Nuestro mundo muerto, de Liliana Colanzi

Por Martín Cristal

Ahí pero dónde, cómo

Lo real sólo es un problema en sus bordes: lo difícil es saber hasta dónde llega lo real, cuál es su frontera con eso “otro” que estaría ahí, “pero dónde, cómo” (según se preguntaba Cortázar).

Cuando la mente se inunda de dudas y de voces: en ese umbral transcurre Nuestro mundo muerto, de Liliana Colanzi (Santa Cruz, Bolivia, 1979). Sus ocho cuentos aventuran metafísicas personales mediante raptos de psicosis, misticismo, alienación, o basados en las tradiciones ancestrales de los pueblos originarios.

En “El ojo”, esas visiones ultraterrenas las implanta una madre, que antes de persignarse, le dice a la narradora: “El enemigo viene disfrazado de ángel […], pero su verdadero rostro es terrible. No te olvides nunca de que llevas su marca en la frente. Él conoce tu nombre y escucha tu llamado”. La fina línea entre sentido figurado y literalidad es la cuerda por la que el lector camina hasta el final: ¿profecía verdadera o daño psicológico provocado por “el ojo” sauronesco de una controladora?

En “La Ola” las fuerzas extrañas son percibidas con la intuición, sin suscribir ya a un sistema de supersticiones previamente articuladas (léase “religión”). El relato de una insomne universitaria de Cornell —en Ithaca, Nueva York (donde Colanzi reside y enseña)— contiene a su vez al de una chola que atraviesa una experiencia enteogénica transformadora.

En “Meteorito”, la amenaza proviene del espacio exterior; sin embargo —y como ya dijera Ballard— es el espacio interior del individuo el que vale la pena explorar hoy. Eso hace Colanzi. Hay una finta similar en “Caníbal”: la amenaza exterior —ese “Hannibal Lecter” que ronda por París— sólo es envoltorio para la indagación de la intimidad de quien narra.

“Chaco” transparenta admiración por el Eisejuaz de Sara Gallardo. El protagonista también tiene un rapto místico: la voz de un indio muerto se instala en su cabeza de asesino, y lo insta a otras acciones. Los pasajes de esa voz merecen leerse en voz alta.

Menos como Ballard que como Philip Dick, en “Nuestro mundo muerto” Colanzi opta por un entorno neto de ciencia ficción: la (tópica) exploración de Marte. Los recuerdos de una Tierra que ya no ofrece nada se enzarzan con el paisaje hostil del presente, que concede delirios pero ninguna vuelta atrás.

Cierra “Cuento con pájaro”: coral y con saltos temporales, en su concepción puede relacionarse con “Lobisón de mi alma” de Mariano Quirós, por cómo ambos cuentos remiten oblicuamente al éxodo forzado de los nativos de las zonas rurales hacia las grandes urbes.

Los ocho cuentos arrancan con convicción. Muchos finales no buscan una redondez concluyente sino ambigüedad deliberada; la apreciación de esas sutilezas quizás divida a los lectores. Otros finales, abiertos, asemejan el cuento al piloto de una serie: proyectan la trama hacia lo que vendría (es el caso de “Alfredito”, donde lo cuestionado es el umbral de la muerte).

Por su cohesión temática, por su incorporación de ciertos rasgos regionales (¿nostalgia del boom latinoamericano?) y por un estilo trabajado como una masa liviana y refinada —con algunos localismos, frutos abrillantados dispersos que le dan a la prosa su sabor particular—, Nuestro mundo muerto es un libro disfrutable, plantado en la triple frontera entre lo verdadero, lo percibido y lo sobrenatural: “eso” que sólo aceptamos cerca de nosotros cuando su contacto se nos vuelve innegable.

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Nuestro mundo muerto, de Liliana Colanzi. Cuentos. Eterna Cadencia, 2017. 128 páginas. Recomendamos este libro en «Número Cero», La Voz (Córdoba, 4 de junio de 2017).

El zoo de papel y otros relatos, de Ken Liu (II)

Por Martín Cristal

[Leer el post anterior: “1. Sobre el autor”]

2. Sobre los relatos

Para este primer libro, Liu no seleccionó sólo sus textos más famosos, sino también otros que pasaron desapercibidos pero que, sumados al conjunto, dan como resultado “una muestra acertada y representativa” de sus “intereses, obsesiones y objetivos creativos”.

El gran eje temático del libro son las dificultades de adaptación ante un gran cambio geográfico o histórico: la transculturación, muchas veces considerando la inmigración china en Norteamérica, pero no exclusivamente en esa variante. A veces también se trata de las fricciones producidas por el paso de un estadio evolutivo al siguiente, por un marcado cambio de época o incluso por una mudanza de planeta o galaxia.

Sobre su pertenencia o no al género de la ciencia ficción, dice el mismo autor (en el prefacio del libro):

“No presto demasiada atención a la distinción entre fantasía y ciencia ficción —ni, ya puestos, entre ‘obras de género’ y ‘literatura generalista’—. Para mí, la esencia de la ficción es que en ella se prioriza la lógica que rige las metáforas —que es la lógica que rige las narraciones en general— por delante de la realidad, que es irremediablemente aleatoria y carente de sentido”.

 

Los relatos, uno por uno

[Atención: spoilers]

La nave insignia del libro es “El zoo de papel” (“The Paper Menagerie”, que conocimos en castellano gracias a la antología Terra Nova, de Mariano Villareal y Luis Pestarini; Sportula, 2012). Este cuento es la primera ficción, de cualquier extensión, en ganar los premios más importantes del género: el Nebula, el Hugo y el World Fantasy.

Su narrador es Jack, un joven que recapitula su niñez en Estados Unidos como hijo de un americano y una mujer china. Al convertirse en adolescente, las típicas desavenencias entre hijos y padres cobrarán en Jack la forma de una creciente “vergüenza de los orígenes” de su madre, un desprecio especialmente centrado en su lengua materna. La idea que impulsa al cuento —más mágico o sobrenatural que propiamente de CF— recae en unas figuras de animales hechas con papel plegado: piezas de origami a las que la madre de Jack era capaz de insuflarles vida para que su pequeño hijo jugase con ellas.

(Por cierto, la brecha generacional también aparece en un cuento de Liu que NO fue seleccionado para este libro, pero que está online en castellano: “Quedarse atrás” [Staying Behind]. Tan conmovedor como el “El zoo…”, quizás quedó fuera por no mostrar tan claramente el tema que marcamos como eje de esta antología. No presenta rastros de la transculturación china-norteamericana, aunque sí hay un traspaso: del mundo finito de la carne a la vida eterna de los soportes digitales, tema sobre el que también varió Martín Felipe Castagnet en su novela Los cuerpos del verano).

Los dos cuentos con títulos más largos y estrafalarios son Acerca de las costumbres de elaboración de libros en determinadas especies (The Bookmaking Habits of Select Species) y “Manual comparativo ilustrado de sistemas cognitivos para lectores avanzados” (An Advanced Reader’s Picture Book of Comparative Cognition).

Ambos incorporan la forma del catálogo: el primero (que abre el libro), es una breve enciclopedia de la manera en que las especies de distintos planetas se las arreglan para hacer “libros”. Claro que esos “libros” no se parecen en nada a los nuestros, ya que los órganos perceptivos, los cerebros y la memoria de esas especies son muy diferentes… Éste es el cuento más borgeano del libro, y se integra a la tradición de esos que funcionan como un compendio de las costumbres exóticas de otras especies y lugares (todos los cuales parecen fundarse, como mínimo, en Swift y Los viajes de Gulliver).

Si el primer cuento se centra en la escritura, el otro lo hace en la lectura, en un sentido amplio: las distintas formas de percibir e interpretar. En “Manual…”, un catálogo del modo en que distintas especies registran los estímulos que perciben sus sentidos, se intercala con la historia concreta de una familia de padre-madre-hija que se resquebraja ante una oportunidad única, ansiada por la madre: la de salir de viaje entre las estrellas, sin retorno, para intentar contactarse con otras formas de vida. A la vez tratado y memoria familiar fragmentaria (rasgo éste que recuerda al cuento “La historia de tu vida”, de Ted Chiang), el relato se publica por primera vez en este volumen.

“Cambio de estado” (State Change) es el que mejor representa la idea de tomar una metáfora y volverla literal, para así crear un personaje o un argumento narrativo. En el cuento, el alma de las personas al nacer se materializa como un objeto concreto, diferente para cada quien. Cada uno deberá tenerlo cerca durante el resto de su existencia. Los rasgos de ese objeto gravitan sobre la personalidad del sujeto; la destrucción del objeto es el fin de la vida. En el caso de la apocada Rina, su alma es un frágil cubito de hielo, que ella debe cuidar y llevar, refrigerado, a todas partes. Uno de los mejores cuentos del libro, en mi opinión.

“Como anillo al dedo” (The Perfect Match) incorpora elementos tecnológicos a lo Black Mirror. Tilly es una aplicación de asistencia personal (similar a Siri); su relación con Sai, el usuario-protagonista, recuerda un poco la película Her, de Spike Jonze. Sin embargo el relato no deriva hacia el enamoramiento hombre-software, sino hacia el tema de la cibervigilancia y la guerra por el conocimiento y el tráfico de la información que libran una megaempresa a lo Google y algunas guerrillas cibernéticas. Las preguntas de fondo son: ¿qué posición vas a tomar en esa batalla? ¿De qué lado estás?

“Buena caza” (Good Hunting) es otro de los mejores relatos del libro. Inicia en un universo legendario, de fábula china, con la aparición nocturna de seres sobrenaturales que no podrán mantener por mucho tiempo su reinado de magia y misterio: los tiempos cambian, se avecina la era del vapor y el iluminismo científico. Los seres mágicos deberán adaptarse a los adelantos tecnológicos para sobrevivir en un mundo que desdeña la magia y ya no tiene vuelta atrás. Claro que, como dijo Arthur C. Clarke, “Cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia”… La acción de este cuento abarca décadas, en un convincente degradé que hilvana la leyenda mitológica con el imaginario steampunk. Es, además, otro relato centrado en un problema de adaptación.

Le siguen “Simulacro” (Simulacrum) y “Regulada” (The Regular), tal vez los menos memorables del conjunto. El primero, ya desde el título, muestra cierta pátina dickiana: Paul Larimore ha inventado un proyector que puede reproducir personas por breves instantes. Son figuras móviles en 3D con las que se puede interactuar (incluso sexualmente); se las llama “simulacros”. El cuento extrapola nuestra obsesión por registrarlo todo en fotografías y videos; se articula en retrospectiva, con los testimonios alternados del famoso Larimore y los de su hija Anna. Ella dice conocer al “verdadero Paul Larimore”; su padre no es el prohombre que el mundo cree conocer. También sostiene que el mundo estaría mejor sin esos simulacros. ¿Juzga Anna demasiado duramente a su padre?

El segundo es un relato largo y de género negro (pero en el sentido en que dicho género fue procesado por el cyberpunk). Inicia con el asesinato de una prostituta que usaba un implante ocular para registrar sus encuentros con los clientes, con la previsible finalidad de chantajearlos. La detective encargada del caso también tiene un cuerpo mejorado a lo cyborg, con implantes biotecnológicos y drogas que la potencian. Pero no siempre es fácil vivir así.

“Las olas” (The Waves) y Mono no aware siguen en el índice a “Manual…”, muy posiblemente por su continuidad temática: los tres comparten el tópico de los viajes interestelares. En el primero —sin relación aparente con la novela de Virginia Woolf—, la dilatadísima extensión temporal del viaje implica cambios evolutivos en la raza humana, puntos de inflexión que los individuos discuten y que no siempre están dispuestos a asimilar dócilmente. Aunque los sucesivos cambios casi deshacen por completo la idea que hoy tenemos de “ser humano”, las relaciones afectivas consiguen mantenerse vigentes, en parte por la pasión de nuestra raza por compartir sus historias y las leyendas fundacionales del universo.

En el segundo —con protagonista japonés, no chino—, la nave interestelar que lleva a los últimos sobrevivientes de la Tierra sufre una avería grave. Se intercala el relato de los últimos días de nuestro planeta (condenado por la llegada de un enorme meteorito) con el de la acción heroica necesaria para tratar de salvar a la nave. En ambos relatos se trenzan el amor, el sacrificio y la conciencia de nuestra finitud. El título en japonés refiere a “la sensación de fugacidad de todas las cosas en la vida”.

“Todos los sabores” (All The Flavours) y “El literomante” (The Literomancer) se enfocan en el choque cultural entre chinos y estadounidenses, intentos de integración no siempre exitosos. Con aliento a western, el primero podría ser una novela corta (tiene 100 páginas); se basa en la historia de los inmigrantes chinos afincados en la zona de Idaho durante el siglo XIX, con todos sus esfuerzos y rechazos; esto último recuerda el comienzo de Sueños de trenes, de Denis Johnson. Lily, una joven americana, entabla amistad con uno de ellos, Lao Guan (o “Logan”), quien a su vez le enseña a jugar al go y le cuenta leyendas de la antigua China. El protagonista de estas leyendas es Guan Yu, el dios chino de la guerra. La estructura que intercala ambos niveles narrativos es la de las “novelas dentro de la novela” que conocemos desde el Quijote.

El segundo relato de este par invierte los términos geográficos y culturales: sigue a una familia de americanos afincada en Oriente, en 1961. La hija es Lilly, una niña que no se lleva bien con sus compañeras americanas de la escuela a la que asiste, en la base militar estadounidense en Taiwán. Sus problemas de adaptación parecen mejorar con su acercamiento casual con Kan Chen-hua, de oficio “literomante”: un anciano que “le dice la buenaventura a la gente basándose en los caracteres de su nombre y en los caracteres que eligen”. (Liu también utiliza el recurso narrativo de poetizar sobre la caligrafía en “Mono no aware”, salvo que en ese caso son caracteres japoneses). El encanto de ese oficio y la bondad del viejo parecen propiciar un acercamiento cultural, salvo que en el camino florecerá la tragedia, cuando Lilly descubra cuál es el verdadero trabajo de su propio padre en Taiwán.

Por su indagación histórica y su dimensión política, este relato está en contacto también con los tres que cierran el libro. En ellos, el individuo se planta y reivindica su dignidad ante los huracanados abusos de la Historia.

“Breve historia del túnel transpacífico” (A Brief History of The Trans-Pacific Tunnel) es una ucronía. Su punto de divergencia es 1929: el inicio de la construcción de un túnel submarino entre Japón y Estados Unidos mejora las relaciones entre Oriente y Occidente; ésta y otras circunstancias históricas alternativas evitan la Segunda Guerra Mundial y sus atrocidades, aunque eso no quiere decir que en adelante todo vaya a ser color de rosa para la humanidad: el lector lo irá descubriendo por el relato en retrospectiva que ofrece el narrador, un nativo de la isla de Formosa (Taiwán) que participó activamente en la construcción de esa monumental obra, superior —en esfuerzo y dimensiones— a la Gran Muralla China.

“El maestro de litigios y el Rey Mono” (The Litigation Master and The Monkey King) se remonta a la China del siglo XVIII. Tian Haoli se gana la vida como asesor legal de los pobres, quienes recurren a él cuando tienen problemas en los tribunales imperiales. Los jueces, volubles y sesgados por la lealtad al emperador, se irritan por las ya famosas estratagemas de Tian. Él las discute —¿sólo en su mente o en contacto con el más allá?— con una figura mítica: el Rey Mono (cuya personalidad revolucionaria conocemos gracias a la genial historieta de Milo Manara). La dignidad moral y la resistencia del tramposo Tian serán puestas a prueba cuando este hombre corriente tenga que enfrentarse a una elección extraordinaria, en aras de preservar una verdad histórica para las futuras generaciones.

A “El hombre que puso fin a la Historia: documental” (The Man Who Ended History: A Documentary) lo conocíamos de la antología Terra Nova, Vol. 2 (Villareal y Pestarini; Sportula, 2013). Liu admite que tomó su forma de un excelente relato de Ted Chiang: “¿Te gusta lo que ves? (Documental)”. Su contenido, sin embargo, es totalmente diferente: el relato inicia dando cuenta de un avance técnico de concepción deslumbrante, el cual permite revisar el pasado. No viajar al pasado ni modificarlo, pero sí atestiguar sus hechos. La posibilidad material de dicha constatación modifica el estudio de la Historia como tal, pero también pone en cuestión las leyes y el Derecho, al permitir que eventos históricos atroces —en los que los derechos humanos fueron pisoteados, como en el caso de infame Escuadrón 731— sean revisitados con una objetividad nueva, basada en esclarecedores testimonios a posteriori. Sinuoso y algo largo, este relato de Liu vale, sin embargo, por la excelente idea que lo dispara, y por las discusiones y reflexiones que prodiga en su transcurso.

 

En síntesis

Como ya destacamos al referirnos a los mejores cuentos de la antología 25 minutos en el futuro, Liu nunca se queda sólo en el alarde expositivo de la idea-motor del cada relato (más o menos brillante según cada caso, pero siempre presentada de entrada y con sencillez), sino que busca trascender ese anzuelo inicial para llevar al lector al terreno de lo afectivo. Las ideas que motorizan cada relato no están ahí para su propio lucimiento, sino para propiciar una narración que cobra valor en su emotividad, en el sustrato de las relaciones intrafamiliares y en el drama de esas relaciones cuando se manifiestan durante los momentos más oscuros y difíciles de la historia de la humanidad.

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El zoo de papel y otros relatos, de Ken Liu. Runas (Alianza Editorial), Barcelona, 2017. 544 páginas.

Cero K, de Don DeLillo

Por Martín Cristal

Meditación sobre la (in)mortalidad

don-delillo-cero-kComo en Cosmópolis —su novela llevada al cine por David Cronenberg—, Don DeLillo (Nueva York, 1936) acota en Cero K un espacio donde sus personajes puedan circunscribir su pensamiento y discutir algún aspecto de la cultura contemporánea. Esta vez ese lugar no es una lujosa limusina tecno que atraviesa Manhattan, sino un contradictorio complejo edilicio, tan minimalista como laberíntico, situado cerca de la frontera entre Kazajistán y Kirguistán. Los temas centrales no son el dinero y el poder, sino la muerte y nuestra ansiedad por trascenderla: tener (o fabricarnos) un más allá, insertar otra moneda —todas las monedas— para seguir jugando.

En ese edificio “apenas verosímil” se congelan cuerpos de personas pudientes cercanas a la muerte, hasta que la tecnología pueda despertarlos. Su aislamiento premeditado se basa en “fuentes de energía duraderas y potentes sistemas mecanizados. Muros blindados y suelos reforzados. Redundancia estructural. Seguridad antiincendios. Patrullas de seguridad por tierra y aire. Ciberdefensa elaborada”. Su diseño también busca promover una reflexión específica: “Estamos aquí para replantearnos todo lo que tenga que ver con el fin de la vida”.

Ahí llega Jeffrey Lockhart para acompañar a su padre y a la esposa de éste, una enferma terminal a punto de ser congelada (“cero K” refiere a la temperatura en grados Kelvin). Desestimada la promesa de un paraíso, se invierte en tecnología para perdurar acá: DeLillo toma este motivo de la ciencia ficción (véanse Ubik de Philip K. Dick, el relato “Quedarse atrás” de Ken Liu o el reciente episodio “San Junipero” de Black Mirror), pero es apenas el disparador para una novela que muy pronto muestra su verdadera vocación filosófica.

Esta eutanasia que deja los cuerpos en stand by, “¿es una forma horriblemente prematura de suicidio asistido? ¿O bien es un crimen metafísico que necesita ser analizado por filósofos?”. Suele decirse que una novela no está para dar respuestas, sino para hacer preguntas; DeLillo se toma ese dictum al pie de la letra y en varios pasajes de su libro, las preguntas afloran explícitas y abiertas, en cascada.

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“La tecnología se ha vuelto una fuerza de la naturaleza. No la podemos controlar. Recorre el planeta como una tormenta y no tenemos donde escondernos de ella.” —Don DeLillo, Cero K.

La preocupaciones literarias del autor se traslucen en algunas taras del narrador-protagonista: se toma su tiempo para elegirles nombres ficticios a los demás; se obsesiona con la semántica; evalúa la calidad de sus propias expresiones… Su preocupación por el lenguaje es manifiesta: “Vitrificación, criopreservación, nanotecnología. Dios bendiga el lenguaje […]. Que el lenguaje refleje la búsqueda de una serie de métodos cada vez más intrincados, hasta alcanzar los niveles subatómicos”. Una parte fundamental del pasaje helado a la vida futura es el aprendizaje de un nuevo idioma.

Cierto delay en algunas descripciones obliga al lector a remodelar lo que ya había imaginado por su cuenta. La primera parte del libro está saturada de imágenes catastróficas; en la segunda, DeLillo incrusta escenas fragmentarias del cotidiano neoyorquino, viñetas de la vida urbana con una mirada tendiente al extrañamiento, como si el autor hubiera razonado que, si se ha de discurrir sobre el rasero de la muerte, también se debiera dar cuenta de lo rara y variada que puede ser la vida.

Don DeLillo es todo gravedad; el humor queda afuera de esta novela. (¿Se puede hablar sobre la muerte con humor? Sí: los Monty Python lo hicieron). Introspectiva y seria a morir, Cero K explora en clave de literatura filosófica el mismo impulso que inspiró aquella leyenda urbana de un Walt Disney congelado: el de los millonarios que, ante la incertidumbre de la muerte, se autodepositan a plazo fijo para burlarla y algún día volver a vivir como seres “ahistóricos”, “libres de la inacción del pasado”.

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Cero K, de Don DeLillo. Seix Barral, 2016. 320 páginas. Traducción de Javier Calvo. Recomendamos este libro en “Número Cero”, La Voz (Córdoba, 4 de diciembre de 2016).

A qué edad escribieron sus obras clave los grandes novelistas

Por Martín Cristal

“…Hallándose [Julio César] desocupado en España, leía un escrito sobre las cosas de Alejandro [Magno], y se quedó pensativo largo rato, llegando a derramar lágrimas; y como se admirasen los amigos de lo que podría ser, les dijo: ‘Pues ¿no os parece digno de pesar el que Alejandro de esta edad reinase ya sobre tantos pueblos, y que yo no haya hecho todavía nada digno de memoria?’”.

PLUTARCO,
Vidas paralelas

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Me pareció interesante indagar a qué edad escribieron sus obras clave algunos novelistas de renombre. Entre la curiosidad, el asombro y la autoflagelación comparativa, terminé haciendo un relevamiento de 130 obras.

Mi selección es, por supuesto, arbitraria. Son novelas que me gustaron o me interesaron (en el caso de haberlas leído) o que —por distintos motivos y referencias, a veces algo inasibles— las considero importantes (aunque no las haya leído todavía).

En todo caso, las he seleccionado por su relevancia percibida, por entender que son títulos ineludibles en la historia del género novelístico. Ayudé la memoria con algunos listados disponibles en la web (de escritores y escritoras universales; del siglo XX; de premios Nobel; selecciones hechas por revistas y periódicos, encuestas a escritores, desatinos de Harold Bloom, etcétera). No hace falta decir que faltan cientos de obras y autores que podrían estar.

A veces se trata de la novela con la que debutó un autor, o la que abre/cierra un proyecto importante (trilogías, tetralogías, series, etc.); a veces es su obra más conocida; a veces, la que se considera su obra maestra; a veces, todo en uno. En algunos casos puse más de una obra por autor. Hay obras apreciadas por los eruditos y también obras populares. Clásicas y contemporáneas.

No he considerado la fecha de nacimiento exacta de cada autor, ni tampoco el día/mes exacto de publicación (hubiera demorado siglos en averiguarlos todos). La cuenta que hice se simplifica así:

[Año publicación] – [año nacimiento] = Edad aprox. al publicar (±1 año)

Por supuesto, hay que tener en cuenta que la fecha de publicación indica sólo la culminación del proceso general de escritura; ese proceso puede haberse iniciado muchos años antes de su publicación, cosa que vuelve aún más sorprendentes ciertas edades tempranas. Otro aspecto que me llama la atención al terminar el gráfico es lo diverso de la curiosidad humana, y cuán evidente se vuelve la influencia de la época en el trabajo creativo.

Recomiendo ampliar el gráfico para verlo mejor.

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Ver más infografías literarias en El pez volador.
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El adversario, de Emmanuel Carrère

Por Martín Cristal

Hombre de familia

Emmanuel-Carrere-El-adversario“Yo no sé por qué, sargento, me lleva al destacamento, si somos una familia muy normal”: así ironizaban Charly García y Nito Mestre en su canción “Mr. Jones, o pequeña semblanza de una familia tipo americana”. La familia Romand no era americana, sino francesa; vivía muy cerca de la frontera con Suiza y, al contrario de los desquiciados Jones de Sui Generis, sí era bastante normal… excepto por el padre, Jean-Claude, que el 9 de enero de 1993 decidió borrar del mapa a tres generaciones de los suyos: mató a sus propios padres, a su mujer y a sus dos hijos (de siete y cinco años). Ni el perro se salvó.

Cuando supo del caso, el escritor Emmanuel Carrère (París, 1957) se encontraba terminando una biografía de Philip K. Dick titulada Yo estoy vivo y ustedes están muertos. A la manera de Truman Capote en A sangre fría, Carrère se interesó genuinamente por el criminal y sus circunstancias: se contactó con éste en prisión, lo entrevistó, siguió su juicio y así fue reconstruyendo la trama creciente de mentiras que Romand había sostenido contra viento y marea desde hacía dieciocho años, cuando le había hecho creer a todo el mundo que se había recibido de médico.

(No me queda del todo claro cómo pudo Romand haber terminado de fraguar ese engaño inicial referido a su título universitario. Entiendo la trampa administrativa y la mentira de los exámenes a familiares y compañeros de clase, pero ¿no hay acto de colación en Francia? ¿Entrega de diplomas? ¿Cómo evitó o superó esos compromisos, si es que existían?).

Los engaños, en todo caso, no se detuvieron ahí; al contrario, crecieron como una bola de nieve. ¿Qué extraordinaria presión interna llevó a Romand a mentir y a estafar durante la mayor parte de su vida para finalmente cometer crímenes tan atroces? El adversario de Carrère se dedica a pormenorizar datos y a articular posibles motivos, conformando un relato atrapante sobre la vida de este mitómano devenido asesino. Su densidad nunca afecta la destacable fluidez con que Carrère concatena hechos y reflexiones. El retrato psicológico del camaleónico Romand es certero y no tiene desperdicio.

El libro acaba de reimprimirse en la Argentina; en realidad salió en 2000 y pasó automáticamente a integrar la lista de ejemplos célebres en la corriente conocida como “no ficción”: narrativa testimonial, con un pie en las prácticas de la crónica periodística, donde los hechos son reales pero se presentan novelados. Dicho de otro modo, el estilo y la estructura —lo formal— es de novelista pero, antes que por la construcción de un verosímil, el texto se juzga por un “contrato” con el lector que es de tipo periodístico: leemos asumiendo que los datos en que se basa la novela no faltan a la verdad porque son fruto de una investigación prolija, honesta.

(Vale recordar que la mencionada A sangre fría, que suele machacarse como el libro que inauguró la “no ficción”, no es tal: Operación masacre de Rodolfo Walsh fue publicada casi diez años antes, en 1957).

Conociendo ya lo esencial del caso, ¿por qué todavía vale la pena leer El adversario? ¿Por qué no basta, por ejemplo, con recurrir a la película homónima de 2002, protagonizada por Daniel Auteuil? Porque la posición que toma Carrère como autor —su involucramiento con el tema— hace de estas páginas una experiencia que resulta intransferible a una mera sinopsis o a otras adaptaciones. Carrère descubre a Romand: duda, contacta, se arrepiente de contactar, interactúa, olvida, retoma, asume la posición, se entrega a fondo, intenta comprender sin juzgar pero a la vez tratando de dejar claro que no por eso convalida o perdona los crímenes (Carrère piensa en sus propios hijos). Razona, reconstruye, sintetiza, se sorprende, desconfía, repregunta, indaga, especula sólo cuando no puede ir más allá con la información que tiene.

Emmanuel-Carrere

Y más todavía: de un modo ejemplar, el autor también se autocritica al incluir lo que otros colegas y personas cercanas al caso piensan de su rol como biógrafo de un asesino. “[Romand] debe de estar encantado de que escribas un libro sobre él, ¿verdad?”, le recrimina una periodista que también cubre el caso. “En el fondo ha hecho bien matando a toda su familia, todas sus plegarias han sido atendidas. Se habla de él, aparece en la tele, van a escribir su biografía…”. Carrère asume el lado en que lo deja (mal) parado su labor incluso frente a los familiares de las víctimas.

El falso doctor Jean-Claude Romand, un Satán, adversario de Dios y matador de toda su familia, fue condenado a cadena perpetua con prisión firme de veinte años. Esto quiere decir que recién a los sesenta y un años de edad —o sea ahora, en 2015—, el asesino puede empezar a pedir la libertad condicional. Hay reimpresiones que son oportunas, no me digan que no.

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El adversario, de Emmanuel Carrère. No ficción. Anagrama, 2000. 172 páginas. Recomendamos este libro en “Ciudad X”, La Voz (Córdoba, 5 de noviembre de 2015).

Las redes invisibles, de Sebastián Robles

Por Martín Cristal

Atlas imaginario de un presente virtual

Sebastian-Robles-Las-redes-invisibles-OKSi en su clásico Las ciudades invisibles, Ítalo Calvino proponía un delicioso viaje por exóticas ciudades imaginarias —descriptas por un igualmente imaginario Marco Polo—, lo que Sebastián Robles (Villa Ballester, 1979) ofrece en Las redes invisibles son diez relatos, sin una historia-marco que los contenga, pero ensartados por un claro concepto unificador: todos ellos parten de la descripción de redes sociales imaginarias.

El libro abre con una cita de Calvino sobre el infierno “social” de nuestra existencia diaria y algunas formas de sobrellevarlo; es este epígrafe el que señala la relación intencional entre los títulos de ambos libros que, por lo demás, tienen estilos marcadamente diferentes.

A los relatos de Robles se les puede aplicar sin inconvenientes la vieja y conocida sentencia de Marshall McLuhan: “el medio es el mensaje”. Cierto que el medio ahora es un libro, pero algunos de estos relatos fueron publicados previamente en internet; en cualquier caso, la constante es que el mensaje de cada relato es un medio: una nueva red social imaginada por el autor, quien suele abordar su descripción con cierto tono de arqueólogo que escribe para una revista especializada.

Robles pone a prueba su imaginación diez veces, con ímpetu parejo y suerte disímil. Los mejores cuentos del libro quizás sean aquellos en los que el autor se suelta a narrar una historia que se desprende y crece más allá de la mera descripción inicial de una red hipotética, de sus reglas y su funcionamiento. Mientras cuentos como “Mon Amour” (sobre una red social para encontrar parejas mediante un algoritmo infalible) se circunscriben casi solamente a un ejercicio puramente descriptivo, los mejores cuentos delinean personajes y desarrollan su participación con esas redes; desde ahí desatan una peripecia interesante como consecuencia de dicha participación.

Son ejemplos de esto “Tod” (el primer relato, sobre una red tipo Facebook pero que aglutina sólo a enfermos terminales que ya cuenten con un plazo de vida acreditado); “Mamushka” (el de un foro casi abstracto, con niveles sin aparente propósito, pero en los que resulta importante diferenciar el discurso propio para así subir de nivel); o “Cthulhu” (relato con centro en un blog semiabandonado, que desemboca en una actualización de la mitología lovecraftiana al reinsertar sus deidades oscuras en la deep web). Además de Lovecraft, otros referentes literarios que Robles deja ver son Philip K. Dick, con su influencia de conspiraciones paranoicas en el cuento “Hospital”; Jorge Luis Borges, en el cuento “Tlön”; y el valioso catálogo de la editorial Minotauro, mencionado por el autor en los agradecimientos del libro.

En algunos cuentos es el humor —irónico— lo que lleva adelante el relato: sucede así en “Balzac”, que narra una red social de escritores realistas (no hace falta calcular mucho para darse cuenta que, con un libro como éste, Robles se ríe de ellos parado desde la vereda de enfrente); “Animalia”, una actualización de la Rebelión en la granja de Orwell, donde la red social que aglutina a los animales no es otra que el puro lenguaje, adquirido tecnológicamente. También “Crítica”, una historia de la literatura argentina presentada como si fuera una red social.

Más allá de la valoración puntual de cada cuento (que, como siempre sucede con los libros de cuentos, seguramente variará de lector en lector), el libro se aprecia por su invitación a pensar el presente y por lo que de seguro dejará en la memoria: el sabor del concepto sencillo y atractivo que lo aglutina. Como la más interesante ciencia ficción, Las redes invisibles se preocupa menos por la prosa que por dejar servido un mapa de posibles ramificaciones mentales que prosigan en la cabeza del lector tras haber dado cuenta de la última página: el cálculo de otras implicancias que se desprendan de sus extrapolaciones. Las redes invisibles invita a imaginar otras redes sociales posibles que puedan volverse una realidad (¿o virtualidad?) cotidiana más temprano que tarde, al menos hasta que la siguiente novedad digital las hunda en el olvido.

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Las redes invisibles, de Sebastián Robles. Relatos. Momofuku, 2014. 212 páginas. Recomendamos este libro en “Ciudad X”, La Voz (Córdoba, 6 de agosto de 2015).

Lo mejor que leí en 2014

Por Martín Cristal

Van en orden alfabético de autores; esto no es un ranking. Figura el link a la correspondiente reseña, si es que la hubo en este blog. Aquí están los libros que más disfruté leer en 2014:
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Shakespeare-Bill-Bryson-RBAShakespeare
de Bill Bryson
(biografía)

Muy ameno, y útil
para poder confeccionar
esta infografía sobre el Bardo

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Una-breve-historia-de-casi-todo-Bill-BrysonUna breve historia de casi todo
de Bill Bryson
(divulgación científica)
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Catalogo-de-formas-Nicolas-CabralCatálogo de formas
de Nicolás Cabral
(novela breve)
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Mark-Z-Danielewski-La-casa-de-hojasLa casa de hojas
de Mark Z. Danielewski
(novela)
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Selected-Stories-Philip-K-DickRelatos selectos de Philip K. Dick
(Selected Stories of Philip K. Dick)
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Desciende-Moises-William-FaulknerDesciende, Moisés
de William Faulkner
(relatos)

De este libro salió el
epígrafe inicial de Mil surcos
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El-animal-no-domesticado-Laura-Garcia-del-CastanoEl animal no domesticado
de Laura García del Castaño
(poesía)
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Milton-Hatoum-Dos-hermanos-Beatriz-Viterbo-Editora-OKDos hermanos
de Milton Hatoum
(novela)
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Jorge-Ibarguengoitia-Las-MuertasLas muertas
de Jorge Ibargüengoitia
(novela)
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Francisco-Ide-Wolleter-Poemas-para-Michael-JordanPoemas para Michael Jordan
de Francisco Ide Wolleter

Se puede leer online
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Annie-Leonard-La-historia-de-las-cosasLa historia de las cosas
de Annie Leonard
(ensayo de política ambiental)
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Padgett-Powell-El-sentido-interrogativoEl sentido interrogativo. ¿Una novela?
de Padgett Powell
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El-Numero-Thomas-Ott-Edicion-argentinaEl número 73304-23-4153-6-96-8
de Thomas Ott
(historieta)
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Amos-Oz-Contra-el-fanatismo-SiruelaContra el fanatismo
de Amos Oz
(ensayos)
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Kurt-Vonnegut-Barbazul-Plaza-y-JanesBarbazul
de Kurt Vonnegut
(novela)
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[Ver lo mejor de 2013 | 2012 | 2011 | 2010 | 2009]

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Antología: Relatos selectos de Philip K. Dick

Por Martín Cristal

I. El libro

Selected-Stories-Philip-K-DickTras leer algunas novelas de Philip K. Dick, quise pasar a sus relatos. Descubrí que sus Cuentos completos son casi imposibles de conseguir en Córdoba: sólo vi los cinco tomos juntos una vez, en una comiquería (donde, dicho sea de paso, también se consigue la revista Palp). Editados por Minotauro e importados desde España, resultaban más caros que un e-reader. Por supuesto, compré el e-reader, y después conseguí los cinco tomos en versión electrónica (también un sexto con algunos inéditos compilados por fans de Dick).

Como ya había podido comprobar, con el e-reader pasamos del problema de la escasez al de la abundancia. Ahora que los tenía, ¿realmente quería leer cinco tomos de Dick? Los volúmenes “completos” de cualquier autor siempre nos reservan zonas tediosas o poco interesantes, porque en su afán de exhaustividad esos libros necesariamente incluyen intentos fallidos, tanteos, variantes no muy logradas o etapas no tan atractivas de la obra del escritor en cuestión.

La solución fue guglear alguna antología autorizada. Encontré una que salió a veinte años de la muerte del autor y titulada Selected Stories of Philip K. Dick (Pantheon Books, NY, 2002; reeditada por Houghton Mifflin Harcourt, NY, 2013). Aunque no estaba en castellano, podía extractar los veintiún relatos seleccionados de las versiones electrónicas que ya había encontrado traducidas en la red. Sólo tendría que leer en inglés la introducción —muy provechosa, de Jonathan Lethem—, texto que hallé en Google Books.
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II. Los cuentos

Cada vez me convenzo más de que la ciencia ficción se disfruta al máximo en textos de mediana extensión (sin duda más que en esas novelas hoy infladas por la moda del best-seller). Los mejores relatos de esta antología me parecieron:

“Sobre la desolada Tierra”, un relato nada tecno, sino más bien religioso: Silvia es una chica especial que —como los santos o los mártires— percibe ciertas apariciones angélicas que deambulan por nuestro planeta. Desoyendo a su familia y a su novio Rick, Silvia quiere irse con esos ángeles flamígeros, pasar al otro lado. Pero la cosa puede salir mal… ¿vale arrepentirse después? ¿Se puede volver del más allá sin alterar el equilibrio del universo?

“La fe de nuestros padres”: Chien es un integrante del Partido en una China que ya domina el mundo. Tiene una ascendente carrera por delante porque sabe callar sus pensamientos. Justo cuando su fidelidad y sus capacidades son puestas a prueba por el mismísimo Líder del Partido, Chien se mete (no tan) accidentalmente una droga que lo enfrenta a una verdad aterradora: el Líder no sería lo que aparenta ser (no sería humano). ¿Está drogado ahora, Chien, o en realidad lo estaba antes, cuando veía al Líder con su apariencia habitual? Podrá averiguarlo esta noche, en la recepción del Partido donde por fin podrá conocer al Líder en persona. Un relato genial.

“Algo para nosotros temponautas”: Una paradoja temporal. Así como alguna vez hubo una “carrera espacial” entre Estados Unidos y la Unión Soviética, ahora hay otra por dominar el viaje en el tiempo. El apuro por ser los primeros lleva a errores en el lanzamiento: un poco como el Eternauta de Oesterheld, los temponautas de Dick quedan atrapados fuera y dentro de nuestro mundo, fantasmas superpuestos en un loop temporal interminable que los agobia, y que —según calculan— sólo podrán romper de una forma.

“Quisiera llegar pronto”: Mi favorito del libro. Víctor Kemmings, embarcado en un viaje interplanetario, sufre un accidente: la criogenia no alcanza la temperatura correcta y, aunque su cuerpo viaja congelado como corresponde, su conciencia queda despierta. La computadora de la nave detecta el inconveniente; calcula que si Kemmings no recibe estimulación sensorial, tras los diez años de viaje llegará en estado vegetativo. Para salvar la situación, la computadora —que se dirige a Kemmings oralmente, como la HAL 9000 de Kubrick pero con mejor leche— decide bombardear a Kemmings con realidades virtuales construidas a partir de sus propios recuerdos.

Y también cuatro que ya conocía parcialmente, por sus adaptaciones al cine: “La paga” (Paycheck, con Ben Affleck); “Equipo de ajuste” (The Adjustment Bureau, con Matt Damon, película que expurga la faceta religiosa del cuento original); “El informe de la minoría” (Minority Report, con el insufrible Tom Cruise); y “Podemos recordarlo todo por usted” (Total Recall, en su primera versión, con Arnold Schwarzenegger, en la que se amplificaba el componente de aventuras).

Esta antología vino a redondear mi percepción de la obra dickiana, ofreciendo toda clase de variantes en la configuración de los temas y motivos habituales del autor. Estos temas eran de esperar, ya que de la lectura de sus novelas habíamos mensurado ya el perímetro de sus obsesiones: simulacros, paranoia… Para captar de un vistazo esas superposiciones, hice la siguiente tabla (click para ampliarla):

Cuentos-de-Dick-935px

Si ya me eran familiares estos temas filosóficos o especulativos en la obra de Dick —y también los agentes que los provocan: robots o máquinas, aliens, drogas, extrañas deidades—, todavía me faltaba asimilar un “segundo juego de motivos” superpuesto en la estética del autor. Me lo hizo ver mejor Lethem en la introducción del libro:

“El segundo juego de motivos empleado por Dick es más prosaico: una obsesión perfectamente típica de los cincuenta por las imágenes de los suburbios, el consumidor, el burócrata, y con la situación de hombres pequeños debatiéndose bajo los imperativos del capitalismo. Si Dick, como un barbudo tomador de drogas californiano, puede haber parecido un candidato para integrar el círculo beat (y de hecho se juntaba con los poetas de San Francisco), su persistente compromiso con los principales materiales de su cultura lo preservaron de irse flotando hacia ensueños de escape. Lo relaciona en cambio con escritores como Richard Yates, John Cheever y Arthur Miller…”.

Tambien según Lethem (todo un fan, que hasta tiene tatuado el aerosol de Ubik en el brazo), “el gran logro de Dick […] fue el de convertir los materiales de la ciencia ficción norteamericana de estilo pulp en un vocabulario para una notable visión personal de la paranoia y la dislocación.” Sin ánimo completista, siento que tras estas lecturas ya he comprendido bien ese logro. Me queda como pendiente la exploración del Dick tardío, ese iluminado que, de la invención de diversas formas de la paranoia, pasó directamente a su mistificación.

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Lenta biografía literaria (6/6)

Por Martín Cristal
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Finalizo la serie de posts donde, a modo de «biografía literaria», comparto una versión extendida del texto que se publicará antes de fin de año en los Cuadernos de la Biblioteca Córdoba, acerca de las obras que fueron puntos de inflexión en mi derrotero de lector-escritor.
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[Leer la parte 1 | Leer la parte 2 | Leer la parte 3 | Leer la parte 4 | Leer la parte 5]
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Nueve cuentos, de J. D. Salinger

salinger-nueve-cuentos34 años | De todos los libros que Salinger publicó en vida, mi preferido es este conjunto de cuentos (cuya traducción ya comentamos aquí). Sobre todo por cómo logra que el vacío de un personaje —el de Seymour Glass, generado en “Un día perfecto para el pez banana”— se vuelva enorme en el resto de sus obras, una ausencia que paradójicamente siempre está presente y marca la vida de los demás personajes. Algo así quisiera lograr con el David Fisherman de Las ostras; espero poder sostenerlo a lo largo de la tetralogía. Otro rasgo fuerte de Nueve cuentos es que los niños se presentan como seres inteligentes y sensibles, a los que no se puede tratar así nomás. En la página final de Las ostras quise que apareciera ese rasgo salingeriano: algún eco de la ternura con que Boo Boo Glass levanta el ánimo de su hijo en el cuento “En el bote”.
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Relatos I y II, de John Cheever

John-Cheever-Relatos-I35-36 años | Creo que los sueños rotos de esa clase media norteamericana de los cincuenta que narra Cheever se parecen a los de la “generación country” de la Argentina de las últimas dos décadas. Cheever encaró su obra con la tenacidad de esos escritores que eligen desde el principio y para siempre una forma y un cúmulo limitado de temas como su inalterable documento de identidad. A otros eso puede salirles mal, o puede cansar y aburrir rápidamente a sus lectores, pero en Cheever funciona impecablemente. Para mí es imposible ese monocultivo: necesito la variedad, lo surtido. Lo que sí aprendí tras leer a Cheever es que no hay por qué tener miedo de interpolar breves pensamientos o reflexiones entre los hechos narrados (lo difícil, claro, es hacerlo con hondura, inteligencia y compasión siquiera cercanas a las suyas). [La lista de los cuentos que más me gustaron de ambos tomos, aquí].
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Lecturas más recientes

Amos-Oz-Un-descanso-verdadero37-40 años | Lecturas muy próximas, cuyo peso aún no puedo procesar. Un descanso verdadero, de Amos Oz me sedujo sobre todo por tono y estilo; espero no se note mucho con qué ahínco le robé a Oz su cadencia en el largo primer párrafo de Las ostras (o mejor sí: que se note).

También El proyecto Lázaro, de Aleksandar Hemon, una exploración magistral de la frontera entre realidad y ficción, entre memoria e invención. Me estimuló su arquitectura, el sagaz entrecruzamiento de las subtramas que componen el libro.

Aleksandar-Hemon-El-proyecto-LazaroPor último, ante las crecientes “lecturas interesadas” que arrinconan al escritor contra el hastío reiterado de lo obligatorio, hace poco me pregunté: ¿qué leía cuando lo hacía por puro placer y aún no sabía que escribiría? Mi recuerdo rebobinó hasta la ciencia ficción. Después, un encuentro providencial con Elvio Gandolfo me orientó tras Dick, Ballard, Priest, Millhauser, Mieville, Pinedo, Chiang…

Volver a leer un género que creía descartado liquidó en mí cualquier “teoría evolutiva del lector” (o del escritor). Como dijimos aquí, no avanzamos por un camino empedrado de libros Rafael-Pinedo-Plop-Interzonahacia algún improbable punto de perfección zen, sino que vamos y volvemos por una red que ampliamos como cualquier araña teje la suya entre los tallos de dos flores. Tenemos influencias y taras, las recorremos leyendo y escribiendo en diversas direcciones, y después nos morimos.

Eso es todo, amigos.

Ojo en el cielo, de Philip K. Dick

Por Martín Cristal

Dick-Ojo-en-el-cieloOjo en el cielo de Philip K. Dick (1957) me resultó una novela muy entretenida a pesar del apresuramiento con el que parecen haber sido escritas algunas de sus partes. Si eso no la desmerece es porque la idea que la sostiene presenta un gran potencial: son esos conceptos que pueden replicar en su seno una gran cantidad de aventuras diferentes (“ideas-recipiente”, inagotables, como las que contienen a algunas series de TV exitosas: un mismo marco que permite reiniciarse en diferentes historias).

En cierta forma, Eye in the Sky es un experimento previo de Dick con una idea que depuraría y relanzaría doce años más tarde en su novela Ubik. Todo empieza cuando un grupo de personas que realiza una visita guiada por las instalaciones del desviador de radiaciones protónicas de Bevatrón —en la ciudad californiana de Belmont— sufre un accidente terrible: el gran rayo radioactivo se descontrola y funde la plataforma de acero por la que los visitantes caminaban. El rayo los quema y todos caen hasta un piso de cemento, veinte metros más abajo.

No sabemos (ni importa) qué carajo sería un “desviador de radiaciones protónicas”; lo que sí sabemos es que, tras un accidente similar pero imaginado por Stan Lee, los ocho visitantes hubieran quedado convertidos en superhéroes con extrañas facultades (¿los Ocho Fantásticos?). En cambio, bajo la égida de Dick, lo que sucede es que los personajes sobreviven al mortal accidente para despertar —oh sí, aquí viene— en una realidad enrarecida.

Phil-in-the-Sky

[Atención: aquí empiezan los verdaderos spoilers].

Esa realidad nueva se va revelando más y más diferente del contexto “real” previo al accidente (la Norteamérica macartista de los años cincuenta). Ahora todo el mundo vive en una teocracia muy particular. La ciencia ha quedado subordinada a la teología; de hecho hay un desarrollo técnico muy curioso, la “teofonía”, que provee los medios físicos para mantener la comunicación con Dios.

Parece que eso será todo, el planteo de una nueva sociedad: Dick se toma medio libro en re-presentar ese mundo religioso —sincrético, con menos de cristiano que de musulmán— y en hacer deambular por él a los personajes en busca de respuestas. Pero, cuando las encuentran, la cosa cambia. Descubren que esa realidad en la que ahora todos se mueven es proyectada por la conciencia de uno de los accidentados. Ésta es la idea potente que, como decía al comienzo, podría replicarse infinitamente en una serie. Una persona domina el mundo, lo modela de acuerdo con sus taras y obsesiones; los demás sólo pueden tolerar sus caprichos o adivinar quién es y escapar de esa realidad ajena dejando inconsciente a esa persona —es decir, “apagando” el proyector de esa conciencia… para pasar a ser proyectados por otra.

Así, pasada la mitad de la novela, Dick inventa y destruye y vuelve a inventar realidades con una velocidad de vértigo. Nos dejamos llevar por su vorágine fascinados con la plasticidad que su propia idea le permite, y así le perdonamos algunas ligerezas, como por ejemplo que una de las personas accidentadas, la señora Pritchet, se deje convencer tan fácilmente de eliminar del mundo —de su mundo— cualquier cosa que se le ocurra a los demás.

El final puede resultar un poco aguado… salvo que, atendiendo al corolario habitual en Dick —que si la realidad es falsificable entonces ninguna “realidad” es garantía de ser “la” realidad— entendamos que los ocho fantásticos no han vuelto al mundo inicial: aunque parezca que están otra vez en los Estados Unidos de los cincuenta, lo cierto es que ese final tan feliz y su futuro tan prometedor se adivinan también como una revancha para el resentimiento y las frustraciones que uno de los personajes —Bill Laws, el guía negro— declaró previamente. Él más que nadie hubiera querido volver al mundo “real” pero introduciéndole las modificaciones mínimas para que sus oportunidades no se vieran disminuidas por cuestiones de credo, raza o extracción social. Volver pero con una oportunidad de prosperar en un emprendimiento propio, sin prejuicios que lo frenen, y en base a sus propias capacidades.

Pero son sólo conjeturas: Dick deja estas explicaciones en suspenso. Y es lo mejor que puede hacer para que el texto siga vivo tras su lectura.

Fluyan mis lágrimas, dijo el policía, de Philip K. Dick

Por Martín Cristal

Dick-Fluyan-mis-lagrimas-dijo-el-policiaFluyan mis lágrimas, dijo el policía, novela publicada por Philip K. Dick en 1974, presenta una nueva variante en la obsesión dickiana por el cuestionamiento de “esa película a la que llamamos realidad”. Jason Taverner, un famoso y acaudalado conductor de televisión, sufre un ataque —muy bizarro— que lo introduce en otro universo. Un universo idéntico al de siempre… salvo por un detalle: en este otro mundo nadie conoce a Jason Taverner. Nadie sabe quién es, ni siquiera hay registros de su nacimiento. Nada: Jason Taverner no existe ni siquiera para los que antes eran sus seres más cercanos. Pero sí existe para sí mismo, por lo que deberá hacerse valer en un mundo de fuerte estratificación social (gentileza de las castraciones y la eugenesia), donde la policía no se anda con medias tintas frente a indocumentados como él. En esta idea de caída social hay algo que proviene de Príncipe y mendigo, de la Odisea (en la parte en que Ulises vuelve disfrazado a Ítaca) y de todos los relatos en los que un rey o un notable pasa desapercibido para descubrir cómo es el mundo de la gente común.

A la manera de Shakespeare, algunas acciones pequeñas señalan el tema general (en este caso, los simulacros): Taverner falsifica documentos; un empleado de hotel fuma habanos falsos; se sospecha que las cartas que recibe otro personaje son falsificadas por la policía… Paso a paso y droga a droga, crece la paranoia de Taverner. “¿No llevaré un microtrans, en alguna parte?”, piensa en cierto momento. Más redonda y emblemática aún es una frase que suelta Buckman, el policía del título: El vivir equivale a ser perseguido.

Tal como suele suceder en las ficciones de Dick, el personaje llega al punto en que no se siente “completamente real”: semienvuelto en lo ilusorio, pierde “la capacidad para decir lo que es bueno o malo, cierto o falso”. “Como la mayoría de las verdades”, dice, todo se vuelve “una cuestión de opinión”.

Mientras Taverner circula por el mundo tratando de recuperar su situación anterior sin llamar la atención de la policía, el lector lo sigue en pos de una explicación para este desdoblamiento imperfecto de la realidad inicial, lo que eventualmente se descubre; y si bien desde lo argumental esa explicación “solipsística del universo” resulta del todo imprevisible, la verdad es que esa revelación no alcanza para olvidar que la idea que rige a la novela —el paso a un mundo paralelo en el que todo es idéntico excepto el status social/existencial de una sola persona (el personaje principal), lo cual hace que ese mundo le sea hostil—, es bastante menos atractiva que otras que el autor desarrolló en otros relatos. Las últimas páginas, de tipo epilogales, resultan más deslucidas que las de un final con vuelta de tuerca que dejara pensando al lector (como el de las últimas páginas de Ubik o El hombre en el castillo, por ejemplo).

En suma, disfruté del libro, pero no es la novela que más me gusta entre lo que llevo leído del autor.

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PD. El título de la novela —que me parece genial por la extrañeza que provoca— cobra sentido durante la lectura en un pasaje en el que el jefe de la policía escucha y cita, emocionado, el primer verso de la “Lachrimae Antiquae Pavan” de John Dowland, un aria cuya letra comienza diciendo, precisamente, “Fluyan mis lágrimas…”. Varias citas de ese mismo poema funcionan como epígrafes del libro. Por mi parte desconocía la pieza, y valió la pena descubrirla. Aquí en una hermosa versión instrumental:

John Dowland, Lachrimae Pavan.
Guitarra clásica: Nataly Makovskaya.

Lo mejor que leí en 2012

Por Martín Cristal

Van en orden alfabético de autores; esto no es un ranking. Figura el link a la correspondiente reseña, si es que la hubo en este blog. Aquí están los libros que más disfruté leer en 2012:

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HellraiserEl corazón condenado (Hellraiser),
de Clive Barker
novela breve

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Fun Home,
de Alison Bechdel
historieta
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El hombre en el castillo,
de Philip K. Dick
novela
Leer reseña

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Leer reseñaEl mal menor,
de C. E. Feiling
novela
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Mujeres,
de Elvio E. Gandolfo
relatos
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El proyecto Lázaro,
de Aleksandar Hemon
novela
Leer reseña

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El mapa y el territorio,
de Michel Houellebecq
novela
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Plop,
de Rafael Pinedo
novela breve
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La afirmación,
de Christopher Priest
novela
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Aún sin reseña aúnKlezmer (Vol. I, II y III),
de Joann Sfar
historieta
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Hombres salmonela en el planeta Porno,
de Yasutaka Tsutsui
relatos
Leer reseña

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Vonnegut-cuna-de-gatoCuna de gato,
de Kurt Vonnegut
novela

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GalápagosGalápagos,
de Kurt Vonnegut
novela

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Matadero Cinco,
de Kurt Vonnegut
novela
Leer reseña

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[Ver lo mejor de 2011 | 2010 | 2009]

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La afirmación, de Christopher Priest

Por Martín Cristal

—¿Por qué no me dices lisa y llanamente la verdad?
—Porque la verdad nunca es lisa y llana.

I.


En las primeras páginas de La afirmación (1981), me sorprendió encontrarme con que la estrategia de Christopher Priest para establecer el punto de partida del protagonista-narrador es muy similar a la de La casa del admirador: dejar al personaje en pampa y la vía, listo para emprender un cambio grande en su vida. Como Ernesto Funes, Peter Sinclair pierde novia y trabajo (en su caso, también al padre); está harto de la gran ciudad (“frente a mi recién adquirido odio a Londres, el campo cobraba a mis ojos visos románticos, nostálgicos”); después de reencontrarse con un viejo amigo, logra librarse de la urbe en quince días; y mediante el ofrecimiento de ese amigo, él también se va a una casa de provincia, en la que asumirá ciertas responsabilidades.

Por supuesto, el Sinclair de Priest apareció 26 años antes que mi Funes… Ya hablamos alguna vez aquí del sentimiento ambiguo que se siente al leer en otro autor algo parecido a lo que uno ha escrito, aunque sea en un breve pasaje de la obra ajena. (Son los andrajos de alguna vieja y desmantelada pretensión de originalidad, supongo. Aclaro desde ya que, por fuera de esta coincidencia, La afirmación no podría ser más diferente de La casa… y que de mi parte es un atrevimiento compararlas).

Por el contrario, algunas diferencias iniciales —que se ampliarán hasta lo incomparable cuando la novela de Priest ponga todas sus cartas sobre la mesa— podrían ser: que Sinclair tiene una familia (una hermana, con la que no se lleva muy bien), aunque en la casa de campo a la que se muda, él será el único habitante; y que, en su reconcentrada soledad, él decide escribir la historia de su vida, un suceso central en la novela. Aunque primero intenta una crónica llana en sus hechos, pronto comprende que la ficción es la herramienta ideal para que el relato de su existencia cobre un sentido más profundo y cercano a la verdad:


Así trabajé, pues, aprendiendo sobre la marcha cosas de mí mismo. La verdad quedaba a salvo a expensas del hecho literal, pero era una forma más alta, superior de la verdad.

[…]

…gracias a la invención de los detalles afloraban a la superficie las verdades más altas.

[…]

Hay una verdad más profunda en la ficción, porque la memoria es imperfecta…

La descripción del trabajo de escritura de Sinclair, las marchas y contramarchas, las etapas a atravesar en el proceso y los problemas que ofrece la narración escrita a quien decide encararla, son descriptos por Priest con tanta minuciosidad y justeza que esas páginas dedicadas al tema son muy recomendables para quien esté pensando en probarse como escritor.

II.

[Atención: spoilers]

Sinclair avanzará en el texto, hasta que su hermana venga a arrancarlo de su ensimismamiento campestre. En cierto capítulo pasamos a leer lo que pronto entendemos como la versión ficcionalizada de su vida. La sinopsis inicial de esta otra parte podría ser la siguiente:

Peter Sinclair vive en Jethra —un trasunto de Londres— y gana la Lotería de Collago, una de las islas del Archipiélago de Sueño (el territorio ficcional de Priest, un “desafío imaginativo”, un “paisaje mental”, un “territorio neutral, un mundo para vagabundear, una vía de escape”: el lugar al que el autor también se fugará en otras obras, como en su reciente The Islanders). El premio de la Lotería no es dinero, sino una operación quirúrgica que logra la “atanasia”: el ganador se vuelve inmortal, aunque la intervención tiene un requisito: previamente, el paciente debe escribir su biografía, manuscrito que…


Es utilizado después, en la rehabilitación. Lo que te hacen, para hacerte atanasio, es purgar tu sistema. Te renuevan el cuerpo, pero te lavan el cerebro. Después del tratamiento serás amnésico.

Con ese escrito, la memoria del paciente será reconstruida (Te conviertes en lo que escribes. ¿No te aterra?). El tema de la implantación de memorias me trajo de inmediato a la mente —¿o serán recuerdos artificiales, instilados por alguien más?— aquella cita incluida por Borges en una nota de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”: “Russell (The Analysis of Mind, 1921, página 159) supone que el planeta ha sido creado hace pocos minutos, provisto de una humanidad que ‘recuerda’ un pasado ilusorio”. También volvieron a mí Total Recall, el segundo test de Voigt-Kampff en Blade Runner, Eterno resplandor de una mente sin recuerdos y Abre los ojos.
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Ahora bien, ¿qué pasa si un paciente como Sinclair no ofrece a los médicos un diario íntimo o una puntillosa crónica, sino un texto de ficción sobre su propia vida? ¿Un texto donde —por ejemplo—, figuran muchas cosas cambiadas, como el nombre de la vieja y conocida ciudad de Jethra, que en su texto figura con el absurdo nombre de Londres?

Con ese giro, la novela consigue establecer que ninguno de los dos manuscritos sea enteramente ficcional, ni ninguna de las dos realidades enteramente verdadera. O como explica el mismo Sinclair: Ahora había dos realidades, y cada una de ellas explicaba la otra.

 

III.

Más allá de ofrecer reflexiones muy valederas para el tema de la identidad, la memoria y la inmortalidad (de una de esas reflexiones surge el título de la novela: …veía la atanasia como una negación de la vida, cuando en realidad era una afirmación), lo que Priest logra narrativamente es meternos en la cabeza de un psicótico/esquizofrénico que vive y se debate entre dos mundos paralelos pero cada vez más confundidos.

¿Podría leerse que esa lucha interna sea la vieja disputa literaria entre el realismo y lo imaginario? Si en el siguiente fragmento remplazamos los nombres de las amantes de Sinclair, cambiando Gracia por “Realidad” y Seri por “Imaginación”, quizás reconozcamos una respuesta afirmativa a esa pregunta, y sobre el final del fragmento, una solución o síntesis para ese conflicto hipotético:


Seri sedaba; Gracia, en cambio, corroía. Seri incitaba, Gracia desanimaba. Seri era serena; Gracia, en cambio, era neurótica. Seri era dulce y pálida, y Gracia era turbulenta, efervescente, caprichosa, excéntrica, amante y vital. Seri era dulce, sobre todo dulce. Seri, creación de mi manuscrito, había sido forjada para que me explicara a Gracia. Pero los acontecimientos y los lugares descritos en el manuscrito eran prolongaciones imaginativas de mí mismo, y también lo eran los personajes. Yo había supuesto que representaban a otras personas, pero ahora veía que eran, todos, diferentes manifestaciones de mí mismo.

Si logramos mantener la locura a raya, en el entrecruzamiento de imaginación y realidad podemos encontrar una verdad que ninguno de los dos campos logra captar por sí solo. Ese cruce —o al menos, la alternancia— entre ambos territorios no sólo es posible: es necesario. Contando también con esa intersección podemos vivir (y narrar) más completamente, más cerca de lo que es cierto y verdadero.

El hombre en el castillo, de Philip K. Dick

Por Martín Cristal

1. De versiones alternativas

Con la llegada del e-reader pasé de la escasez de ciencia ficción en librerías a tal superabundancia en formato electrónico que de repente no sólo contaba con los textos que hacía tiempo quería leer, sino que además en algunos casos hasta podía elegir entre más de una traducción.

Así me pasó con The Man in the High Castle, de Philip K. Dick (1962). Encontré una versión de Manuel Figueroa (Minotauro, 1974) y otra de Francisco Arellano Selma (Orbis-Hyspamérica, 1986). ¿Cómo elegir? Por la tapa hubiera debido descartar la versión de la “serie blanca” de Hyspamérica, que insistía en nombrar al libro como El hombre del castillo. (En la edición de la Biblioteca de Ciencia Ficción —“la azul”—, el traductor es el mismo, pero en la tapa no figuraba ese error). Sin embargo, para decidir mejor opté por comparar los primeros párrafos de cada una:
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Versión de Manuel Figueroa, Minotauro, 1974:

Durante toda una semana el señor R. Childan había examinado ansiosamente el correo, esperando encontrar el valioso envío de los Estados de las Montañas Rocosas. Cuando abrió la tienda el viernes a la mañana y vio que en el suelo había sólo dos cartas pensó que iba a tener dificultades con su cliente.

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Versión de de Francisco Arellano Selma, Orbis-Hyspamerica, 1986:

Childan había estado esperando el correo durante una semana con ansiedad. Pero el valioso envío procedente de los Estados de las Montañas Rocosas no había llegado. El viernes por la mañana, cuando abrió la tienda y vio que por el suelo no había más que cartas echadas por la boca del buzón, lo primero que pensó fue: «voy a tener un cliente enfadado».

Esto no pretendía ser de ningún modo una valoración precisa del trabajo de los traductores, ejercicio que hubiera debido hacer cotejando con el original en inglés, que sólo ahora
gugleo:


For a week Mr. R. Childan had been anxiously watching the mail. But the valuable shipment from the Rocky Mountain States had not arrived. As he opened up his store on Friday morning and saw only letters on the floor by the mail slot he thought, I’m going to have an angry customer.

Quedan servidas las comparaciones. En mi caso, tras el rápido experimento referido, preferí la primera, la de Figueroa. Sin embargo, a las pocas páginas surgió otro aspecto que resultó decisivo: descubrí que esa versión de Minotauro en formato .mobi —sin duda hecha y compartida con amor por algún fan de Dick— no estaba tan bien formada como la de Hyspamérica (en la primera las rayas de diálogo eran un caos). Pronto esto se tornó insoportable, así que volví a “abrir” la otra —de tapa más fea— para por fin leer de un tirón esta gran novela, tal vez el ejemplo literario más popular de ucronía.

2. De tiempos alternativos

El hombre en el castillo imagina cómo podría ser el mundo si Alemania y Japón hubieran triunfado en la Segunda Guerra Mundial. Resulta divertida la forma en que Dick hace que sus personajes elogien La langosta se ha posado, del autor ficcional Hawthorne Abendsen —The Grasshopper Lies Heavy, una novela ucrónica dentro de esta novela ucrónica—, lo cual es como elogiar su propia obra. De esa ucronía de Abendsen se nos dice que es “la más interesante forma de ficción posible dentro de la ciencia-ficción”; un “interesante libro” del que “puede extraerse una gran lección moral”. Incluso alguien se sorprende de que “nadie antes haya pensado en escribirlo.”


“No hay nada científico en ella. No se desarrolla en el futuro. La ciencia-ficción trata del futuro, en particular de un futuro donde la ciencia está más adelantada que ahora. Ese libro no mantiene esa premisa. —Pero —dijo Paul—, trata de un presente alterno”.

Durante varias páginas pareciera que El hombre en el castillo es un ejercicio independiente que se aparta del tema central de la obra de Dick: el simulacro, la farsa de una realidad que de pronto no ofrece ninguna garantía de ser real. Algo así como si el autor se hubiera permitido experimentar algo distinto, alejado de la que a la larga sería “su obsesión” más famosa.

Resulta que no: progresivamente, El hombre del castillo se inserta en la gama temática dominante de la obra dickiana. La primera pista la dan ciertas reflexiones sobre el asunto de las falsificaciones, qué es lo auténtico y qué lo falso en un objeto “histórico”:


“Mira, uno de estos dos Zippo lo llevaba Franklin D. Roosevelt cuando fue asesinado, el otro no. Uno tiene valor histórico. Muchísima historia. Mucha más historia que la que tuvo antes cualquier otro objeto. El otro no la tiene. ¿Lo comprendes? […]. No puedes decir cuál es cada uno. No hay ‘presencia mística plásmica’, no tienen ‘aura’ a su alrededor”.

Sin un relato que lo certifique —concluye Dick—, el objeto histórico verdadero es indistinguible de cualquier otro falso. De paso, en el párrafo anterior se ve la manera indirecta con que Dick introduce los datos cambiados de su Historia alternativa. En este caso, la mención —mientras se habla de otro asunto— del asesinato del presidente Roosevelt, punto divergente del flujo histórico ficcional.

[Y ahora, atención: spoilers].

La novela se vuelve netamente dickiana cuando —redoblando su propia apuesta— plantea la mencionada ucronía de segundo grado dentro de la ucronía general y, posteriormente, la posibilidad de que los personajes atisben que su realidad puede ser falsa (algo que tendrán que considerar seriamente, dada su ferviente confianza en ese I Ching que viene a confirmárselos). Este sorprende encastre del libro en la obra completa del autor resulta admirable por su perfección, e imposible de prever al comienzo de la novela.

3. El secreto está en los detalles

No es descabellado pensar que, acumulando lecturas de Historia y ejercitando variaciones sobre las notas tomadas de esas lecturas, cualquier escritor más o menos aplicado podría escribir una ucronía que presente los hechos mundiales cambiados con cierta coherencia. Lo verdaderamente difícil no parece ser reformar la Historia —habilidad de la que Dick alardea llevándola a buen puerto dos veces en el mismo libro—, sino mostrar en ese nuevo contexto ficcional las nuevas mentalidades de las personas que viven en ese tiempo paralelo modelado por otros eventos, su cosmovisión alterada por los nuevos hitos históricos que le dan lugar.

Lo difícil es el detalle, la cosa chiquita y cotidiana que deviene de la variación grande, histórica. En esto, Dick demuestra ser un campeón. Un ejemplo magistral es la sumisa autohumillación del anticuario americano Robert Childan ante sus clientes japoneses:


Era una suerte tratar socialmente a una pareja japonesa, pues le aceptaban más como un hombre que como a un yank, o, por lo menos, como a un comerciante que vendía objetos de arte. Sí, esta nueva y joven generación ya no recuerda los días que precedieron a la guerra, ni siquiera la propia guerra… eran la esperanza del mundo. Las diferencias de clase no tenían sentido para ellos. Algún día acabará todo esto, pensó Childan. La misma idea de posición social desaparecerá para siempre. No habrá ni vencedores ni vencidos, sólo personas.

Queda establecida así la inferioridad del americano ante la clase/raza dominante (lo que hará que más tarde brille cierta escena en la que el obsequioso y sumiso Childan se rebela ante uno de ellos).

4. Dudas, paranoia, etcétera

Como ya comprobamos en Ubik, la aparición de una nueva capa de realidad al interior de la cebolla, revela siempre la posibilidad de que también haya más capas hacia el exterior: hace que aquella en la que estamos parados de pronto no nos parezca la última y definitiva expresión de lo real (con la consecuente paranoia que conlleva el descubrimiento).


…realmente vemos de una forma astigmática; nuestro espacio y nuestro tiempo son creaciones de nuestra propia mente y, cuando ésta vacila, momentáneamente… como las agudas molestias del oído medio. Ocasionalmente, nos inclinamos peligrosa, excesivamente, y perdemos el equilibrio por completo.

El escritor Abendsen (habitante paranoico de un “alto castillo”, que en su libro “se ha imaginado cómo sería el mundo si el Eje hubiera perdido”), afirma haber usado el I Ching para la escritura de La langosta se ha posado. Dick también declaró el mismo modus operandi para escribir El hombre del castillo; así, la conclusión a la que arriban los personajes en las últimas páginas de la novela de Dick podría ser la misma a la que llegaríamos en nuestra propia realidad si el I Ching nos diera —acerca de El hombre en el castillo— la misma respuesta que les da a ellos cuando — sobre La langosta…— le preguntan: “¿Qué debe aprender de esta novela el lector?”.

Quizás empezaríamos a sospechar que hay un tiempo paralelo más verdadero que el nuestro, un tiempo donde el Japón imperial y la Alemania nazi se repartieron el planeta tras la guerra; o un tiempo donde pasó cualquier otra cosa, pero siempre distinta de lo que asumimos como nuestra “verdadera Historia”. En síntesis, podríamos vislumbrar que también este mundo en el que vivimos y confiamos es un mundo falso.

Antología: Obras maestras. La mejor ciencia ficción del siglo XX (I)

Por Martín Cristal

La antología Obras maestras. La mejor
ciencia ficción del siglo XX
(Ediciones B,
Nova; Barcelona, 2007) me brindó un fructífero paseo por el género. Una lectura
más que interesante, dada mi reciente Sci-Fi Fever.

Conocemos el pecado de toda antología: aun declaradas sus mejores intenciones, al final nunca son todos los que están ni están todos los que son. Por eso valoro que, en la introducción del libro, Orson Scott Card —encargado de la selección y la presentación de los autores— explique cuáles fueron sus limitaciones y su criterio a la hora de darle forma a este compilado, y que no se dedique sólo a defender su visión personal sobre la historia del género. Sobre este último asunto, me parece destacable el siguiente pasaje:


Las teorías sobre la crítica literaria […] estaban concebidas para demostrar por qué las obras de los modernistas (la revolución literaria más reciente previa a la ciencia ficción) eran Arte Verdadero. Naturalmente, los académicos, que estaban totalmente concentrados en celebrar a Woolf, Lawrence, Joyce, Eliot, Pound, Faulkner, Hemingway y sus hermanos literarios, no tenían ni idea de lo que pasaba tras los muros del gueto de la ciencia ficción. Y cuando al final prestaron atención, porque sus estudiantes no dejaban de mencionar libros como
Dune y Forastero en tierra extraña, los académicos descubrieron que esas revistas y esos libros extraños con portadas ridículas no prestaban la más mínima atención a los estándares de la Gran Literatura que ellos habían desarrollado. En lugar de comprender que sus estándares era inadecuados porque no eran aplicables a la ciencia ficción, llegaron a la conclusión mucho más segura y simple de que la ciencia ficción era mala literatura. [p. 12].

Otra cosa elogiable es que Card no haya incluido ningún relato suyo. El de «antologador antologado» es un doble rol que muchos siempre están dispuestos a jugar cuando editan libros como éste. Esa cortesía de ceder el espacio es coherente con el problema inevitable del límite material/comercial para un libro de estas características. Dicho inconveniente volvió problemática la extensión de algunos buenos relatos —que por tanto Card tuvo que dejar afuera— y también lo prolífico de ciertos autores —Bradbury, Ellison—, que le hicieron difícil al antólogo el decidirse por sólo uno de sus cuentos.

Por supuesto, el criterio de selección de Card puede ser cuestionado por los conocedores del género. Recomiendo no dejar de leer la reseña de Luis Pestarini que en su balance señala algunas falencias notables del libro:


Curiosamente, ausentes […] hay tres nombres insoslayables en el campo del cuento de ciencia ficción: Dick, Bester y Sheckley. Sin intentar ser más papista que Benedicto, la ausencia de ciertos nombres revela un poco el programa que subyace a la selección: la ciencia-ficción es un género de ideas, que se atreve a cierta crítica social, pero que no tiene mucho de subversivo.

Y esto queda revelado con claridad cuando revisamos el espectro temático que recorren los relatos de la antología. Hay dos grandes temas del género que están por completo ausentes: sexo y religión.

(Leer la reseña completa en Cuasar)

Los veintisiete relatos del libro están organizados en tres grandes bloques o períodos muy generales, con los que Card divide y simplifica (quizás demasiado) la historia del género:

  • La edad de oro (“desde el comienzo hasta mediados de los sesenta”,
    “los autores que araron y plantaron el campo”, según Card);
  • La nueva ola (“desde mediados de los sesenta hasta mediados de los setenta”; “escritores que aportaron fervor y un estilo deslumbrante”, y que así “devolvieron la energía al género y lo abrieron a muchas formas de la narración”); y por último:
  • La generación mediática (“los años ochenta y noventa”; escritores que leían a sus antecesores pero que, al mismo tiempo, “crecieron viendo Dimensión desconocida, Más allá del límite y Star Trek”).

Los nombres de estos períodos no coinciden exactamente con los del gráfico que venía usando como guía general para mis lecturas del género: el monstruoso e impresionante The History of Science Fiction, creado por Ward Shelley, que recomiendo examinar en detalle, al igual que las otras obras infográficas de este artista neoyorquino:

Ampliar el gráfico | Visitar la web de su autor, Ward Shelley

.
Aunque con esta división de Card queden algo disminuidos términos ineludibles —como por ejemplo cyberpunk—, la partición sirve bien a los fines prácticos de ordenar el libro. La aprovecharé para dar cuenta de mi recorrido por sus 570 páginas, hecho desde el asombro —o el aburrimiento— de un recién iniciado.

[Leer la segunda parte de esta reseña]