Carta a Carlos Busqued

Por Martín Cristal

La nueva revista En ciernes. Epistolarias está compuesta en su totalidad por cartas. Su sección Encrucijadas sería la típica sección de reseñas de libros, salvo que aquí el reseñista le escribe una carta al autor del libro en cuestión (carta que el autor a su vez contesta). Para el Nº 2 me invitaron a escribirle una carta a Carlos Busqued, a propósito de su novela Bajo este sol tremendo (Anagrama, 2009).
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Córdoba, junio de 2011

Hola, Carlos:

¿Cómo va? Supongo que sabés que en Córdoba se te lee un poco como a un escritor cordobés, por el tiempo que viviste por acá y también por esa parte importante de Bajo este sol tremendo que transcurre en nuestra ciudad. Leí tu novela apenas salió, en 2009; fue de lo mejor que leí ese año (de esto dejé constancia en mi blog). Una historia potente, con gran impacto. Claro que fue muy difícil leerla sustrayéndome de la chapa de su publicación en Anagrama y todo eso. Cuando En ciernes/Epistolarias me invitó a escribirte, aproveché para releerla con un poco más de distancia. Viste cómo es: hay “anécdotas de publicación” que pechan tanto como el libro en sí, más allá de que el libro esté bueno de verdad (un caso paradigmático podría ser el de John Kennedy Toole y La conjura de los necios).

Tu novela extrema lo inhóspito del mundo. Es impiadosa, una exposición de la violencia sin moralina, enseñanza o comentario ético alguno. Hasta aquí, nada nuevo bajo este sol (tremendo), visto que ya se ha hablado mucho de la amoralidad de tus personajes. En esa discusión, aportaría que Cetarti y Danielito sí me parecen amorales, pero que a Duarte lo veo más cerca de la inmoralidad. Duarte sabe mejor a qué juega y qué leyes desafía con sus actos. Los otros, hundidos en una abulia constante que los exime de toda reflexión, no se reconocen a sí mismos como rebelados contra (o ajenos a) un sistema reglado. Duarte, en algunos momentos, sí: por ejemplo, el primer curro que propone consiste en “dibujarla” ante la obra social de la Fuerza Aérea, es decir, ante un subsistema de un sistema de reglas al que él pertenece. Quizás en otros crímenes suyos esto sea menos evidente.

Más allá de esta sutileza, los reúne la crueldad de un universo narrativo en el que no se explicita una lucha contra demonios internos o presiones externas; no hay justificaciones freudianas o patológicas; no hay construcciones ideológicas —por retorcidas que pudieran ser— para avalar la violencia. No hay bajadas de línea ni búsqueda de redención ni, en lo argumental, un “proceso completado de cambio”: Cetarti no sale transformado por la historia que le ha tocado vivir (es más: puede decirse que, al final, es el azar el que toma las decisiones por él). Alguien señaló que El extranjero es un antecedente de tu novela, por ese protagonista anestesiado, por esa manifiesta indiferencia ante una madre muerta, por esa forma de quedar a la deriva y a las puertas del crimen. Es cierto, con una salvedad: en las últimas páginas del libro de Camus, el imperturbable Meursault sí llega a razonar con lucidez sus actos, su vida y su próximo destino. En cambio, Cetarti, de lucidez, nada: el porro y la “conducta desmotivante” lo borronean todo el tiempo.
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Con todo esto quiero decir que una de las cosas que más impacta de la novela es que no aparezcan segundas intenciones narrativas detrás de su crueldad implacable, al contrario de otras obras, famosas por su violencia, en las que sí se dejan ver esas segundas intenciones. La naranja mecánica, por ejemplo, sí nos da un mensaje explícito: la elección moral —aun optando por el mal— es lo que nos hace libres y, por ende, humanos. Por violentas que puedan ser las escenas del libro —recubiertas, en el recuerdo, por las imágenes de Kubrick—, esa intención última termina apareciendo con claridad; por otra parte, la genial estilización del lenguaje distancia al lector de esa violencia narrada. Dice Burgess (en un prólogo de 1986):


No es misión del novelista predicar, sino mostrar. Yo he mostrado suficiente, aunque a veces lo oculta la cortina de un idioma inventado; otro aspecto de mi cobardía. El
nadsat, una versión rusificada del inglés, fue concebido para amortiguar la cruda respuesta que se espera de la pornografía. Convierte el libro en una aventura lingüística.

Tu prosa se aparta deliberadamente de “aventuras” así. Pero antes de hablar de eso, quiero traer otro ejemplo de ficción violenta. En American Psycho, Bret Easton Ellis se basa en dos elecciones narrativas capitales: la primera persona y el tiempo presente, combinación ideal para narrar lo impredecible de un asesino psicópata (más tarde —qué desilusión— Ellis siguió usando esta forma para otras obras donde, a mi juicio, ya no es tan pertinente). Si se atraviesan todas las capas de violencia escalonadas en el texto —cosa que muchos lectores no soportan—, se descubre el “objetivo” velado: cuestionar la noción de éxito en los Estados Unidos, su consumismo y, sobre todo, la relación directamente proporcional que el sistema norteamericano establece entre el capital moral de una persona y su capital a secas. Entre otras razones, a Patrick Bateman no lo pescan nunca porque, en una sociedad así, un joven millonario de Wall Street no puede ser además un asesino desquiciado sin parámetros morales.

Si se piensa la construcción de ficciones como la de Ellis, se ve que es posible aumentar el diámetro de la depravación prácticamente hasta el infinito. La violencia y la crueldad humanas no tienen límites exteriores, lo cual permite forzar el verosímil de su eventual relato. Rumbo a esa órbita inalcanzable, todo es posible: el personaje viola / o viola y mata / o viola, mata y despedaza / o viola, mata, despedaza y come / o viola, mata, despedaza y obliga a comer a otros / etcétera. Si se trata de mostrar crueldad pura y nada más, podés no parar nunca, al menos hasta llegar al límite de lo inefable, que no es el límite del mal, sino el del lenguaje. (En la revista Diccionario Nº 8, en la cual participaste, hay un ensayo muy interesante de Demian Orosz que toca este tema). Así va escalando Ellis la violencia en su novela; y así también llega Apollinaire, en Las once mil vergas, a una de las escenas más violentas que he leído en mi vida: a punta de pistola, un padre es obligado a violar a su bebita mientras la madre es forzada a verlo. Son apenas unas cuántas líneas, un pasaje más dentro de un catálogo pornográfico que (menos en esa página) incluso puede leerse desde el humor. Lo que estremece no es sólo la situación en sí, sino también el hecho de que Apollinaire no parezca tener ningún motivo para narrarla, excepto ése: narrarla.

De esa condición ilimitada del mal proviene una curiosidad como la que declara Duarte respecto de las películas porno que colecciona: no las tiene para hacerse la paja, sino para ver “hasta dónde puede llegar la especie humana”. En la ficción se puede asistir a un muestrario dantesco de horrores sin dañar nuestra integridad física: el dolor no toca la piel del hombre concreto que lee o mira la pantalla. Creo que el morbo —que todos tenemos, en mayor o menor grado— es un motor de lectura para algunas partes de tu novela. Un morbo cercano al de Como un guante de seda forjado en hierro, pero sin esos condimentos lyncheanos con los que Clowes enrarece su historieta; algo quizás más cercano a los “secretos en el sótano” que hay en Pulp Fiction (“bring out the gimp”, etc.), aunque sin los mecanismos de citas y parodias ni el humor con los que Tarantino estiliza su relato para distanciarnos de la acción violenta.
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Esto del morbo-motor me lleva a uno de los efectos secundarios de la relectura (que conecta con Burgess y lo del estilo). Tu novela es notablemente sólida en lo argumental. Está 100% centrada en las acciones. La relectura me devolvió a esos hechos terribles, pero —con la trama ya sabida— éstos ya no me ofrecieron la tensión (el morbo) de ir descubriéndolos a medida que se sucedían. Cierto: esto pasa con el argumento de cualquier libro, pero una relectura también puede ofrecer el repaso del estilo como renovador del goce. Te soy franco: a mi placer de lector le costó encontrarse con la prosa de Bajo este sol tremendo en la segunda lectura, salvo quizás en las descripciones de la casa del hermano de Cetarti o en algún pasaje sobre animales. Igual, me imagino que para vos esto es accesorio o irrelevante.

En toda violencia hay cierta dosis de inmadurez, de evolución no resuelta: una bestialidad inalterada o parcialmente vigente, un animal que insiste en su brutalidad y no logra “civilizarse”. Ahí es donde en tu novela encastran a la perfección las relaciones abiertas que establecés con el mundo animal: nos interpelan porque nunca nos hemos alejado mucho de ese animal planet. Aprovecho para contarte de una novela que escribí hace algunos años —Las ostras, todavía inédita— donde intercalo citas sobre animales tomadas de un viejo libro de divulgación científica. No es la enciclopedia de Cousteau, pero también se llama Misterios del mar (!) y —otra coincidencia— lo encontré en un depósito de antigüedades que tenía mi papá, un lugar muy oscuro y lleno de cachivaches, un poco como la casa del hermano de Cetarti.

En plan de coincidencias, y vistas otras cosas tuyas en la web, te cuento que me gusta la música de Frank Zappa; que el único avión a escala que tuve fue un biplano ruso —un Polikarpov— que nunca terminé de armar; y que también tuve un axolote, pero de los blancos. Se llamaba Julius y murió medio hervido en un accidente que te voy a contar mejor si nos vemos alguna vez.

Te mando un abrazo.
Martín Cristal

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El Nº 2 de la revista —con la respuesta de Busqued—
se presenta en Córdoba el 9 de septiembre de 2011,
en el marco de la Feria del Libro.

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Addendum del 29/03/21: Acabo de enterarme de la prematura muerte de Carlos Busqued. Todavía no lo puedo creer. Inevitablemente recordé este post, el cual completo a continuación con la respuesta que en su momento me enviara Carlos. QEPD. (MC)

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Respuesta de Carlos Busqued:

Cómo vas Martín contesto la carte de atrás para adelante.

Probablemente el biplano Polikarpov que tenés o tenías, es uno que fue conocido como “chato” en la guerra civil española, yo justo tengo pendiente de armar un sucesor monoplano de ese modelo: el Polikarpov I-16, que también combatió en la guerra civil y en los comienzos de la segunda guerra mundial. El kit trae dos juegos de insignias (soviéticas y españolas de la República, pienso usar las últimas). Está en escala 1/48 y me lo regaló mi hermana para la última navidad, y todavía no encaré armarlo. Lo último que armé fue un Mig 17. Me gustan los aviones soviéticos. Una vez leí que el criterio de diseño aeronáutico ruso consistía en “quitarles la gracia y dejarles la fuerza” a sus aparatos. La obediencia a ese criterio ha dado logar a una hermosa serie de artefactos potentes y gloriosamente feos, muy interesantes para contemplar y replicar en detalle. Tengo un Mig 3, un Mig 31, y ahora el 17 que mencioné antes. Cuando vivía en Córdoba tenía un Mig 21 y un helicóptero Kamov de combate, todos en escala 1/72.

Mi axolote viene soportando mi compañía hace casi un año, y la verdad que pese a lo mínimo de sus actividades (o tal vez debido a ello), es muy entretenido de observar. Lamento no haber conocido mejor a estos bichos durante la escritura de la novela, hubiera podido agregar unas cuantas cosas a la relación de Cetarti y su axolote. Dicen que llegan a vivir entre 25 y 40 años, debe ser la calma con que se toman las cosas. Le hice una pequeña cueva con piedras y se pasa encerrado ahí la mayor parte del tiempo. Sale únicamente cuando tiene hambre o el agua no está en buenas condiciones. Sin el hambre o la incomodidad, su existencia consiste en estar encerrado. Algo que yo sería feliz si pudiera lograr. No le puse nombre porque me dijeron que no se reproducen en cautiverio, sino que los traen directamente de no sé qué laguna volcánica de Xochimilco. Quiero decir, considero que es un animal secuestrado de su origen y traído a miles de km de distancia y que tuvo la pésima suerte de depender de mí. Así que no le pongo nombre porque no lo considero de mi propiedad, sino a mi cuidado. Medio que es una cuestión de respeto.

Por lo que decís de la novelita:

Con respecto al tema del “estilo” mh la verdad no es que no me importe, para el individuo siempre está mejor que le digan que es perfecto, admirable o similar. Pero bueno, la única verdad es la realidad. La elección de esta manera de narrar obedece a mis preferencias y motivaciones como lector. Yo tomo whisky para emborracharme, no para apreciar el sabor y esas pelotudeces. Si está rico, mejor, pero si es un whisky de 15 mangos y pega y no hay otra cosa, bueno, le doy lo mismo. En el mismo sentido, leo única y exclusivamente para evadirme, porque la realidad no me gusta nada y cualquier cosa que me saque de ella, me sirve. En el camino de esa evasión , es cierto, te encontrás con cosas de mucha calidad. Pero nunca leo para “apreciar la prosa” del que escribe. En general prefiero al narrador que no interfiere con la acción, me gusta esa discreción. Esto tiene que ver con lo de evadirse. Un narrador que cuenta concreto y simple, que te lleva de la nariz por la historia, produce un efecto parecido a ver una película, un narrador complicado, que hace disgresiones y agrega sus “pensamientos” es como si pagaras la entrada de cine y en vez de película no hay película, viene un tipo que te cuenta la película. Y sabemos que en general, los tipos que te cuentan las películas son unos plomos bárbaros. De ahí mi elección. Sumado a una cuestión de eficacia: cuanto más simple es un mecanismo, menores son las posibilidades de una falla. Sé que es bastante pobre pero bueno, no me da para agregarle rebusques y vueltas raras.

Esta novela la releí del libro (en parte porque no podía creer que estuviera publicada) y por momentos me quería cortar las bolas por cosas que están directamente mal escritas. Siempre me acuerdo de “la iluminación malignamente potente del sol” No, guanaco, es maligna y potente”!, o cualquier otra cosa pero que no suene tan feo como “malignamente potente”. Hay otras, también, no es ésa sola.

Los animales existen porque me gustan y porque son interesantes, la especie humana no necesita paralelismo con animales para que nos demos cuenta de que es tan despiadada como cualquier cosa existente. Para mí fue muy importante la lectura del libro El gen egoísta de Richard Dawkins. Hay un relato del comienzo de la vida que es fascinante, el relato va del proto canibalismo en las primeras moléculas estables en la sopa primordial, a la generación de organismos complejos como “máquinas de supervivencia” para un puñado de aminoácidos. Y desde entonces las reglas no han cambiado nada. Hace poco, leí sobre unos de campesinos que en 1988 quisieron escapar de Vietnam en un barco. Se les rompió el motor y después de dos meses a la deriva, empezaron a comerse entre ellos. Eran campesinos, buena gente, y tuvieron que elegir comerse a algunos porque sino morían todos. No se les puede criticar nada, es un procedimiento doloroso pero natural. Y el criterio de selección de las víctimas a ser comidas era el mismo de cualquier momento de la historia de la naturaleza. Según el relato de uno de los sobrevivientes, se seleccionaba “primero a los más débiles, y después a los que estaban solos”. Toda la economía calórica y sentimental del ser humano va por la misma bicisenda, aunque con un montón de firuletes de adorno y diferentes niveles de intensidad.

Y no hay “mal” porque no hay “bien”. Si el tigre se come al venado, o si el venado escapa y el tigre muere de hambre, el universo sigue girando. Y eso es lo único que hay en el centro de la cebolla de la existencia.

Como un guante de seda… está muy bien, no sé en qué medida lo afané, pero algo saqué de ahí seguro. Clowes tiene algunas cosas bastante fallidas, pero ésa y Ghost World son una MARAVILLA. Me gustó en su momento American Psycho, pero no sé si volvería a leerlo. Leí Menos que cero y me pareció una bosta. Ha ha son opiniones nomás, los tipos viven de su obra y yo soy un pelotudo que tiene que remarla, no soy nadie para criticar.

Mh no sé que decirte de lo de Kubrick, estoy de acuerdo en mostrar y no predicar. No sé a dónde iba con el nadsat, no creo que sea una aventura lingüística, pero lo cierto es que después de leerlo estuve usando palabras del nadsat un rato largo, y todavía me acuerdo algunas. Yarboclos, drugos. Eso debe querer decir algo

Haha, ¿quién te dice que Cetarti no es lúcido?, sólo un tipo que ve puede querer nublarse la vista. Por lo que te decía antes yo no hablaría de moral, sino de capacidad de adaptación al orden natural. Duarte es un predador,es la clase de gente que “quiere algo y lo consigue”, alguien que se las arregla para sacarle cosas al mundo. Danielito y Cetarti son mas bien tipos atropellados por los acontecimientos, ellos no se las arreglan tan bien con el mundo como Duarte. Por eso me caen más simpáticos, me siento más cerca de ellos.

En fin, es complicado decir qué cosa es un escritor cordobés más allá de lo geográfico, y desde allí claro que estoy adentro del concepto, los años que viví en Córdoba fueron más que intensos y todavía vuelvo todos los meses, así que si me molestara estaría negando algo.

Bueno Martín, gran abrazo, espero que haya servido de algo!

Carlos

La expectativa ante el relato

Por Martín Cristal

Croce creía que no hay géneros; yo creo que sí, que los hay
en el sentido de que hay una expectativa en el lector. Si una
persona lee un cuento, lo lee de un modo distinto de su modo
de leer cuando busca un artículo en una enciclopedia o cuando
lee una novela, o cuando lee un poema. Los textos pueden no
ser distintos pero cambian según el lector, según la expectativa.

Jorge Luis Borges

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El último domingo de mayo salí a caminar y pasé de casualidad por la puerta del Cineclub Municipal. El lugar cuida mucho el diseño gráfico de sus afiches y programas, motivo por el que siempre me llamó la atención que la cartelera exterior no sea más que un par de hojitas A4 impresas en mayúsculas, en tipografía Arial (o, con suerte, Helvética). Por lo demás, el Cineclub me encanta: ahí se puede ver todo que no se proyecta en las salas comerciales de Córdoba.

Había un ciclo dedicado al nuevo cine tailandés. La siguiente película empezaba en diez minutos; se llamaba Wonderful Town. No tenía la menor idea de qué trataba. No sé nada del cine tailandés, nuevo o viejo. Cero expectativa. No sabía si seguir paseando durante el resto de la tarde o si meterme en el cine.

Opté por buscar más información, aunque sin pasarme: demasiada información previa puede menoscabar el disfrute posterior. En el hall del cine encontré el programa del ciclo, con esta sinopsis de Wonderful Town:


Takua Pa, pequeña aldea costera que se repone del tsunami que acabó con la vida de varios miles de personas. Tom, un arquitecto de Bangkok, se traslada hasta allí para supervisar las obras de reconstrucción de un hotel en la playa. Instalado en el único edificio que queda en pie, su interés por Na, la joven propietaria del establecimiento, despertará la desaprobación de los pocos habitantes del pueblo, que no conciben que allí pueda florecer la esperanza.

Me interesó, o me pareció más tolerable que mi próxima y segura depresión findominical. Era mejor capear el atardecer dentro del cine y volver a la calle cuando ya fuera de noche. Así que entré corriendo para no perderme el comienzo de la peli, que fue el siguiente:

Interior de un despacho con ventanales a una gran ciudad. El jefe de una empresa le explica a una docena de empleadas que está obligado a echar a tres de ellas; como no se atreve a decidir a cuáles, lo hará por sorteo. Las empleadas van sacando palitos numerados de un vaso, mientras yo me pregunto cuál de ellas será la del pueblo arrasado por el tsunami. El jefe, que ya tiene la decisión escrita en un papel, les dice al fin que las despedidas son las empleadas con los números tal, tal y tal. La primera se desmaya; la segunda se lamenta; la tercera será la protagonista de la película. Al terminar la escena, aparecen los títulos iniciales.

Sólo en ese punto confirmé que no estaba viendo Wonderful Town, sino otra peli: 69 (o 6ixtynin9, o Ruang talok 69). Espié en la penumbra: en la sala había, como mucho, quince personas. Ninguna parecía sorprendida por el cambiazo. Nadie se quejaba. Me pregunté si —como yo— tenían vergüenza de preguntarle a otro qué pasaba. O si —en su falta de expectativas— les daba lo mismo una u otra película.

Tum, la joven desempleada de 69, encuentra en la puerta de su departamento una caja llena de dinero. Pronto descubrirá que es dinero sucio, con el que se arreglan peleas de Muay Thai. Han dejado un pago en su puerta por error. Tum decide quedarse la plata. Así se ve envuelta por el odio mutuo que se profesan dos bandas rivales.

Si yo hubiera notado que —con astucia y en su propio beneficio— Tum tensaba la cuerda entre ambas bandas, hubiera sabido qué esperar: algo al estilo de Cosecha roja de Dashiell Hammett (y sus derivaciones en el cine: Yojimbo, de Kurosawa, Por un puñado de dólares, de Leone, o la menos trascendente Last Man Standing, de Walter Hill). Pero Tum resulta ser una chica desvalida y hasta un poco boba; no es calculadora ni tiene la fría dureza de Mifune, Eastwood o Willis. A Tum los cadáveres de ambos bandos se le van acumulando en el depto casi de casualidad, debido a enfrentamientos que siempre resultan algo ridículos. Y es que 69 arranca como peli de realismo social, pasa por el thriller y termina revelándose enseguida como lo que es: una comedia de humor negro, con deudas u «homenajes» a Quentin Tarantino y algunos toques medio pavos de vodevil (puertitas, equívocos, etcétera).

Cero tsunami. Cero historia de amor, reconstrucción y esperanza (¿esperanza = expectativa?). Esa tarde no hubiera entrado ni loco a ver una película basada en la trillada premisa “alguien encuentra algo que pertenece a la mafia y decide quedárselo” (ni aunque hubiera sido No Country for Old Men). Y sin embargo, ahí estaba.

A media película, una mujer se levantó y se fue, rezongando. En su queja alcancé a distinguir las palabras “estupidez” y “morbo”. Yo vi la peli entera, incluso me reí en algunos momentos, aunque una parte de mí divagaba: pensaba, por ejemplo, en La expectativa de Damián Tabarovsky, una novela que no leí (¿hablará de estas cosas?); o miraba a dos de los matones que, en plan buddy-movie, desgranaban sus gags mientras revisaban la casa de Tum, aunque mientras tanto yo pensaba en Alejandro Alvarado, un reportero que conocí en México: uno de los matones se le parecía un poco. OK, tailandés en lugar de mexicano, pero moreno y de bigote finito: de tener un saco de pachuco —como los que Alejandro solía usar— podría haber sido un copycat asiático de Tin Tan.

La comparación tiene que haberse disparado porque, en México, Alejandro se había dedicado durante un buen tiempo a las artes marciales. Incluso tenía escritas varias novelitas cortas y bizarras con un mismo héroe, Eder Mondragón, un peleador de Muay Thai. Esas novelitas, autoeditadas, salían gracias a la publicidad de gimnasios de artes marciales, impresas en las solapas o la contratapa: algo que uno no espera ver en un libro.

Tampoco esperaba recordar a Alvarado en esa tarde de domingo. No esperaba, sí esperaba: el espectador es un esperador (expectativa, del latín exspectātum: «mirado, visto»). En mi divague paralelo también recordé que una vez Gerardo Repetto nos contó de ciertas ideas que Gabriel Orozco materializó en la forma de una caja de zapatos vacía, la cual expuso en la Bienal de Venecia. Algo así como una búsqueda consciente de la decepción, para desactivar toda noción de “lo esperable” en el arte. Dice Orozco [lo tomo de Letras Libres]:


[Debe haber] aceptación de la decepción: no esperar nada, no ser espectadores, sino realizadores de accidentes. Así, el artista no trabaja para el público que ya sabe lo que debería de ser el arte: trabaja para el individuo que se pregunta cuáles son las razones para las que existe el arte.

Y este arte no puede ser espectacular, como la realidad no lo es […]. El espectáculo como intención está hecho para el público que espera, y el artista no trabaja para ese público. Además, no es posible convencer al público de que está formado de individualidades a través del espectáculo. Cuando el arte se realiza es cuando el individuo se realiza con él, aunque sea por un momento.

Cuando salí del cine, ya era de noche (la noche no me decepciona nunca). Volví a mirar el cartelito de la entrada y entendí: era el del día anterior. Los del Cineclub se habían olvidado de cambiarlo por el del domingo.

Aproveché la vuelta para pasar por lo de mi dealer y buscar la temporada final de Lost. Tuve que esperarlo diez minutos en la puerta. En ese rato seguí pensando en todo esto mientras tarareaba una canción de Lou Reed en la que él también espera a “su hombre” para que le dé su droga, generando así sus propias expectativas: un único origen para todas las decepciones y para todas las sorpresas.