Sobre el concepto de canon

Por Martín Cristal

Se ha hablado mucho sobre el canon desde la publicación del famoso (y, según muchos, tendencioso) libro de Harold Bloom, El canon occidental (1994). Cada tanto aparece alguien que quiere hacer un nuevo canon de la literatura argentina, latinoamericana o mundial.

En el diario de la Feria del Libro de Córdoba 2006, Rogelio Demarchi daba distintas impresiones sobre la idea de canon:


«Puede implicar muchas cosas. La Biblia es un canon, contienen una serie de libros a los que llama, casualmente, canónicos. También se puede pensar al canon como una prescripción “pedagógica-estatal” (la idea es de Harold Bloom), o sea los libros que hay que enseñar, transmitir a los jóvenes. En otro sentido, se da el caso musical, para mí una bella metáfora, donde el canon es un conjunto de voces que van entrando en distintos momentos para cantar juntas. Y otra posibilidad, pero no la última, es el canon como una memoria viva que se puede representar como un sistema de relaciones…»

Esto último, lo de “un sistema de relaciones”, es la definición que más se aproxima a la que yo entendía —y entiendo— como canon. A continuación, algunas ideas que tengo respecto de ese concepto.

Sigo creyendo en la importancia del libro que estoy leyendo en tanto obra individual, y no tanto en la del personaje que su autor ha construido alrededor de sí mismo, su “imagen de escritor” o su estrategia de difusión y circulación. Por ende, creo que un canon que se precie de su calidad debería considerar obras, no autores; lo que importa son las obras que alcanzan una gran calidad o significancia, y no la obra completa de una autor, la cual necesariamente tiene altibajos, amén de que al autor se lo considera también por los rasgos que hacen a su persona (raza, credo, posición social, opiniones políticas, lugar de residencia o nacimiento, exposición mediática, etcétera).

Por otra parte, creo que la idea de canon en tanto «prescripción pedagógica-estatal», es peligrosa como la nitroglicerina. No sólo porque es volátil e inestable, sino porque, si se la llevara al extremo, equivaldría a una nueva forma de censura, de Santa Inquisición. No hay que olvidar que quien se pone en el papel de elegir los libros favoritos para una nación o región, también decide qué es lo que va a tener menos posibilidades de ser leído o, de plano, ninguna posibilidad. De ahí que yo rechace el pensar en el canon de esa manera.

La mayor o menor superficie del “círculo canónico” está dada por el alcance previo que establece quien sea que determina el canon: el círculo de la literatura occidental es más amplio que el de la literatura latinoamericana, el de ésta que el de la argentina, etcétera. En cualquier caso, los dos puntos de máximo interés son el centro del círculo y la raya roja de su límite exterior. La discusión recae en estos dos lugares, en qué nombres se ubican en esos lugares; el resto tiene mucho menos interés, aunque no da lo mismo estar dentro que fuera.

El centro del canon relativiza desde sí a todas las demás posiciones, que no pueden serle indiferentes. Quien da la espalda al centro también asume una posición ideológica.

Del borde del canon: Con frecuencia se habla de autores que, aunque deberían estar dentro del canon, son sistemáticamente excluidos. Al menos en los últimos diez años, los nombres que vengo oyendo en Argentina son siempre los mismos: Fontanarrosa, Soriano… Esto, y las discusiones que suceden a esto, responden a que se piensa el canon —erróneamente— en forma de lista, de ranking, en lugar de razonarlo como un «sistema de relaciones», es decir, un conjunto graficable como el mapa de un territorio. Yo no veo el canon como una lista (unidimensional, arriba-abajo) sino como un área (bidimensional, e incluso tridimensional: una constelación, o un territorio con accidentes topográficos, una ciudad con barrios altos y bajos, suburbios, zonas céntricas, zonas en construcción…). Si el canon se piensa como un mapa, como una zona donde cada autor se ubica en un sector diferente, entonces se ve que autores como Soriano sí forman parte del canon: ocupan el lugar del raro, o del cuestionado, el borde del mapa, si se quiere, el suburbio popular que los barrios altos temen o desprecian, y critican. Pero esos autores sí están dentro de la gran ciudad “Literatura Argentina”: de eso no cabe duda, porque son sus nombres los que siempre se discuten, y están en un lugar casi tan privilegiado como el centro: el borde.

Si se quiere pensar en los autores que verdaderamente no están en el canon, hay que pensar en un autor cuyo nombre no se puede pronunciar, cuya obra —aun cuando quizás sí la hemos leído— ha sido olvidada y entonces no puede ser citada. Sólo si no podemos discutir si debería estar o no dentro del mapa, es que un autor está irremediablemente fuera. Los demás, aquellos de los que se discute, aquellos que podemos recordar y situar si más no sea en un suburbio del mapa, sí forman parte de la constelación canónica. La ciudad no se conoce íntegramente si no se ha pasado también por esos barrios.

El único canon incuestionable es el canon íntimo que un lector demarca para sí mismo, porque responde a un criterio único y de uso privado; se basa en un campo acotado de lecturas (estructuradas o aleatorias) y sin segundas intenciones más allá del disfrute personal: no se pretende imponérselo a nadie. Todos los demás son cuestionables, o al menos sospechosos, porque muy probablemente responden a una segunda intención, a una agazapada voluntad de poder.

Quien coincida con todo lo expuesto aquí, tendrá que coincidir también en que un libro como el reciente 1001 libros que hay que leer antes de morir no es fundamental para la vida, porque al error general de proponer una preceptiva de lecturas, le superpone otro error, interno y paradójico: el de no recomendarse a sí mismo en sus propias páginas…


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Juegos con el tiempo (II)

Por Martín Cristal

Segunda parte del relevamiento (no exhaustivo) de distintas formas con las que la literatura juega con el tiempo en el relato.

[Leer la primera parte]

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Ucronías

Además de los viajes por el tiempo, otra variante muy apreciada por los narradores de ciencia ficción, y que se relaciona con esto de modificar un hecho determinante en la línea temporal, son las ucronías: una especie de Historia Universal paralela o alternativa que se crea a partir de la alteración de un hecho histórico conocido. Por ejemplo: ¿cómo sería nuestra época si la segunda guerra mundial hubiera sido ganada por los nazis? Philip K. Dick lo imagina en su novela El hombre en el castillo (The Man in the High Castle, 1962); el punto donde la historia de ficción diverge y se separa de la Historia verdadera es el asesinato del presidente Roosevelt. Algo similar intentó Philip Roth en La conjura contra América (The Plot Against America, 2004). Recientemente, Michael Chabon propuso otra ucronía en su novela El sindicato de policía yiddish (2008).

Del envejecimiento de los personajes

No todo son viajes y manoseos de la línea temporal. Hay otras posibilidades a la hora de jugar con el tiempo. Una variante insoslayable proviene del deseo más persistente del hombre, quizás el más antiguo de todos: querer ser joven otra vez. Con máquinas, con magia, o con la única ayuda de la imaginación y la fantasía, algunos autores logran volver a la niñez y razonarla con ojos de adulto: por ejemplo, así lo hizo el polaco Janusz Korczak en Si yo volviera a ser niño (Siglo XX, 1982). En la película Quisiera ser grande (Big, Penny Marshall, 1988), se invierte el recurso: objeto mágico mediante, un niño amanece convertido en un adulto (Tom Hanks), pero sin haber perdido su mirada de niño sobre la vida.

Otro caso distinto de envejecimiento prematuro es el truco con que la diosa Palas Atenea permite que Ulises regrese a su isla sin ser reconocido por sus enemigos, los pretendientes de Penélope. En este caso, el paso no es de niño a adulto, sino de adulto a anciano, y el efecto sólo durará hasta que Ulises, así disfrazado por la diosa, termine de relevar cuáles de sus criados le son todavía fieles.

“El tiempo pasa para todos, pero no para mí”: es la consigna de los inmortales. Entre los que no pueden morir se cuentan Gilgamesh, Highlander y el vampiro (el redivivo) en todas sus formas. El abyecto Dorian Grey de Oscar Wilde no es precisamente inmortal, pero también le hace trampas al tiempo: no envejece más que en su retrato.

Es interesante la variante que consiguió Héctor Germán Oesterheld en su celebradísima historieta Mort Cinder: un tipo que muere y renace, siempre como adulto, una y otra vez, no como quien reencarna, sino sin perder nunca la conciencia y la memoria de una vida única y prolongada. Mort Cinder (su nombre resuena como “ceniza muerta”) atraviesa así todas las épocas, y de todas tiene una anécdota para contarle a su amigo Ezra, el viejo anticuario. Muchas de las anécdotas concluyen con una nueva muerte de Mort. Oesterheld adoraba los juegos con el tiempo, y los incluyó en otras historietas, como Sherlock Time o la esencial El eternauta.

Ezra, el anticuario de Mort Cinder, dibujado por Alberto Breccia.
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La velocidad del tiempo

Detener el flujo del tiempo es la variante sobre la que se construye una comedia como El día de la marmota (Groundhog Day, Harold Ramis, 1993), en la que su protagonista (Bill Murray) debe vivir una y otra vez el mismo día repetido; ese día volverá a comenzar sin importar lo que él haga o deje de hacer. Más extremo es el caso del conocido cuento de Borges, “El milagro secreto” (Ficciones, 1944), en el que Dios detiene el tiempo pero no la conciencia de un poeta condenado a muerte: parado frente al pelotón que se dispone a fusilarlo, tendrá un año extra para componer su último poema. El tiempo se detiene para todos, excepto para uno. (Salvando las distancias, el efecto se invierte en el accionar de la popular chicharra paralizadora del Chapulín Colorado: el tiempo sigue para todos, excepto para uno).

Borges también reflexionó sobre el tiempo en textos como su ensayo “Nueva refutación del tiempo” (Otras inquisiciones, 1952), o el cuento “La otra muerte” (El aleph, 1949). También en la reescritura que hizo de un relato del Infante Juan Manuel, “El brujo postergado” (Historia universal de la infamia, 1935). En este cuento se nos narra una anécdota cuya acción se computa en días, meses o años, para descubrir sobre el final que en realidad sólo han pasado unos minutos o unas horas desde el comienzo de la historia, y que todo lo narrado era obra de la magia. Algo parecido hace Bruno Traven en su popular y mexicanísimo Macario.

Respecto de acelerar el tiempo, recuerdo una escena en El gran pez (Big Fish, Tim Burton, 2003), en la que para compensar un instante de detención total del tiempo, éste luego debe transcurrir más rápido. Y también un impecable cuento de John Cheever, “El nadador” (en Relatos II, Emecé).

¿Ya está todo hecho?

Pareciera que no queda nada nuevo que hacer. ¿Jugar con las profecías, que nos permiten ver el futuro por adelantado? Algo tan antiguo como la literatura misma. ¿Representar la sincronía o jugar con la simultaneidad de las existencias mediante dos acciones o historias que se trenzan, aunque estén distantes en el tiempo o en el espacio? Ya lo vimos en el caso de Desmond, en la serie de TV Lost, o lo leímos antes en el cuento “Lejana”, de Cortázar (Bestiario, 1951). ¿Anular el tiempo, salirse de él? Bueno, eso sería entrar en la Eternidad, la cual ya conocemos desde la Divina comedia o, más cerca nuestro, en el cuento “Cielo de los argentinos”, de Roberto Fontanarrosa (Uno nunca sabe, 1993).

En una narración se puede hacer de todo con el tiempo, cualquier cosa, excepto una: quebrar las reglas que uno mismo establezca. Podemos concluir que la norma general para los juegos con la línea temporal es “que se doble, pero que no se rompa”.

Luego de un rápido relevamiento como éste —al que no le queda más remedio que dejar escapar cientos de ejemplos, que otros de seguro recordarán mejor que yo—, podría parecer que ya está todo hecho; pero, en narrativa, eso es lo que parece siempre. Encontrar la variante que falta es sólo una cuestión de tiempo.

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