Cinco policiales nórdicos (V)

Por Martín Cristal

En uno de los grupos de lectura que coordino, este año leímos novelas policiales de autores nórdicos contemporáneos. Por votación elegimos cinco libros, cada uno de un país diferente. Sigo con mi comentario de cada novela.

Leer anteriores:
De Noruega: El ojo de Eva, por Karin Fossum
De Suecia: La hora de las sombras, por Johan Theorin
De Islandia: La voz, por Arnaldur Indridason
De Dinamarca: Los chicos que cayeron en la trampa, de Jussi Adler-Olsen

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FINLANDIA

El hombre con cara de asesino,
de Matti Rönkä (Carelia del Norte, 1959)*

Novela publicada en 2002, primera de las del detective privado Víktor Kärppä, quien —a diferencia de otros investigadores relevados aquí— no está 100% del lado de la ley…

El caso: El señor Larsson le encarga a Kärppä que encuentre a su esposa Sirje, desaparecida. Sirje resulta ser hermana del mafioso estonio Jaak Lillepuu, lo cual lo hace todo más peligroso. Pero Kärppä está acostumbrado a lidiar con gente de esa calaña: ahí está su relación personal con el traficante ruso Ryzhkov, que contrabandea de todo a ambos lados de la frontera.

Mientras, un policía finlandés —Korhonen—, presiona cada tanto a Kärppä en busca de información sobre negocios turbios. Para colmo, reaparece una vieja amiga de Víktor: la KGB, con una misión a la que él no podrá rehusarse, aun cuando se creía eximido de esos servicios. En medio de todo, también peligrará la salud de su madre, qie todavía vive del lado ruso.

Un panorama complicado para un solo hombre, que sin embargo todavía tiene tiempo para conocer a una chica, Marja, y enamorarse de ella, por qué no.

El tono del personaje-narrador es convincente y fluido, aunque las escenas de acción parecen narradas un poco a las corridas y —hundido entre tantas subtramas— el caso no avanza nada durante el 80% del libro. De a poco se ve que es el típico policial en que el detective investiga un caso menor sin ver que lo están involucrando en un crimen mayor.

 

El investigador: “Yo tengo cara de decente”, dice de sí mismo Víktor; sin embargo, cuando todavía usaba su apellido ruso —Gornostáyev (que, como Kärppä en finés, también significa “armiño”)—, en el ejército le decían que era un “hombre que tenía cara de asesino”.

Existe una serie televisiva homónima, de producción finlandesa (hecha con menos recursos económicos que aquellas a las que nos tienen acostumbrados HBO o Netflix). La acción de este libro cubre sólo los dos primeros capítulos de la temporada inicial. El Kärppä de la serie no tiene mucha cara de asesino que digamos, aunque sí es bastante inexpresivo, no sabemos si por impericia actoral o por todo lo contrario: la inexpresividad ante el peligro es, precisamente, el rasgo principal de Kärppä.

Nacido y criado en la Unión Soviética, Kärppä es ingrio por parte de padre y finlandés por parte de madre, “ya que la familia de ésta escapó a la Unión Soviética tras la Guerra Civil Finlandesa de 1918”. Víktor ahora vive en Helsinki y no se mete en negocios ilegales, “al menos no por gusto o por un salario de mierda”.

Lo cierto es que, además de detective —oficio que ejerce desde una oficina que había pertenecido a un sindicato, del que además se agenció varios muebles—, Kärppä tiene sus otros curros. Él se justifica así: “Mi madre probablemente tendría menos canas y estaría mejor del corazón si yo fuera un ingeniero de Nokia, o granjero en Carelia. Pero no lo conseguí. Ni en Leningrado, ni en Sortavala, ni aquí en Finlandia. […] Pero tampoco me voy a pasar diez años trabajando en una alcantarilla sólo para merecer humildemente el derecho a ser finlandés”.

No por eso Kärppä carece de una ética: “Yo no mato, ni maltrato, ni robo, pero si me ofrecen que eche una mano en algún asunto a resultas del cual un Estado o un rico van a acabar teniendo menos, y yo voy a ganarme el pan, entonces lo hago. Y no me quita el sueño”.

 

El contexto socio-geográfico: marca permanentes diferencias y prejuicios entre finlandeses y rusos.

“Casi todos me contestaron con aspereza, creyendo seguramente que yo era ruso”, dice Kärppä, que además sabe que hablar finés con acento ruso amedrenta a los finlandeses: “Primero me dirigí a él en ruso, para después cambiar al finés, marcando el acento ruso: —Oiye, chafall, ¿tiyenes algúñ prrrobliyema? —el pobre tipo se aturulló intentando aclararme que había sido sin querer. Asunto zanjado”.

En otra parte, le dicen a Víktor: “Le creía en posesión de la tenacidad y entereza de los finlandeses, pero veo que es usted un flojo, como todos los rusos”. También en una fiesta, un finlandés hostiga a Kärppä: “Sí que fue una decisión extraña la del presidente Koivisto. Me refiero a esa sobre el estatus de los emigrantes retornados ingrios. Ahora los hay a miles y los problemas no hacen más que amontonarse. Y la Carelia rusa vacía, claro, porque los espabilados, que son los de origen finlandés —cómo no— se han venido todos para acá”. Al contexto histórico para comprender este comentario insidioso, Rönkä se ve obligado a explicarlo en un prefacio (con mapa y todo), que resulta ameno y de gran provecho para el lector.

Las diferencias entre unos y otros también son económicas. A una zona del barrio de Pakila se la llama “Pakila Dólar”; “a la otra zona del barrio, menos burguesa, la llamaban ‘Pakila Rublo’, aunque a mis ojos ambas zonas eran el vivo ejemplo de refugio idílico de la clase media finlandesa: casas de madera construidas originalmente en la posguerra, con tejados a dos aguas, y ampliaciones que sus sucesivos dueños les habían ido añadiendo, frondosos jardines y, entre ellos, apretujados en angostos solares, edificios multidimensionales de ladrillo y chalés adosados”. Por el contrario, el aspecto de los edificios del lado ruso se lo achaca al “realismo postsoviético, cuyo elemento característico es lo inacabado”.

Kärppä cruza varias veces la frontera Finlandia-Rusia. “A la aduana finlandesa no le interesaba demasiado quién viajaba a Rusia. Del otro lado, en el puesto fronterizo de mi Carelia natal, iba y venía la consabida manada de soldados serios y amodorrados con sus ametralladoras colgando, funcionarios de aduanas de uniforme azul, guardias fronterizos de verde y las habituales fulanas pintarrajeadas de aspecto descuidado”. Al regresar al lado finlandés, “el paisaje experimentó un cambio: todo era más limpio y más brillante, y hasta la primavera parecía estar más avanzada”.

En otro lado, declara: “No sabes la risa que me dio una vez cuando leí que el mayor abismo entre ricos y pobres se encuentra en la frontera entre México y California. ¡Una mierda!… El mayor abismo está en la frontera entre Finlandia y Rusia, en Värtsilä, en cuanto la pasas y llegas a Ruskeala”.

Calificación personal: 7/10.

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[*] En realidad, el grupo de lectura eligió la novela El sanador, de Antti Tuomainen, la cual, tras la lectura —con su mezcla de policial light incrustado en un contexto de CF postapocalítica light—, me dejó en un perfecto ni fu ni fa. Por esta razón, después, por mi cuenta, elegí leer esta novela de Rönkä, decisión a la que se plegaría el segundo grupo de lectura.

Formas de leer

Por Martín Cristal

Los amigos siempre creen que uno lee más de lo que realmente lee, y uno los deja creer eso. En la intimidad, en cambio, no tiene caso engañarse: aunque uno lee todo lo que puede, nunca lee todo lo que quisiera (no podría hacerlo de ningún modo).

Muchas veces he hecho planes para dedicarle más tiempo a la lectura, pero nunca se sostienen por más de dos meses. El motivo es uno sólo, siempre el mismo: la vida. (Conviene releer el cuento “El paraíso”, de Augusto Monterroso, incluido en Movimiento perpetuo [1972]). Por suerte es así: tampoco quisiera ser un ratón de biblioteca. A veces creo que lo que habría que lograr sería leer más rápido en el mismo tiempo diario que uno ya le destina a la lectura; sin embargo, a la larga, jugar este tipo de carreras tampoco tiene mucho sentido porque uno puede terminar como el chiste de Woody Allen: “Hice un curso de lectura rápida y leí Guerra y Paz en veinte minutos. Creo que decía algo sobre Rusia”.

allenlibros

Mi manera de leer fue cambiando a lo largo del tiempo. Cuando era un veinteañero recién estrenado, yo creía que un libro, si se empezaba, debía terminarse sí o sí. “¿Cómo juzgar un libro si no se lo ha leído íntegramente?”, decía yo. “Podría suceder que un libro con un comienzo malo mejore más adelante, o que la clave para entender el libro esté en el final”. También creía que no debían leerse dos libros a la vez; lo veía como una falta de respeto a ambos autores. El resultado de estas dos premisas fue que un libro que no me agradaba se eternizaba en mi mesa de luz esperando ser terminado y taponando la llegada de otros libros nuevos y buenos. Resultado: dejaba de leer. Esto también me hacía ser muy melindroso a la hora de elegir el siguiente libro, no fuera a pasarme lo mismo.

Ambas normas —ingenuas y supersticiosas, restrictivas sin objeto— fueron desgastándose hasta perderse: hoy puedo dejar un libro en cualquier parte de su lectura, y eso hace que tenga una pila de libros sin terminar, pasibles de ser retomados en cualquier momento. También leo varios libros a la vez: los gruesos, en casa; los livianos, van en la mochila y se leen en los tiempos muertos de la vida cotidiana (ómnibus, bares, salas de espera…), momentos que si bien no suelen ser extensos, ofrecen el valor de su regularidad: suman. El resultado es que leo muchísimo más, y que al favorecer con más lecturas el fortalecimiento de un gusto personal, aumentó la proporción de libros buenos.

Otra norma de lectura surgió al poco tiempo de empezar a escribir: me prohibí leer demasiados libros seguidos de un mismo autor, porque noté que enseguida estaba escribiendo a la manera de ese autor. Reconocí que una secuencia de lecturas surtida —distintos autores, de distintos países, de distintas épocas— oxigenaba mi creatividad. Entonces, aunque un autor me gustara, el siguiente libro tenía que ser de otro; podía volver al primer autor luego de un tiempo. A diferencia de las otras normas autoimpuestas, ésta fue totalmente necesaria en su momento, aunque a mi mayor seguridad actual le parezca un poco tonta.

Hoy reconozco dos tipos de lecturas: por placer y por saber. En las primeras creo que es totalmente válido abandonar el libro en cualquier momento si el placer —que es algo que uno puede reconocer rápidamente— no se manifiesta de acuerdo a nuestras expectativas. Quizás volvamos a él en otro momento, quizás nunca. En las lecturas por saber, en cambio, si el libro se vuelve un poco cuesta arriba, creo que uno como lector debe esforzarse y tratar de seguir adelante, puesto que el objetivo es otro: alcanzar un conocimiento que puede ser complejo. No hablo sólo de libros de estudio; uno puede leer el Ulises de Joyce por placer (en cuyo caso seguramente nueve de cada diez lectores lo dejará) o bien por saber, por aprehender el libro en tanto hito literario.

Para paladear cabalmente a un nuevo autor es muy importante descubrir por cuál puerta —por cuál libro— nos conviene entrar a su universo. La obra completa de un autor es un cosmos, una pequeña galaxia llena de estrellas: algunas centrales, otras periféricas; algunas brillantes, otras menos; posee planetas extraños, alguno inhabitable, alguno más hospitalario, otros que aún no han sido descubiertos… No da igual leer por primera vez a un autor entrando por su obra cumbre, que por la excéntrica, que por las de juventud, que por la póstuma. No es lo mismo “más famosa”, que “más influyente” o “mejor” (esto último exige declarar un criterio previo). No es lo mismo “iniciática” que “más representativa”, “de ruptura” o “de transición”. Nuestra percepción de ese autor y sus obras variará también de acuerdo al orden en que abordemos la lectura de esas obras. Para ello creo que no debemos hacer un ranking de las obras del autor que pretendemos leer, sino hacer un mapa: comprender sus interrelaciones, su posición relativa dentro de la obra total del autor.

Fuera de tratar de obtener esa información previa (para lo cual Internet puede resultar muy útil), y ser conciente de mis inclinaciones literarias para buscar libros que se acercan a los campos de mi interés (descartando otros que, aunque buenos en lo suyo, caen fuera de esas áreas —literarias, humanas— que me interesan), no me pongo otras restricciones a la hora de leer.

En general, hoy pienso que uno debe ponerse la menor cantidad posible de reglas para leer (esto descarta en primer lugar a las lecturas obligatorias de la escuela: no está bueno leer por obligación). Lo que conviene es alejarse de todo «deber ser» y expandir una espontaneidad libre de culpa a la hora de empezar, dejar, retomar, releer o demorarse en un libro.