Sueños de trenes, de Denis Johnson

Por Martín Cristal

El tren de una vida

Denis-Johnson-Suenos-de-trenes-tapaLa admiración por la obra narrativa de Denis Johnson (escritor estadounidense, si bien nacido en Munich, en 1949) viene creciendo entre los lectores en castellano a medida que dicha obra se va trasladando, en desorden, a nuestro idioma.

Va un ejemplo de ese desorden (saltándome varios títulos): en 2003, Rodrigo Fresán tradujo El nombre del mundo, novela del año 2000 sobre un profesor universitario que, golpeado por la vida, termina cubriendo la Guerra del Golfo y volando en helicópteros artillados por el desierto. En 2014 llegó a nuestras librerías Árbol de humo, su novela de 2007 sobre la guerra de Vietnam, con la cual ganó el National Book Award de su país; y ahora le toca el turno a una novela anterior, de 2002: Sueños de trenes, recientemente traducida por Javier Calvo.

La vida de Robert Grainier, un pionero norteamericano que trabaja como leñador y jornalero en el tendido de vías y puentes para los ferrocarriles, arranca a fines del siglo XIX y termina en la década de 1960. Eso si se la considera en años; los aciertos de una narración bien concertada, condensan esa existencia completa en sólo 140 páginas.

Decimos “existencia completa” no porque se narren absolutamente todas las vicisitudes de Grainier en tiempo real, sino porque Johnson logra que algunas partes den cuenta del todo. Sueños de trenes es un prodigio de la economía narrativa: sin llegar al extremo de Borges —quien creía que la vida entera de un hombre puede cifrarse en un sólo instante crucial de esa vida—, Johnson elige un puñado de esos momentos dramáticos para circular entre ellos con el mismo desorden cronológico con que se viene publicando su propia obra.

Por caso, elige empezar en el verano de 1917, cuando “Robert Grainier participó en el intento de matar a un jornalero chino al que habían pillado robando, en los almacenes de la compañía ferroviaria Spokane International, en el corredor septentrional de Idaho”. Ése es el primer párrafo de la novela; Idaho es el estado donde Johnson vive actualmente.

La economía narrativa que destaco —la cual, leída, puede parecer fácil de lograr, aunque cualquiera que lo haya intentado sabe que no lo es— no reseca la prosa al punto de volverla monocorde o plana, una tarjeta perforada meramente informativa. No: Johnson, quien también es conocido como poeta, sabe destilar de cada escena también un filón lírico, bien contenido para que la historia no se le azucare en ningún momento.

La novela avanza con fluidez no sólo por la pericia narrativa de Johnson, por su dosificación justa de acción y detalles, sino también por el impulso de ese hálito poético cuya acumulación va volviendo más y más hondos al personaje de Grainier y su epopeya. Su hipnosis deviene de una potencia epifánica que no para de crecer, y que nos acostumbra a esperar una revelación de cada escena del libro.

Grainier sufre el desgaste que se produce por el enfrentamiento del deseo personal e íntimo —por más que éste sea tan sencillo como vivir con la familia en una casita del bosque— con las contingencias del azar más implacable: las circunstancias, el mundo, “lo que nos pasa” (por encima). Todo eso que, en un contexto rural como el de esta breve novela, podríamos achacarle a la Madre Naturaleza.

Sueños de trenes también es un relato sobre el final de una época. Algo en el respeto percibido de Johnson por su personaje parece celebrar al pionero norteamericano en general. Su temple, su manera de resistirlo todo: los elementos, el trabajo duro, las pérdidas, las tragedias imborrables… y también el ánimo para seguir adelante siempre.

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Sueños de trenes, de Denis Johnson. Literatura Random House, 2016 [2002]. 144 páginas. Traducción de Javier Calvo. Recomendamos este libro en “Ciudad X”, La Voz (Córdoba, 7 de abril de 2016).

Diarios de John Cheever

Por Martín Cristal

Vida ordinaria de un escritor extraordinario

John-Cheever-Diarios-Emece-1993Para los lectores argentinos, la vigencia de la obra narrativa de John Cheever podría cifrarse en el hecho de que los sueños agrietados y la lujosa angustia suburbana de aquella clase media-alta yanqui de los años cincuenta, que él supo narrar tan bien —y cuya reencarnación más reciente es el infierno doméstico que comparten Betty y Don Draper en la serie televisiva Mad Men—, se parecen bastante a los de la “generación country” de la Argentina de las últimas dos décadas. Para verificarlo se pueden buscar los dos volúmenes de sus Relatos, o la antología La geometría de amor, o novelas como Bullet Park o Falconer, todos libros editados por Emecé.

John-Cheever-Diarios-Emece-2007Quienes degustaron la obra de Cheever y desean profundizar en ella, pueden seguir con sus Diarios. Se consiguen en una edición con prólogo y notas de Rodrigo Fresán (Emecé, 2007); y también —husmeando entre usados y con algo de suerte, como tuve yo— en una coqueta edición española con tapas duras y retrato del autor en sobrecubierta (Emecé, 1993).

Aunque mundana y sin grandes tragedias, la vida íntima de Cheever no se equipara a un viaje de placer. Creciente soledad en familia, alcoholismo social o a escondidas, bisexualidad clandestina —que en realidad es homosexualidad reprimida— tras la fachada de un matrimonio estándar… Sólo el amor por sus hijos aparece como un tesoro por el que vale la pena enfrentar los problemas conyugales, a los que —en menor medida— se les suman los de dinero (y, ya en la vejez, también la enfermedad). “Soy un amoral, mi fracaso consiste en haber tolerado un matrimonio intolerable”, confiesa en una página de 1963. “Mi afición a los interiores agradables y las voces de los niños me ha destruido. […] No he sabido revolver en mis propios asuntos”.

La escritura íntima de todo diario se trastoca cuando aparece la idea de su eventual publicación. Según Benjamin H. Cheever, hijo del autor, “cuando [mi padre] empezó a escribir estos diarios no pensaba en publicarlos. Eran material de trabajo para sus obras de ficción. Y eran asimismo material de trabajo para su vida”. La idea de editarlos póstumamente, dice Benjamin en la introducción, surgió cerca de 1979 (Cheever murió en 1982). Para la familia, retratada a quemarropa, no fue un plan fácil de asumir: “el texto era deprimente y en ocasiones mezquino”.

La marea de frustraciones barridas bajo la alfombra por su moral cristiana y las buenas costumbres, crece y casi ahoga los comentarios literarios o “del oficio”, que muchos ansiamos encontrar en los diarios de escritores. En eso, los de Cheever son muy diferentes de, por ejemplo, los diarios de Abelardo Castillo, recientemente publicados por Alfaguara. Los cuadernos de Castillo ejercitan un reservorio de ideas que tiende a la reflexión literaria (tan pulida que resulta sospechosa: si hay algo que un diario no puede perder ante el lector, es la frescura percibida de haber sido escrito sin plan, en el día a día). Los Diarios de Cheever, en cambio, poseen un registro que es sobre todo vital y, a veces, hasta espiritual. Lo doméstico se intercala con una suerte de largo desahogo.

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“Leo una biografía de Dylan Thomas y se me ocurre que soy como Dylan: alcohólico, casado sin remedio con una mujer destructiva”, anota Cheever en 1966.

Sin embargo, hay perlas dispersas sobre literatura, como las recurrentes lecturas autocríticas de sus cuentos, desde los más tempranos (en una entrada de 1952), pasando por “La monstruosa radio”, “Adiós, hermano mío” y “Los Wryson” hasta otros posteriores, de los que dice: “Su precisión me fastidia; es como si siempre apuntara a dianas pequeñas. Doy en ellas, claro, pero ¿por qué no sacas la escopeta del 12 y buscas presas más grandes?”. También figuran consideraciones sobre la marcha acerca del que será uno de sus mejores relatos, “El nadador”, y varias menciones a escritores contemporáneos: Philip Roth (“joven, acomodaticio, brillante, inteligente”), Hemingway (“Ayer por la mañana Hemingway se pegó un tiro. Fue un gran hombre”), Fitzgerald, O’Hara, Cummings y el omnipresente Saul Bellow, a quien Cheever a veces ve con admiración y otras con envidia (“cada vez que leo una reseña sobre Saul Bellow siento náuseas”). “Entre los novelistas reina una rivalidad tan intensa como entre las sopranos”, anota en 1977.

Otra curiosidad: por un comentario de John Updike, Cheever descubre la obra de Borges: “No me ha gustado Borges, pero los pasajes citados por John me dejan la sensación de que el anciano ciego tiene un tono extraordinariamente hermoso, tan hermoso que es capaz de abarcar la muerte con toda elegancia” (1976).

La muerte de Cheever llegaría en forma de cáncer. En 1981, poco antes de operarse del riñón, escribía: “Pienso que estar vivo en este planeta significa una gran oportunidad. Yo que he conocido el frío, el hambre y la terrible soledad, creo que aún siento la emoción de tener una oportunidad. La sensación de estar con una persona dormida —un hijo, un amante— y saborear el privilegio de vivir o estar vivo”.

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Diarios, de John Cheever. Emecé, Barcelona, 1993. 416 páginas. Recomendamos este libro en “Ciudad X”, La Voz (Córdoba, 2 de octubre de 2014).

Un paseo por L. A.

Por Martín Cristal

En un post anterior con algunas ideas sobre el concepto de canon, planteaba la necesidad de no presentar a éste como un ranking, sino como un espacio: podría ser una ciudad con distintos barrios, suburbios, zonas céntricas, periféricas, en construcción… Aquí sobrevuelo a mi modo la Ciudad Literatura Argentina (L. A.)., centrándome sobre todo en narradores. Invito a quienes leen a mejorar o cambiar el mapa según sus apreciaciones y a agregar los nombres que faltan, que son muchísimos (¡en esta fiesta faltan mujeres!). Mejor si describen la zona que representarían esos nombres.

Mi mapa personal de L. A. —la ciudad llamada Literatura Argentina—, podría empezar a dibujarse a partir de una zona residencial alta, el cerro Borges, con casonas de arquitectura clásica y un hermoso cementerio lleno de nombres ilustres. Desde su mirador, se alcanzan a ver los lejanos barrios de las orillas, esos de costumbres pendencieras y criollas; se sabe que en los días más brillantes se llega a ver más allá todavía, incluso otros países con idiomas y costumbres diferentes. Junto a esa alta colina y bajo su sombra permanente, están los barrios Bioy Casares, Silvina Ocampo Anexo, el lujoso y barroco Mujica Láinez, el pequeño Pepe Bianco; sólo a cierta hora del día el sol da de lleno en esos barrios, que tienen sólo ese instante para brillar. Enfrente, aislada y tenebrosa, venida a menos y con un poco de envidia, está Villa Sabato, en una colina más baja separada del resto por una gran depresión, la cual se atraviesa por el Túnel del mismo nombre.

Más a la izquierda, alejado de todo lo anterior, otro alto cerro: el Marechal, una zona un poquito más popular, peronista y catolicona, un área divertida a la cual se llega tomando el juguetón tranvía G, de Girondo. Desde el Marechal, por un puente que cruza el río Quiroga, se llega a Cortázar, un barrio que recuerda al Latino de París y que puede recorrerse de muchas formas; si se sigue más lejos se llega a Ampliación Abelardo Castillo, que repite o continúa la arquitectura de las zonas ya mencionadas. Filloy es un barrio antiguo, de trazado heterogéneo y construcciones disímiles, donde los nombres de todas las calles tienen siete letras y también pueden leerse de atrás para adelante.

Muy lejos de ahí, está Arlt, un barrio aparte, un bajofondo duro, con su propia jerga y mucha personalidad; en esto último, la zona de Fogwill, aunque mucho más nueva, se le parece un poco. Los dos son barrios peligrosos (ladrones, rufianes y secuestradores en el primero; traficantes de armas o cocaína, críticos, espías y ex combatientes devenidos en asaltantes en el segundo). Blaisten es el área céntrica de los comercios cerrados por melancolía, de los judíos, de los consultorios de analistas, todos entreverados con los conventillos de Marco Denevi; una especie de Once porteño.

Atraviesa el centro la avenida Saer, que tiene veintiuna cuadras y termina en el río; no lejos de ahí se encuentra la “zona rosa” Manuel Puig, donde están los cines para ver a las estrellas de Hollywood y emocionarse con melodramas.

Extienden la ciudad algunas áreas más modernas: Fresán, Pauls, Berti, Kohan, la futurista Cohen, el conurbano Bermani, además de muchas otras del barrio joven que muestran arquitectura contemporánea, edificios nuevos, muchos (sólo) de antología, muy diferentes entre sí. Por ahí cerca queda Aira, una zona llena de casitas a medio hacer: un emprendimiento inmobiliario que primero llama la atención por su ingenioso trazado general y por la velocidad de su construcción, pero que, si se lo releva casa por casa, casi siempre termina siendo una decepción.

En las afueras y hacia el este, cerca del popular barrio Soriano, se encuentra el estadio Fontanarrosa y el edificio del periódico local, el Walsh; también en las afueras, pero exactamente del otro lado de la ciudad, se encuentran el museo de curiosidades Macedonio Fernández, el mirador Piglia (desde donde pueden verse todos los edificios de la ciudad, excepto el propio mirador) y el extraño hotel Witold, de avejentada arquitectura vanguardista. Luego viene la circunvalación, con varias salidas: la ruta Belgrano Rawson conduce al sur; la Héctor Tizón, al norte.

A partir de ahí: el campo, la infinidad de la pampa que rodea y abraza a la ciudad, no como el fin o la nada, sino al revés, como el comienzo: es la marca que la ciñe, que le muestra cuál es su límite máximo. Esa extensión infinita es el país: el Martín Fierro.

Yo siempre vuelvo a esta ciudad y busco la zona en que nací para afincarme cerca de ella y hacerme amigo de mis vecinos. Ya la encontraré.

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Imagen: Lomos de libros gigantes en la fachada del estacionamiento de la Biblioteca Pública de Kansas City. Fuente: Selectism.

Me gusta!

Lo mejor que leí en 2009 (1/3)

Por Martín Cristal

No siempre voy detrás de las últimas novedades; tampoco me atrinchero sólo entre los clásicos. Leo sobre todo narrativa, pero no exclusivamente. El azar me acercó a estos excelentes libros durante este año. Van en orden alfabético de autores (esto no es un ranking). Para coincidir o disentir con otros lectores, como recomendaciones o como agradecimiento por las recomendaciones de terceros, leyéndolos tarde o temprano respecto de otros (¿qué importa?), éstos son los 10 libros que más disfruté leer en 2009:
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2666, de Roberto Bolaño

Compactos Anagrama, 2008. Novela.

En El pez volador ya desglosamos las partes que componen este gran libro de Bolaño, entre las que la apuesta más alta nos parece la cuarta, “La parte de los crímenes”, y la más bella, la quinta, “La parte de Archimboldi”. También hemos propuesto una teoría para interpretar su misterioso título. Inconclusa en su trabajo —no en su argumento— debido a la muerte de Bolaño, creo que 2666 es una gran novela, aunque mi favorita del autor siga siendo Los detectives salvajes.

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Bajo este sol tremendo,
de Carlos Busqued

Anagrama, 2009. Novela.


Esta primera novela de Busqued (Chaco, 1970) fue recomendada para su publicación por el jurado del premio Anagrama 2008. Cruel, impiadosa, alejada de todo atisbo de bondad, es una exposición de la violencia sin moralina, enseñanza o comentario ético alguno. Con un ritmo que fluye sin ripios ni obstáculos, esta novela inicia en el paisaje inhóspito del Chaco, cuyo “sol tremendo” parece exacerbar el salvajismo de hombres y animales, un poco como la “luna caliente” de Giardinelli, aunque con muchísima más vileza implícita en cada línea del texto.

Cetarti, el personaje principal, vive en una abulia interferida o azuzada por el porro y los documentales del Discovery Channel. Cuando viaja a Lapachito para arreglar lo referente al brutal asesinato de su madre, conoce a Duarte, un ex milico que le propone una tramoya para cobrar el seguro a medias. Bajo el ala de Duarte también está Danielito, cuya existencia anodina se parece bastante a la de Cetarti, aunque la maldad que rodea la vida de Danielito parece haber estado sitiándolo siempre. Luego, una parte de la acción se traslada a Córdoba (donde el autor vivió varios años).

Busqued tiene un blog donde deja ver que la pasión de Duarte por el aeromodelismo es también una pasión propia: Borderline Carlito.

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Relatos II, de John Cheever

Emecé, 2006. Cuentos.

El primer tomo ya me había fascinado con cuentos como “Adiós, hermano mío”, “La olla repleta de oro”, “Los Wryson” o “El marido rural”, entre otros. Problemas conyugales, infidelidades y divorcios, abulia y alcoholismo social: los sueños rotos de la clase media norteamericana de los cincuenta son retratados por la prosa segura y tranquila de Cheever. Cierta culpa o moral cristiana se dejan ver en varios relatos como “El ladrón de Shady Hill”. Los protagonistas son vecinos de las amplias casas con jardines de los barrios suburbanos neoyorquinos (como Leonardo Di Caprio y Kate Winslet en Sólo un sueño —Revolutionary Road, de Sam Mendes [basada en la novela homónima de Richard Yates]), o bien integran los consorcios de la misma clase social en la Gran Manzana (algunas veces el foco pasa a la clase trabajadora de esos mismos edificios); o bien son americanos en Europa, mayormente Italia, de paso o exiliados.

En este segundo tomo, la obra de Cheever continúa desarrollándose en el mismo sentido, con esa tenacidad que presentan los escritores que —renuentes a probar distintas cosas o inaugurar diferentes etapas en su carrera— eligen desde el principio y para siempre una forma y un cúmulo limitado de temas como su inalterable documento de identidad. Esto, que a muchos escritores puede salirles mal, o que puede cansar y aburrir rápidamente a quienes los leen, en Cheever funciona impecablemente (o con muy pocas excepciones, sobre todo si se compara con los “cuentos completos” de otros autores).

Aquí destacan los cuentos “El camión de mudanzas escarlata”, “La edad de oro”, “El ángel del puente”, “El brigadier y la viuda del golf”, “La geometría del amor” —con el que se tituló una antología de Cheever— y también el sorprendente “El nadador”, uno de los pocos donde se cuela lo fantástico (también estaba “La monstruosa radio”, en el otro tomo). El volumen incluye un póslogo de Rodrigo Fresán, donde se nos aclara que existen otros 68 relatos de Cheever además de los 61 de esta edición.

Me voy de vacaciones. Quedan programadas para enero las dos entregas que completan esta serie. Como siempre, los comentarios serán bienvenidos, aunque demoraré en responderles… ¡Feliz año nuevo para todos!

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2666: los críticos, Amalfitano y Fate

Por Martín Cristal

En un artículo anterior ya me referí al misterio del título de 2666, la gran novela póstuma de Roberto Bolaño. Aquí empiezo a recorrer la novela parte por parte, arrancando con las tres primeras (de cinco): «La parte de los críticos», «La parte de Amalfitano» y «La parte de Fate».

1. “La parte de los críticos”

Cuatro críticos literarios europeos se conocen y estrechan relaciones a partir de su interés por la obra de Benno von Archimboldi: un escritor oculto, una especie de Salinger alemán, aunque más prolífico que Salinger. No hay que confundirlo —o quizás sí— con J. M. G. Arcimboldi, novelista francés al que se menciona un par de veces en Los detectives salvajes (y cuyas iniciales coinciden con las del Nobel 2008, Jean-Marie Gustave Le Clézio). En ambas novelas, Archimboldi/Arcimboldi figura como autor de un texto borgeanamente titulado La rosa ilimitada, como si Bolaño, en 1998, ya hubiera entrevisto al personaje central de 2666 sin definirlo del todo todavía: francés en lugar de alemán, con un nombre que todavía no era el definitivo…

Siguiendo el rastro difuso de su admirado escritor, los críticos terminan visitando un “páramo cultural”: la ciudad de Santa Teresa, en el estado de Sonora (México), ciudad ficcional por la que también pasaron Arturo Belano y Ulises Lima en Los detectives…, y que se calca sobre la verdadera Ciudad Juárez.

Bolaño despliega su máxima plasticidad poética cuando narra los sueños de los personajes. Y ya que sus personajes son críticos, Bolaño aprovecha para interpolar consideraciones literarias o artísticas: plantea una paradoja para preguntarse hasta qué punto alguien puede conocer la obra de otro; margina a la crítica “ultraconcreta”, que aporta datos pero no tiene ideas propias (una “arqueología de la fotocopiadora”); presenta a la obra de un autor como el campo de batalla donde críticos contrapuestos buscarán imponer su lectura, una “lectura que va a durar”; caracteriza a los escritores e intelectuales mexicanos como cortesanos seducidos por el Estado. Como siempre, Bolaño equilibra magistralmente lo vital y lo literario.

Como curiosidad: hay un cameo de Rodrigo Fresán en Kensington Gardens. A lo largo de 2666, Bolaño también se las arregla para nombrar a otros amigos suyos: Vila-Matas, Rey Rosa, Villoro…

Otra vez el viaje en busca de un escritor: la misma motivación que en Los detectives salvajes, que arrastra a los protagonistas de ambas novelas al mismo punto del planeta, Santa Teresa. Más allá de esa similitud, en esta “parte de los críticos” no se encuentra aquel relato coral con voces bien diferenciadas, en primera persona, que Bolaño había desplegado en Los detectives…, sino un narrador convencional, en tercera persona y tiempo pasado. La estrategia narrativa principal de Bolaño en esta parte de 2666 es otra: se trata de la digresión fecunda, el aprovechamiento de cada detalle nimio de la historia principal, de cada textura del tronco, para hacer que de ahí nazca una historia nueva, una rama que se sumará a la frondosa fabulación de 2666.

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2. “La parte de Amalfitano”

Amalfitano es un profesor universitario chileno que, luego de vivir en Barcelona, recala en la Universidad de Santa Teresa, Sonora, el mismo “páramo cultural” al que más tarde llegarán los críticos de la primera parte. Amalfitano vive con su hija Rosa y, en el patio de su casa, reproduce un ready-made: en la soga para la ropa, cuelga un libro de geometría de Rafael Dieste. (“Se me ocurrió de repente, dijo Amalfitano, la idea es de Duchamp, dejar un libro de geometría colgado a la intemperie para ver si aprende cuatro cosas de la vida real. Lo vas a destrozar, dijo Rosa. Yo no, dijo Amalfitano, la naturaleza. Oye, tú cada día estás más loco, dijo Rosa.”). En efecto, el ambiente sórdido y ominoso de Santa Teresa hará mella en la salud mental del viejo profesor.

Si en la primera parte se echó a los intelectuales en México, aquí Bolaño despacha a los de Chile:


En Chile los militares se comportaban como escritores y los escritores, para no ser menos, se comportaban como militares, y los políticos (de todas las tendencias) se comportaban como escritores y como militares, y los diplomáticos se comportaban como querubines cretinos, y los médicos y abogados se comportaban como ladrones, y así hubiera podido seguir hasta la náusea, inasequible al desaliento.
(p.286)

En esta parte, hay un fragmento importante que funciona como una defensa de las novelas “torrenciales”, o totales, al estilo de 2666:


[El farmacéutico] prefería claramente, sin discusión, la obra menor a la obra mayor. Escogía
La metamorfosis en lugar de El proceso, escogía Bartleby en lugar de Moby Dick, escogía Un corazón simple en lugar de Bouvard y Pécuchet, y Un cuento de Navidad en lugar de Historia de dos ciudades o de El Club Pickwick. Qué triste paradoja, pensó Amalfitano. Ya ni los farmacéuticos ilustrados se atreven con las grandes obras, imperfectas, torrenciales, las que abren camino en lo desconocido. Escogen los ejercicios perfectos de los grandes maestros. O lo que es lo mismo: quieren ver a los grandes maestros en sesiones de esgrima de entrenamiento, pero no quieren saber nada de los combates de verdad, en donde los grandes maestros luchan contra aquello, ese aquello que nos atemoriza a todos, ese aquello que acoquina y encacha, y hay sangre y heridas mortales y fetidez. (p.289)

“Sangre, heridas mortales y fetidez”: todo eso hay, y de sobra, en la cuarta parte de 2666: “La parte de los crímenes”, la más densa de todo el libro. Pero antes pasemos por la tercera…

3. “La parte de Fate”

Quincy Williams —hay que leer un rato para darse cuenta— es negro o, si se prefiere, afroamericano (“Soy americano. ¿Por qué no dije soy afroamericano? ¿Porque estoy en el extranjero? ¿Pero puedo considerarme en el extranjero cuando, si quisiera, podría ahora mismo irme caminando, y no caminar demasiado, hasta mi país? ¿Eso significa que en algún lugar soy americano y en algún lugar soy afroamericano y en algún otro lugar, por pura lógica, soy nadie?”). Trabaja como periodista para una revista de Harlem, Nueva York. Suele escribir sobre temas sociales pero, debido al fallecimiento del columnista de deportes, es enviado a México para cubrir una pelea de boxeo. Ahí se interesará por los asesinatos de mujeres que se cometen en Santa Teresa, y terminará visitando la cárcel para entrevistar a uno de los inculpados.

Si un nombre es un destino, “destino” es el nombre que Quincy Williams eligió como seudónimo: en su trabajo todos lo conocen como Oscar Fate (fate = destino). El juego de palabras entre ambos idiomas no debe dejar de considerarse, ya que en esta parte el estilo de Bolaño varía hasta parecerse a una traducción al castellano de un autor estadounidense. Por momentos parece un ejercicio paródico de la novela negra norteamericana, y casi no se reconoce a Bolaño. Aquí van dos pequeños ejemplos:

1.
–Así me gusta, muchacho –dijo el jefe–. ¿Te enteraste de que se cargaron a Jimmy Lowell?
–Algo oí.
–Fue en Paradise City, cerca de Chicago –dijo el jefe–. Dicen que Jimmy tenía allí una zorra. Una nena veinte años menor que él y casada.
(p. 300)

2.
Antes de despedirse de ellos Fate les dijo que probablemente nunca les perdonarían haber desfilado bajo la efigie de Osama bin Laden. Ibrahim y Khalil se rieron. Le parecieron dos piedras negras sacudiéndose de risa.
–Probablemente nunca lo
olvidarán –dijo Ibrahim. (p. 371)

En el segundo ejemplo hay dos verbos, “Perdonar/Olvidar”, que en inglés suenan parecido (Forgive/Forget). En el libro, el segundo verbo aparece enfatizado con itálicas, como si el autor norteamericano —¿Robert Bolan?— hubiera hecho un juego de palabras en el idioma original, juego que casi se perdió en la traducción al castellano realizada por el chileno Roberto Bolaño.

En esta parte se critica la sociedad capitalista norteamericana (sus sonrisas, su mala comida, su obsesión por la utilidad…), y en ese contexto también se interpolan consideraciones salteadas sobre la esclavitud. Esto es importante: en el abanico de vileza humana que Bolaño despliega en 2666, cuyo eje son los crímenes de Ciudad Juárez, abarca las formas más terribles de la crueldad: la discriminación racial de negros y mexicanos (en esta misma parte), los campos de exterminio nazi o la tiranía soviética (en la quinta parte)… y, por supuesto, también la crítica literaria (en la primera parte).

Respecto de los crímenes, en esta parte se lee: “Nadie presta atención a estos asesinatos, pero en ellos se esconde el secreto del mundo”. Quizás el destino de Oscar Fate es llegar sólo hasta el borde exterior de ese secreto.

Me gusta!

Una lectura de Mantra, de Rodrigo Fresán

Por Martín Cristal

Un lector disfruta más de aquellas obras que descubre en un momento de la vida que favorece una conexión total entre su entendimiento —su sensibilidad, su experiencia— y el tema, el tono o la complejidad que esos textos proponen. Antes o después de ese momento propicio puede que la lectura también se finalice, incluso con agrado, pero sin ese impacto fortísimo que podría traducirla en una experiencia memorable.

Mi acercamiento a Mantra, segunda novela de Rodrigo Fresán, fue lento y desconfiado. Cuando se publicó (2002), yo vivía en México desde hacía ya casi tres años: era un argentino que había llegado al DF sin ningún plan y había terminado escribiendo Bares vacíos (2001), una novela acerca de un argentino que llega al DF sin ningún plan. Por eso, cuando se publicitó el plan pergeñado por cierta editorial transnacional —pagarle a un escritor argentino que vivía en Barcelona para que viajara al DF y escribiera una novela cuyo eje fuera la capital mexicana—, yo desconfié de inmediato: escritura por encargo, pasajes, plazos… Demasiado plan. Yo ya sabía que casi todos los que llegaban al DF, con plan o sin él, terminaban haciendo algo distinto de lo que pensaban.

Hojeé Mantra por primera vez en la librería Gandhi, o quizás fue en El Péndulo. Cuando vi que la primera parte de la novela no transcurría en el DF y que además el personaje principal era un mexicanito que iba a su primer día de escuela con un revólver para jugar a la ruleta rusa en frente de sus nuevos compañeros, me dije: “Uf, el cliché del mexicano loco, peligroso y machote. Mejor no sigo leyendo”. Pero seguí hojeando el libro: a vuelo de pájaro vi que la segunda parte era una especie de glosario sobre la ciudad. Aliterando, me dije: “qué género generoso es la novela: cualquier cosa puede hacerse en su nombre”. Me pareció que muchos términos del glosario también eran clichés, lugares comunes del DF, porque alcancé a leer algunas entradas breves que sí lo eran (“Picante” o “¿Dónde queda?”, por ejemplo). Decidí no leer Mantra: ese libro no podía ser bueno.

Hoy me doy cuenta de que mi primera aproximación estuvo sesgada, aunque creo que ese sesgo a la larga me resultó beneficioso. La Ciudad de México era mi (ir)realidad cotidiana de aquel entonces y creo que ninguna novela por encargo podría haber competido contra la experiencia verdadera, presente y tangible, de (sobre)vivir a diario en la misma metrópoli de la que dicho texto intentaría dar cuenta. Creo que, en esos días, el libro me hubiera desilusionado, porque yo hubiera tenido que pensar: “aquí faltan muchísimas cosas que también son esta ciudad”. Yo vivía en esa realidad contaminada e impura, estaba inmerso en ella, y sólo hubiera podido catalogar al autor como un simple turista empleado por una editorial transnacional, y a su novela como “el chingado libro de un chingado extranjero queriendo ser más mexicano que los mexicanos”.

La cita anterior pertenece a Mantra. También la que sigue: “Los extranjeros que llegan a México suelen encontrar finales más bien infelices”. No fue mi caso, aunque quizá sólo supe irme a tiempo. Tanta cita entrecomillada me delata: sí, al final la leí. Viví cinco años en México, por varios motivos decidí regresar a la Argentina y, dos años después de eso, volví a tener la novela de Fresán entre mis manos, esta vez en una librería argentina. Supongo que por nostalgia del DF, leí Mantra en una hamaca mexicana que colgaba en mi departamento de Córdoba. Creo que ese lugar y ese momento hicieron que disfrutara mejor de esta novela, la cual se suma al amplio abanico de escritores no mexicanos que escribieron una “obra-que-transcurre-en-México”; o escribimos, corrijo, con total y absoluta vergüenza debido al calibre de los nombres que estoy a punto de recordar: Lawrence, Greene, Lowry, Traven, Kerouac y también Roberto Bolaño (con muchos de sus textos, entre los que reina su brillantísima novela Los detectives salvajes).

El comienzo de Mantra se me reveló mucho más atrapante de lo que yo esperaba, quizás, justamente, por mi nueva predisposición. La primera de sus tres partes se me fue en una sola sentada (o hamacada). Para comenzar la segunda parte —la más extensa: un glosario en apariencia tan hipertextual como el Diccionario Jázaro de Pavic, pero mexicano y sin cruces, lunas o estrellas que nos guíen y oficien de link entre un término y otro—, tuve que hacer una pausa y bajar un cambio, aguantar el quiebre narrativo hasta comprender que lo que seguía finalmente no era puro fragmento (puro cut-up), sino una historia que de a poco se podría ir reconstruyendo. Conforme avanzaba en la lectura, la ilusión de hipertextualidad que el formato “glosario” le da a esta segunda parte de la novela fue cediendo terreno ante la certeza de que el autor no espera (ni favorece) un tránsito no lineal por su texto; lo corroboré al notar que muchas veces los títulos de las “entradas” del glosario no son más que pausas formales intercaladas en un relato continuo y bien hilado. Había relato en el fondo, y eso lo agradecí: la novela sí era una novela, no un cuaderno de apuntes de viajes disfrazado, como me había parecido al principio.

Debo decirlo: una entrada de este glosario me provocó el malestar que todo escritor siente cuando lee algo parecido a lo que él mismo ha escrito alguna vez. Hablo de esas coincidencias que —cualquiera que lea y escriba lo sabrá—, suceden de vez en cuando. Dos meses antes de comprar y leer Mantra, yo había publicado un libro —Mapamundi (2005)— con cuentos cuyos personajes son argentinos en el extranjero. La acción de cada cuento transcurre en una ciudad diferente. Uno de ellos (“Vivir en aeropuertos”) ocurre en el DF. Las coincidencias entre ese cuento y la entrada de Mantra referida al Aeropuerto Internacional Benito Juárez son lógicas, lo sé: somos dos argentinos hablando acerca de un mismo lugar en la misma época, pero… igualmente, uno se siente entre sorprendido e incómodo.

La prosa es fluida y experta, precisa o ambigua a voluntad del autor. Creo que el estilo de Fresán en Mantra puede terminar de pintarse con sus propias palabras: “el hombre casi siempre exagera sus conocimientos cuando habla de lo que no conoce” (p. 215); “somos cultos y sofisticados y adictos a los nombres y a las firmas de otros. Manía referencial…” (p. 416); “Yo y mi jodida costumbre de relacionar todo con todo” (p. 413).

La mencionada manía referencial es a veces autorreferencial: en varias partes de la novela hay guiños para quien haya leído obras anteriores de Fresán, como por ejemplo los cuentos de Historia argentina. Otro elemento constructor de la novela son las paráfrasis o reescrituras. Las hay de Cortázar, Lowry y también de Rulfo: la tercera parte de la novela comienza parafraseando Pedro Páramo, en una especie de cover que quiere ser una contribución a la ciencia ficción mexicana, la cual, según Fresán, es casi inexistente toda vez que “poco y nada les importa a los mexicanos el concepto de futuro como tema”. (Quien tenga ganas de discutir el punto, podrá hacerlo fácilmente si antes consulta el libro Los confines. Crónica de la ciencia ficción mexicana, de Gabriel Trujillo Muñoz; Grupo Editorial Vid, México DF, 1999).

Por momentos —cuando Fresán parece olvidarse de la narración, distraído quizás con la tematización de la ciudad en su glosario—, el método de juntar datos y luego combinarlos entre sí hasta la exasperación produce que de a ratos el libro se convierta en un extensísimo artículo de Página/12, de esos que Fresán nos tiene acostumbrados a leer (Uno, Dos, Tres…). Esto sucede sobre todo hacia el final de la segunda parte: la acción ya está planteada, quedan pocos acicates argumentales que motiven la lectura porque uno espera ya la resolución de la trama; hay cierto suspenso, sí, pero como seguimos dando vueltas por la ciudad, la novela se estira y el suspenso se diluye en el cansancio del lector, cansancio que es alimentado también por otros recursos de los que el autor abusa, como el copy-paste del “(a.k.a.)”, con el que verdaderamente llega a ponerse pesado.

Para Fresán, el DF es un “mesías apocalíptico” (“postapocalíptico”, diría Carlos Monsiváis). Es una visión posible. En plan de personificar la ciudad, yo creo que el DF no es más que uno de esos borrachos grandotes, nobles pero llenos de ideas confusas y arranques de violencia difíciles de contener por los meseros de la cantina. Un alcohólico crónico, que por lo general se la pasa cantando o durmiendo la mona, pero que es capaz de madrear a quien lo despierte antes de averiguar la razón por la cual ha sido despertado.

“Aquí faltan muchísimas cosas que también son esta ciudad”: eso es lo que hubiera dicho de haber leído Mantra mientras vivía en el DF. Ahora veo que es inevitable que lo diga en este momento también. El catálogo mexicano de Fresán es incompleto. Además de faltarle muchísimo alcohol, al DF de Fresán le faltan los tianguis (o mercados) y los cordeles estranguladores de sus lonas, al acecho del cuello de cualquiera que mida más de un metro setenta; otros barrios peligrosos (que Tepito no es el único); la mordida (o soborno) instituida como lubricante de las transas urbanas; los chiles en nogada de septiembre y muchas otras delicias del país que confluyen en su capital; el albur, ignorado olímpicamente en la novela; las pulquerías, el barrio chino (¡pinche Martita!) y una infinidad de cosas más. Pero los que crean que por insinuar una lista de “cosas que faltan” —lista que inevitablemente también es incompleta— aquí se pretende restarle valor a la novela de Fresán, no entienden lo que digo y de seguro integran el “Conjunto de las Personas que Jamás Han Pisado el DF”; porque los que conocen la ciudad saben o deberían saber que el DF no cabe en una novela, aunque ésta tenga más de 500 páginas. No hay otra alternativa que seleccionar y omitir.

Más allá de los señalamientos que puedan hacérsele aquí o allá a una obra extensa y compleja como ésta, creo que Mantra es una buena novela, con una narración original y bien planteada. Creo también que es todo lo honesta que puede ser una novela que no nos esconde su naturaleza de obra por encargo, ni sus intenciones, ni su procedimiento. No sé cómo apreciará Mantra alguien que nunca haya estado en el DF o alguien que nunca haya salido del DF; yo estoy contento de haber vivido y salido de esa ciudad para poder disfrutar de esta novela, o de haber disfrutado de esta novela para recordar que alguna vez viví en México.

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Cuando los periodistas van al infierno

Por Martín Cristal

En el octavo círculo infernal, Dante se asusta de un grupo de demonios que lo acompaña durante un trecho. Mientras avanza, el poeta entiende que deberá acostumbrarse a andar junto a ellos. Cuando nos lo narra (Infierno, XXII, 13-15), Dante recuerda un dicho popular:


Caminábamos con los diez demonios,
¡fiera compañía!, mas en la taberna
con borrachos, y con santos en la iglesia.

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Noi andavam con li diece demoni.
Ahi fiera compagnia! ma ne la chiesa
coi santi, e in taverna coi ghiottoni.

En cada lugar con la compañía que corresponda. En el Infierno, entonces, con demonios… ¿y con quién más? Ese octavo círculo —llamado también Malebolge— es la morada final de los fraudulentos, es decir, el lugar donde se atormenta a los que en vida usaron el engaño contra los desprevenidos. Ahí están los seductores, los aduladores, los simoníacos, los adivinos y las brujas, los estafadores, los corruptos, los hipócritas, los malos consejeros, los ladrones de objetos sagrados, los falsarios, los sembradores de discordia, los alquimistas, los falsificadores…

En Bajo el volcán (1947), uno de los personajes de Malcolm Lowry sugiere que en ese selecto grupo también debería incluirse a los periodistas. En la novela, Hugh Firmin e Yvonne conversan mientras pasean por Cuernavaca; una cabra que los embiste interrumpe momentáneamente lo que Hugh viene contando, una anécdota que involucra a ciertos hombres de prensa. Hugh retoma el diálogo así:


“¡Estas cabras! —dijo rechazando a Yvonne con un enérgico movimiento de sus brazos—. Aun cuando no haya guerras, piensa en el daño que hacen […]. Me refiero a los periodistas, no a las cabras. No hay castigo en la tierra para ellos. Sólo el
Malebolge…”.

Poco después Hugh agregará que el periodismo «equivale a la prostitución intelectual masculina del verbo y la pluma”.

Algunos ecos de Dante y Lowry alcanzaron a Woody Allen. En Deconstructing Harry (también conocida como Los secretos de Harry o Desmontando a Harry), hay una escena en la que el personaje interpretado por Allen baja al infierno en un ascensor, mientras se oye una voz femenina que va anunciando por los parlantes el paso por cada nivel infernal: quinto nivel, tales pecadores; sexto nivel, tales otros… Al pasar por el séptimo nivel —no por el octavo—, la voz anuncia: “Séptimo piso, la Prensa: lo siento, el sitio está lleno” (Floor seven, the Media: sorry, that floor is all filled up). La escena sigue hasta que Harry Block se encuentra con el mismísimo Diablo (Billy Crystal).

Deconstructing Harry (Woody Allen, 1997)
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Hablando del Diablo: se sabe que él tiene su propio diccionario, el cual fue redactado nada menos que por un periodista: Ambrose Bierce. En su irónico Diccionario del diablo, Bierce define un elemento de trabajo esencial para escritores y periodistas: la tinta…


Tinta,
s. Innoble compuesto de tanogalato de hierro, goma arábiga y agua, que se usa principalmente para facilitar la propagación de la idiotez y promover el crimen intelectual. Las cualidades de la tinta son peculiares y contradictorias: puede emplearse para hacer reputaciones y para deshacerlas; blanquearlas y ennegrecerlas; pero su aplicación más común y aceptada es a modo de cemento para unir las piedras en el edificio de la fama, y de agua de cal para esconder la miserable calidad del material. Hay personas, llamadas periodistas, que han inventado baños de tinta, en los que algunos pagan para entrar, y otros pagan por salir. Con frecuencia ocurre que el que ha pagado para entrar, paga el doble con tal de salir”.

Por supuesto que los periodistas fraudulentos no existen… pero que los hay, los hay. ¿Pagan justos por pecadores? ¿O será el típico caso de “hazte fama…”?

J. Jonah Jameson (creado por Stan Lee)

Otro ejemplo literario de mala imagen periodística: en el episodio 7 del Ulises, Leopold Bloom —que vende publicidad para un diario de Dublin— nos permite leer en su flujo de conciencia cuáles son sus pensamientos acerca de los periodistas:


“Curiosa la forma en que estos hombres de prensa viran cuando olfatean alguna nueva oportunidad. Veletas. Saben soplar frío y caliente. No se sabría a quien creer. Una historia buena hasta que uno escucha la próxima. Se ponen de vuelta y media entre ellos en los diarios y después no ha pasado nada. Tan amigos como antes”.

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“Funny the way those newspaper men veer about when they get wind of a new opening. Weathercocks. Hot and cold in the same breath. Wouldn’t know which to believe. One story good till you hear the next. Go for one another baldheaded in the papers and then all blows over. Hail fellow well met the next moment”.

Por lo visto, dentro de la literatura, el periodismo sencillamente tiene mala prensa. Pero, ¿por qué? Quizás porque periodismo y literatura no son tan cercanos como podría parecer, y la literatura desea que esa diferencia se note. Fogwill, en Los libros de la guerra —una selección inteligente y picante de lo que él, no en vano, llama sus “intervenciones de prensa”— incluye un artículo de 1984 titulado “El periodismo no es para nosotros”; en ese artículo, con el filoso bisturí de su prosa, Fogwill “interviene” quirúrgicamente las posiciones relativas de ambas actividades:


“Los periodistas escriben en los medios a los que —como suele decirse— ‘pertenecen’. El valor periodístico de un texto sobre Calcuta, se calcula por la coincidencia entre lo que es Calcuta y lo que enuncia el texto. El valor literario de un texto sobre Calcuta se mide por su diferencia con Calcuta y por su semejanza con los deseos del escritor.” […]

“La afinidad entre ambas actividades no va más allá del acto mecánico de escribir. Son semejanzas de superficie. La afinidad de fondo de la literatura se establece con la composición musical, la especulación filosófica, la matemática, la teología y la pintura. La escritura tiene más en común con los oficios del asceta religioso, playboy, linyera, preso o loco que con la profesión de periodista.” […]

“El concepto de ‘profesión’ alude al desempeño de un rol, de una función asignada por las instituciones. Los profesionales hacen lo prescripto, lo necesario. Los artistas hacen lo inesperado, lo innecesario, que por obra de arte se convierte en imprescindible. Mientras en una profesión —por ejemplo, el periodismo— se recompensa con salarios y rangos el buen cumplimiento de la función de maximizar la satisfacción de los jefes, lectores y anunciantes, en literatura se recompensa con la gloria la tarea de minimizar la satisfacción de cualquier demanda ajena al rigor lógico y estético de la obra.”

De ahí que Fogwill concluya su artículo definiéndose no como un “auténtico profesional”, sino como “un escritor”. Ser escritor es también el título de un libro de Abelardo Castillo, donde este otro escritor argentino también se expide sobre el tema:


“Un escritor profesional es un artesano aplicado, que puede escribir casi sobre cualquier cosa. […] Lo que hace es parecido al trabajo periodístico: escríbame sobre aquel incendio o aquel mafioso, pero escríbalo ya. El escritor, el poeta, es cualquier cosa menos un profesional; salvo que le demos a la palabra
profesión su antiguo valor etimológico, el de profesar, como cuando decimos que se profesa una idea, una religión, ciertas convicciones. Únicamente en ese sentido el escritor es un profesional: pero entonces no escribe artesanalmente, escribe lo que debe o lo que puede. Tengo mis serias dudas de que un buen escritor pueda escribir sobre cualquier cosa. Incluso cuando imagina escribir “a pedido” es porque ese pedido coincide con algo que, íntimamente, él quería escribir o le importaba escribir”.

Quizás esa distancia que marcaba Fogwill es la que hace que, vistos en bloque desde la literatura, los periodistas parezcan marchar, no como los santos del jazz, sino como los demonios que acompañaban a Dante por el octavo círculo del infierno.

El jazz y el infierno confluyen en un álbum llamado, precisamente, Jazz From Hell, compuesto por Frank Zappa en 1986. Cierta vez, un periodista que lo entrevistaba le preguntó a Zappa qué haría si un día estuviera a punto de convertirse en un viejo sin inspiración. Zappa contestó: “Me volvería periodista”. En otras palabras: lo mandó al demonio.

¿Fraudulentos sin inspiración, máquinas de escribir por encargo, demonios alejados de todo arte? No conviene caer en una generalización precipitada. Hay grandes escritores que ejercieron el periodismo: en su artículo, Fogwill destaca a Borges, Arlt y al ejemplar Rodolfo Walsh; podemos agregar también a Fresán, a Onetti, a Hemingway… Cuando recordamos estos y otros nombres por el estilo, nos dan ganas de redimir del infierno a toda la especie. Y también de saludarla, por qué no, hoy 7 de junio: feliz día, periodistas.

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Imagen: J. Jonah Jameson, el inescrupuloso director del Daily Bugle en la historieta del Hombre Araña.