La Tierra de Oz

Por Martín Cristal

 

Ni bien terminé El manantial de Ayn Rand (1948), novela de ideas donde se hace una defensa a ultranza del individualismo y el capitalismo laissez-faire, empecé con Un descanso verdadero de Amos Oz (1982), novela con una aguda mirada sobre el modelo socialista del kibutz israelí. El notorio contraste entre estas dos obras, leídas en este orden sin ninguna intención previa de mi parte, es un buen ejemplo de las sorpresas que a veces nos depara una secuencia aleatoria de lecturas, asunto que ya había dado pie a un artículo anterior en este blog.

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En 1992, a los diecinueve años de edad, pasé siete meses y medio de trabajo rural voluntario repartido entre dos kibutzim del norte de Israel: Degania Alef y Alumot. Cuento esto primero porque en la solapa de Bares vacíos (2001), el editor puso, para referirse a mi breve derrotero biográfico: “De la publicidad a la literatura, pasando por el sueño utópico-socialista de un kibutz israelí…”, cosa que no me pareció mal, visto que el gerundio era bastante preciso —en el kibutz estuve de paso, nada más, y esa breve prueba no me convenció de volver a vivir ahí—; sucede que más tarde aprendería que los críticos y reseñistas toman la información de solapas y contratapas y, para no copiarla tal cual, introducen variantes de su propia cosecha: uno de ellos —cuya crítica, por lo demás, fue profunda y precisa— puso que yo era un “sobreviviente del sueño utópico de un kibutz israelí”, lo cual da la sensación de que durante media vida fui miembro de un kibutz…

Amos Oz sí vivió en un kibutz —Hulda—, durante veinticinco años. Sin duda esa experiencia suya —que nosotros también descubrimos en una solapa— se ha volcado en Un descanso verdadero (Menujá nejoná). Al igual que El manantial, esta novela escenifica un planteo ideológico mediante el contrapunto entre dos personajes, sólo que Oz es infinitamente mejor escritor que Rand y consigue que sus personajes sí se vuelvan de carne y hueso para los lectores.

Yonatán Lifschitz y Azarías Gitlin —el primero, un “hijo” del kibutz Granot, que ya está harto de vivir ahí y desea irse; el segundo, un inmigrante ruso desamparado, que llega al kibutz lleno de ilusiones y pureza ideológica— son dos personajes verosímiles, complejos y queribles. Sobre todo, no vienen a bajarnos línea sobre las bondades ideales de una forma de organización social (no hay aquí nada de aquel utópico “kibutz del deseo” que ansiaba Oliveira en Rayuela), sino a propiciar con su encontronazo una mirada crítica sobre esa forma de vida, el kibutz, y también sobre el contexto general israelí de 1965-1967, años previos a la llamada Guerra de los Seis Días. La tierra de Oz, ese Israel en conflicto permanente, queda representada en un tercer personaje: la dulce y triste Rimona, esposa de Yonatán y amante de Azarías. Ella, con sus duras pérdidas y su presente rutinario, también es un territorio en disputa.

Ideológicamente, Azarías es un ingenuo cuyo afán socialista lo enfrenta a sus ansias —individuales— de destacarse y ser reconocido. También admira a Spinoza: las menciones acerca de su filosofía no son casuales en una novela que refiere a una tierra forjada con fatalidades. (Por eso mismo yo también incluí en su momento a Spinoza, de soslayo, en uno de los cuentos de Mapamundi: “Ilana, desde cero”, cuya acción transcurre en Tel Aviv).

Oz+Kibbutz

La prosa de Oz es clara y sencilla aunque por momentos se permite enrarecerse, como por ejemplo cuando elimina toda la puntuación en aras de expresar la confusión o el hartazgo de los personajes, el vértigo de algunas experiencias (se destaca el flashback de Yonatán en combate) o sus frustraciones y concesiones:

 

Llevo toda mi vida cediendo y cediendo ya cuando era pequeño me enseñaron que lo primero era ceder y en clase ceder y en los juegos ceder y reflexionar y dar un paso hacia delante y en el servicio militar y en el kibutz y en mi casa y en el campo de juego ser siempre generoso ser como es debido no ser egoísta no hacer travesuras no molestar no empecinarse tenerlo todo en cuenta dar al prójimo dar a la sociedad ayudar aplicarse en el trabajo sin ser mezquino sin calcular y lo que he conseguido con todo eso es que digan de mí Yonatán es una buena persona es un chico serio se puede hablar con él puedes dirigirte a él y entenderte con él comprende las cosas es un chico leal un hombre simpático pero ahora basta. Es suficiente. Se han terminado las renuncias. Ahora empieza otra historia.

¿Y cómo empieza esta historia? Resulta irresistible examinar el íncipit de Un descanso verdadero a la luz de los conceptos vertidos por el propio Oz en los ensayos de su libro La historia comienza (1996), el cual leí más temprano este mismo año. Ahí Oz se pregunta por dónde empezar un relato, y reflexiona sobre el problema apoyado en ejemplos de Carver, Chéjov, Kafka, Gógol y hasta García Márquez, entre otros. En el prólogo dice, por ejemplo:

 

¿Recuerdan al Gurov de Chejov en “La dama del perrito”? Gurov hace al perrito un gesto monitorio con el dedo una y otra vez, hasta que la dama le dice, ruborizándose: “No muerde”, y entonces Gurov le pide permiso para dar un hueso al can. Tanto a Gurov como a Chejov se les ha dado así un hilo que seguir; empieza el coqueteo y el relato despega.

El comienzo de casi todos los relatos es realmente un hueso, algo con lo que cortejar al perrito, que puede acercarlo a uno a la dama.

Conmigo, el huesito surtió efecto. Un descanso verdadero comienza así:

 

Un hombre se levanta y se va a otro lugar. Lo que el hombre deja detrás de él permanece detrás observándole. En el invierno del año sesenta y cinco Yonatán Lifschitz decidió dejar a su mujer y el kibutz donde nació y creció. Tomó la determinación de irse y empezar una nueva vida.

En La historia comienza, Oz habla de contratos iniciales que pueden ser un “galanteo de mentira que promete pero no entrega, o entrega lo que no debía, o entrega lo que no había prometido, o entrega sólo una promesa”. Todas estas formas aplican a la “nueva vida” que Oz nos promete para Yonatán. Un párrafo y estamos enganchados. Azarías aparecerá más tarde; ahora la pregunta es ¿qué pasará con Yonatán, con su mujer, con su kibutz y, por extensión, con su país?

El Israel actual, según lo define el propio Oz, se ha convertido en «una desilusión» porque es un «sueño realizado», y el único modo de mantener un sueño «perfecto y bello» es «no realizarlo jamás». Pues bien, en esta novela, Oz ya nos mostraba los efectos no calculados de esa realización: lo hace en las reflexiones del padre de Yonatán, Yolek, cuando se refiere al recambio generacional de los viejos pioneros judíos por los sabras (los jóvenes judíos nacidos en Israel). En la novela, Oz nunca idealiza a Israel: siempre nos presenta varias facetas de su problemática existencia, incluso aquellas que los mismos pueblos en disputa no quisieran ver.

Azarías deberá redefinir toda su teoría con la práctica cotidiana de vivir y trabajar en el kibutz. Yonatán tendrá que enfrenta a sus demonios. Un asceta maravilloso predicará en el desierto y esa prédica no será vana. Oz elige para sus personajes la forma más lenta de morir: seguir viviendo. Vivir, vivir y vivir, de la mejor manera posible, hasta la llegada del descanso verdadero. Con esta decisión narrativa, Oz celebra la tenacidad de la vida en una tierra difícil, acechada por el calor y la muerte.

Un largo camino hacia el estilo propio

Por Martín Cristal

Estilo proviene de la palabra latina que designaba el punzón con que se escribía sobre tablas enceradas. Hoy, en literatura (y en las artes en general), el término se refiere al modo particular de expresarse que distingue a cada autor o artista.

El estilo de un autor es la sumatoria de a) sus preferencias, y b) las recurrencias de las que adolece su obra. Mientras sus preferencias le sirven como perros fieles que repiten las suertes que han aprendido (“sentado”, “echado”, “ataque”), las recurrencias son como gatos molestos que lo sobresaltan desde cualquier tejado con un maullido inesperado en medio de la noche. El autor apenas puede trabajar una parte de lo que él llama su estilo: sus preferencias. Las recurrencias (temáticas, formales), aun cuando las reconozca y las combata, son ingobernables.

El autor cree que elige o cincela un estilo, cuando la verdad es que —al menos en parte— lo padece, porque sus defectos como escritor —esos incorregibles, que se van sumando— también son parte fundamental de lo que él llamará su estilo. Convendrá que reconozca pronto esos defectos invencibles, que acepte sus limitaciones y las incorpore a sus maneras lo más naturalmente que pueda.

Un ejemplo, desde la música: se dice que el día en que Miles Davis comprendió que no podría tocar tan rápido, agudo y caliente como Dizzy Gillespie y Charlie Parker, fue el día en que prefiguró el estilo que lo distinguiría del be bop y lo haría mundialmente famoso: el cool jazz. Davis reconoció sus limitaciones y las convirtió en virtud. (Después, dejaría el cool para reinventarse a sí mismo y al jazz otras dos veces… Una nueva lección de Miles. No hay nada peor que un autor conforme con su estilo, porque no hay nada peor que un artista conforme).

Son los lectores quienes canonizan —y así congelan, y estancan— el estilo de un autor. Son ellos los que lo definen teóricamente, por más que el autor crea que nadie puede conocer mejor que él mismo en qué consiste su estilo. Para muchos lectores el estilo de un autor es, primero, un descubrimiento, un hallazgo; después una expectativa, un deseo de reencuentro; y, finalmente, la razón principal de su saciedad o hartazgo, el motivo para buscar un nuevo autor que leer.

Un largo camino

El camino hacia el estilo personal es largo. Nacemos analfabetos; con algo de suerte, doce años de educación pública nos enseñarán a escribir pésimamente. Se deja de escribir mal después, cuando uno por algún motivo se interesa en el oficio y aprende a redactar. Pero, en la literatura —que, suele olvidarse, es un arte—, sólo se empieza a escribir realmente bien cuando por fin uno deja de redactar. Y es que, con un poco de aplicación y algo de estudio, cualquiera puede escribir «correctamente» una historia; pero para las artes, la corrección no es suficiente. La técnica debe ser aprendida y luego superada.

Un ejemplo, ahora desde la pintura: en el Museo Picasso de Barcelona puede verse un gran cuadro que el pintor terminó a los quince años de edad (!). Es la escena de una primera comunión. Es un cuadro técnicamente perfecto, luego del cual nadie podría reclamarle a Picasso ninguna clase de explicaciones acerca de lo que era o no capaz de hacer en el campo técnico de la pintura. Su temprano dominio está demostrado ahí, en esa obra. Pero aquí hablo de perfección para decir que el cuadro es técnicamente correcto. Correcto: nada más. Una obra maestra precisa algo más por fuera de su virtuosismo o corrección técnica, por más que la técnica perfecta sea difícil de alcanzar. De hecho, ese “algo más” es tan importante que hay obras maestras que prescinden por completo de la corrección técnica porque ese “algo más” las lleva más allá: es algo trascendente.

Dentro de la obra completa de Picasso, el cuadro de la Primera Comunión difícilmente podría ser reconocido —por un neófito— como un Picasso. No se parece al arquetipo delimitado por la memoria de los cuadros más famosos del artista. Los “Picassos” que hoy reconocemos al primer golpe de vista llegaron después, cuando la técnica estaba superada y el artista comenzó a llevar sus propias creaciones al límite, imponiendo lo personal a la escuela. Lo que vendría serían las apropiaciones varias de los distintos períodos y por fin el desarrollo del «estilo Picasso».

Al aprendizaje de «lo correcto» mediante el estudio, se le suma también la herramienta de la imitación. Imitando a otros se aprende; pero escribir a la manera de otro escritor no debería pasar de ser un ejercicio (de estilo, justamente).

Querer romper reglas que se desconocen: triste papel de quien no sabe ni siquiera qué es lo correcto. Querer romper las reglas de la misma manera en que otros ya las han roto antes: triste papel de quien no consigue superar la imitación, la influencia. Por eso conviene que las influencias sean múltiples: de ese concierto de lecturas procesadas, quizás surja más claramente nuestra propia voz.

En el cuento «El espejo y la máscara» (El libro de arena, 1975), Borges plantea para el poeta una secuencia de tres etapas (a las que yo antepondría, como grado cero, «la iniciación», el momento en que uno «se prueba», a ver si le sale, si le gusta, escribir). En síntesis, Borges propone:

  • 1) La «corrección» clásica, lo aprendido (el manejo, la destreza);
  • 2) la ruptura vanguardista, que «supera todo lo anterior y también lo aniquila», y que tal vez sólo entenderán los doctos; y
  • 3) por fin, la consecución de la verdadera Belleza.

En ese camino se iría desovillando el estilo que, a la larga, distinguirá al poeta (al escritor).

¿Algo que decir?

La gran trampa del estilo radica en que su perfeccionamiento consume tantas energías que a veces aleja al autor del descubrimiento de aquello que tiene para decir. La belleza del «cómo» nos desvela y nos olvidamos de la relevancia del «qué». Creo que el éxito, la verdadera felicidad del escritor, es lograr la máxima integración entre ambas categorías, «qué» y «cómo»: volverlas inseparables. En “Escribir un cuento”, Raymond Carver apunta:


Son muchos los escritores que poseen un buen montón de talento; no conozco a escritor alguno que no lo tenga. Pero la única manera posible de contemplar las cosas, la única contemplación exacta, la única forma de expresar aquello que se ha visto, requiere algo más. […] Cualquier gran escritor, o simplemente buen escritor, elabora un mundo en consonancia con su propia especificidad.

Tal cosa es consustancial al estilo propio, aunque no se trate, únicamente, del estilo. Se trata, en suma, de la firma inimitable que pone en todas sus cosas el escritor. Este es su mundo y no otro. Esto es lo que diferencia a un escritor de otro. No se trata de talento. Hay mucho talento a nuestro alrededor. Pero un escritor que posea esa forma especial de contemplar las cosas, y que sepa dar una expresión artística a sus contemplaciones, tarda en encontrarse.

Lo cual no quiere decir que haya que escribir como Carver (eso sería no haber entendido a Carver). Tarda en encontrarse a sí mismo, el escritor, porque en forma paralela al desarrollo del propio estilo —a dar “una expresión artística” a sus “contemplaciones”—, la gran pregunta que tiene que hacerse es qué historia es la que tengo que escribir yo, esa que, si no es contada por mí, no será contada por nadie. La respuesta se tomará su tiempo en llegar.

No es sólo encontrar un modo de decir, sino también descubrir un mundo personal que espera ser revelado. Porque, atención: el tipo de escritor «más socorrido (más universal)» —según piensa el Mono en la fábula de Monterroso—, es aquel «que cuando ha perfeccionado un estilo, se encuentra con que no tiene nada qué decir».

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