exento, tal como lo demuestra el Quijote). Uno de los pocos pasajes del Fausto que me arrancan una sonrisa es aquel en el que Mefistófeles dialoga con un Estudiante y se mofa con ironía de los estudios universitarios. También están, claro, las referencias veladas a autores de la época (en la somnífera “Noche de Walpurgis”), pero ésos son chistes privados que se han perdido, aunque los editores nos informen de ellos. El humor se resiente cuando su comprensión depende de una nota al pie.

Los responsables de la edición de Cátedra resumen la obra de la siguiente manera: “Fausto es la encarnación del alma humana fluctuando entre el ideal inalcanzable y la realidad insatisfactoria”. En efecto, es en los pasajes en los que la obra se resuelve a hablar claramente sobre el tema de la insatisfacción donde más he disfrutado de la lectura. El eje satisfacción-insatisfacción es la cuerda floja sobre la que camina Fausto; la caída que lo espera es la eternidad infernal a la que se ha comprometido si algún día declara ser un hombre satisfecho. I can’t get no… satisfaction, cantaría Fausto si escuchara a los Rolling Stones, ya que él también cree que conseguir satisfacción es imposible, y por eso piensa que le ganará la apuesta al diablo.

El final de la obra es, propiamente, un clásico Deus ex machina. El recurso, usual en el teatro griego, hoy no nos simpatiza, no convence. Aparecen los dioses —o, en este caso, los enviados de Dios— y salvan al que parecía condenado. Mefistófeles ha ganado el juego, pero el Árbitro del encuentro, desde el cielo, le anula el gol en el último minuto. A joderse, diablito. Si se acepta que el hecho de que Fausto vaya al cielo es argumentalmente un arrebato mayúsculo —aunque sepamos que perdonar todas las iniquidades del mundo por algunas buenas intenciones tardías se corresponde con el ideal de la Iglesia (recordemos que en la Comedia los pecadores arrepentidos sobre la hora zafan del Infierno y marchan al Purgatorio)—, entonces hay que admitir algo insólito: que el diablo resulta el ganador moral del partido, tal como el equipo que hace todo bien durante ochenta y nueve minutos pero pierde por un gol tonto en el minuto noventa. Mefistófeles es el gran estafado, el que merecía ganar, el que hizo todo bien excepto una cosa: desconocer que con Dios no corren las apuestas. Dios no juega a los dados pero, si juega, gana sí o sí.

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También en Fausto hay muchas “citas para el bronce”. Sobre la construcción goetheana de este tipo de pensamientos, ver mi artículo anterior referido a Las amarguras del joven Werther).

Una temporada en el afterworld dantesco

Por Martín Cristal

Uno, que se declara agnóstico, no cree en el cielo y el infierno; cree más bien en la tierra y sus gusanos. Sin embargo, la imaginación es la imaginación, y como tal nos invita a sus juegos y suposiciones.

Supongamos entonces que uno mismo, con sus creencias y escepticismos intactos, luego de morirse pudiera elegir adónde ir a parar en el menú de opciones inventado por Dante para su Divina comedia

El mundo según Dante

Antes de condenarnos o salvarnos en alguno de los niveles dantescos, recordemos cómo está organizado el mundo del más allá que Alighieri pergeñó para su obra maestra. Para eso he dibujado el siguiente esquema, cuyos hemisferios pueden ampliarse haciendo clic sobre ellos:

[Ampliar Infierno] [Ampliar Purgatorio y Paraíso]
[Descargar esquema en formato PDF]

Primera parada: un Paraíso que aburre

El Paraíso, en su alucinación mística, no sería una opción viable para mí. En los cielos, todo detalle escénico debe aportarlo una fe con la que yo no cuento. Para mí, toda la tercera cantiga es un insípido viaje de LSD: “¡lucecitas, qué loco!”. Un cuelgue en el que no ocurre nada. Personajes no faltan, es cierto: hay un desfile similar al de las otras dos cantigas, pero aunque se nos van presentando en diferentes cielos, todos ellos se hallan en casi la misma situación, lo cual resulta aburridísimo. Habla Justiniano, habla Tomás de Aquino… pero mientras, ¿qué sucede, qué escenografía hay? Ninguna, o si la hay no la vemos porque al Iluminador del teatro se le fue la mano con la potencia de las luces.

Y el Empíreo, el gran finale, ¿qué resulta ser? Un estadio de tribunas llenas desde las que sin embargo no se va a poder ver el partido porque los reflectores de la cancha ciegan a la platea. O sea: un aburrimiento total. ¡Cómo se nota que en tiempos de Dante no existía la electricidad! Eso es lo más grandioso que se le ocurrió: lucecitas. Dios no es más que un arbolito de navidad gigante, desdibujado por un desmedido pico de kilowatts.

Ni hablar de las jerarquías angélicas (una comparsa de la que Dante no es responsable, claro). ¿Por qué al Todopoderoso —a ver si entendemos Su apodo— le haría falta todo un sistema piramidal de ejecutivos para presidir El Universo S.A.?

Segunda parada: un Purgatorio que fatiga

Descartado el Paraíso, paso a declarar que al Purgatorio no me gustaría ni pisarlo. Primero, porque de seguro mi primer pena sería de orden burocrática: como no sabrían en qué piso ponerme, me estarían haciendo ir y venir de uno al otro, “andá y hablá con aquél ángel de la cornisa siete”, y luego: “ya te dije que acá no: mejor volvé y hablá con el de la uno…”. Y segundo, porque de que me tengan corriendo de acá para allá (como en la cuarta cornisa) o muerto de hambre (como en la sexta) me eximieron los números bajos que obtuve en el sorteo para la clase 1972. Del servicio militar ya me salvé en vida. Por otra parte, el premio por la permanencia en el Purgatorio es… el Paraíso, destino que ya hemos descartado.

Antes que terminar en ese Paraíso desabrido o en la colimba del Purgatorio, yo preferiría ir a parar al primer círculo infernal…

Última parada: el Limbo

El primer círculo del Infierno, el Limbo, es la papa, la posta, la neta del más allá dantesco porque:

a) En los otros ocho círculos infernales, así como en el Purgatorio, imperan unos castigos terribles que no pueden ser deseados por nadie, excepto por los masoquistas. (Por cierto, ¿adónde irían a parar los masoquistas si se los considerase pecadores? Irían al Paraíso: no recibir castigo alguno los haría sufrir más que nada…).

b) Está claro que el Paraíso es insoportable: si hay algo que no le deseo a nadie, es el Tedio. Sin duda, el paraíso resulta menos interesante que el Limbo. Para mí que la Iglesia se dio cuenta, y fue por eso que en octubre de 2006 anunció oficialmente que “cerraba” el Limbo. Aunque el Papa adujo otros motivos, yo creo que en el fondo se avivó de que el Limbo era la opción más tentadora para todos, tal como se viene señalando aquí.

c) En el Anteinfierno no se está mejor que en el Limbo. Primero, porque a los que están en el Anteinfierno —esos “hombres huecos” de T. S. Eliot, los indiferentes que no tomaron partido por nada, los pusilánimes, los cobardes— no se les permitirá volver a sus cuerpos luego del Juicio Final (a los del Limbo, sí); segundo, porque los del Anteinfierno sí deben soportar un suplicio —recordemos que hay avispas que los persiguen incesantemente—; tercero, porque a ese suplicio se suma un tormento muy difícil de soportar: el fuego invisible de la Curiosidad. Ellos no pueden salir del Infierno pero tampoco pueden entrar y ver cómo es por dentro. ¿Me van a decir que ese deseo no los carcome como a los jóvenes de dieciocho años cuando los eternizan en la cola de una discoteca nueva y el patovica de la puerta no los deja pasar? (Caronte: “vos, sí; vos, no…”). Ésa es la ansiedad que los quema; es por eso que se mueren por cruzar el río, y no porque “la justicia santa los empuja”, como nos quiere hacer creer Virgilio (Infierno, III, 124-126), quien quizás funcione bien como guía de turismo, pero que de Dios debería admitir que sabe bastante poco.

Resumiendo: en el Anteinfierno estás out; en el Limbo estás in.

d) A continuación, la razón principal para elegir el Limbo, aunque antes será mejor recordar dos cosas. La primera, que en el Limbo están las almas de los niños que murieron antes de ser bautizados y también las de todos aquéllos que, aunque virtuosos, tuvieron la mala fortuna de vivir en una época anterior a Cristo, y por tanto no conocieron ni profesaron la fe cristiana [*]. La segunda, que las almas del Limbo no sufren ningún suplicio, excepto uno que, comparado con los otros, es muy leve: la angustia de no tener esperanzas de ver a Dios por encontrarse anclados ahí, en el primer círculo del Infierno. Es por eso que en el Limbo no se oyen gemidos ni gritos desgarradores, sólo suspiros que hacen temblar el aire oscuro.

¿Eso es todo? No se hable más: me mudo con todas mis valijas al castillo del Limbo. No hay serpientes, ni lagos de sangre hirviente, ni demonios con espadas, ni ningún castigo atroz. Sólo hay suspiros porque no podemos ver a Dios, pero Dios tampoco quiere vernos porque no éramos miembros del club antes de que el club se fundara… La verdad es que no me dan muchas ganas de conocer al presidente de un club que razona así.

El Limbo es la sociedad perfecta: en él todos son buena gente que siguió las virtudes cardinales (y si en vida obviaron las teologales, fue por desconocimiento nomás). Lo mejor entonces, será empezar a aprovechar el tiempo que resta, que no es la eternidad, pero sí un buen ovillo de años hasta que llegue el Juicio Final. ¿Se aburre uno en el Limbo como en el Paraíso? Claro que no. En el Limbo está todo eso que Dante dice que sin la fe no es nada; está bien, pecador de mí, pero también en el Limbo hay muchísima gente interesante con la cual conversar. En el Limbo están Homero y Virgilio, Ovidio y Horacio: está la poesía. Están Sócrates, Aristóteles y Platón: está la Filosofía. Está Saladino, está Julio César: la Historia.

¿Que primero hace falta aprender griego, latín, árabe? Ningún problema, se aprende. Hay tiempo, una parva de días (o noches). ¿Hay que hacer cola para ser alumno de Heráclito o de Zenón? Se hace. Mientras, se habla incansablemente de literatura (Purgatorio, XXII, 100-105), cosa que en la Tierra muchos de mis congéneres no me toleran. Luego, uno hasta podría hacer la prueba de transferir lo que ha aprendido a alguien: en el Limbo también hay niños.

¿Hay que sacar número para poder sentarse con Homero y escuchar sus hexámetros de primera mano? Se saca número. Y se espera. Décadas, siglos… No importa, porque eso, en el Infierno, hace bien. Un fuerte deseo reproduce justo lo que el Infierno pretende abolir: la esperanza. Por supuesto, será conveniente no levantar la perdiz ni dejar ver que uno la está pasando bien: podría suceder que Minos se diera cuenta y decidiera trasladarnos a los túmulos del sexto círculo, el de los herejes.

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Ver además:
Esquema del Infierno. | Esquema del Purgatorio. | Esquema del Paraíso.

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[*] En
Purgatorio, XXII, 24 y ss., aparece Estacio —el autor de la Tebaida—, que en vida ha sido un derrochón arrepentido; sin embargo, por ser cristiano y gracias a su arrepentimiento (aunque éste se haya producido poco antes de morir), puede purgar su pecado y llegar a ver a Dios. En cambio, en el escalafón dantesco, Virgilio queda condenado al Limbo infernal por haber vivido antes de Cristo y no haber conocido su Revelación. A pesar de que Dante nos presenta a Virgilio como un alma moralmente perfecta, pura virtud sin ningún desliz en vida, lo condena al primer círculo infernal por no ser cristiano. Estacio, que sí ha fallado en vida, encuentra —gracias al arrepentimiento— una segunda oportunidad en la quinta cornisa del Purgatorio, y luego, junto a Dante, consigue llegar al Paraíso. Encuentro en esto un tufillo de injusticia, aunque entiendo que Dante valora más la falla y el posterior arrepentimiento dentro de la fe cristiana que una virtud perfecta por fuera del cristianismo. Así, si Virgilio representa la razón y Beatriz la fe (Purgatorio, XVIII, 46), es el propio Virgilio quien insiste en recordarnos que con la razón sola no alcanza (Purgatorio III, 34-45). Llama la atención cómo Virgilio no puede acceder a la fe pero puede razonarla…

En Paraíso XIX, 33-90, el águila intenta explicar por qué no resulta injusto que los gentiles virtuosos vayan a parar al Limbo. Sin embargo, como bien apunta Luis Martínez de Merlo en una nota de la edición de Cátedra (XIX, 33), esa excusa “sólo puede convencer a los previamente convencidos”.

El tema también se toca en Paraíso IV, 67 y ss. Para mayor precisión, la definición dantesca de “fe” figura en Paraíso XXIV, 64 y ss.

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