El piano oriental, de Zeina Abirached

Por Martín Cristal

Del deseo y la identidad

Imposible no relacionar El piano oriental de Zeina Abirached (Beirut, 1981) con las historietas de la iraní Marjane Satrapi. El principal punto de contacto es un dibujo de estilo similar —en su nivel de síntesis, en sus formas de representación—, si bien en Satrapi se percibe más gestual y expresivo, y hasta informal en la aparente improvisación organizativa de ciertas páginas (como sucede en algunas de Bordados, por ejemplo).

En El piano oriental de Abirached, en cambio, el trazo resulta casi aséptico por sus líneas de grosor fijo y su geometría controlada. El planteo de cada puesta en página colinda con las obsesiones de perfección simétrica del diseño gráfico, y hace sospechar que el planeamiento visual fue realizado de entrada, en forma integral, para el libro completo (y no por acumulación como suele ocurrir en los volúmenes recopilatorios de material que fuera publicado originalmente por entregas).

También relacionan a estas dos artistas ciertas circunstancias biográficas, que determinan que ambas manejen temas en común. Quien haya leído Persépolis (o visto la película), recordará que Satrapi rememora su infancia en Teherán, su posterior mudanza a Francia y el desgarramiento de existir entre Oriente y Occidente. Algo similar sucede en El piano oriental: cambia la ciudad de origen, que aquí es Beirut, pero la trama autobiográfica de Abirached también articula el exilio y la vida entre dos tierras diferentes: en su caso,  Francia y el Líbano.

Esa trama se trenza con una evocación del Líbano que no refiere a la infancia de Abirached sino a una época anterior: la de un personaje basado en su abuelo. El alegre Abdalah Kamanja es músico y ha inventado un piano con el que al fin se pueden tocar los cuartos de tono de las melodías orientales.

Estamos en 1959; Beirut es muy distinta de esa ciudad destrozada que años de guerras televisivas han instalado en nuestro imaginario occidental. La Beirut de Kamanja es una ciudad floreciente y llena de esperanzas, incluida la del propio Abdalah: él desea que su invento pueda ser fabricado masivamente.

¿Habrá tenido éxito la empresa de Abdalah? Y de no ser así, ¿su existencia habrá sido en vano? Todos los empeños de un hombre caben en los sucintos comentarios que sus deudos desgranarán mientras tomen el café del velorio. El deseo vertebral de toda una vida define la identidad del deseante.

Años después, en el extranjero, la joven Zeina reflexionará sobre su propia identidad. Para Sabato, estar en el extranjero es “tan triste como habitar en un hotel anónimo e indiferente; sin recuerdos, sin árboles familiares, sin infancia”. Para Iehuda Halevi, en cambio, Zion —la tierra prometida— “está ahí donde reinan la alegría y la paz” (es decir, no necesariamente donde naciste, ni tampoco, necesariamente, en los alrededores de Jerusalem). Para el bosnio Aleksandar Hemon —otro migrante—, el hogar “es allí donde tu ausencia no pasa desapercibida”… En El piano oriental, Zeina Abirached decide autodefinirse según un dicho de Mahmud Darwich: “Yo soy mi idioma”. Ese idioma no es el de un país en concreto, sino la mezcla interior que ella hace de su francés cotidiano y su árabe natal. Así, su propia identidad es como la de un piano de músicas mixtas.

Tras leer esta novela gráfica, queda claro que Zeina Abirached también maneja con maestría otro lenguaje: el de la narración secuencial. La historieta también es su patria.

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El piano oriental, de Zeina Abirached. Historieta. Salamandra Graphic, 2016. 212 páginas. Con un texto ligeramente diferente recomendamos este libro en «Número Cero», La Voz (Córdoba, 9 de abril de 2017).

El adversario, de Emmanuel Carrère

Por Martín Cristal

Hombre de familia

Emmanuel-Carrere-El-adversario“Yo no sé por qué, sargento, me lleva al destacamento, si somos una familia muy normal”: así ironizaban Charly García y Nito Mestre en su canción “Mr. Jones, o pequeña semblanza de una familia tipo americana”. La familia Romand no era americana, sino francesa; vivía muy cerca de la frontera con Suiza y, al contrario de los desquiciados Jones de Sui Generis, sí era bastante normal… excepto por el padre, Jean-Claude, que el 9 de enero de 1993 decidió borrar del mapa a tres generaciones de los suyos: mató a sus propios padres, a su mujer y a sus dos hijos (de siete y cinco años). Ni el perro se salvó.

Cuando supo del caso, el escritor Emmanuel Carrère (París, 1957) se encontraba terminando una biografía de Philip K. Dick titulada Yo estoy vivo y ustedes están muertos. A la manera de Truman Capote en A sangre fría, Carrère se interesó genuinamente por el criminal y sus circunstancias: se contactó con éste en prisión, lo entrevistó, siguió su juicio y así fue reconstruyendo la trama creciente de mentiras que Romand había sostenido contra viento y marea desde hacía dieciocho años, cuando le había hecho creer a todo el mundo que se había recibido de médico.

(No me queda del todo claro cómo pudo Romand haber terminado de fraguar ese engaño inicial referido a su título universitario. Entiendo la trampa administrativa y la mentira de los exámenes a familiares y compañeros de clase, pero ¿no hay acto de colación en Francia? ¿Entrega de diplomas? ¿Cómo evitó o superó esos compromisos, si es que existían?).

Los engaños, en todo caso, no se detuvieron ahí; al contrario, crecieron como una bola de nieve. ¿Qué extraordinaria presión interna llevó a Romand a mentir y a estafar durante la mayor parte de su vida para finalmente cometer crímenes tan atroces? El adversario de Carrère se dedica a pormenorizar datos y a articular posibles motivos, conformando un relato atrapante sobre la vida de este mitómano devenido asesino. Su densidad nunca afecta la destacable fluidez con que Carrère concatena hechos y reflexiones. El retrato psicológico del camaleónico Romand es certero y no tiene desperdicio.

El libro acaba de reimprimirse en la Argentina; en realidad salió en 2000 y pasó automáticamente a integrar la lista de ejemplos célebres en la corriente conocida como “no ficción”: narrativa testimonial, con un pie en las prácticas de la crónica periodística, donde los hechos son reales pero se presentan novelados. Dicho de otro modo, el estilo y la estructura —lo formal— es de novelista pero, antes que por la construcción de un verosímil, el texto se juzga por un “contrato” con el lector que es de tipo periodístico: leemos asumiendo que los datos en que se basa la novela no faltan a la verdad porque son fruto de una investigación prolija, honesta.

(Vale recordar que la mencionada A sangre fría, que suele machacarse como el libro que inauguró la “no ficción”, no es tal: Operación masacre de Rodolfo Walsh fue publicada casi diez años antes, en 1957).

Conociendo ya lo esencial del caso, ¿por qué todavía vale la pena leer El adversario? ¿Por qué no basta, por ejemplo, con recurrir a la película homónima de 2002, protagonizada por Daniel Auteuil? Porque la posición que toma Carrère como autor —su involucramiento con el tema— hace de estas páginas una experiencia que resulta intransferible a una mera sinopsis o a otras adaptaciones. Carrère descubre a Romand: duda, contacta, se arrepiente de contactar, interactúa, olvida, retoma, asume la posición, se entrega a fondo, intenta comprender sin juzgar pero a la vez tratando de dejar claro que no por eso convalida o perdona los crímenes (Carrère piensa en sus propios hijos). Razona, reconstruye, sintetiza, se sorprende, desconfía, repregunta, indaga, especula sólo cuando no puede ir más allá con la información que tiene.

Emmanuel-Carrere

Y más todavía: de un modo ejemplar, el autor también se autocritica al incluir lo que otros colegas y personas cercanas al caso piensan de su rol como biógrafo de un asesino. “[Romand] debe de estar encantado de que escribas un libro sobre él, ¿verdad?”, le recrimina una periodista que también cubre el caso. “En el fondo ha hecho bien matando a toda su familia, todas sus plegarias han sido atendidas. Se habla de él, aparece en la tele, van a escribir su biografía…”. Carrère asume el lado en que lo deja (mal) parado su labor incluso frente a los familiares de las víctimas.

El falso doctor Jean-Claude Romand, un Satán, adversario de Dios y matador de toda su familia, fue condenado a cadena perpetua con prisión firme de veinte años. Esto quiere decir que recién a los sesenta y un años de edad —o sea ahora, en 2015—, el asesino puede empezar a pedir la libertad condicional. Hay reimpresiones que son oportunas, no me digan que no.

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El adversario, de Emmanuel Carrère. No ficción. Anagrama, 2000. 172 páginas. Recomendamos este libro en “Ciudad X”, La Voz (Córdoba, 5 de noviembre de 2015).

Los hackers en la ficción

Por Martín Cristal

El cracker homérico

En la Ilíada, Ulises quiebra las defensas de Troya escondiendo soldados en el caballo de madera que los griegos ofrecen como regalo. A ciertos softwares maliciosos que se infiltran en las computadoras (generalmente para controlarlas a distancia), hoy se les llama “troyanos”. No son estrictamente virus, cuya finalidad es un ataque destructivo, aunque en el caso del Caballo de Troya sabemos que ése era, en efecto, su objetivo final.

Pekka-Himanen-La-etica-del-hacker-y-el-espiritu-de-la-era-de-la-informacionSi Ulises fuera un genio actual de las computadoras, ¿sería su ardid algo propio de un hacker? Según las definiciones propuestas por La ética del hacker y el espíritu de la era de la información, del finlandés Pekka Himanen (Barcelona: Destino, 2002), Ulises sería más bien un cracker: “aquel que rompe la seguridad de un sistema”. El término fue creado hacia 1985 por los mismos hackers “a fin de defenderse de la tergiversación periodística”: no toleraban que los medios de comunicación los mezclaran con criminales informáticos.

Según Himanen, el verdadero hacker sería quien “programa de forma entusiasta”, un apasionado que comparte su propia pericia y, entre otras cosas, elabora software gratuito, abierto (al estilo de Linux y al contrario de los programas que venden corporaciones como Microsoft o Apple). El hacker detecta vulnerabilidades, sí, pero facilita el acceso a la información y a los recursos tanto como sea posible; es un revolucionario digital que tiende a la anarquía. Valora su tiempo, desprecia las corporaciones y el trabajo por dinero. Su capital es el respeto de los pares.

Ante un conflicto informático entre griegos y troyanos, un verdadero hacker aplicaría su talento en solucionarlo sin caballos tramposos ni virus. Colectivamente y sin mala fe, buscaría una solución creativa: clonar a Helena, tal vez, copiando su data genética para almacenarla en un disco duro compartido por Paris y Menelao. Y también por el resto de los mortales, incluidos otros hackers que podrían mejorar los resultados de esa misma solución, o incluso “retocar” la belleza de la propia Helena.

 

Antihéroes tecno-románticos

Muchos usamos la tecnología, pero la mayoría no comprendemos ni siquiera una pequeña parte de su metalenguaje. Saberlo todo sobre la tecnología lleva tiempo, concentración, aislamiento; el precio de ese conocimiento muchas veces es sufrir la inadaptación social, haber experimentado la marginación, el rechazo de los felices ignorantes.

El hacker —al menos en la ficción— siempre se presenta con un minicomponente de fracaso social y, por ende, tiene bastante de antihéroe. Ante el rechazo, se rehace a sí mismo en un mundo marginal donde prima un saber-hacer que le granjea respeto, le cura algunas heridas sociales y le devuelve la autoestima, le confiere una identidad, un poder y un propósito superior.

¿Anarquistas informáticos? ¿Nerds vengativos? ¿Justicieros marginales? ¿Exhibicionistas del código que, tras conseguir notoriedad, venden sus habilidades a las corporaciones? ¿Freaks, criminales, piratas? ¿Revolucionarios? ¿Un poco de todo? Hoy los hackers son nuestros antihéroes tecno-románticos. Pero, ¿románticos como caballeros andantes que ayudan a damas en apuros, o como piratas que las secuestran?

 

El hacker de Mr. Robot

El límite es dudoso porque, en cierto punto, las prácticas ideales de los hackers se superponen con las acciones criminales de los crackers. La serie Mr. Robot es un buen ejemplo de ese dilema ético, otra variante de la eterna discusión sobre si “el fin justifica los medios”. Queda claro que las categorías finalmente dependen del lado en que está cada quien (al fin y al cabo, Ulises también fue un héroe, aunque no para los troyanos).

Mr-Robot

[Atención: spoilers]. En el guión de Mr. Robot, el uso del actual contexto tecnológico y sus posibles aplicaciones me resultó infinitamente más interesante que el recurso del “narrador-no-confiable-porque-está-mentalmente-alterado” (éste, por demasiado visto y conocido desde El club de la pelea, hace que esa parte de la trama se vuelva previsible ya desde el tercer episodio).

Y sí, además de ése la serie tiene otros robos —V de Vendetta, American Psycho—, pero aun así creo que todos esos rip-offs están bien concertados entre sí para que digamos: ok, adelante, sigo mirando porque el asunto es interesante, róbame mi dinero (qué dinero, si la bajé).

Rami Malek realiza un trabajo impecable en la caracterización del protagonista, y la fotografía aporta al rectángulo de la TV varias composiciones que caen fuera de lo común.

 

Whitehats, blackhats y otros hackers del cine

Esa moral tan volátil y malinterpretable que se les atribuye a los hackers resulta en extremo seductora para incorporarlos a la ficción. La escala que los gradúa según sus intenciones va desde los de “sombrero blanco” —whitehats, cercanos al virtuosismo que planteaba Himanen en su libro—, hasta el extremo criminal de los crackers, o hackers de “sombrero negro” (blackhats).

Precisamente la última película de Michael Mann se titula Blackhat. En ella, Chris Hemsworth es un hacker convicto al que sacan de prisión para que ayude a desbaratar una red mundial de cibercriminales. La trama deriva hacia el thriller y Hemsworth —más conocido como Thor— está más cerca del héroe que del antihéroe tecno-romántico que todo hacker es; no logra incorporar el componente específico de inadaptación social del hacker tan bien como, por ejemplo, Noomi Rapace y Rooney Mara en sus respectivas interpretaciones de Lisbeth Salander, la inflamable protagonista de la saga Millenium, del sueco Stieg Larsson.

Noomi-Rapace-como-Lisbeth-Salander

En un vano intento de actualización, Duro de matar 4.0 introdujo a un joven hacker que realzaba a John McClane como héroe de acción de la vieja escuela: cero tecnología y puños. Uno que sabe y otro(s) que ignora(n): con la misma división, y si se amplía el rango de fantasía tecnológica, también pueden considerarse Matrix y Ghost in the Shell dentro del grupo de ficciones con hackers, o cuyos argumentos se basan en la lógica informática.

Entre los documentales, hay que mencionar al menos dos. We Are Legion (2012), sobre el trabajo y las creencias del colectivo “hacktivista” Anonymous; y el oscarizado e imperdible de Laura Poitras sobre Edward Snowden, Citizenfour (2014), un verdadero documento histórico sobre el espionaje informático en nuestros días.

 

Computer jockeys

Otra de ficción, clásica: Juegos de guerra. El personaje de Matthew Broderick no era estrictamente un hacker, sino un chico talentoso que lograba ingresar al sistema de una computadora militar; creyendo que era un videojuego, casi detonaba una tercera guerra mundial.

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La película es de 1983, y rezuma el espíritu de su época: no sólo por la amenaza de la guerra fría, sino también porque, por esas fechas pero en literatura, la figura del hacker y sus potencialidades se agigantaban con el arribo de la corriente cyberpunk a la ciencia ficción.

William-Gibson-Neuromante-Minotauro-tapa-duraFue sobre todo por William Gibson y su novela Neuromante (1985) que el hacker/cracker se coló al centro del imaginario ficcional del mundo. En Neuromante, Case es un computer jockey, un humano con implantes tecnológicos que le permiten conectarse directamente a la computadora y así ver el universo de datos como un paisaje. Fue en esta novela donde Gibson acuñó el término “ciberespacio”; el autor ensancharía este universo ficcional en Conde Cero y Mona Lisa acelerada.

Otro relato gibsoniano, “Johnny mnemónico”, pasó al cine con Keanu Reeves en el papel de un tipo que se alquila como disco duro externo: almacena data digital de la mafia japonesa en un implante cerebral. El relato está compilado en Quemando cromo (1986); el cuento que da título a ese libro también tiene por protagonistas a dos hackers: uno representa el software, y el otro —un cyborg—, el hardware.

Haruki-Murakami-El-fin-del-mundo-y-un-despiadado-pais-de-las-maravillasTambién en 1985, pero en un registro menos tecno —mucho más ligero, fofo y fantástico—, Haruki Murakami publicaba El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas. Una de las dos líneas argumentales entrelazadas en esta abultada novela tiene por narrador a un informático que (oh casualidad) almacena datos ajenos en su inconsciente. Será víctima de la lucha entre el “Sistema” estatal y el grupo clandestino de los “Semióticos”.

Un digno heredero de Gibson es Neal Stephenson. En 1999 publicó una novela considerada de culto para los hackers: Criptonomicón. Menos futurista que de actualidad tecnológica (deslizamiento en el que Gibson también fue pionero), sus 918 páginas abarcan buena parte de la historia de la criptografía, trenzando dos líneas temporales: una arranca en la Segunda Guerra Mundial, con hechos que hoy se han difundido gracias a El código Enigma, la película sobre Alan Turing; y la otra, en el presente, cuando unos jóvenes tecno-empresarios intentan crear un gigantesco reservorio de datos y dinero digitales en una isla cercana a las Filipinas. En castellano, la novela salió en tres tomos, cada uno con el nombre de un código: Enigma, Pontifex y Aretusa.

Neal-Stephenson-Criptonomicon-castellano-spanish

Aunque didáctico, el libro es exigente: muchas veces Stephenson no resiste la tentación de escribir “en difícil” (y no me refiero sólo a la terminología técnica).

Pola-Oloixarac-Las-constelaciones-oscurasAlgo parecido sucede en Las constelaciones oscuras (2015), de la argentina Pola Oloixarac: exploradores en 1882; hackers en desarrollo, nacidos en 1983; y por fin el año 2024, cuando se lleva a cabo desde Bariloche el proyecto de informatizar el ADN de millones de personas, con la posibilidad de trazar derroteros de vida y realizar un control total sobre la población. Con una prosa rebuscada que entrecruza jergas y referencias cultas, este tardío revival ciberpunk puede resultar tan interesante como agotador.

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Una versión corta de este artículo se publicó en La Voz (Córdoba, 1º de noviembre de 2015).

Felices los felices, de Yasmina Reza

Por Martín Cristal

Hasta que la vida los separe

Yasmina-Reza-Felices-los-felicesSi bien Yasmina Reza (París, 1959) ya tiene varias novelas publicadas, es probable que entre nosotros sea más fácil ubicarla por sus éxitos como dramaturga: baste mencionar su obra más famosa, Art (de 1994) —que en Buenos Aires supo permanecer en cartel durante años con Ricardo Darín, Oscar Martínez y Germán Palacios en los roles protagónicos—; o bien una de las películas más recientes de Roman Polanski, Carnage (de 2011, estrenada aquí bajo el título de Un dios salvaje).

La última novela de Reza se llama Felices los felices; con ella obtuvo el premio Le Monde en 2013. El título surge de unos versos de Borges (tomados del libro Elogio de la sombra): “Felices los amados y los amantes y los que pueden prescindir del amor. / Felices los felices”. Esta novela se compone de veintiún monólogos que captan los vanos esfuerzos en pos de la felicidad, las desavenencias y las complejas interrelaciones que conforman a un puñado de matrimonios y familias de la Francia contemporánea.

“Los sentimientos son cambiantes y mortales. Como todas las cosas de este mundo. Los animales mueren. Las plantas. De uno a otro año, los ríos no son los mismos. Nada dura. La gente quiere creer lo contrario. Se pasan la vida recomponiendo los pedazos y a eso lo llaman matrimonio, felicidad o yo qué sé”. Esto declara en su monólogo uno de los dieciocho narradores que tienen a su cargo este coro novelístico. Ellos no se distinguen tanto por el trabajo de sus voces como por la meticulosa diferenciación de sus circunstancias, y también por su manera particular de comprenderlas y encararlas. Entretejidos con esos monólogos se intercalan algunos diálogos, no siempre marcados con raya y muchas veces a renglón seguido, lo que puede exigir cierta atención extra del lector.

Hay que señalar que Reza no bucea en distintas clases sociales; ella se concentra en personas de clase media y alta, en general adultos, mayormente profesionales: banqueros, psicólogos, funcionarios, periodistas… con maridos y esposas, con amigos, con hijos y con amantes. Con enfermedades y problemas de todo tipo (domésticos y también de los graves). Como es lógico, el círculo de personajes se va a ampliando a medida que ingresan más y más narradores; sin embargo, el mérito de la novela no se centra en esa previsible expansión de la mancha humana representada, sino en la forma en que se va haciendo cada vez más densa la cantidad de interrelaciones entre ese cúmulo de personajes.

Las alusiones de unos respecto de otros —menciones que a veces son sutiles, como dichas al pasar, y otras veces directas y en detalle— van componiendo una trama de proximidades como la que hoy podrían calcular los algoritmos de cualquier red social. Lo que ningún programa puede calcular todavía es todo lo que suelen callar esas relaciones: sus amores clandestinos o viciados; sus tribulaciones, rechazos y hartazgos sin confesar; el daño que la rutina le inflige a todo lo que es sensible, el desgaste del tiempo (implacable, y sin embargo desparejo para cada pareja). El disfrute del lector se centra en sopesar las cualidades de cada relación a medida que se va develando el sociograma propuesto. La maestría de la autora está en presentárselo sagazmente, desnudando con sutileza todos los matices de las conexiones humanas y llevándolo hacia una escena que reúna lo que en principio parece disperso.

Los personajes de Felices los felices son de hoy y están tan vivos como nosotros. La experiencia dramática de Reza, su manera de construir las escenas —discusiones en el supermercado o en la cama; diálogos casuales en la sala de espera del médico; encuentros clandestinos en un bar cualquiera— y, sobre todo, su oralidad, nos colocan frente al texto como si estuviéramos frente a un escenario o ante la pantalla de un cine. Por el enfoque del tema y por su sentido del humor (que muchas veces resulta la única salvación de los personajes), la historia se acerca a Maridos y esposas, de Woody Allen; por su estructura, se asemeja a Vidas cruzadas de Robert Altman; por sus encrucijadas y por la manera en que quedan expuestos las taras y los sentimientos de los personajes, recuerda quizás a alguna película de Agnès Jaoui (Como una imagen, o El gusto de los otros). Si se consideran su rabiosa contemporaneidad y las credenciales de su autora, no resultará extraño que esta novela termine adaptándose para la pantalla grande, más temprano que tarde. Mientras tanto, es un gran placer leerla.

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Felices los felices, de Yasmina Reza. Novela. Anagrama, 2014. 192 páginas. Recomendamos este libro en “Ciudad X”, La Voz (Córdoba, 5 de febrero de 2014).

La Molécula Levrero

Por Martín Cristal

Este post de El pez volador complementa a un artículo que escribí en simultáneo para el blog de la revista La Tempestad de México.

Corriente y contracorriente de lectores

En ambas márgenes del Río de la Plata, todavía es fácil distinguir quiénes leían a Mario Levrero desde antes de su muerte (2004) y quiénes lo descubrieron después, con su relanzamiento editorial. Por supuesto, no es asunto de importancia ante la alegría de que efectivamente muchos estén leyendo a Levrero; además, cuando sus obras estén reeditadas por completo, ambos grupos de lectores terminarán por confundirse.

Mientras tanto, y si se perdona el pecado de generalizar un poco, se puede decir que la diferencia entre unos y otros radica en el sentido —la dirección— en que recorren esa obra. Los primeros venían zigzagueando desde la plaqueta de Gelatina (1968) hacia La novela luminosa (2005), más o menos en desorden según pudieran (o no) conseguir los libros. Los segundos arrancan por la luminosa, o por la reedición de El discurso vacío, y van explorando hacia atrás al ritmo de otras reediciones (o de lo que puedan hallar en librerías de viejo).

Uno, dos, muchos Levreros

La novela luminosa y El discurso vacío son libros impecables pero —gusten o no— son sólo una faceta de un escritor cuyo verdadero gen creativo resulta difícil de captar sólo desde la lectura de esos dos títulos.

Y es que hay muchos Levreros. Cuatro o cinco. O seis. O, por lo menos, dos Levreros. [Este asunto lo detallo mejor en el artículo del blog de La Tempestad].

Mínimo, dos Levreros. Es curioso: en las tapas de algunas ediciones de Arca, se ve una foto de Levrero partida en dos: la mitad izquierda saliendo a corte por la derecha y la mitad derecha saliendo por la izquierda… El diseño era horrible, pero a la larga su concepto resultó atinado.

A veces ambos Levreros se sienten como personas distintas. Quizás sólo haya una diferencia de madurez: una juventud juguetona que prefiere las piruetas formales y el vuelo imaginativo, frente a una vejez cuya experiencia lo decanta hacia la reflexión y la sencillez formal. A pesar de la distancia que pueda haber entre ambos modelos, la mirada y el tono espiritual que los recorren son los mismos. Otra constante es cierta tersura kafkiana en la prosa.

Aunque yo mismo, como lector/escritor, me he distanciado un poco de “lo fantástico”, igualmente tengo para mí que el corazón de la obra levreriana no es La novela luminosa, sino los cuentos multiformes de Espacios libres y la llamada “trilogía involuntaria”, compuesta por las novelas cortas La ciudad, El lugar y París. La ciudad es decididamente kafkiana, al modo de El castillo. El lugar me parece la mejor (aunque el propio Levrero pensara lo contrario): creo que su concepción es genial, y que además puede leerse como un puente entre los mundos de la fantasía y el mundo real. París cierra bien el conjunto, con un toque más surrealista que las otras dos.

El mapa de una obra sui generis

¿Cómo representar y valorar una obra tan variada y heterodoxa? No me van los rankings; en este blog me he inclinado varias veces a favor del mapa literario. Al mapa de Mario Levrero lo he imaginado en la forma de una molécula bastante sui generis:

Ampliar la imagen para ver las relaciones internas de la Molécula Levrero.

La cronología va de izquierda a derecha (con alguna alteración por razones de espacio). En el eje vertical, ubico arriba las obras más importantes y abajo las que juzgo menores (o meras curiosidades en el contexto de la obra completa), esto siempre según una valoración que es personal y que seguramente no coincidirá con la de otros lectores. El tamaño de las esferas también indica la importancia que estimo para cada obra (aunque los cuentos se ven más grandes que las novelas porque necesitaba más espacio para detallar los contenidos de cada libro; no quiero decir que me parezca más importante un género que el otro). Las relaciones más fuertes entre las obras están indicadas por los conectores que las unen. Los estilos y géneros —a veces mixtos, no siempre claramente definidos—, se sugieren con un sistema de colores (ver referencias al ampliar el gráfico. Si no ampliás el gráfico, no te enterás de nada…).

La Ilíada en gráficos: Índice

Por Martín Cristal

Desde acá se puede acceder a todos los gráficos sobre la Ilíada de Homero que publiqué entre 2009 y 2010 en El pez volador. Se trata de una serie de esquemas y notas sobre la progresión del combate, canto por canto. Sólo representé aquellos cantos en los que griegos y troyanos luchan, dejando a un lado los cantos donde se narran otras acciones (con alguna que otra excepción). Para saber más sobre esta serie de diagramas se puede leer mi introducción a este proyecto, el cual no pretende reemplazar la lectura de la obra, sino sólo servir como herramienta para su análisis o relectura.


Canto II

1. Catálogo de las naves griegas.
2. Aliados de los troyanos.
.

Cantos III y IV
Duelo Paris-Menelao.
Inicio de la batalla.
.

Canto V
Las hazañas de Diómedes.
..

Cantos VI y VII

La batalla continúa.
Duelo Héctor-Áyax.
.

Canto VIII
Combate interrumpido..

Canto X
Misión nocturna (Dolonía)..

Canto XI
Hazañas de Agamenón..

Canto XII

En la muralla griega..

Canto XIII
Dentro del campamento griego..

Canto XIV
Los griegos reaccionan..

Canto XV
Contraataque troyano..

Canto XVI
Gloria y muerte de Patroclo..

Canto XVII
Lucha por el
cadáver de Patroclo.

.
.

Canto XX
Duelos entre dioses;
duelo Eneas-Aquiles;
Aquiles vuelve a la batalla.
.

Canto XXI
Combate en el río..

Canto XXII
Muerte de Héctor..

Canto XXIII
Juegos en honor de Patroclo..

Bodycount
Las bajas de ambos ejércitos..

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Todos los esquemas fueron dibujados por mi en Adobe Illustrator durante el año 2006, siguiendo la versión de Thomas Murau sobre el texto establecido por T. W. Allen en Homeri Opera (Oxford, 1967). La edición que consulté es la de Terramar Ediciones (La Plata, 2004).

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Ilíada: apuntes del Canto XI

Por Martín Cristal

Hazañas de Agamenón

Así como Diómedes se luce guerreando en el Canto V, en el Canto XI lo hace Agamenón, aunque en menor medida. Paris hiere a muchos a flechazos, entre ellos a Diómedes, que se retira. Odiseo también se destaca, hasta que es herido y, en retirada, salvado por Menelao. Aunque se mencionan muchas bajas troyanas y actos valerosos de los griegos, en general en este canto los que avanzan son los troyanos; los griegos retroceden hacia la playa, donde está su campamento.

Ampliar esquema para verlo en detalle.
iliada-canto-xi

Ilíada: apuntes de los Cantos III y IV

Por Martín Cristal

Duelo Paris-Menelao. Inicio de la batalla

En el Canto III, Paris y Menelao se disponen a resolver mano a mano el conflicto que el primero ha iniciado al raptar a Helena, la bella mujer del segundo. Sin embargo, el duelo quedará trunco. Ante esa irresolución, en el Canto IV comienza entonces la batalla, la cual se desarrollará a lo largo de los cantos restantes.

En todos los esquemas que hice sobre la progresión de la batalla —y que iré subiendo a lo largo de 2009 en El pez volador—, siempre aparecen avanzando desde la izquierda, con uniforme liso, los troyanos; y desde la derecha, con uniforme a rayas, los griegos.

Cada línea punteada sigue el derrotero de un personaje destacado; sobre la línea se marcan los enemigos que ese personaje hiere o mata, entre otros eventos.

Ampliar el esquema para verlo en detalle.

iliada-cantos-iii-iv

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El lector en la biblioteca pública (II)

por Martín Cristal

Intervención en el teórico de Arquitectura I —cátedra del Arq. Mariano Faraci— sobre el tema de la biblioteca pública desde la perspectiva del lector-usuario. Martes 29/04/2008, Aula Magna de la Facultad de Arquitectura, Urbanismo y Diseño (UNC). Parte 2 de 2.
[Leer la primera parte]
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La biblioteca nacional de Austerlitz

El fragmento que vamos a ver es de W. G. Sebald, un escritor alemán que murió en 2001. Ese mismo año había publicado una novela titulada Austerlitz (que es el apellido de su personaje principal, Jacques Austerlitz). Este personaje va a la Biblioteca Nacional de Francia a buscar datos para tratar de localizar a su padre, desaparecido hace tiempo en París.


1.
[El edificio está] “inspirado evidentemente, en su monumentalismo, en el deseo del presidente del Estado de perpetuarse […]. En todas sus dimensiones exteriores y su constitución interna, es contrario al ser humano y de antemano intransigentemente opuesto a las necesidades de cualquier lector verdadero. [Al llegar] se encuentra uno al pie de una escalinata que rodea todo el complejo […]. Si se trepan por lo menos cuatro docenas de escalones, tan estrechamente medidos como escarpados, lo que hasta para los visitantes jóvenes no carece totalmente de peligro, se llega a una explanada, literalmente abrumadora para la vista […].

2. Cuando estuve por primera vez en la cubierta de paseo de la nueva Biblioteca Nacional, necesité algún tiempo para descubrir el lugar desde el que los visitantes, por una cinta transportadora, son llevados al piso bajo, en realidad la planta baja. Ese transporte descendente —después de haber subido con el mayor esfuerzo a la meseta— me pareció enseguida algo absurdo, que evidentemente —no se me ocurre otra explicación, dijo Austerlitz— tiene por objeto deliberado infundir inseguridad y humillar al lector, sobre todo porque el viaje termina en una puerta corrediza de aspecto provisional, el día de mi primera visita cerrada con una cadena atravesada, en la que hay que dejarse registrar por personal de seguridad semiuniformado”.

El valor de este fragmento es, primero, la consideración del exterior de la biblioteca —en los otros ejemplos no disponíamos de esto—; segundo, vemos que esa consideración es negativa. El presidente con “voluntad de perpetuarse” era François Mitterrand; esa voluntad de monumentalismo es contraria a la escala del ser humano y lo obliga a una prueba de fuerza donde tiene que subir primero para después bajar y así hacer su entrada en el mismo nivel en que estaba cuando llegó… Eso es poner trabas al ingreso (para colmo, luego va a haber excesivas medidas de seguridad). El conjunto de estas trabas “infunde inseguridad y humilla al lector”. Así se siente Austerlitz ante esto.

Pasemos a los siguientes fragmentos de Sebald:

3. “A pesar de esas medidas de control, conseguí finalmente, dijo Austerlitz, sentarme en la nueva sala de lectura general Haut du Jardin, en la que, en la época que siguió, pasé horas y días enteros, mirando distraídamente, como ahora acostumbro, al patio interior, esa extraña reserva natural, cortada por decirlo así en la superficie de la cubierta de paseo y hundida a dos o tres pisos de profundidad, en la que han plantado alrededor de un centenar de pinos piñoneros, que trajeron aquí de la Foresta de Bord, no sé cómo, dijo Austerlitz, a este lugar de exilio. […] Muchas veces ha ocurrido también que los pájaros se extravíen en el bosque de la biblioteca, vuelen hacia los árboles reflejados en los cristales de la sala de lectura y, tras un golpe sordo, caigan sin vida al suelo”.

4. “Desde mi lugar en la sala de lectura he pensado mucho en la relación que tienen esos accidentes, no previstos por nadie, es decir, la muerte súbita de un ser desviado de su rumbo natural, lo mismo que los fenómenos de paralización del sistema electrónico de datos, que se producen una y otra vez, con el cartesiano plan general de la Biblioteca Nacional, y he llegado a la conclusión de que, en todo proyecto diseñado y desarrollado por nosotros, el dimensionamiento de las magnitudes y el grado de complejidad del sistema de información y dirección son los factores decisivos […]. Esa nueva biblioteca gigantesca, que según una concepción desagradable y constantemente utilizada hoy, debe ser el tesoro de toda nuestra herencia literaria, ha resultado inútil en la búsqueda de las huellas de mi padre, desaparecido en París”.

Con decir sólo esto último —que es la biblioteca es inútil— basta para ser lapidario con ella. Todas las demás críticas saldrían sobrando, aunque aquí funcionan como pruebas del porqué de la inutilidad de esta biblioteca.

Lo del bosque y el pájaro me parece una linda metáfora para el lector en una biblioteca como ésta: un pájaro perdido en un bosque, el cual finalmente choca contra una ilusión, el reflejo en un vidrio. Esto es, un lector frustrado, que no encuentra lo que quiere leer.

En la sala de lectura, Austerlitz se topa con un enorme esfuerzo por lograr una tranquilidad artificial: un bosque de pinos importado. No sé si ustedes conocen o han visto el edificio: en medio de su zigurat —dice Sebald— hay un pozo donde están los pinos, sujetos con cables de acero. La sala de lectura está ahí abajo y uno ve los pinos plantados ahí, en un entorno totalmente artificial. Esto sería como si en la biblioteca de Murakami, para que haya olor a mar, ubicáramos un mar artificial en la parte exterior, o pusiéramos un aparato que hiciera olas para escuchar el sonido del mar: no tendría sentido. Sin duda, esta biblioteca francesa está promovida por una gran megalomanía.

La última reflexión de Sebald, un poco más abstracta, puede servirles (llevándola a la escala de una biblioteca popular, por supuesto). Según Sebald, el dimensionamiento de las magnitudes —las proporciones, la escala de los espacios, sus tamaños— y el grado de complejidad del sistema de información y dirección son los factores decisivos en la organización del espacio “biblioteca”.

Consideraciones finales

Para cerrar esta intervención, quiero proponerles una serie de reflexiones breves relacionadas con lo que hemos visto hasta aquí.

Hemos hablado mucho de lectura, pero tenemos que recordar que la lectura, si bien es la actividad emblemática en una biblioteca, no es la única. La biblioteca no es un lugar sólo para leer; es un lugar para pensar. Ustedes pueden hacer un rápido recorrido mental por la ciudad y darse cuenta de que casi todos los espacios hoy están hechos para distraer al individuo; todo quiere captar nuestra atención, la publicidad, en escalones, en mingitorios, en lugares absurdos. Uno no puede encontrar —ni siquiera en un bar— un lugar para pensar. La biblioteca, si está bien hecha, podría ser ese lugar.

No es el silencio absoluto, sino la tranquilidad lo que permite pensar. Esto es a lo que tiene que apuntar, por lo menos, la sala de lectura. Por supuesto que hay muchas formas de pensar: a veces el debate es una manera de pensar, a veces el taller… estos otros ámbitos deberán desarrollarse de otra manera, pero la sala de lectura tiene que proponer tranquilidad, que no es silencio absoluto. Piénselo un segundo: si ustedes se levantan una mañana y escuchan un silencio absoluto sobre el planeta… sería algo terriblemente inquietante, para nada tranquilizador.

Como motivación, es un desafío diseñar un espacio como éste, pensarlo, construirlo, porque hoy la biblioteca se encuentra en una encrucijada donde están cambiando los formatos y por ende, la función de la biblioteca.

La biblioteca, para el lector, es un lugar de descubrimientos. Lo hemos visto claramente en los ejemplos de Murakami y Bukowski.

Por último, a modo de reflexión final, quisiera que pensáramos en lo siguiente. Creo que no hay lector que olvide su etapa iniciática, que se olvide de esa etapa en la que se enganchó con sus primeros libros. Pronto el lector suma lecturas y se hace inevitable que los textos se vayan difuminando; que uno —cuando ya ha leído 400 ó 500 libros— se vaya olvidando de los argumentos… Quedan solamente algunos rasgos exteriores, o algún detalle interior, pero no mucho más. Sin embargo, resulta difícil olvidarse de los lugares donde uno ha leído tal o cual libro. Uno a veces ya no recuerdo el argumento, pero, con sólo rever la tapa, se acuerda del lugar donde estaba cuando lo leyó.

Si cruzamos estos dos factores —la imposibilidad de olvidar la iniciación en la lectura y esta característica extraña de olvidar lo leído pero no el lugar donde se leyó—, creo que todos los lectores que nazcan como tales en la biblioteca que ustedes van a desarrollar, a modo de recompensa —recompensa para ustedes— no van a olvidar jamás el espacio que ustedes habrán diseñado. Desde la perspectiva de un humilde lector, me parece que no es poca cosa lograr el diseño de un lugar que resulte inolvidable.