Lo mejor que leí en 2013

Por Martín Cristal

Van en orden alfabético de autores; esto no es un ranking. Figura el link a la correspondiente reseña, si es que la hubo en este blog. Aquí están los libros que más disfruté leer en 2013:

Rascacielos-J.G.BallardRascacielos
de J. G. Ballard
(novela)
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Alessandro-Baricco-Mr-GwynMr Gwyn
de Alessandro Baricco
(novela)
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Isidoro-Blaisten-AnticonferenciasIsidoro-Blaisten-Cuando-eramos-felicesAnticonferencias y
Cuando éramos felices
de Isidoro Blaisten
(artículos)

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Alejo-Carbonell-Sendero-luminosoSendero luminoso
de Alejo Carbonell
(poesía)

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Junot-Diaz-Asi-es-como-la-pierdesAsí es como la pierdes
de Junot Díaz
(relatos)
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Los-ultimos-Katja-Lange-MullerLos últimos
de Katja Lange-Müller
(novela)
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La-comemadre-Roque-LarraquyLa comemadre
de Roque Larraquy
(novela)
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Stanislaw-Lem-SolarisSolaris
de Stanislaw Lem
(novela)
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Alejandro-Lopez-keres-cojer-guan-tu-fakkeres cojer? = guan tu fak
de Alejandro López
(novela)

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Yasmina-Reza-ArteArte
de Yasmina Reza
(teatro)

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Damian-Rios-El-verde-recostadoEl verde recostado
de Damián Ríos
(poesía)

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Francis-Scott-Fitzgerald-El-Gran-GatsbyEl gran Gatsby
de F. Scott Fitzgerald
(novela)

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Conversaciones-con-mario-levrero-silva-olazabalConversaciones con Mario Levrero
de Pablo Silva Olazábal
(entrevista)
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Robert-Silverberg-Muero-por-dentroMuero por dentro
de Robert Silverberg
(novela)
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Kurt-Vonnegut-Desayuno-de-campeonesDesayuno de campeones
de Kurt Vonnegut
(novela)

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Laura-Wittner-La-tomadora-de-cafeLaura-Wittner-Balbuceos-en-una-misma-direccionLa tomadora de café y
Balbuceos en una misma dirección, de Laura Wittner
(poesía)

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[Ver lo mejor de 2012 | 2011 | 2010 | 2009]

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La isla de cemento, de J. G. Ballard

Por Martín Cristal

Ballard-La-isla-de-cemento—Maitland, viejo, estás aquí varado como Crusoe. Si no te cuidas, te quedarás en esta isla para siempre.

Según la edición de Minotauro, La isla de cemento (Concrete Island, 1974), conforma una trilogía “urbana” junto con la novela anterior de Ballard, Crash, y la posterior Rascacielos.

Robert Maitland es un arquitecto inglés al que encontramos en el preciso instante de tener un accidente: mientras conduce a exceso de velocidad, su Jaguar pincha un neumático. Maitland pierde el control del auto, que vuela por sobre el borde de la autopista elevada y cae a un espacio baldío, mucho más abajo: un triángulo yermo entre tres autopistas de cemento, el único espacio urbano no planificado entre esas modernas vías de comunicación.

“Ese terreno abandonado en la conjunción de las tres autopistas era literalmente una isla desierta”, explica Ballard, que así actualiza al náufrago clásico de Daniel Defoe, llevándolo al terreno de sus intereses: el paisaje distópico.

Con todo y lo buena que es la idea —el ciudadano que no puede escapar de una isla desierta enclavada en el corazón de su propia civilización moderna (pero previa a los teléfonos móviles, que hoy hubieran resuelto el problema enseguida)—, hay que decir que los esfuerzos de Ballard por verosimilizar la situación resulta un tanto ampulosos y notorios. Demasiadas casualidades juntas impiden que el machucado Maitland escape de su isla, al menos en los sucesivos intentos que se llevan la primera mitad de la novela.

Jaguar-Concrete-Island

[Atención: spoilers].

Es cierto que estos fracasos mueven al lector a sospechar que, inconscientemente, Maitland no quiere volver a su vida de siempre. En efecto, veremos una transformación en el alienado arquitecto, un sinceramiento con su lado salvaje, que conecta con la metamorfosis social de Rascacielos, aunque en esta novela Ballard no sea tan sutil en la gradación del proceso.

Los móviles de lectura más comunes en las historias de náufragos suelen ser los medios de supervivencia y el rescate (intrigas: ¿cómo se las ingeniará X para sobrevivir? ¿Podrá escapar de la isla desierta?). En parte, de eso van Robinson Crusoe, y la peli Náufrago con Tom Hanks, y Lost, y muchas otras propuestas con situaciones extremas aisladas. En cierto punto de la novela, Ballard pone sobre las mesa ambas premisas, y altera las prioridades del náufrago: es ahí cuando Maitland reconoce que “esta voluntad de sobrevivir, de dominar la isla y aprovechar sus escasos recursos, era ahora un objetivo más importante que el de escapar”.

Con las intenciones trastocadas, Maitland llega a decirse, en voz alta: “Yo soy la isla”. Hasta aquí la novela parece sólo un cuento algo inflado, de progresión previsible. A mitad del libro, sin embargo, Ballard introduce un Viernes, unos Otros de los que es mejor no agregar más. Valga decir que la historia mejora, y que la ambigüedad del protagonista respecto de escapar o no de la isla se ahonda y persiste más allá de este punto.

En lo personal, de este trío ballardiano, antes que La isla de cemento me quedo con Rascacielos, e intuyo que también preferiré Crash, al menos a juzgar por la imaginería que David Cronenberg pudo destilar de esa novela.

Rascacielos, de J. G. Ballard

Por Martín Cristal
Rascacielos-J.G.Ballard

“Más tarde, mientras estaba sentado en el balcón, comiéndose el perro, el doctor Robert Laing recordó otra vez los hechos insólitos que habían ocurrido en este enorme edificio de apartamentos en los últimos tres meses”.

Con esa poderosa línea inicial arranca Rascacielos (High-Rise, 1975). El edificio donde transcurre la acción de esta novela de J. G. Ballard tiene cuarenta pisos, veinte ascensores y mil departamentos. Dos plantas —la décima y la trigésima— albergan supermercados, shoppings, servicios, escuelas y las infaltables piletas de natación (siempre siniestras y desoladoras en Ballard). Aunque todos los habitantes son profesionales exitosos, los pisos más altos gozan de un lujo superior al de los pisos inferiores. Un enorme estacionamiento rodea al edificio, y también un lago artificial a medio construir: un desolador óvalo de doscientos metros de diámetro, hecho de puro concreto, sin agua todavía. El paisaje es suburbano, muy en las afueras de una Londres ya insoportable; el edificio más cercano es idéntico, pero está a cuatrocientos metros de distancia.

Los “hechos insólitos” que recordará Laing estructuran la novela en un gradiente de primitivización que va transformando a los habitantes del edificio. En sólo tres meses se produce “un nuevo orden social” generado por la propia arquitectura psicotizante de esa mole de cemento.

Lo de psicotizante es literal y manifiesto: los vecinos van sintiendo un “creciente desdén por la realidad” exterior. Todos se preocupan por mantener las apariencias hacia fuera, mientras en los pasillos del edificio los conflictos sociales son cada vez más violentos y encarnizados.

Las clases enfrentadas son las típicas baja, media y alta, representadas en tres tramos del edificio —pisos inferiores, medios y superiores— y en un habitante/protagonista por cada uno de esos estratos: en el Piso 2, el periodista de TV Richard Wilder (wilder = más salvaje, tendencia que irá revelando el personaje a lo largo de la novela); en el Piso 25 vive el citado doctor Laing; y en el piso 40, con lujoso ático y todo, el mismísimo arquitecto del edificio, el prepotente Anthony Royal (royal = de la realeza, lo que indica la posición social del personaje, contrapuesta a la de Wilder y apenas tolerante respecto de la de Laing, al menos inicialmente).

El edificio es equiparado con una cárcel, con un zoológico, con una pajarera. La violencia de sus entrañas paradójicamente se transforma en una “valiosa forma de cohesión social”. Surgen atavismos: clanes, tribus, demarcaciones territoriales, incluso mediante olores. Las obsesiones son tres: comida, seguridad y sexo. Sin embargo, cuando el lector ya ha aceptado esa idea de regresión social que rige el libro, Ballard ofrece (sin disimulos narrativos) otra interpretación, de corte psicológico. La pone en boca de un vecino de Laing, el homosexual Adrian Talbot:

No es cierto que vayamos todos hacia un estado de primitivismo feliz. Aquí el modelo no es tanto el yo salvaje como el yo postfreudiano sin inocencia, dañado por una excesiva indulgencia en el entrenamiento de las funciones del cuerpo, un destete tardío, y padres afectuosos… Sin duda una mezcla más peligrosa que aquellas que nuestros antepasados victorianos tuvieron que soportar. Todos los de aquí han tenido infancias felices, sin excepción, y sin embargo están furiosos. Quizás no les dieron oportunidad de ser perversos… [154]

La figura del arquitecto Anthony Royal, frecuentemente “de pie en una de sus poses mesiánicas en el parapeto del ático”, recuerda la arrogancia de otro arquitecto parado en las cumbres de sus construcciones: el Howard Roark de las líneas finales de El manantial. Tomando esta similitud como punto de apoyo, se puede decir que en Rascacielos Ballard extrapola las consecuencias de una doctrina egoísta como la de la autora de El manantial, Ayn Rand.

La maestría de Ballard en Rascacielos consiste, primero, en optar por ese inicio in medias res, y luego en desarrollar un perfecto degradado de violencia —en el sentido de imperceptible degradé, pero también de inexorable degradación—, un minucioso crescendo en el que cada hecho en principio no parece mucho más terrible que el inmediato anterior (aunque cada tanto, sí, haya un hito que sacuda la historia del conflicto de clases que va derruyendo el edificio). El disfrute de la lectura se produce en el inteligentísimo continuum con que Ballard conduce este procedimiento: cuando los vecinos y el lector se quieren dar cuenta, el edificio ya es un sistema de cavernas oscuras, un laberinto vertical graffiteado y peligroso. Un espacio inhóspito en el que cada departamento se ve como una cueva en un acantilado, en la segunda mitad del siglo XX, pero enfrentándose a “un futuro que había llegado ya, un futuro agotado”.