La credulidad de Sancho

Por Martín Cristal

En el Capítulo XXXIII de la Segunda Parte, Sancho le explica a la duquesa cómo fue que se animó a engañar a don Quijote cuando éste le pidió que le llevara una carta a Dulcinea. Sancho dice que se atrevió a hacerlo porque


“…yo tengo á mi señor don Quijote por loco rematado […] Como yo tengo esto en el magín, me atrevo a hacerle creer lo que no lleva pies ni cabeza, como fué aquello de la respuesta de la carta…”.

Sin embargo, a juzgar por lo dicho en la Primera Parte, Sancho miente, o por lo menos se contradice. En el Capítulo XXV, cuando don Quijote le confiesa a Sancho que Dulcinea no es otra que la campesina Aldonza Lorenzo, Sancho no lo toma por loco al instante; por el contrario: aunque primero duda, al fin le dice “en todo tiene vuestra merced razón”; y más tarde (Capítulo XXVI), cuando Sancho les cuenta al cura y al barbero de la penitencia de su señor en la Sierra Morena, lo hace con total seriedad, creyéndose todo lo que cuenta —emperatrices, ínsulas, etcétera—, tal que sus dos oyentes “se admiraron de nuevo, considerando cuán vehemente había sido la locura de don Quijote, pues había llevado tras sí el juicio de aquel pobre hombre”.

Hasta ese momento, el simple de Sancho se lo creía todo de su amo y no sospechaba su locura. En los capítulos donde figura el diálogo del escudero y su amo sobre la carta en cuestión (XXX y XXXI de la Primera Parte), Sancho no engaña a don Quijote en tanto loco, sino como se engañaría —para evitar una reprimenda— a un amo cuerdo al que se ha desobedecido.

En aquel mismo episodio, Sancho iba tan creído como don Quijote respecto de las promesas que Dorotea le ha hecho acerca del reino de Micomicón y la ínsula que el escudero recibiría para su gobierno. Sancho no era parte del complot, sino víctima; él aún no tenía a su amo como un loco de remate. De esto se irá convenciendo poco a poco: comienza a dudar en el Capítulo XXXII de la Primera Parte; lo confirma totalmente en el Capítulo X de la Segunda (“este mi amo, por mil señales he visto que es un loco de atar”).

Así, en ese mismo capítulo y por primera vez, Sancho se anima a engañar a su señor en tanto loco, y lo convence de que una aldeana cualquiera es en realidad Dulcinea, sólo que el pobre caballero andante está encantado y no puede verla tal cual es. Cervantes invierte aquí el recurso del “encantamiento”. Esta inversión será dominante en toda la Segunda Parte.

Ahora bien: en el mismo Capítulo XXXIII del que empezamos hablando, Cervantes eleva el juego de los encantamientos al cuadrado. La duquesa revierte el engaño que Sancho había pergeñado en el Capítulo X, enfundándolo en otro mayor: le hace creer al escudero que él mismo fue encantado previamente con el fin de hacerle creer a don Quijote que estaba encantado y no podía ver a su señora Dulcinea… “El buen Sancho, pensando ser el engañador, es el engañado…”. Sancho acepta el embuste de la duquesa; de esta forma, aunque ya había confirmado la locura de su amo, Sancho sufre una regresión: se retracta (“ni creo yo que mi amo es tan loco…”), vuelve a creer en él y en sus delirios.

Cervantes logra que la credulidad de Sancho sea tan maleable como su desconfianza, y así se asegura que el escudero haga o deje de hacer todo lo que la historia necesite.

Judíos y moros en el Quijote

Por Martín Cristal

En el Capítulo VIII de la Segunda Parte, Sancho Panza opina que los historiadores deberían hablar bien de él en sus libros, ya que él es sin dudas un buen hombre; para probar esto, argumenta de un modo acorde a su lugar y época:


“…creo, firme y verdaderamente en Dios y en todo aquello que tiene y cree la santa Iglesia católica romana, y el ser enemigo mortal, como lo soy, de los judíos, debían los historiadores tener misericordia de mí, y tratarme bien en sus escritos…”.

Ya en el siglo XV España había sido barrida por Tomás de Torquemada (1420-1498) y la Santa Inquisición, la cual —a fines de ese mismo siglo— forzó a los judíos a abandonar el territorio español, si bien algunos permanecieron ocultando su origen bajo apellidos castizos. El Quijote, cuya acción transcurre a principios del siglo XVII, no contiene otra referencia a los judíos más que ésta.

En cambio, la obra sí menciona varias veces a los moros. La novela de Cervantes muestra claramente el conflicto entre moros y cristianos en el Capítulo XLI de la Primera Parte. Cuando el cautivo Ruy Pérez y los demás fugitivos de África desembarcan en territorio español, Zoraida y un renegado van vestidos como árabes; un joven cristiano se topa con ellos y “como él los vió en hábitos moros, pensó que todos los de la Berbería estaban sobre él, y […] comenzó a dar los mayores gritos del mundo, diciendo: —Moros, moros hay en la tierra; moros, moros, arma, arma”, llamando así a la defensa contra lo que el joven creía una invasión del enemigo.

Cervantes muestra respeto por la cultura árabe al elegir para su ficción a un integrante de esa cultura, el “sabio moro” Cide Hamete Benengeli, para que figure nada menos que en el papel de autor del manuscrito original; tampoco menoscaba la persona ni la belleza de Zoraida cuando la describe en el Capítulo XXXVII de la Primera Parte (si bien el personaje deberá convertirse a la fe de “Lela Marién”, la Virgen María), ni las de Ana Félix (mora cristiana también) en el capítulo LXIII de la Segunda.

A pesar de esto, son notables en el Quijote los prejuicios respecto de los moros, generalizaciones que corresponden con el odio católico de la época. “De los moros no se podía esperar verdad alguna, porque todos son embelecadores, falsarios y quimeristas”, se desconsuela don Quijote al enterarse que el autor de su historia es un moro (Capítulo III, Segunda Parte).

En el Capítulo LIV, Sancho se niega a ayudar a Ricote, un morisco que ha vuelto a España de incógnito para buscar su capital enterrado. Sancho le niega su ayuda a pesar de que Ricote es un ex vecino y de que ambos acaban de compartir su comida y vino en medio del campo: “…por parecerme haría traición á mi rey en dar favor á sus enemigos, no fuera contigo, si como me prometes doscientos escudos, me dieras aquí de contado cuatrocientos […] no quiero: conténtate que por mi no serás descubierto”. No delatarlo: eso es todo lo que Sancho está dispuesto a hacer por su ex vecino, a pesar de la alegría manifiesta del reencuentro.

A mi juicio, Cervantes no consigue que resulten verosímiles los argumentos con los que Ricote defiende la justicia del exilio morisco decretado por los reyes católicos: «…que me parece que fue inspiración divina la que movió a Su Majestad a poner en efecto tan gallarda resolución […], y no era bien criar la sierpe en el seno, teniendo los enemigos dentro de casa. Finalmente, con justa razón fuimos castigados con la pena del destierro…» [La exposición sigue sobre los dolores del exilio, más verosímiles]. Es Cervantes quien alaba al rey, no Ricote; habla el autor, no su personaje. Cervantes tampoco logra que yo le crea cuando el mismo personaje, al reaparecer en el Capítulo LXV, alaba la “heroica resolución del gran Felipe III”. Por momentos, Ricote habla como si se olvidara por completo de su propio origen (que es moro, por muy bautizado que esté). Me resulta inverosímil, sobre todo si se considera que sus interlocutores —como Sancho— no olvidan ese origen ni jamás lo aceptan del todo.

El dilema moral del loco lindo

Por Martín Cristal

Cuando don Antonio (en el Capítulo LXV de la Segunda Parte del Quijote) se entera de que la contienda con el Caballero de la Blanca Luna no ha sido más que un plan para curar a Quijano y devolverlo a La Mancha, exclama:


“¡Oh señor! […] Dios os perdone el agravio que habéis hecho a todo el mundo en querer volver cuerdo al más gracioso loco que hay en él”.

Los personajes secundarios de la novela pueden dividirse a uno y otro lado de esta exclamación, verdadera frontera de sus motivaciones. Unos —como el cura, el barbero o Sansón Carrasco— se preocupan por el hombre bajo la armadura, un ser “cuya locura y sandez mueve á que le tengamos lástima todos cuantos le conocemos”, tal como explica el bachiller en el mismo capítulo; en cambio, otros —como los duques o el mismo don Antonio— no se compadecen de Quijano: sólo piensan en la diversión que les proporciona su locura. Es notable el hecho de que los segundos suelen ser de un estrato social más alto que los primeros.

Sancho destaca en el grupo de los que sí se preocupan por Quijano en tanto hombre. Si el escudero llega al punto de no dudar acerca de que su amo está rematadamente loco, ¿por qué sigue aún a su lado?

Lo hace por amistad. En el capítulo XIII de la Segunda Parte, Sancho le confiesa a otro escudero que, para él, don Quijote…


“…tiene una alma como un cántaro; no sabe hacer mal á nadie, sino bien á todos, ni tiene malicia alguna: un niño le hará entender que es de noche en la mitad del día; y por esta sencillez le quiero como á las telas de mi corazón; y no me amaño a dejarle, por más disparates que haga”.

Ninguno de los personajes secundarios enfrenta a Quijano y su locura abiertamente; sólo lo hace un transeúnte barcelonés que lo reconoce —en el Capítulo LXII— y le dice: “Vuélvete, mentecato á tu casa, y déjate destas vaciedades que te carcomen el seso…”.

Por mi parte, como lector, la percepción que tengo de la locura de don Quijote queda bien resumida por el joven estudiante Lorenzo —hijo de Diego de Miranda—, cuando diagnostica (Cap. XVIII, Segunda Parte): “…es un entreverado loco lleno de lúcidos intervalos”. Ese “entreverado” de locura y lucidez me mantiene en equilibrio sobre la fina línea que divide a los demás personajes: mientras leo, quiero que la locura de don Quijote continúe para seguir divirtiéndome con ella; pero, al mismo tiempo, estimo cada vez más al personaje, tanto que lo escucho con atención en sus momentos de brillantez y, cuando al fin se cura, me conmuevo y me alegro por él. Esta alegría me dura sólo el tiempo que la Muerte le da a Quijano para decir sus últimas palabras. Que es muchísimo tiempo, porque es lo que duran en mí las últimas palabras de este gran libro después de haberlo cerrado.

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PD. Por supuesto, esto que sucede con don Quijote no pasa con todos los locos de la ficción…

El Quijote: un resumen

Por Martín Cristal

Ayer fue el segundo cumpleaños de El pez volador. Para celebrar, va de regalo un resumen del Quijote dedicado a todos los espíritus pragmáticos que llegan a este blog mediante los motores de búsqueda con palabras como «quijote«, «resumen» «síntesis» y «breve».

Miguel de Cervantes Saavedra es el autor de una novela llamada El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, la cual se publicó en dos partes: la primera en 1604, aunque el impresor consignó 1605, y la segunda en 1615. Dentro de esa obra, un narrador, cuyo nombre nunca se dice que sea Miguel de Cervantes Saavedra, contrata a un traductor anónimo para que vierta al castellano cierto texto escrito por el sabio árabe Cide Hamete Benengeli, quien a su vez lo había compuesto basándose en dos fuentes: ciertos “autores que de esto escriben” y la “memoria de la Mancha”, la cual registra muchos hechos famosos de un tal Alonso Quijano, un hidalgo que de tanto leer libros de caballería terminó loco, y quiso convertirse en caballero andante. Dos amigos de Quijano —un barbero que a veces usa barbas falsas y un cura amigo de Miguel de Cervantes—, quieren salvar al hidalgo de su locura y para ello queman muchos de sus libros; se salva de la hoguera uno titulado La Galatea, obra del género pastoril cuyo autor es Miguel de Cervantes Saavedra, escritor nacido en el siglo XVI que en el prólogo de la segunda parte de su novela más famosa, asegura que está a punto de acabar la segunda parte de otra obra suya: La Galatea. El mismo cura quemalibros leerá más tarde la Novela del curioso impertinente, texto que un ventero encontró en una valija olvidada; en esa misma valija se encontró también el manuscrito de la Novela de Rinconete y Cortadillo, obra que cierto autor español, Miguel de Cervantes Saavedra, publicó en 1613. Éste es el mismo Miguel de Cervantes que de joven fue soldado y estuvo preso durante un lustro en Argel; mucho después, a los 55 años de edad, se encontró preso nuevamente en España y, para matar el tiempo, escribió la primera parte de una novela que titularía El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Esta obra trata de la locura de uno que se cree caballero y de la necedad de quien le sirve de escudero, un tal Sancho Panza, aunque el cronista original (un moro) no siempre los sigue de cerca y cada tanto presenta ciertas digresiones y desvíos, como la Novela del curioso impertinente o el relato de Ruy Pérez de Viedma, un capitán que narra cómo logro escapar de su prisión de Argel, donde sufrió casi tanto como “un tal de Saavedra”, un soldado manco que allá conoció y de quien se dice que permaneció preso en África por cinco años, durante los cuales se especula que habría concebido —aunque no escrito todavía— una novela que más tarde sería considerada como la primera de concepción moderna en la literatura universal: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, cuya segunda parte sería publicada en 1614 por el licenciado Alonso Fernández de Avellaneda, natural de Tordesillas. No duró mucho el embuste de esta secuela falsa, porque ese largo seudónimo no alcanzaba para ocultar lo evidente: que el autor de esa segunda parte no era Miguel de Cervantes Saavedra, el genial creador de un loco caballero que —en la verdadera Segunda Parte, publicada por Cervantes un año después de la falsa— se entera de que se ha impreso la Primera Parte de sus aventuras, lo cual como caballero lo pone muy contento, aunque después, cuando conoce que también se imprimió en Tarragona una Segunda Parte falsa, se ofusca tanto como su escudero, Sancho Panza, quien también es difamado en esa obra apócrifa, por más que antes el señor Hamete Benengeli se había esmerado en detallar que a veces el escudero podía decir cosas discretas. Esos arrebatos sanchescos siempre le resultaron sospechosos al traductor anónimo de la historia, quien a veces se rehúsa a creer lo que traduce. Pero no por esto él debería dejar partes sin traducir, porque es un traductor y no un censor, y porque para algo le paga el “autor segundo desta historia”: le paga para que traduzca punto por punto lo escrito por Cide Hamete Benengeli, el “autor primero”, sabio moro que en su momento puso en boca de Sancho un nuevo apodo para su amo: el Caballero de la Triste Figura, que así llama el escudero a don Quijote de la Mancha, personaje principal de la novela cumbre de la lengua castellana, idioma en el que nunca son vertidos los epitafios mal conservados de los personajes, que Cide Hamete entregó a un académico para que dilucidase su sentido por conjeturas. Pero nada se supo del académico; y así sólo se tradujeron al castellano los pocos epitafios que el sabio moro pudo encontrar gracias a un médico. Entre esos epitafios está el de la bella Dulcinea del Toboso, bella dama que en realidad se llamaba Aldonza Lorenzo y no era más que una labradora de pelo en pecho, conocida de oídas por el escudero y jamás vista por el caballero cuyas andanzas recogió Cide Hamete; éste, para evitar que cualquier otro Fernández de Avellaneda, o quizás el mismo, intentara robarse de nuevo el personaje y la historia, terminó de narrar la muerte de Alonso Quijano y luego le pidió a su pluma que por favor no escribiera más ni se dejara usar por nadie, y que en especial se cuidara del licenciado tordesillesco, a quien debía insultar de arriba abajo si lo veía. Se aseguró así Benengeli de que la historia de don Quijote quedase irremisiblemente terminada, agregando además que si él no había querido decir de qué villa era don Quijote, lo había hecho para que todas las villas de la Mancha se lo disputasen, y que por eso dijo desde un principio que el pobre loco aquel era de un lugar de la Mancha de cuyo nombre él —Cide Hamete— no quería acordarse. Y si todos nos acordamos de esa primera línea aun sin entenderla del todo, eso es porque El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes Saavedra (cuya cuna también se disputaron varias ciudades de España y cuyo nombre, edad y heridas de guerra fueron menospreciados por el falsario de Tordesillas, a quien casi nadie recuerda ya), es una obra memorable, tal como tú, prudente letor, comprobarías si intentaras leerla directamente de sus páginas en lugar de leer estos resúmenes, que al fin y al cabo nunca se sabe muy bien por quién fueron escritos ni con qué intenciones.

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Don Quijote versus Don Quijote

Por Martín Cristal

Sobre el final de la Primera Parte del Quijote, Cervantes adelantó que la siguiente excursión de su personaje tendría como destino Zaragoza. Como es sabido, a partir de ese dato el licenciado Alonso Fernández de Avellaneda fraguó una Segunda Parte apócrifa del Quijote, en 1614. Fue un primitivo robo de propiedad intelectual (antes de que ésta fuera inventada).

Cervantes se venga en su Segunda Parte —la verdadera—, la cual publica al año siguiente; no para de criticar al Quijote falso hasta el mismísimo capítulo final de la novela. Hay ejemplos de esto en el Capítulo LIX (en el que don Quijote decide no ir jamás a Zaragoza: «…y así sacaré a la plaza del mundo la mentira dese historiador moderno, y echarán de ver las gentes, como yo no soy el don Quijote que él dice»); y también en los capítulos LXII y LXX.

El combate de los dos Quijotes

Cervantes llega al punto de introducir en su Quijote personajes del Quijote falso. En el Capítulo LXXII aparece un tal Álvaro Tarfe; al verlo, don Quijote dice de él: “cuando yo hojeé aquel libro de la segunda parte de mi historia, me parece que de pasada topé allí este nombre de don Álvaro Tarfe”.

En efecto, se trata de ese mismo Tarfe, el cual declara más tarde que él conoció en persona al don Quijote que protagoniza el libro de Avellaneda: “fue grandísimo amigo mío”, dice. Sancho y don Quijote le explican que eso no puede ser; le revelan que los verdaderos héroes son ellos (“yo no soy el don Quijote impreso en la segunda parte, ni este Sancho Panza mi escudero es aquel que vuestra merced conoció”). Tarfe, sin más pruebas que las buenas maneras y el lenguaje con que se dirigen a él, les cree y termina declarando (¡ante escribano público!) “como [él, Tarfe] no conocía a don Quijote, que estaba allí presente; y que no era aquel que andaba impreso” en la obra del licenciado de Tordesillas.

La idea es simpatiquísima: tenemos a un personaje del Quijote apócrifo que está dispuesto a testimoniar la falsedad de aquella obra que le dio cuna, así como la verdad del personaje central de Cervantes. Tarfe es un personaje que traiciona a su autor, se evade de su novela y se pasa al bando de Cervantes por artificio de éste.

Más divertida aún es otra idea que se desprende de la anterior: tal vez sin querer, al incluir en la trama al personaje “don Quijote” del licenciado de Tordesillas, Cervantes lo subió al mismo plano de realidad que su propio don Quijote. Hasta este punto de la novela, el “falso don Quijote” estaba en un plano inferior que el don Quijote original: no cumplía otro rol que el de ser el personaje de una novela leída por algunos personajes de la novela de Cervantes (tal como Anselmo o Lotario lo son en la Novela del curioso impertinente; I, 23). Pero si al don Quijote de Cervantes se le permite encontrarse con Álvaro Tarfe; y si Tarfe asegura haber conocido al otro don Quijote, al falso; entonces, por carácter transitivo, los tres están en el mismo plano de realidad. Esto permitiría suponer que mientras nuestro don Quijote andaba por los caminos de España, había alguien que cabalgaba por las mismas tierras haciéndose pasar por él. Cierto: Álvaro Tarfe ha jurado que el otro don Quijote es un impostor y que el verdadero es el de Cervantes; pero ha declarado la falsedad del otro, no su inexistencia, aun cuando luego él quiera creer que todo lo que vio y pasó fue obra de un encantamiento.

Dicho encantamiento no sería plausible. En la Odisea, por ejemplo, cuando Homero nos dice que Palas Atenea transfiguró temporalmente a Ulises en un anciano para que nadie lo reconociera al regresar a Ítaca, aceptamos ese encantamiento —al igual que los otros que pueblan la obra— porque ninguno de los personajes ni el narrador niega o pone en duda la posibilidad de esa magia; así queda establecido que la magia divina es un hecho corriente en el cosmos del relato homérico. En cambio, en el Quijote, aunque se habla de encantamientos aquí y allá, no podemos creer en ninguno de ellos porque siempre hay personajes que no creen en esa magia, la niegan o la ponen en duda —cuando de plano no la descarta el propio narrador al indicarnos que todo es un artificio—; los lectores siempre sabemos que todos los encantamientos no son más que autoengaños de don Quijote, o «industrias» de terceros. Así, aunque Tarfe pueda creer que el pasado que recuerda es obra de un encantamiento, los lectores no podemos aceptar esa versión, porque eso sería creer que éste es un encantamiento verdadero, el único en toda la novela de Cervantes (y por ende, deberíamos creer además en la existencia del mentado encantador, y de un móvil para sus actos mágicos…).

Lo divertido del asunto es que podríamos imaginar un azaroso encuentro entre don Quijote y su émulo. ¿Quién estaría más loco: el loco famoso o el impostor que se hace pasar por ese mismo loco famoso? ¿Qué diálogo y qué picnic departirían los dos escuderos? Y si batallaran los caballeros, ¿quién vencería? Yo quisiera que el de Cervantes, porque me cae mejor su tierna demencia que la impostura del otro.

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Imprecisiones del Quijote

Borges y el Quijote: un error
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Don Quijote en Nueva York

Por Martín Cristal

Teoría I (de Brooklyn a La Mancha)

Sobre el final del Capítulo VIII de la Primera Parte del Quijote, da comienzo el delicioso entretejido de las categorías de autor, narrador y personajes, juego de espejos que, junto con otras maravillas, contribuyó a la fama de la obra maestra de Cervantes.

Paul Auster revisita este procedimiento en Ciudad de cristal (City of Glass, 1985). Esta novela integra la Trilogía de Nueva York, obra donde Auster replica ese mismo juego de espejos hasta lo inextricable, convirtiéndolo en uno de sus encantos principales. En la trilogía de Auster hay nombres que se repiten pero que no necesariamente designan a los mismos personajes. Hay personajes que escriben con seudónimos y luego asumen falsas identidades; hay intercambios, duplicidades, nombres de la vida real —el del autor, el de su hijo— intercalados entre los de la ficción, y también nombres de la ficción que refieren a otras obras de ficción (William Wilson, por ejemplo, referencia literaria que cae como anillo al dedo para esta clase de juegos con la identidad).

El interés de Auster en el Quijote se explicita en el décimo capítulo de su novela: en él, un personaje que es escritor, vive en Nueva York y se llama Paul Auster, desarrolla una teoría personal para explicar quién sería el autor del “libro dentro del libro” de Cervantes. «Auster» se lo explica con tranquilidad al personaje principal, Daniel Quinn, que ha venido a visitarlo a su propia casa.

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Según “Auster”, don Quijote no está loco, sino que se hace pasar por loco; su objetivo es engañar a Sancho, único testigo posible de todas sus andanzas; éste, analfabeto, no puede escribirlas, pero sí puede contárselas al barbero y al cura; a su vez, ellos la escribirán en castellano y le darán el texto a Simón Carrasco (sic; Auster debió decir Sansón Carrasco), el bachiller de Salamanca, quien las traducirá al árabe para que luego Cervantes encuentre ese manuscrito en Toledo, firmado por un inexistente Cide Hamete Benengeli… Cervantes lo mandará traducir al castellano y luego escribirá la historia de El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha. Es así como Quijano —siempre preocupado por la posteridad de sus andanzas— consigue que alguien escriba sus aventuras. Según Auster, el motivo por el que este “Cuarteto Benengeli” se tomaría tantas molestias es hacer que Quijano llegue a leer su propia historia y, de esa forma, enfrentándolo a lo absurdo de sus actos, lograr sacarlo de su locura.

No hay testigos permanentes

Sin embargo, en la novela de Cervantes, hay un momento en el que don Quijote queda solo y desnudo, haciendo una penitencia en medio de la Sierra Morena (Capítulo XXVI de la Primera Parte). Para dar cuenta de su actividad en solitario, el capítulo arranca afirmando: “dice la historia, que…”.

¿Quién habría recogido esa historia? Aquí fallaría la teoría de Paul Auster: Sancho no siempre acompaña a su amo. El único testimonio de los actos de don Quijote en la sierra son los versos que él dejó escritos en la corteza de algunos árboles. Por lo demás, dentro de la narración, ¿qué personaje podría conocer y referir lo hecho —y, más aún, lo pensado— por don Quijote cuando queda solo, si él mismo nunca se lo cuenta a nadie? En la Segunda Parte (Capítulo LXVIII) hay una situación similar: es de noche y Sancho duerme; don Quijote se pone a cantar junto a unos árboles, esta vez incluso sin escribir los versos en sus cortezas. Nadie lo ve… ¿quién recoge esa historia?

Cervantes es consciente de este tipo de problemas, y los arregla con un oportuno comentario de Sancho en el Capítulo II de la Segunda Parte. Sancho le informa a don Quijote que Sansón Carrasco, bachiller de Salamanca, le ha contado que:

“…andaba ya en libros la historia de vuesa merced, con nombre del Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha; y dice que me mientan á mí en ella con mi mismo nombre de Sancho Panza, y á la señora Dulcinea del Toboso, con otras cosas que pasamos nosotros á solas, que me hice cruces de espantado, cómo las pudo saber el historiador que las escribió”.

Con este asombro de los personajes que se leen a sí mismos se asume y se salva el problema de quién recogió esos sucesos que ellos vivieron a solas. Es la forma que encuentra Cervantes para hacernos ver a sus lectores que el asunto no se le ha pasado por alto. En vez de corregir aquellos otros episodios, aumenta la maravilla del texto al ponerlos él mismo en duda, en este comentario de Sancho.

Federico Jeanmaire, en su libro Una lectura del Quijote (Seix Barral, 2004), destaca un fragmento del Capítulo XLVIII de la Segunda Parte donde pasa algo similar: “Aquí hace Cide Hamete un paréntesis, y dice que por Mahoma que diera por ver ir a los dos así asidos y trabados desde la puerta al lecho…” (se refiere a don Quijote y a la dueña Rodríguez). Al respecto, dice Jeanmaire (pp. 213-214):


“Cualquiera daría lo mejor que tiene por haber visto la escena. El problema no es ése. No. El problema reside en que Benengeli es el único que aparentemente
ve todas las escenas que narra. Aquí parece que no es así, que el abismo del sistema narrativo se hace todavía más complejo, que incluso puede haber un narrador anterior al moro, y el moro sólo sea el primer eslabón en la larguísima cadena de copistas de la historia. […] La cadena de narradores tiende a la infinitud a partir de este extraño paréntesis de Cide Hamete. […] Otra maravilla. Una más. Y que, en tres líneas termina clausurando el posible conflicto que hubiese podido quedar abierto entre algún lector por demás exigente y su particular lectura de la omnisciencia narrativa del libro”.

Creo que es cierto lo que afirma Jeanmaire respecto de la existencia de una “cadena de narradores”: para comprobarlo basta con recordar que el narrador del primer capítulo establece que no es él solo sino muchos los autores que han escrito sobre don Quijote de la Mancha (las negritas son mías):


“Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada, ó Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que de este caso escriben) aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba Quijana.”

Los autores que de este caso escriben”: plural. Efectivamente, Cide Hamete no sería el primero en escribir sobre don Quijote. El moro consulta otras fuentes, además de recurrir a «las memorias de la Mancha», como se ve en el Capítulo LII de la Primera Parte:


“Pero el autor desta historia, puesto que con curiosidad y diligencia ha buscado los hechos que don Quijote hizo en su tercera salida, no ha podido hallar noticia de ellos, á lo menos por escrituras auténticas; sólo la fama ha guardado en las memorias de la Mancha, que don Quijote, la tercera vez que salió de su casa, fué á Zaragoza…”.

Esas “memorias”, que son depositarias de las acciones de don Quijote inhallables en los documentos escritos, podrían justificar la expresión “dice la historia, que…”, con la que se da cuenta de los momentos de soledad de don Quijote en la Sierra Morena.

El narrador dice: «el autor desta historia». No es casual que en Ciudad de cristal, Paul Auster también utilice el recurso de referirse alguna vez a “el autor de esta obra” así, en tercera persona: es otro cruce con Cervantes. También lo es que Daniel Quinn, el personaje principal de la novela de Auster, lleve las mismas iniciales que Don Quijote…

Teoría II (de Córdoba a Brooklyn)

En la Segunda Parte del Quijote, Cervantes va entretejiendo cada vez más estrechamente la ficción con la realidad. ¿No sería divertido especular que el Quijote falso de 1614 no fue compuesto por un tal Alonso Fernández de Avellaneda, sino que también fue obra del mismo Cervantes, quien lo habría compuesto —o encargado a un ghostwriter— y luego publicado con seudónimo para enriquecer su propio juego de “fantasía y realidad” por el lado de la realidad? Dice Paul Auster en Ciudad de cristal: “después de todo, el libro [el verdadero Quijote] es un ataque a los peligros de la simulación”. De ser así, ¿no perfeccionaba Cervantes la demostración de esa tesis haciéndose pasar como víctima de una simulación que pretendía robarle su propia creación, el Quijote? Además, el ardid también hubiera funcionado como promoción para la verdadera Segunda Parte de Cervantes, donde éste podría resarcirse de sus propios insultos, enalteciendo su honor al contestarse a sí mismo en el prólogo…

Es poco probable, lo sabemos. Lo único seguro al respecto es que a cierto escritor de Nueva York, esa posibilidad le encantaría.

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Don Quijote
versus Don Quijote

Imprecisiones del
Quijote

Borges y el Quijote: un error
Borges y el Quijote: una solución

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El viaje de la vida

Por Martín Cristal

En “Los cuatro ciclos” (El oro de los tigres, 1972), Borges apunta cuatro historias que, transformadas, el hombre contará siempre: 1) La batalla, cuyo ejemplo es la Ilíada; 2) el viaje, cuyo modelo es la Odisea; 3) la búsqueda, que puede ser una variación del viaje y presenta muchos casos célebres, como la del Santo Grial o la de Moby Dick; 4) el sacrificio de un Dios. Borges quiere ser contundente al seleccionar sólo estos cuatro grandes temas, si bien es sabido que éstos se integran en una lista —apenas más larga— de “temas recurrentes” de la humanidad: los llamados tópicos.

Entre esos tópicos, uno de los que más me interesa es “el viaje de la vida” (peregrinatio vitae), tema de aquellas obras narrativas que —como todas las road movies, por ejemplo— se aproximan a la comprensión de la vida humana mediante la metáfora del viaje. Me interesa en particular un momento crucial de todo viaje: el regreso.

Nadie vuelve

Si el modelo insoslayable de este tópico es la Odisea, habrá que empezar recordando a Ulises, para quien la vuelta a Ítaca es su máximo afán:


Deseo y anhelo continuamente irme a mi casa y ver lucir el día de mi vuelta. Y si alguno de los dioses quisiera aniquilarme en el vinoso Ponto, lo sufriré con el ánimo que llena mi pecho y tan paciente es para los dolores, pues he padecido mucho en el mar como en la guerra; y venga este mal tras de los otros.

(Odisea, V)

Ulises se propone resistir a todo con tal de volver a su isla… pero, ya en sus costas, descubrirá que las cosas han cambiado. Así todos los viajeros después de él: nadie vuelve. Todos vamos, aunque las tierras de nuestro futuro se llamen igual que las de nuestro pasado. Y es que entre nuestra partida y nuestro regreso no media tanto el espacio como el tiempo, que altera a lugares y viajeros por igual. Si nadie se baña dos veces en el mismo río, entonces nadie vuelve a la ciudad de la que partió alguna vez.

En su Diario argentino (1967), Witold Gombrowicz consigna —después de haber vivido 24 años en Buenos Aires—, mientras su barco se aleja de la Argentina:


Sí, el pasado se puede amar desde lejos, cuando uno se aleja no sólo en el tiempo sino también en el espacio… Me veo secuestrado, sometido al proceso interrumpido del distanciamiento, de la separación, y, en ese alejamiento, consumido por la pasión del amor hacia eso que se va alejando de mí: la Argentina, ¿el pasado o el país?

En el caso de Gombrowicz, el regreso es a Europa, pero su reflexión respecto de esa Argentina que deja es aplicable a todo desplazamiento: apenas dejo un lugar, lo confino en una época. La tierra que dejo atrás es el pasado. Y aunque siga informándome sobre esa tierra lejana, de lo que sucede en ella, todas las noticias que tenga las imaginaré conforme a mi recuerdo de aquel lugar. Sólo si vuelvo a Ítaca, descubriré cuán poco se parece ahora a Ítaca: la belleza de Penélope no está del todo intacta; la isla está llena de enemigos; muchos de mis sirvientes ya no me son fieles; las reservas del reino han mermado; mi perro está viejo y no sobrevive a la emoción de volver a verme…

La de Ulises es una vuelta trabajosa, pero feliz; su contracara es la vuelta de Agamenón: su mujer lo ha engañado, y junto con su amante lo matarán cuando vuelva de Troya. Aunque los regresos —que se definen por lo geográfico, la “vuelta al punto de partida”— son el cierre natural de éstas y otras historias, confiriéndoles todos los beneficios de un ciclo completo, en lo biográfico nunca son un verdadero cierre, porque la vida del viajero continúa. Así, los segmentos posteriores de ese continuo vital también podrán tomarse para forjar otras historias: Electra, la hija de Agamenón, clamará por una venganza que Orestes llevará a cabo más adelante (Sófocles, Electra); y Ulises recuperará su reino pero volverá a hacerse a la mar, tal como lo dicta la imaginación de Dante: en el Infierno, el propio Ulises nos contará que murió por navegar más allá de las columnas de Hércules —en Gibraltar—, las que con su advertencia Non plus ultra prohibían salir a mar abierto (como curiosidad: esta muerte contradice lo que Tiresias vaticinó cuando Ulises buscó su consejo en el Hades —Odisea, XI, 100-140—: “Te vendrá más adelante y lejos del mar muy suave muerte, que te quitará la vida cuando ya estés abrumado por placentera vejez; y a tu alrededor los ciudadanos serán dichosos”).

Diarios de motocicleta (Walter Salles, 2004) narra el primer viaje del Che Guevara por Latinoamérica. El viajero vuelve cambiado por el viaje. El sentido de ese cambio marcará el resto de su vida; volverá a salir para tratar de ser él
quien cambie al mundo.

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Estar de vuelta

Entre nosotros, “estar de vuelta” es haber acumulado cierta experiencia. Martín Fierro se asume más sabio en la Vuelta que en la Ida (y por eso se dedida a darnos más consejos…). En la expresión “cuando vos vas, yo ya fui y volví”, es el regreso el que certifica esa mayor experiencia de quien habla respecto de su interlocutor.

Y es que el motivo secreto de todo viaje es ir en busca de experiencia. Aunque el motivo declarado de Ulises sea combatir en Troya, en su itinerario no perderá ninguna oportunidad de tener nuevas experiencias, especialmente de regreso, como bien lo ejemplifica el episodio de las sirenas: Ulises se ata al mástil sin ponerse cera en los oídos porque quiere escuchar ese canto que pierde a los hombres.

Experiencia: salir a buscarla, vagar on the road y traerla de vuelta a casa, quizás para poder contársela a los coterráneos… Hermoso anhelo, salvo que: no hay regresos, nadie vuelve. El viajero será otro, su tierra será distinta y sus coterráneos también habrán cambiado, ya que la vida ofrece lecciones tanto a José, que salió de viaje, como a Juan, que nunca se fue de casa. En tal sentido, el Tao Te Ching nos sugiere:


Sin salir de casa
se puede conocer el mundo.
Sin mirar por la ventana
puede verse el cielo del
Tao.
Cuanto más lejos se mira, menos se aprende.
Por ello el sabio
no anda y llega,
no contempla y comprende,
no obra y realiza.

El recogimiento, la “vuelta” hacia nuestro interior, es la manera en que Lao-Tsé propone que debe conocerse el mundo. ¿Puede imaginarse un consejo más sabio? Y sin embargo, los viajeros aran los caminos del planeta. Dan la vuelta al mundo y vuelven, perplejos como Walt Whitman en “Facing West From California’s Shores” (de Hojas de hierba):


Habiendo errado mucho tiempo, habiendo errado alrededor de la tierra
Ahora alegre y feliz miro mi antigua casa.
(Pero, ¿adónde está lo que busco desde hace tanto tiempo?
¿Y por qué todavía no lo encontré?)

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Long having wander’d since, round the earth having wander’d
Now I face home again, very pleased and joyous
(but where is what I started for so long ago?
And why is yet unfound?)

…o desencantados a su colina como el “Jonathan Houghton” de Edgar Lee Masters (en su maravillosa Antología de Spoon River):


…y el niño mira a las nubes que navegan
y siente un deseo de algo, de algo,
de algo que él no sabe qué es:
¡ser mayor, vivir, el mundo desconocido!
Pasaron después treinta años,
y el niño volvió gastado por la vida
y encontró que el huerto no estaba,
que el bosque había desaparecido,
que la casa tenía otro dueño,
que la carretera estaba llena del polvo de los coches…
y que él anhelaba la Colina.

…o se convencen, como el joven Werther, de que en el punto de partida se encuentra aquello que salieron a buscar por el mundo:


Me apresuré a ir y regresé sin haber encontrado lo que estaba buscando. […] Es así como el más errante vagabundo anhela volver finalmente a su lugar de partida, y encuentra en su casa, en el seno de su amada, junto a sus hijos y en su afán de mantenerlos, la satisfacción que infructuosamente había buscado por el mundo.

¿Cómo volver?

El consejo del Tao es sabio, pero ¿cómo pedirle tanta sabiduría al hombre que quiere partir, cómo pedirle que desista de ese deseo, si quien le reclama salir a buscar experiencia es su propia inmadurez? El hombre no desistirá, porque quiere ese premio que justificará por sí sólo cualquier periplo. De ahí que Cavafis nos recomiende que, si vamos a Ítaca, pidamos “que el camino sea largo / lleno de aventuras, lleno de experiencias.” La madurez ganada por el viajero deberá ayudarlo a paliar su desencanto en la vuelta:


[…]

Ítaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.

Aunque la halles pobre, Ítaca no te ha engañado.
Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,
entenderás ya qué significan las Ítacas.

[“Ítaca”, 1911]

Cavafis también nos advierte que nuestro destino, nuestra esencia, no variará en función de irnos a vivir a otra parte; lo hace en otro poema, “La ciudad”. Pedro Bádenas —en la antología de Cavafis editada por Alianza— anota que esos versos coinciden con el sentido de uno de Horacio: Caelum non animum mutant qui trans mare currunt, “quienes surcan la mar mudan de cielo, no de alma” (Cartas, I, 11, 27). El cual también resuena indirectamente en un fragmento de Bajo el volcán, de Malcolm Lowry: “…me veo como un gran explorador que ha descubierto un país extraordinario del que jamás podrá regresar para darlo a conocer al mundo: porque el nombre de esta tierra es el Infierno. Claro que no está en México, sino en el corazón”.

Así, aunque el viaje modifique al viajero, siempre habrá cargas que él llevará dentro suyo adonde sea que vaya. Fue para señalar la inmutabilidad de esos componentes personales que elegí como epígrafe para mi Mapamundi (2005) el estribillo de una canción de Spinetta: “y esto será siempre así, quedándote o yéndote”.

Si toda partida implica preparativos, también habría que prepararse para volver. Pero, ¿cuál es la fórmula del buen volver? ¿Será la de haber logrado trastocar los términos de «Naranjo en flor«, para reordenarlos así: Primero hay que saber partir / después andar / después sufrir / y al fin amar sin pensamientos? ¿Cómo volver? ¿Más sabio, más sosegado, más desencantado, más pobre, más cansado, más exitoso…?

Sancho Panza nos da una pista cuando él y su amo regresan a la Mancha (Quijote, II, 72):


…descubrieron su aldea, la cual vista de Sancho, se hincó de rodillas y dijo: —Abre los ojos, deseada patria, y mira que vuelve a ti Sancho Panza tu hijo, sino muy rico, muy bien azotado. Abre los brazos, y recibe también a tu hijo don Quijote, que si viene vencido de los brazos ajenos, viene vencedor de sí mismo; que, según él me ha dicho, es el mayor vencimiento que desearse puede.

Ésta es la verdadera victoria de quien regresa a casa: volver vencedor de sí mismo, con la experiencia suficiente para entender que volver significa seguir yendo. Un camino distinto al del Tao, pero que, para muchos de nosotros, ha valido la pena salir a recorrer.

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Imprecisiones del Quijote: cualquiera se equivoca…

Por Martín Cristal

El miedo a equivocarse paraliza a muchos de los que desean escribir. ¿Afirmar tal o cual cosa, y luego descubrir que estoy equivocado? Un error, un horror.

Sin querer justificar aquí las burradas que a veces uno lee (o escribe), creo que viene bien descubrir que los grandes autores también se equivocan de vez en cuando, para así tranquilizarnos un poco al respecto. Si hasta ellos se equivocan, ¿por qué no habría de errar uno?

En un artículo anterior señalamos una imprecisión de Borges al evocar el Capítulo 6 del Quijote; un mismo error que aparece en dos textos de Borges, cuyas publicaciones difieren en treinta años. Aquí recordaremos algunas imprecisiones (muy transitadas y discutidas por los estudiosos) del propio Quijote.

En el gran libro de Cervantes abundan las inconsistencias respecto de la línea temporal del argumento. A modo de ejemplo: en el Capítulo 36 de la Segunda Parte, aparece una carta de Sancho a su mujer (llamada aquí Teresa Panza, a pesar de que antes, en el Capítulo LII de la Primera Parte, el autor la había bautizado Juana; ésta es otra imprecisión famosa). Esta carta de Sancho a su esposa lleva una fecha imposible: 20 de julio de 1614, es decir, la fecha en que Cervantes se encontraba escribiendo el libro, y no la fecha en que Sancho escribía esa carta en la novela, momento necesariamente muy anterior al año 1614. En Una lectura del Quijote, Federico Jeanmaire —quien no se resigna a que esto sea lisa y llanamente un descuido— presenta una interesante teoría respecto de las razones que podrían haber llevado a Cervantes a elegir esa fecha para la carta del escudero. Por el contrario, la edición anotada que publicó la RAE por el cuarto centenario del Quijote (Alfaguara) detalla este asunto y prefiere asumir que Cervantes no prestó ninguna atención a la cronología de la acción en su obra. Se aclara ahí mismo, quizás para salvar el honor del autor, que era común no atender a este “detalle” en las obras de aquella época.

Otro caso: se sabe también que Cervantes, en la corrección que hizo al reimprimirse el libro en 1608, reubicó el robo del burro de Sancho (que no es negro ni marrón, como muchos lo han pintado, sino rucio: “de color pardo claro, blanquecino o canoso”) por parte del delincuente Ginés de Pasamonte en el Capítulo 23 de la Primera Parte. Sin embargo, al cambiar ese hecho de lugar, Cervantes olvidó corregir varias de sus consecuencias posteriores, de manera que en los capítulos subsecuentes generó una serie de inconsistencias: son muchos los puntos de la historia donde Sancho debería seguir andando a pie, pero Cervantes se olvida de su enmienda y del robo, y le permite al escudero seguir a lomo de burro.

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Estas inconsistencias cesan en el Capítulo 30, cuando Sancho recupera su adorado burro, líneas que también agregó Cervantes en la reimpresión de 1608.

En el Capítulo 3 de la Segunda Parte del libro, los personajes comentan éste y otros errores de Cervantes. En ese capítulo los personajes del Quijote toman conciencia de participar como tales en la Primera Parte.

En efecto, en la Segunda Parte del Quijote, varios de sus personajes ya han leído la Primera; son ahora lectores del Quijote. Digamos de paso que Borges también señala este hecho en “Magias parciales del Quijote” (Otras inquisiciones, 1952) y luego destaca inclusiones similares en otros clásicos de la literatura. El ensayo culmina bellamente. Así:

“¿Por qué nos inquieta que el mapa esté incluido en el mapa y las mil y una noches en el libro Las mil y una noches? ¿Por qué nos inquieta que don Quijote sea lector de Don Quijote y Hamlet espectador de Hamlet? Creo haber dado con la causa: […] si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros […] podemos ser ficticios”.

En este mismo Capítulo 3, el bachiller Sansón Carrasco, entre alabanzas a la novela de Cervantes, comenta también las críticas que se le han hecho; una de ellas se refiere a la equivocación respecto del robo del burro de Sancho. Más adelante, en el Capítulo 27, Cervantes indica que ese desliz fue “por culpa de los impresores”, lo cual “ha dado en qué entender á muchos, que atribuían á poca memoria del autor la falta de emprenta”. En el suplemento Babelia (edición internacional del diario El País del 25/11/06) apareció la reseña del libro El texto del Quijote. Preliminares a una ecdótica del Siglo de Oro, de Francisco Rico (Ed. Destino, 2006), donde se describe el engorroso proceso de impresión de la época. Éste justificaría muchos errores y omisiones importantes.

Respecto de estos deslices de Cervantes y, sobre todo, de los errores del impresor, cabe agregar que la Real Academia Española enmendó todos o muchos de ellos en la versión del Quijote que publicó en 1780, aunque según Luis Ricardo Fors no lo hizo acertadamente en todos los casos. Ni siquiera quienes lo corrigen todo están exentos de cometer errores.

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Ver además:
Don Quijote versus Don Quijote
Don Quijote en Nueva York

Borges y el Quijote: un error
Borges y el Quijote: una solución

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Borges y el Quijote (II): una solución

Por Martín Cristal

En el Capítulo 47 de la Primera Parte, la ventera, su hija y la criada, para reírse de don Quijote, fingen llorar de tristeza por la partida de éste. Don Quijote las consuela con un discurso de despedida en el que, entre otras cosas, dice: “Perdonadme, hermosas damas, si algún desaguisado por descuido mío os he fecho, que de voluntad y á sabiendas jamás le di á nadie”.

Resulta interesante esta declaración para revisar bajo su luz una de las conjeturas que Jorge Luis Borges presenta en su texto “Un problema” (El hacedor, 1960). En él, Borges trata de responder la pregunta: ¿Cómo reaccionaría don Quijote si descubriera, luego de uno de sus combates, que ha dado muerte a un hombre?

Sin considerar la teoría oriental con que cierra el texto —una del tipo “todo es ilusorio en el universo”, la cual es demasiado distante y amplia como para ajustarse al problema planteado porque bien podría ajustarse a cualquier otro—, Borges propone antes otras tres respuestas, a saber:

  • a) Don Quijote ha matado a un hombre, pero nada le ocurre porque “haber matado a un hombre no tiene por qué perturbar a quien se bate, o cree batirse, con endriagos y encantadores”.
  • b) Don Quijote ha matado a un hombre; “ver la muerte, comprender que un sueño lo ha llevado a la culpa de Caín, lo despierta de su consentida locura para siempre”.
  • c) Don Quijote ha matado a un hombre; luego “no puede admitir que el acto tremendo es obra de un delirio; la realidad del efecto le hace presuponer una pareja realidad de la causa y don Quijote no saldrá nunca de su locura”.

Dice Borges que, entre las respuestas que propone, (c) es la más verosímil; a mi juicio, (c) tiene cierto efecto literario, pero no es la opción más creíble, sino todo lo contrario. Mis pensamientos sobre cada respuesta son los que siguen.

Caso a

El caso (a) podría darse si la locura del Quijote fuera tan poderosa que él resultase inconmovible ante la muerte violenta de un hombre (del mismo modo en que un desequilibrado asesino serial sigue matando, imperturbable, aun luego de ver morir a su primera víctima). Si así fuera, don Quijote creería haber actuado en sus cabales y haber matado con justicia: nada de qué arrepentirse porque, aunque habría matado de verdad, lo habría hecho dentro de una ilusión de justicia caballeresca que en su mente todavía seguiría proyectándose. Don Quijote no sospecharía su locura; no se produciría ningún shock. El caso es verosímil.

Rompamos el orden alfabético: antes de ver el caso (b), pasemos al (c).

 

Caso c

Entiendo que, tal como la plantea Borges, (c) no es más que una variante ampliada de (a), salvo que esa ampliación implica un par de defectos que la imposibilitan. Según Borges, al ver el cadáver, don Quijote podría pensar: “¡He matado a un hombre! Ahí está el muerto: lo veo, lo toco, lo huelo… ¡Lo he matado de verdad! Su muerte es real, por lo tanto no puede ser obra y producto de un delirio mío. No, no: las razones para esta muerte, como todo lo demás —mi corcel, mi yelmo, mi condición de caballero—, tienen que ser reales desde el comienzo…”. Así don Quijote confirmaría el mundo de su locura como real, y quedaría preso en ese mundo para siempre. Opción en principio atractiva, pero que presenta los siguientes defectos:

Primer defecto: La única oportunidad de que don Quijote hiciera un proceso como el anterior, sería que intuyera de antemano la posibilidad de su delirio, que de algún modo se barruntara la locura que domina sus actos. Esto, sabemos, no ocurre ni una sola vez durante sus andanzas. Sólo sucederá entre la fiebre y las sábanas de su cama, en el último capítulo; antes de eso, don Quijote jamás sospecha de su propia locura, y así Rocinante es siempre un bravo corcel, una bacía de hojalata es siempre el yelmo de Mambrino y él mismo, siempre un caballero andante que, si mata a un hombre, lo hace porque debe hacerlo, por las razones de caballería que sean.

Si don Quijote no sospecha jamás de su delirio, si no detecta su posibilidad, ¿cómo podría admitir o no admitir que dicho delirio sea el origen de su “acto tremendo”? Admitir es reconocer algo que ya sabíamos o sospechábamos, o que, al declarárnoslo un tercero, convenimos en aceptar. Pero don Quijote no puede admitir ni dejar de admitir porque sencillamente no registra su propio delirio. Mientras recorre Castilla, Aragón o Cataluña, él jamás se reconoce como un prisionero de la locura; cada vez que un fragmento de la realidad viene a señalar su locura, ese fragmento es fagocitado por esta última al ser incorporado al delirio por la vía de “encantamientos” de un supuesto mago enemigo.

Por todo esto, no me parece verosímil la opción (c); al no ser posible el autodiagnóstico de la locura, el caso no evolucionaría más allá del mismo resultado que se declara en la respuesta (a): nada se alteraría. “Maté, sí, pero lo hice con justicia caballeresca, y todo esto es real”. No hay shock ni vuelco de la situación.

Segundo defecto: La única diferencia remanente entre los planteos (a) y (c) sería el agregado, en (c), de quedar preso de la locura para siempre. Pero ese remate borgeano (“y don Quijote no saldrá nunca de su locura”) es una adición efectista bastante antojadiza, ya que ese nunca no deviene necesariamente de la premisa de la respuesta (c): que don Quijote crea que tanto la causa como el efecto de su “acto tremendo” son reales, no impide la posibilidad de futuras razones —más potentes— que pudieran ocasionar que su cura se produjese. No es difícil imaginar otras muertes que pudieran provocar el impacto que no tuvo la muerte de un desconocido: ¿la muerte de Sancho, debida a alguna de las locuras de su amo? ¿La de Dulcinea, tal vez, por algún desatino del propio don Quijote? Alguna de estas muertes podría producir más adelante un shock despertador como el que —ahora veremos— sí está implícito en la posibilidad (b), la cual a mi juicio resulta tan verosímil como (a), si no la más verosímil de las tres opciones planteadas.

Caso b

La opción (b), desde su mismo planteo, sí implica para don Quijote el corrimiento de un velo: “ver la muerte; comprender…”, dice Borges. Es un verdadero vuelco en la situación: “¡He matado! ¡Soy culpable como Caín! Pero, ¿por qué he matado? ¿En qué estaba pensando cuando maté a este hombre?”. Ya hay dos momentos diferenciados: antes (loco) y ahora (culpable); o bien, para usar los términos de Borges: antes, un sueño; ahora, el despertar.

Creo sin embargo que esto no curaría la locura de don Quijote de inmediato, aunque sí podría ser el comienzo de su cura. El criminal psicótico precisa la expiación del crimen como verdadera fuente de todo alivio. Es aquí donde entran los dichos del Quijote al despedirse de las mujeres de la venta: “Perdonadme, hermosas damas, si algún desaguisado por descuido mío os he fecho, que de voluntad y á sabiendas jamás le di á nadie”. A la luz de estas palabras, creo que el caso que se daría es el (b): un manchego cristiano nacido en el siglo XVI como Alonso Quijano se entregaría a la justicia o por lo menos buscaría el perdón de Dios por su “desaguisado”, ya que entendería que no ha cometido el crimen “de voluntad” ni “á sabiendas”, sino movido por una fuerza extraña, la locura*. Lo que terminaría de salvarlo de la demencia sería la consecución del perdón divino, quizás mediante una justa penitencia que su amigo el cura —piadoso por amigo y por sacerdote— podría indicarle. No podemos saber si ese remedio sería, efectivamente, el definitivo.

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* También en la Segunda Parte don Quijote expresa su voluntad de pagar por los actos que ha realizado sin mala intención. Luego de destruir los títeres de maese Pedro (Capítulo 26), Quijano dice: “deste mi yerro, aunque no ha procedido de malicia, quiero yo mismo condenarme en costas”. Quijano, a pesar de su locura —y ya sin considerar su cosmovisión cristiana: más allá o antes de ella—, es un hombre noble, con una moral justa y clara. Creo que eso también gravitaría a favor de que se produjera un shock ante el descubrimiento de haber asesinado a un semejante.

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Ver además:
Don Quijote versus Don Quijote

Don Quijote en Nueva York

Imprecisiones del Quijote

Borges y el Quijote: un error