Las furias, de Renzo Rossello

Por Martín Cristal

Cronista del futuro terrestre

Las furias no se muestra exteriormente como un libro de ciencia ficción, ni es publicado por una editorial especializada; sin embargo, su lectura devela pronto que entreteje motivos propios de ese género. Según Elvio Gandolfo en la contratapa, se trata de “un registro del todo nuevo” en la obra de Renzo Rossello (Montevideo, 1960), autor usualmente centrado en el género policial.

¿Novela o libro de cuentos? Respuesta corta: ambas cosas a la vez.

Para una respuesta más larga y precisa, recurramos a un concepto de la ciencia ficción: el de fix up. Según Miquel Barceló (en Ciencia ficción: Nueva guía de lectura), un fix up consiste en el “montaje de diversos relatos interrelacionados formando un único volumen, para lo cual, si hace falta, el autor ‘rellena’ los huecos que deja el material disponible con algunas historias escritas precisamente para ese fin”.


Con esos “arreglos” a la medida solía venderse mejor un ramillete de cuentos publicados previamente en revistas, aunque luego el procedimiento también pudiera aplicarse a inéditos (como en el caso que nos ocupa). Un ejemplo famoso de fix up es Crónicas marcianas; Ray Bradbury contaba que al presentarle el libro al que sería su editor, éste le preguntó: “¿Tienes más material con el que podamos hacerle creer a la gente que está leyendo una novela?” (Resultó que Bradbury sí tenía: en esa misma oportunidad también le vendió a la editorial El hombre ilustrado, otro fix up).

Las furias presenta diez relatos ensartados por los apuntes de viaje de un periodista sueco, Gunnar Ejbert. A la vez, esos diez se encuentran enmarcados por otros dos: el inicial, “La desaparición de Will Hudson”, cuyo asunto queda claro desde el título (Hudson es un periodista conocido de Ejbert); y el de cierre, “Diario de las furias”, donde un militar deja testimonio del caos desatado tras el hallazgo de una puerta colosal en la ladera de un monte groenlandés (el Gunnbjorn, en el que Hudson había estado antes de desaparecer).

Esos misterios impulsan al lector a atravesar las demás historias. La estructura episódica permite considerarlas en forma independiente: Ejbert recopila relatos como “La noche de Antón”, sobre el impiadoso exterminio de unos mutantes; “La cura”, acerca de un operativo gubernamental obsesionado con la profilaxis de enfermedades cardíacas; el conmovedor “El hundimiento del edificio Excélsior”, acerca de la manifestación de los malestares espirituales de un viejo edificio; o el ciberpunk “Toda la verdad sobre el proyecto Kurtz”, donde se explica (¿demasiado?) cómo una nueva tecnología reconfigura el espionaje internacional. Otros destacables son “Mientras llueve sobre Ciudad Gótica” y “Juicio al monstruo nonato”.

Unas “Notas al pie del futuro reciente” revisan, al cierre del libro, su paleta temática. La adenda no aporta narrativamente; parecen apuntes del autor, ofrecidos (como decía Cortázar sobre los libros VI y VII de Adán Buenosayres) “un poco como las notas que […] incorpora para librarse por fin y del todo de su fichero”.

Por lo demás, el conjunto funciona bien porque su ilación plantea cierta intriga (un aspecto menospreciado hoy por cierta narrativa que se autopercibe “exquisita”); también porque Rossello narra casi siempre con imágenes, como quería Mario Levrero; y porque el formato elegido lo ubica en un punto de equilibrio respecto de la habitual dicotomía “variedad/unidad”, dilema habitual en los volúmenes de cuentos.

La voluntad lectora se renueva ante cada relato, mientras la forma alienta un interés general. Esto hace que Las furias proponga una experiencia de lectura muy entretenida.

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Las furias, de Renzo Rossello. Estuario Editora, 2012. 152 páginas. Recomendamos este libro en “Número Cero”, La Voz (Córdoba, 5 de noviembre de 2017).

A qué edad escribieron sus obras clave los grandes novelistas

Por Martín Cristal

“…Hallándose [Julio César] desocupado en España, leía un escrito sobre las cosas de Alejandro [Magno], y se quedó pensativo largo rato, llegando a derramar lágrimas; y como se admirasen los amigos de lo que podría ser, les dijo: ‘Pues ¿no os parece digno de pesar el que Alejandro de esta edad reinase ya sobre tantos pueblos, y que yo no haya hecho todavía nada digno de memoria?’”.

PLUTARCO,
Vidas paralelas

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Me pareció interesante indagar a qué edad escribieron sus obras clave algunos novelistas de renombre. Entre la curiosidad, el asombro y la autoflagelación comparativa, terminé haciendo un relevamiento de 130 obras.

Mi selección es, por supuesto, arbitraria. Son novelas que me gustaron o me interesaron (en el caso de haberlas leído) o que —por distintos motivos y referencias, a veces algo inasibles— las considero importantes (aunque no las haya leído todavía).

En todo caso, las he seleccionado por su relevancia percibida, por entender que son títulos ineludibles en la historia del género novelístico. Ayudé la memoria con algunos listados disponibles en la web (de escritores y escritoras universales; del siglo XX; de premios Nobel; selecciones hechas por revistas y periódicos, encuestas a escritores, desatinos de Harold Bloom, etcétera). No hace falta decir que faltan cientos de obras y autores que podrían estar.

A veces se trata de la novela con la que debutó un autor, o la que abre/cierra un proyecto importante (trilogías, tetralogías, series, etc.); a veces es su obra más conocida; a veces, la que se considera su obra maestra; a veces, todo en uno. En algunos casos puse más de una obra por autor. Hay obras apreciadas por los eruditos y también obras populares. Clásicas y contemporáneas.

No he considerado la fecha de nacimiento exacta de cada autor, ni tampoco el día/mes exacto de publicación (hubiera demorado siglos en averiguarlos todos). La cuenta que hice se simplifica así:

[Año publicación] – [año nacimiento] = Edad aprox. al publicar (±1 año)

Por supuesto, hay que tener en cuenta que la fecha de publicación indica sólo la culminación del proceso general de escritura; ese proceso puede haberse iniciado muchos años antes de su publicación, cosa que vuelve aún más sorprendentes ciertas edades tempranas. Otro aspecto que me llama la atención al terminar el gráfico es lo diverso de la curiosidad humana, y cuán evidente se vuelve la influencia de la época en el trabajo creativo.

Recomiendo ampliar el gráfico para verlo mejor.

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Ver más infografías literarias en El pez volador.
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Lenta biografía literaria (1/6)

Por Martín Cristal
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Me invitaron a participar en la sección «Huellas de lectura» de los Cuadernos de la Biblioteca Córdoba, en la que se les pide a distintos escritores alguna reflexión acerca de su experiencia y formación como lectores. Inicio una serie de posts donde, a modo de «biografía literaria», iré compartiendo una versión extendida del texto que se publicará en los Cuadernos antes de fin de año.
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Lenta biografía literaria

Con gratitud recuerdo algunas obras que fueron puntos de inflexión en mi derrotero de lector-escritor. No es meramente la lista de los “libros que me gustaron”: esa lista sería mucho más larga, ya que abarcaría también a autores que leí con gran placer —pienso por ejemplo en Pavić, Vian o Levrero— aunque no siento que después hayan influido de forma tan contundente y directa sobre los textos que intenté escribir. Sin duda somos menos limitados como lectores que como escritores: uno lee lo que quiere, pero escribe lo que puede. Selecciono entonces sólo las obras que impactaron conscientemente en mis futuras acciones como escritor. Encuentros —azarosos, felices— entre ciertas obras y un lector que las recibió con asombro acorde a su edad y experiencia.
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20.000 leguas de viaje submarino, de Julio Verne

20000-leguas-Julio-Verne8 años | Sé que de no cruzarme con aquel ejemplar de la colección Billiken, alguna otra novela de aventuras hubiera ocupado el podio de “primer libro”. Incluso sin tener forma de libro: podrían haber sido las primeras historietas de la colección Joyas Literarias Juveniles, que descubrí casi al mismo tiempo (eran La isla del tesoro, de Stevenson, y Miguel Strogoff, otra vez de Verne: una coincidencia que consolidó tempranamente la noción de “autor”). La influencia de estas obras es transitiva y fácil de explicar: si no se empieza a leer, no se puede empezar a escribir.
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Crónicas marcianas, de Ray Bradbury

Bradbury-Crónicas marcianas19 años | En mi adolescencia no iba hacia los libros; leía esporádicamente, sin constancia ni criterio, y odiaba las lecturas obligatorias de la escuela. A los diecinueve trabajé temporalmente en un kibutz israelí donde compartía una casita con otros compañeros. Sobre la cama de uno de ellos descubrí un ejemplar de Crónicas marcianas traducido al castellano; me di cuenta de que llevaba seis meses sin ver un solo libro escrito en mi propio idioma. Lo devoré. La urgencia de leer empezó ahí, y ya no me abandonó. De vuelta en la Argentina me convertí en un lector activo. Años después escribí “Garage”, mi primer cuento. No pude evitar darle un aire bradburiano.
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Cuentos completos I y II, de Julio Cortázar

Cortazar-Cuentos-completos-I20-21 años | Los primeros libros que compré con mi propia plata fueron Final del juego, Todos los fuegos el fuego y Bestiario; inauguraron mi fascinación por el género fantástico. Después, en los dos tomos recopilatorios de Cortázar encontré muchísimos más relatos que me asombraron (más tarde entendería que las “obras completas” de un autor necesariamente incluyen etapas que no son de nuestro interés, amén de recurrencias y variantes fallidas). En mi primer libro —Las alas de un pez espada—, le dediqué a Cortázar el cuento “Tres y el fuego”, que incluye una cita de “Todos los fuegos el fuego”. En dicho libro (y en parte del segundo, Manual de evasiones imposibles) domina el fantástico. Durante cierto tiempo, Cortázar fue mi referente para comprender el género, y también la literatura toda.
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Rayuela, de Julio Cortázar

Cortazar-Rayuela21-22 años | Por demostrar madurez literaria, muchos lectores expertos llegan al extremo de negar sus lecturas tempranas; Rayuela es una de las víctimas más frecuentes de esa negación, que percibo como una enorme ingratitud. Quizás mañana relea Rayuela y tenga que criticarla, pero nunca al extremo de negar que al terminarla aquella primera vez yo había pasado por tantas emociones, me había divertido tanto con su variedad formal, se habían agitado tantos aspectos de mi experiencia veinteañera, que lo primero que pensé al cerrar el libro fue: “Yo quiero hacer lo mismo que hace este tipo. Yo quiero escribir”.

Rayuela me ayudó a encontrar mi vocación. Con el tiempo mi devoción por el libro se fue desgastando, pero en aquel momento fue crucial para mí, y por eso no lo olvido.

[En el presente post se resume lo que ya se había contado con más detalle acá.
Esta «biografía literaria» continuará en el próximo post].

Antología: Obras maestras. La mejor ciencia ficción del siglo XX (II)

Por Martín Cristal

Continúo con mi recorrido por esta antología
confeccionada por Orson Scott Card en 2001.

[Leer la primera parte].

Parte 1. La edad de oro

Los cuentos que más me gustaron de esta parte:

• Theodore Sturgeon, “Un platillo de soledad” [1953]: Quizás el relato más lírico del libro. Una mujer, golpeada en la cabeza por un pequeño platillo volador en Central Park, recibe un mensaje del extraño objeto. Queda confinada en la soledad de quien resulta estigmatizado socialmente por poseer una vivencia extraordinaria, por mínima que ésta sea, algo incomunicable a los demás. Para la curiosidad social, «eso que pasó» es más importante que la persona en sí misma.

• Ray Bradbury, “Tenían la piel oscura y los ojos dorados” [1949]: La memoria me engañó: creí que este cuento estaba incluido en Crónicas marcianas, y que yo simplemente lo había olvidado; resultó que no era de ese libro (se incluyó más adelante en Remedio para melancólicos). Es que también transcurre en Marte: una familia de colonos se integra a la vida del planeta rojo luego de saber de una guerra mundial en la Tierra. [Recordé este cuento en mi reciente obituario por la muerte de Ray Bradbury].

Robert A. Heinlein, “Todos vosotros zombis…” [1959]: Recientemente leí El mercader y la puerta del alquimista, de Ted Chiang; aunque disfruté el relato —con su atmósfera robada de Las mil y una noches—, sentí que Chiang no iba a fondo con su tema como sí suele hacerlo en otros cuentos suyos; revisita el tópico de los viajes temporales, pero parece querer evitar a toda costa el tener que extremar las paradojas que necesariamente generan de dichos viajes, para que el cuento no se complique más allá de su aire de fábula antigua. En cambio Heinlein, en este cuento, hace lo contrario: va a fondo con el tema, lo extrema, lo agota. Así, su viajero temporal, que trabaja para una “Agencia”, provoca tantas paradojas temporales con sus idas y vueltas que en cierto punto él mismo llega a ser todos los personajes del cuento. Me costó entrar a este texto, pero al final me alegré de no haberlo dejado.

• James Blish, “Una obra de arte” [1956]: Un “escultor mental” del año 2161 “recrea” al compositor Richard Strauss en el cuerpo de un hombre joven. La excusa perfecta para hacer una meditación sobre lo predurable en el arte y la música.
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Otros:

Lloyd Biggle Jr., “Componedor” : En una época en la que sólo se escuchan jingles comerciales, un compositor de éxito decide largar todo para volver a tocar música. Música de verdad. En vivo.

Poul Anderson, “Llámame Joe”: Una especie de centauro —Joe— es enviado a la conquista de la inhóspita superficie de Júpiter. Se trata sólo de un avatar: en una nave en órbita, hay un cosmonauta que lo controla. Aunque, ¿quién controla a quién?

Arthur C. Clarke, “Los nueve mil millones de nombres de Dios” : Cruzando nociones de cálculo combinatorio y un monasterio lama, Clarke consigue que una antigua profecía se acelere mediante el uso de la tecnología humana.

Edmond Hamilton, “Involución” : Unas “gelatinas intergalácticas” (¡?) exploran la Tierra, un planeta cuya especie dominante no es más que una involución de esas mismas “gelatinas”. Maso.

Isaac Asimov, “Sueños de robot” : Dialogal. Un robot que tiene sueños libertarios —un Moisés de la robótica— asiste a una sesión con un analista humano.

Parte 2. La nueva ola

Éste es el segmento del libro que me resultó más equilibrado de los tres. Los cuentos que más me gustaron de esta parte:

• Robert Silverberg, “Pasajeros” [1968]: Unos alienígenas incorpóreos “cabalgan” las conciencias de los seres humanos cada tanto. Nunca se sabe cuándo uno de estos seres puede ocupar la conciencia de quien está con vos. O la tuya.

• Larry Niven, “Luna inconstante” [1971]: El fin del mundo nunca pasa de moda (hace poco vimos Melancolía de Lars Von Trier, por ejemplo). Aquí el astro que nos indica la cercanía del final no es otro que nuestra querida Luna, demasiado brillante en el cielo de la que, por lo demás, sería una noche perfecta para la pareja protagonista.

• Frederik Pohl, “El túnel bajo el mundo” [1955]: Una comunidad es sujeto de un experimento publicitario. Lleno de vueltas de tuerca, parece una mezcla de El día de la marmota con los simulacros de Philip Dick.

• Ursula K. Le Guin, “Los que se van de Omelas” [1973]: ¿Es válido que haya una aldea de felicidad impecable pero a costa de la infelicidad de uno solo de sus individuos? Un relato que interpela al lector, cuya reflexión sobre la relación entre la alegría y el arte vale el libro completo:


El problema es que nosotros padecemos la mala costumbre, alentada por los pedantes y los intelectuales, de considerar la felicidad como algo más bien estúpido. Sólo el dolor es intelectual, sólo el mal es interesante. Ahí radica la traición del artista: negarse a aceptar la banalidad del mal y el terrible aburrimiento del dolor. Si no puedes ganar, únete a ellos. Si duele, repite. Pero alabar la desesperación es condenar el deleite, abrazar la violencia es perder todo lo demás. Ya casi lo hemos perdido todo; ya no podemos describir a un hombre feliz, ni celebrar ceremonias alegres.
[p. 291]

 
Otros:

Brian W. Aldiss, “¿Quién puede reemplazar a un hombre?”: Ya lo conocíamos de Galaxias como granos de arena (corresponde a su “milenio robot”). Tras una catástrofe, los robots de la Tierra quedan a su suerte. Liberados del mandato humano, piensan cómo encarar su independencia.

Harlan Ellison, “‘¡Arrepiéntete, Arlequín!’, dijo el señor TicTac”:
En una sociedad donde la puntualidad es obligatoria, aparece Arlequín, un rebelde de las horas y enemigo de los relojes. El tono del cuento parece de dibujo animado.

R. A. Lafferty, “La madre de Eurema”: Un niño, que se juzga a sí mismo como un tonto, crece para terminar siendo el inventor más importante del mundo. El más importante y el más peligroso también, aunque siga pensando que es un tonto.

[Leer la tercera y última parte de esta reseña]

No hay edad para apreciar la luz de un rayo

Por Martín Cristal

Hace poco tuve una fiebre de ciencia ficción: volvió mi curiosidad por leer un género que había abandonado desde los veintipico. No es que alguna vez haya sido un fanático, pero le debo al género mi iniciación como lector en serio (como lector serial). Dos libros que impulsaron aquel amanecer mío: Crónicas marcianas (1950) y Fahrenheit 451 (1953).
De ya saben quién.

Mi reciente vuelta a leer sci-fi liquidó en mí cualquier “teoría evolutiva del lector” (y, por ende, su equivalente del escritor). No avanzamos por un camino empedrado de libros, “acercándonos” como lectores/escritores a algún improbable punto de perfección zen, sino que vamos y volvemos por una red que nosotros mismos ampliamos, como cualquier araña teje la suya entre los tallos de dos flores. Tenés tus influencias y tus taras, las recorrés leyendo y escribiendo en diversas direcciones, y después te morís. Eso es todo, amigos.

Ray Bradbury le sumó al pecado de su éxito comercial otros dos: 1) escribir sin parar lo que tuvo ganas durante toda su vida y 2) extender esa vida hasta los 92 años. Lo segundo es ser afortunado; lo primero es, ni más ni menos,
ser un escritor.

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Ray Bradbury (1920-2012)


RB: Leí
Winesburg, Ohio cuando tenía veinticuatro años. Pensé “Oh, Dios, si algún día pudiera escribir un libro como Winesburg, Ohio… ¡pero poniéndolo en Marte!”. Con todos los personajes de Winesburg, Ohio allá en Marte. Así que tomé algunas notas, y escribí un título, y algunos personajes, y después lo dejé y me olvidé. No hice nada con eso.

Durante los siguientes cinco años escribí una serie de relatos sobre Marte, todos separados. Cuando cumplí veintisiete años, me casé. Mi esposa hizo un voto de pobreza al casarse conmigo [risas]. Teníamos ocho dólares en el banco el día del casamiento. Puse cinco en un sobre y se lo dí al cura. Me dijo “¿Qué es esto?”. “Es su paga, por la ceremonia de hoy”. Dijo: “¿Eres un escritor, verdad?”. Dije “sí”. Y el dijo: “toma, lo vas a necesitar”, y me devolvió el sobre. ¡Y yo lo acepté! [risas]. Mucho más tarde, cuando gané algo de dinero, le extendí un cheque decente.

En los siguientes tres años, escribí más y más historias marcianas, sin saber hacia dónde iba. De repente mi mujer quedó embarazada… Ella tenía un buen trabajo en [¿?], ganaba cuarenta dólares a la semana. Yo ganaba cuarenta dólares semanales sólo cuando tenía suerte, cuando las historias se vendían. Esto me asustó muchísimo: de repente yo tenía que ser el proveedor de la familia, porque teníamos un bebé en camino.

Norman Corwin —el gran Norman Corwin, el más grande guionista de radio, productor y director de la historia—, un gran amigo mío, me dijo: “Ray, tienes que ir a Nueva York. Tienes que hacer que los editores te vean, que sepan que existes. Tienes mucho escrito, pero ellos no saben que estás en el mundo. Mira, voy a estar en Nueva York en junio con Katie, mi esposa. Ven, nosotros te respaldaremos, te mostraremos Nueva York y te presentaremos a algunas personas”.

Así que fui a Nueva York. Tenía veintinueve años de edad y cuarenta dólares en el banco. Llevaba una pila de cuentos en el ómnibus de la Greyhound. No podía pagarme otra manera de ir. ¿Alguna vez han viajado en un Greyhound hacia Nueva York durante cuatro días y cuatro noches? Bueno, no lo hagan [risas]. Especialmente hace cincuenta años, cuando no tenían aire acondicionado ni baños. El conductor tenía que parar cada dos horas. Corrías a los baños de una estación de servicio y luego corrías de vuelta antes de que se te escapara el maldito ómnibus.

Llegué a Nueva York. Me alojé en la YMCA, pagaba seis dólares a la semana: así de pobre era yo. Me encontré con todos los editores, y todos me decían: “¿No tienes una novela?”. “No, yo soy un velocista, escribo cuentos”. “Bueno, no publicamos cuentos. No se venden”.

Ya estaba listo para volver a casa vencido, pero esa última noche tenía una cena con Walter Bradbury —ninguna relación conmigo—, de la editorial Doubleday. Durante la cena, me dijo: “Ray, ¿qué hay de todas esas historias marcianas que has estado escribiendo? ¿Qué pasaría si las hilaras todas juntas en un tapiz, y lo llamaras Crónicas marcianas? ¿Crees que podrías hacer eso?”. Y yo pensé: ¡Dios mío! Winesburg, Ohio. Winesburg, Ohio… Ya lo había hecho, pero entonces no sabía que lo estaba haciendo. 

Me dijo: “Hagamos lo siguiente: escribe un bosquejo del libro esta noche, tráemelo a la oficina mañana y, si me gusta, te daré un adelanto de setecientos cincuenta dólares.

Pasé despierto toda la noche en la YMCA, escribí el bosquejo para Crónicas marcianas, se lo llevé a Bradbury al día siguiente y él dijo: “Listo. Aquí tienes, setecientos cincuenta dólares. ¿Tienes más material con el que podamos hacerle creer a la gente que está leyendo una novela?” [risas]. 

Le contesté: “bueno, tengo un cuento sobre un hombre que tiene su cuerpo cubierto de tatuajes, y en medio de la noche, cuando transpira, los tatuajes cobran vida, y cada uno cuenta otra historia”. Y él dijo: “Aquí tienes otros setecientos cincuenta” [risas]. Así que en un solo día vendí Crónicas marcianas y El hombre ilustrado. Sin saber lo que estaba haciendo.

¿Se dan cuenta? ¡Sorpresa! No sabes qué hay dentro de ti hasta que lo pones a prueba. Hasta que las palabras se asocian, has estado escribiendo conscientemente, intelectualmente, durante demasiado tiempo. El material más profundo, tu verdadero yo, no ha tenido tiempo de aflorar. Has estado demasiado tiempo pensando comercialmente —qué es lo que vende, y ahora qué voy a hacer— en lugar de preguntarte: ¿Quién soy yo? ¿Cómo me descubriré a mí mismo?”.

Ray Bradbury
Conferencia, The Sixth Annual Writer’s Symposium by the Sea,
Point Loma Nazarene University, 22 de febrero de 2001 [min. 30:43 – 35:48].
Traducción: Martín Cristal.

Descanse en paz, maestro.

Fiebre de guerra, de J. G. Ballard

Por Martín Cristal

Fiebre de guerra es el último libro de cuentos de J. G. Ballard (1930-2009). Se publicó en 1990, pero se tradujo al castellano recién un año antes de la muerte del autor. Quienes solemos padecer las traducciones españolas, agradecemos la buena factura de Javier Fernández y David Cruz en esta primera edición.

Entre estos catorce cuentos hay tres que se destacan por su forma, sin que ésta sea su único atractivo. “Respuestas a un cuestionario” dosifica cien respuestas a un interrogatorio policial, cuyas preguntas no figuran; infiriéndolas, se deduce el relato de un crimen y una catástrofe nacional. “El índice” nos informa del extravío de la autobiografía de H. R. Hamilton, un megalómano impresentable. Lo único que queda de esa autobiografía es su índice analítico; el cuento no es más que ese listado alfabético de nombres, hechos y lugares, pero con él puede reconstruirse la vida entera de Hamilton  (de hecho, “megalómano” e “impresentable” son rasgos que se desprenden de esa reconstrucción). En “Notas hacia un colapso mental”, un paciente psiquiátrico sólo alcanza a escribir el título de una declaración sobre el asesinato de su mujer; enseguida ese título es analizado palabra por palabra, en notas que desovillan una trama enfermiza.

Mente prodigiosa para un género en el que la imaginación es central, Ballard también le aportó a la ciencia ficción una pluma de gran calidad. Sólo unos pocos cuentos —como “Amor en un clima más frío” (sobre el sexo obligatorio en una época post-sida) o “El parque temático más grande del mundo” (el cual vuelve a la playa, uno de los paisajes predilectos del autor)— resultan demasiado expositivos en su manera de presentar sus ideas-fuerza, y se pasan rápidamente porque no proponen la vivacidad y el juego inteligente de los otros.

Salvando esa minoría, el libro rebosa de situaciones provocativas. En el cuento “Fiebre de guerra”, ensaya una inversión de roles (como la de los bomberos incendiarios de Bradbury): los Cascos Azules de la ONU alientan un combate interminable en una Beirut de laboratorio. “La historia secreta de la Tercera Guerra Mundial” es el testimonio del único ciudadano que logró apartarse de la TV y atestiguar un intercambio nuclear entre EE.UU. y la URSS: una guerra que no superó los cinco minutos de duración. “El espacio enorme” y —sobre todo— “Informe sobre una estación espacial no identificada” trabajan sobre los conceptos de Infinito y Universo, un poco como Borges en “La biblioteca de Babel”. En “Cargamento de sueños”, un barco derrama desechos tóxicos en una islita del Caribe: el efecto principal es una extrañísima mutación de fauna y flora; el secundario, un cuento alucinante (literalmente).

Encuentro entre Ballard y Borges en los años setenta. Foto de Sophie Baker.
Fuente: www.cccb.org.

Un lindo detalle de la edición de Berenice: arriba del pie de imprenta aparece la definición de “ballardiano” según el Collins English Dictionary. El término aglutina una modernidad distópica, paisajes desoladores creados por el hombre y los efectos psicológicos del desarrollo social, tecnológico o ambiental. Ésos son exactamente los síntomas de la fiebre que contagia este libro, a los que podríamos sumarles también el condimento de dos o tres locos mesiánicos que siempre se las arreglan para conseguir seguidores.

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Con una versión más corta de la presente reseña, recomendamos este libro en el número 16 de la revista Ciudad X (octubre de 2011).

Sci-fi Fever

Por Martín Cristal

No había vuelto a leer ciencia ficción (CF) desde los veintidós o veintitrés años. Los pocos autores que había leído hasta entonces son iniciáticos y bien conocidos: Verne, Bradbury, Burgess, Clarke, Orwell, Asimov… En esa época sólo por casualidad me había tropezado con algo fuera de esas coordenadas archicanónicas: un par de novelas de Brian Aldiss, una de John Mantley, otra del dúo Pohl-Kornbluth… y no mucho más.

Supongo que las ganas estaban latentes y se desataron después de un viaje a Rosario que hicimos en agosto de 2011 con Vigna, Carbonell y Quintá. En ese viaje conocí a Elvio Gandolfo. Al tanto de su experiencia en el género, aproveché para consultarle sobre viejas recomendaciones de terceros; que yo las hubiera conservado en mente por tanto tiempo indica que mi deseo estaba ahí, esperando un disparador. Completé esa lista mental con otros autores que esa noche nombró el propio Gandolfo: Stephenson, Miéville, Millhauser, Chiang

Al volver, gugleé algunos listados de «clásicos», grossos del género, leí una buena cantidad de sinopsis para ver cuáles ideas me interesaban más y después salí a las librerías de Córdoba… pero —tal como nos había advertido Gandolfo— me di con que en la actualidad hay poquísima CF en las librerías argentinas. De libros que todo el mundo en la web dice que son geniales, magistrales, clásicos ya… nada, no están. Los grandes autores contemporáneos también son difíciles de encontrar, salvo contadas excepciones.

Mi primera hipótesis —sin leer todavía a Capanna; una wild guess, más bien— fue que el género de la CF tal vez encontró un mejor espacio de expresión en el cine. Y es cierto que en el cine creció, pero no es cierto que los libros de CF hayan declinado por completo en el resto del mundo. En España, por ejemplo, la tradicional editorial de CF, Minotauro, sigue existiendo, aunque fagocitada por Planeta; incluso otorga un premio anual. Sin embargo, actualmente nada de lo que se edita allá —en Minotauro o en otras editoriales— llega con fluidez a la Argentina. Es como si consideraran que el mercado de acá no vale la pena.

Esto me hizo pensar si la CF no será un género para países «desarrollados»: en los países pobres, donde el problema es el aquí y el ahora, ¿cómo narrar, además, el futuro o el espacio exterior? ¿Cómo distraerse con especulaciones, con what ifs? ¿Qué ciencia ficción puede haber escrita en África, por citar el continente en que los sudamericanos pensamos cuando no queremos vernos a nosotros mismos como el último orejón del tarro?

Por una razón o por la otra, el hecho relevado es que las librerías cordobesas son un páramo para la CF. Hay poca oferta, apenas unos títulos repetidos de unos pocos autores (Bradbury y Asimov a la cabeza); muchos empleados —sobre todo los de las grandes cadenas— confunden ciencia ficción con otras ramas de la narrativa «de imaginación». Sí: a veces la frontera es difusa. Lo cierto es que ante mi pedido de CF me ofrecían fantasías de Tolkien, historias de terror de Stephen King, la saga Crepúsculo, etc. En las de usados y saldos, me explicaron que, cuando aparece algo, los fans de la CF locales lo compran enseguida. En pocos días desaparece todo.

En materia de libros, buscar y no encontrar puede ser desalentador… pero cuando encontrás, la polaridad se invierte: te entusiasmás en extremo con lo que pescaste. Eso, más el incentivo de leer más tarde El libro de los géneros, del mismo Gandolfo (Norma, 2007)… listo. El daño ya estaba hecho: quedé envenenado de ganas de leer ciencia ficción.

Así que empecé a comprar lo que me iba cruzando por ahí. Me da un poco de vergüenza confesar que en cierto punto empecé a comprar más libros de los que podía leer en un plazo más o menos razonable. Tenía el impulso y la sensación (¡tan infantiles!) de querer llenar un álbum de figuritas. Un álbum inabarcable.

De a poco aprendí a buscar mejor. Me di cuenta de que en las librerías hay rincones que uno deja de mirar, debido al hábito de autoservirse sólo de aquellos estantes en los que se encuentra lo que lee habitualmente. Desprogramándome, logré encontrar varias perlas. En la Feria del Libro de Córdoba, en un par de stands de librerías que vienen de Buenos Aires, también conseguí algunas cosas viejas y buenas.

La pila de libros me duró toda la primavera y también parte del verano. En
El pez volador voy a ir subiendo apuntes sobre algunas de las obras leídas durante esta sci-fi fever (ampliando el rango, en algún caso, a las zonas aledañas con la fantasía, menos definidas). Seguramente esas notas apuradas no aportarán novedades para los veteranos del género; si las consigno acá es para dejar registro de una etapa más de mi vida como lector. Una etapa muy divertida, por cierto.

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PD. Los libros de ciencia ficción comentados en este blog
se irán agrupando bajo la categoría Ciencia Ficción:

Iniciación (I)

Por Martín Cristal

En febrero de 2003 participé de un ciclo de charlas titulado «Jóvenes escritores en Palacio», en la XXIV Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería (Ciudad de México). También estuvieron Mauricio Molina, Alejandro Osorio Ibáñez y Ruy Xoconostle. El tema común era la iniciación en la literatura.

La siguiente es la primera parte del texto que preparé para aquel encuentro. En ese momento yo vivía en el DF y tenía tres libros publicados; el primero de ellos había aparecido en Córdoba cinco años antes de esa charla. Ya han pasado cinco años más: buen momento para reencontrarme con aquel texto, tan sincero como ingenuo, que intentaba dar cuenta de lo que había ido pasando entre la literatura y yo.

En muchos lectores expertos me topo con una actitud que quiere demostrar cierta madurez literaria, una especie de “ahora soy crítico con lo que leía antes, porque hoy sé más que ayer”. Creo que eso está bien, pero sólo si se evita el extremo de negar las lecturas de juventud, porque esa negación no hace más que demostrar una enorme ingratitud para con los autores y las obras que nos iniciaron en la literatura. Con ese espíritu agradecido es que recuerdo en este texto aquellas obras, cuyos títulos son famosos y no sorprenderán a nadie.

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Así empezó todo

La historia de un escritor es,
antes que nada, la historia de un lector.

El lugar común dice que un niño leerá si está acostumbrado a la presencia de libros en su casa. La verdad es que en mi casa siempre hubo una sola biblioteca: la de mi papá. Llamarla “biblioteca” es casi una coquetería. No es más que un mueble de roble, parecido a un ropero mediano de tres puertas. La puerta del centro es de vidrio: la mayoría de los libros que pueden verse a través del vidrio no son de literatura, sino de arte y pintura (porque mi papá es galerista y pintor). Antes de sacar alguno de ellos hay que pensarlo dos veces, porque primero hay que remover con mucho cuidado un ejército de figuritas de cristal de Murano y otros frágiles adornitos que hay en la parte delantera de cada estante. En mi casa, siempre se supo que romper alguna de esas figuritas podía caratularse de crimen contra la humanidad; así que recién a los 15 ó 16 años adquirí el valor suficiente para enfrentar el castigo que podía significar el que me descubrieran barriendo un caballito de mar pulverizado. Entonces sí, me animé y comencé a hurgar en la biblioteca paterna.

Mis primeros encuentros con la literatura ocurrieron un poco antes de explorar esa biblioteca, durante mi infancia, y tienen principalmente dos orígenes: la biblioteca del aula, en la escuela primaria; y la aparición de una colección de historietas, titulada Joyas literarias juveniles.

La biblioteca del aula funcionaba así: a comienzos del año cada alumno aportaba un libro suyo en préstamo; luego, cada viernes, uno podía elegir un libro —de los veintitantos aportados por toda la clase— para llevárselo a su casa. La mayoría eran libros de cuentos infantiles, de ésos que vienen impresos en gran formato y con ilustraciones. Yo, igual que mis compañeros, siempre tendí a elegir este tipo de libros y nunca uno de esos “otros” que seguramente eran más aburridos porque eran más chicos, con puras letras y sin ningún dibujo. Pero, a medida que pasaba el año, las posibilidades de elegir sin repetirse se agotaban. Así que, un viernes, me llevé a casa uno de los libros “aburridos”.

El libro en cuestión se llamaba 20.000 leguas de viaje submarino, de un tal Julio Verne. Aunque era una versión condensada para niños (de la colección Billiken) considero que es el primer libro “de verdad” que leí, o más bien el primero que terminé de leer. La historia del Nautilus y el capitán Nemo, fue casi tan impresionante para mí como la magia recién descubierta de poder imaginar lo que esas letritas de tinta no dibujaban en el papel.

Al poco tiempo, mi papá me regaló dos historietas que acababan de salir en los puestos de periódicos. Eran las dos primeras entregas de la colección Joyas literarias juveniles, editada por Bruguera. La primera de ellas tenía un título muy sugerente para la imaginación de un niño: se llamaba La isla del tesoro. La leí esa misma noche, y todavía recuerdo el terror reverente que me causó el asunto aquel del black spot (si bien, en aquella edición española, aquella amenaza de muerte había sido traducida como “la mota negra”).

La segunda historieta era Miguel Strogoff y también me atrapó, no tanto por el héroe de la portada (que era capaz de matar a un oso enorme con la sola ayuda de un cuchillito), como por el nombre del autor: era Julio Verne otra vez. Para mí, fue como una garantía. Comenzaba a entender lo que era un autor: una imaginación única de la que podían nacer múltiples historias. [De grande, releí ambas obras en sus versiones completas. La prosa de Stevenson superó esa prueba; la de Verne, no.]

De ahí en adelante siempre leí cualquier cosa que cayese en mis manos. Decirlo así es otro lugar común que suele aplicarse cuando se quiere significar que se leía mucho. Pero la verdad es que esta afirmación es muy relativa, sobre todo si atendemos a su corolario, que era justamente mi caso: si en mis manos no caía nada durante meses, entonces no leía nada durante meses. Yo no iba todavía hacia los libros, leía solamente si alguno se me cruzaba por ahí, sin ninguna clase de búsqueda. Así atravesé la secundaria, leyendo sólo lo que me obligaban a leer, y a veces ni eso. Entre los libros obligatorios que sí leí en esos años de adolescencia, disfruté el Martín Fierro, de José Hernández; El túnel, de Ernesto Sabato, y varios cuentos de Horacio Quiroga. Por el contrario, la máxima tortura que me impusieron en la secundaria fue la de leer el insoportable Lazarillo de Tormes, un verdadero tormento de lazarillo, al que aún hoy detesto con toda mi alma.

A los 19 años, ya terminada la escuela, me fui a Israel por un año a trabajar en un kibutz, para evaluar la posibilidad de vivir definitivamente en aquel país. Luego de aprender algo de hebreo, me tocó trabajar en un campo de girasoles, comenzando cada día a las cuatro de la mañana para volver a mi casa, agotado, a las dos de la tarde. En el kibutz, yo compartía una pequeña casita con cinco compañeros más, que trabajaban en otras áreas. Nuestros horarios diferían: yo siempre me levantaba antes que ellos; y también regresaba antes, cuando la casita estaba solitaria. Cierta tarde, sobre la cama de uno de mis amigos vi un libro: era Crónicas marcianas, de Bradbury, traducido al español. Fue toda una sorpresa, porque me di cuenta de que durante más de seis meses no había visto ni un solo libro escrito en español. Me resultó urgente robarle el libro a mi amigo y leerlo. ¿De dónde lo había sacado? Esa tarde, cuando volvió, se lo pregunté.

Descubrí que el kibutz tenía una bibliotequita. Debido a que una buena parte de esa pequeña comunidad estaba conformada por inmigrantes argentinos, algunos de los libros donados a la biblioteca estaban en castellano. Igual, nunca averigüé dónde quedaba la biblioteca —mi hambre de lectura todavía no daba para tanto—, pero sí compartimos con mi amigo el libro de Bradbury. Por las noches, lo leía él; a la siesta, cuando él no estaba, lo leía yo.

Lo terminé antes que él. Durante ese año esta escena se repitió tres veces más: algún otro sacaba un libro de la biblioteca y yo lo terminaba antes que él. Los otros tres libros fueron Fahrenheit 451, también de Bradbury, y dos de Borges: Historia universal de la infamia y El informe de Brodie. En ese primer encuentro con los libros de Borges, salvo por los cuentos “La intrusa” y «El evangelio según Marcos», no disfruté gran cosa; Bradbury, en cambio, me fascinó de entrada.

De vuelta en Argentina se desató en mí una verdadera sed de lectura. En Israel había leído sólo cuatro libros en un año. La verdad es que nunca antes me había fijado en ese tipo de estadísticas; pero, de repente, haber leído tan poco me pareció algo terrible. Quise recuperarme y leer más. Primero agoté los libros potables que había en la casa, que no eran muchos. Y después, por primera vez en la vida, salí a comprar libros. Tarde, pero seguro.

En los siguientes tres años —mientras estudiaba Publicidad, una carrera en la que me inscribí con demasiada premura y con la que me iba desencantando cada día— leí varios libros de esos que al terminarlos nos obligan a recoger del piso los pedacitos diseminados de nuestro cráneo. Explosión total de la masa encefálica producida por libros demoledores. Fue una época maravillosa en la que vivía con una fascinación absoluta por los libros que leía mientras los leía. Aquello se había transformado para mí en un mundo nuevo y sorprendente. La Publicidad se iba por el caño mientras la Literatura cotizaba en alza.

La literatura me dio un verdadero cross a la mandíbula durante un invierno en el que mis padres salieron de vacaciones. Mi papá me dejó a cargo de su galería de arte, que por entonces ya había devenido en un lánguido comercio de pintura y antigüedades. Nada sobre la tierra podía ser más aburrido para mí que ese encargo: entraba una persona por hora y era para hacerme preguntas sobre cosas de las que yo no sabía nada. Por eso, para hacer más amena mi suplencia, decidí comprar tres o cuatro libros. Fui a una librería de segunda mano y me dejé guiar por las recomendaciones de la vieja que me atendió.

Ya de vuelta en la galería, abrí uno de los libros que había comprado: era Final del juego, de Julio Cortázar. No hay por qué leer los cuentos de un libro en el orden en que vienen presentados, pero yo empecé por el primero, “Continuidad de los parques”.

Al terminar de leer las dos únicas páginas del cuento, no lo podía creer. Levanté la vista y le pregunté al local vacío: “pero, ¿cómo? ¿vale hacer esto?”. Me apliqué de inmediato a la relectura del cuento. Al finalizarla, me di una palmada en la frente. Luego seguí con el segundo cuento, titulado “No se culpe a nadie”. Lo mismo. Y así: un cuento tras otro, una cachetada tras otra.

Terminé el libro completo y, todavía maravillado, seguí de largo con el siguiente que había adquirido. También era de Cortázar: Todos los fuegos el fuego. Pasó lo mismo que con el otro: las sorpresas no se agotaban.

Después tuve mucha suerte, porque en esa época maravillosa y veinteañera pude leer también a otros autores que me resultaron sorprendentes: al uruguayo Mario Levrero; al mejor Borges (el de Ficciones y El Aleph); Oliverio Girondo, Bioy Casares… Pero leer a Cortázar era para mí como querer parar de pecho un huracán: abría un libro suyo y me ganaba por knock out.

Por fin, conseguí una edición barata de Rayuela.

Comencé a leer esa novela de corrido y al principio no me gustó nada. ¿Dónde estaban esas trampas camaleónicas que en sus cuentos Cortázar sembraba en la línea menos pensada? Esto era distinto. Lo dejé por un tiempo y luego lo recomencé, siguiendo esta vez su tablero de dirección. Ahí sí, el libro me atrapó y no me soltó más. Al terminar esa novela, el primer pensamiento que me vino a la cabeza fue: “yo quiero hacer lo mismo que hace este tipo. Yo quiero escribir”.

Eso era lo que yo quería hacer. Ése fue el punto de inflexión: nada en el mundo me parecía más maravilloso que la literatura. Y dentro de todas sus posibilidades, me pareció que narrar era algo importante, necesario. Ahí supe que quería dedicarme a cultivar esa misma magia: la magia de narrar.

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Juegos con el tiempo (I)

Por Martín Cristal

En su Poética (III, 20), Aristóteles señala la distinción principal entre el nombre —es decir, el sustantivo— y el verbo: la diferencia radica en la intervención, en el caso del verbo, de la idea de tiempo. El nombre de un objeto cualquiera no nos da ninguna información respecto del devenir; en cambio, las variadas formas de la conjugación verbal nos dan la información necesaria para ubicar la acción de la que se habla en relación con el momento en que se habla. Sin tiempo, las acciones no se producen; y sin acciones, no podría haber narración (sólo descripción).

La literatura, como la música, es un arte del tiempo; por eso, la comprensión cabal de una obra literaria o musical se produce en un recorrido que va de la parte al todo, y nunca en el sentido contrario. En la pintura o la fotografía —en las artes del espacio— puedo tener una impresión general de una obra, de un solo vistazo, y luego concentrarme en los detalles; en una novela, una película o una sinfonía esto es imposible, ya que debo recorrer la obra capítulo a capítulo, escena a escena, movimiento a movimiento, para tener por fin una idea cabal del todo.

De estas constataciones sencillas se desprende cuán central es el manejo del tiempo para el arte narrativo, y de ahí el interés de los autores acerca de esa variable, la necesidad de dominarla y, por fin, el deseo de volverla plástica y maleable, para así jugar con ella y aprovecharla para sus distintos fines narrativos.

La primera decisión al respecto tiene que ver con el tiempo verbal en que se elige escribir cada relato (¿narraré en un cinematográfico presente, en el tradicional pretérito de los cuentos infantiles, en un profético e inusual futuro?). El tema da para un análisis que puede ser tan complejo y minucioso como el de Paul Ricoeur en Tiempo y narración (II), pero antes de entrar en esa dimensión filosófica del problema, podemos distinguir dos formas generales de jugar con el tiempo en un relato:

1) Las que tienen que ver con alteraciones en la trama, es decir, en el orden con que se nos presentan los hechos de la narración, que no siempre respetan lo cronológico, el tiempo histórico. Algunas estrategias conocidas: el comienzo in medias res, cuyo ejemplo clásico es la Odisea; el racconto, el flashback (o analepsis) y el flashforward (o prolepsis), como los que encontramos en la serie televisiva Lost, ya sea salpicando una narración cuyo eje sí es cronológico o bien de manera tal que la línea temporal se fracture por completo para poder ir y volver por el tiempo a antojo y conveniencia del autor: así lo hacen William Faulkner en El sonido y la furia o Carlos Fuentes en La muerte de Artemio Cruz. El lector debe hacer un esfuerzo por reconstruir la cronología. También es posible invertir por completo el flujo temporal, narrar de atrás para adelante, como lo hace Martin Amis en La flecha del tiempo o Christopher Nolan en la película Memento (que en ciertas ediciones en DVD viene con el «extra» de una versión completa del filme con la cronología normalizada…). Julio Cortázar también juega con el tiempo en 62/Modelo para armar: en esa novela, narra diversas situaciones que se citan recíprocamente, una como antecedente de la otra; así, con la línea de tiempo destrozada, es el lector quien tiene que decidir qué sucedió primero y qué después.

2) Las narraciones que toman el problema del tiempo como tema y lo incluyen en la acción del relato para proponer variantes de diversa índole (fantásticas, sobrenaturales, de ciencia ficción…), aunque en sí misma la trama del relato se presente en la forma cronológica convencional.

En síntesis, formas de jugar con el tiempo del relato o formas de jugar con el tiempo en el relato. Sin afán de ser exhaustivo, a continuación nos entretenemos recordando algunas variantes con ejemplos ilustres para la segunda de las vertientes señaladas.

Viajes por el tiempo

El río es la metáfora más natural que encontramos para el tiempo tal como lo pensamos a diario, aunque otras concepciones puedan proponernos metáforas diferentes. En el viaje temporal, un individuo consigue “saltar” de golpe a un punto lejano de la corriente de tiempo, río abajo o río arriba. Llegar ahí, mirar, sobrevivir en esa era extraña y, si es posible, regresar a su época original, son los desafíos básicos de los protagonistas, desafíos a los que pueden sumarse otros más complejos.

Puede tratarse de un revelador viaje al futuro como el de la clásica novela de H. G. Wells, La máquina del tiempo (The Time Machine, 1895): su protagonista llega a ver el descorazonador crepúsculo de la Tierra. Otro ejemplo popular es el de Buck Rogers, quien luego de un raro accidente despierta en el siglo XXV y, más que regresar, trata de insertarse culturalmente en esa nueva época… lo cual es exactamente lo contrario de lo que quisiera hacer el protagonista del Planeta de los simios (Planet of the Apes, Franklin J. Schaffner, 1968).

En la recordada serie de TV El túnel del tiempo (The Time Tunnel, de 1966) se alternaban viajes en ambos sentidos del tiempo, pasado y futuro. Los viajeros eran dos científicos atrapados en la lógica desquiciada de una máquina que, por un desperfecto técnico, los enviaba cada semana a vivir aventuras en diferentes épocas.

Una novela que adoro es La hierba roja (1950), quizás la mejor novela de Boris Vian. En ella, la máquina del tiempo reaparece para ir al pasado, pero ya no en clave de ciencia ficción, sino con un lirismo casi surrealista. El creador de la máquina, Wolf, no quiere ser testigo de la Historia de la humanidad, sino de su propia historia como individuo. Es una visita íntima a los hechos —y personas— determinantes de la vida de Wolf, quien aprovecha la máquina para revisar su propia existencia y comprender sus errores, sus obsesiones.

Las paradojas temporales

El juego se hace mucho más complejo cuando los viajeros, en lugar de contentarse con ser meros testigos de otra época, buscan modificar hechos del pasado para alterar así el presente, ya sea para conseguir un beneficio, ya sea para restituir un orden vital.

Por ejemplo: la serie de TV Viajeros (Voyagers!, de 1982) presentaba a un niño que acompañaba en sus aventuras a un miembro de una fantástica liga de viajeros en el tiempo, cuya misión era transportarse a diferentes épocas para “reparar” posibles errores históricos. Así, este viajero se presentaba como un determinista que lucha ante las posibles irrupciones del azar y los embates de lo casual sobre un destino previamente escrito.

Pero el ejemplo más popular quizás sea el de la trilogía de Volver al futuro (Back to the Future; Robert Zemeckis, 1985, 1989 y 1990). Aquí no se acata un determinismo histórico; el «deber ser» de la Historia está regido sólo por los deseos de un personaje, Marty McFly, que busca restituir el orden de su propio presente, después de un desarreglo que él mismo provocó al viajar al pasado; por su parte, el antagonista, Biff, descubre la posibilidad de enriquecerse valiéndose de un almanaque deportivo.

Recuerdo también el excelente cuento “El ruido de un trueno”, de Ray Bradbury (en Las doradas manzanas del sol, 1953): una compañía ofrece safaris a la era de los dinosaurios, con la condición de que el cazador temporal no altere absolutamente nada durante su viaje…

La variante: un ser que viene del futuro a modificar nuestro presente, para alterar así su propia época. Ejemplo más famoso: toda la saga de Terminator, la cual amaga con no terminar nunca… Y es que todas estas historias siempre corren el riesgo de quedar atrapadas en distintos tipos de paradojas, para las que el narrador deberá ofrecer explicaciones y soluciones. ¿Al alterar un hecho pasado, el curso del tiempo se modifica por completo, o es que el tiempo se desdobla en múltiples líneas temporales? ¿Se generan universos temporales paralelos? Cualquier especulación posible, si es sólida, puede ser la base para una historia. El autor también deberá proveer a los personajes alguna clase de salida, al menos temporal, es decir, temporaria…

La paradoja suele producirse por la formación de un “bucle temporal” —un loop, una serpiente que se muerde su propia cola— que obliga a que la historia se superponga a sí misma una y otra vez. Esto sucede en Volver al futuro II; para salvar el problema y sus complicaciones, el guionista inventa una prohibición: McFly debe evitar encontrarse consigo mismo o morirá. El truco funciona bien y la película mejora sin enredarse.

Una paradoja siempre es interesante, pero únicamente cuando damos una sola vuelta completa por la historia; si siguiéramos adelante, llevando la historia a sus últimas consecuencias, comprobaríamos que los hechos están condenados a repetirse y superponerse una y otra vez (tal como al poner un micrófono frente a un parlante; una especie de “acople” narrativo). Por ejemplo, esto sucedería si siguiéramos adelante con la película de Terry Gilliam, Doce monos (Twelve Monkeys, 1995), cuyo concepto le debe todo a un excelente cortometraje de 28 minutos de duración, hecho exclusivamente con fotos fijas: La Jetée, de Chris Marker.

La Jetée (Chris Marker, 1962). Parte 1/3

Parte 2/3

Parte 3/3

En la segunda parte de este artículo, dejamos los viajes temporales —de los que hay muchísimos ejemplos más— para relevar otras maneras de jugar con el tiempo dentro de una narración.

[Leer la segunda parte]