Traducir a Shakespeare

Por Martín Cristal

Hace poco escribí un cuento donde, a modo de epígrafe, quería citar un verso de Romeo y Julieta. Ese verso dice: This love feel I, that feel no love in this. Romeo lo dice cuando le cuenta a su primo que está enamorado de una chica (no se trata de Julieta, a quien Romeo todavía no conoce, sino de otra). El contexto escénico es el siguiente: ambos van por la calle, pensando en almorzar; en eso, descubren la sangre de una reyerta previa entre Montescos y Capuletos.

En ese parlamento, Romeo define al amor como un cúmulo de contradicciones; en el idioma original, dice así:


Alas, that love, whose view is muffled still,

Should, without eyes, see pathways to his will!

Where shall we dine? O me! What fray was here?

Yet tell me not, for I have heard it all.

Here’s much to do with hate, but more with love.

Why, then, O brawling love! O loving hate!

O any thing, of nothing first create!

O heavy lightness! serious vanity!

Mis-shapen chaos of well-seeming forms!

Feather of lead, bright smoke, cold fire,

sick health!

Still-waking sleep, that is not what it is!

This love feel I, that feel no love in this.

Dost thou not laugh?

En mi cuento yo no quería poner el verso en inglés, pero la vetusta traducción de la obra que había leído en su momento (EDAF, Madrid, 2001), realizada por Marcelino Menéndez Pelayo hacía más de cien años, no me convencía en absoluto. Aquí va esa versión:


¿Por qué, si pintan ciego al amor, sabe elegir tan extrañas sendas a su albedrío? ¿Dónde vamos a comer hoy? ¡Válgame Dios! Cuéntame lo que ha pasado. Pero no, ya lo sé. Hemos encontrado el amor junto al odio; amor discorde, odio amante; rara confusión de la naturaleza, caos sin forma, materia grave a la vez que ligera, fuerte y débil, humo y plomo, fuego helado, salud que fallece, sueño que vela, esencia incógnita. No puedo acostumbrarme a tal amor. ¿Te ríes? ¡Vive Dios!…

Podemos no saber a ciencia cierta cómo traducir This love feel I, that feel no love in this, pero —con un poquito de inglés que sepamos— se ve claramente que la mejor solución no puede ser No puedo acostumbrarme a tal amor

Busqué entonces otra traducción. Primero, al azar, en internet. Resultó increíble y desalentador ver la cantidad de traducciones distintas que hay… A continuación van algunas. Pongo primero el fragmento completo hallado en una edición que mejora el trabajo de Menéndez Pelayo; y luego —para abreviar— sólo el verso en cuestión en las distintas formas en que lo encontré traducido en otros sitios:


¡Ay! ¡Que el amor, cuya vista va vendada, vea sin ojos el camino de su voluntad! ¿Dónde almorzaremos? ¡Vaya! ¿Qué reyerta hubo aquí? No me lo digas pues lo he oído todo. Mucho trabaja aquí el odio, pero más da que hacer el amor. ¡Oh amor pendenciero! ¡Odio amoroso! ¡Primera creación de la nada! ¡Pesada ligereza! ¡Seria vanidad! ¡Informe caos de agradables formas! ¡Pluma de plomo! ¡Humo brillante, helado fuego, salud enferma, sueño despierto que no es lo que es! Así es el amor que siento, sin sentir en ello amor. ¿No te ríes?

Otras variantes encontradas:

Este amor siento y no hay amor en esto.

Yo siento este amor sin sentir nada en él.

Tal es el amor que siento, sin sentir en tal amor, amor alguno.

Tengo por buenas a las traducciones de la colección «Shakespeare por escritores» (Norma), dirigida por Marcelo Cohen; los traductores de esa colección son todos autores latinoamericanos contemporáneos. Son de hoy y son de acá. La traducción de Romeo y Julieta para esa colección fue realizada por Martín Caparrós y Erna von der Walde. Está en verso, y mejora mucho:


Ay, el amor, que debe, con su mirada ciega
encontrar sin los ojos caminos para sí.
[Ve la sangre.] ¿Qué riñas hubo aquí?
Aunque… no me lo digas: ya lo he escuchado todo.
Tiene que ver con odios, pero más con amores.
¡Oh pendenciero amor, por qué, oh amante odio,
oh creación creada por nadie de la nada!
Oh seria vanidad, ligereza pesante,
oh este deforme caos de formas figuradas!
¡Fuego frío, humo claro, grito mudo, oro muelle,
sueños despiertos donde nada es lo que es!
Este amor siento y no siento por eso amor.

¿No deberías reír?

Mucho mejor, sin duda, aunque —distraído con la sangre— aquí Romeo «olvide» preguntarle a su primo dónde comerán. Más allá de esa minucia, y volviendo al verso en cuestión: a pesar de la evidente mejora, no quedé satisfecho, y llegué a pensar: ¿será quizás porque Romeo no dice lo que yo quisiera que diga?

Ante tantas formas de «decir casi lo mismo» —como casi dice Umberto Eco en el título (traducido) de su libro sobre la traducción—, uno no sabe si reír o llorar. Y eso que estamos discurriendo sobre un sólo verso de la obra de Shakespeare. ¿Qué leemos finalmente los que leemos traducciones? ¿La traducción es una ventana o un velo? ¿Es una traición? («Traducir es una derrota», dicen Caparrós y von der Walde en su prólogo, «nunca tan obvia como frente a Shakespeare»). Y, ¿cómo es posible que, aun diciendo cosas diferentes en cada una de las versiones existentes de la obra, Romeo y Julieta sean siempre el mismo Romeo y la misma Julieta que conocemos todos los habitantes del mundo?

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Entre las personas que conozco, el editor y poeta mexicano Sandro Cohen —no confundirlo con Marcelo— es quien mejor conoce ambos idiomas, inglés y español. Decidí consultarlo sobre la traducción de este verso. A continuación su respuesta:


El contexto más importante de los versos de Shakespeare que citas son los oxímoron que suelta el bardo, uno tras otro. Me recuerda un verso de «The Phoenix and the Turtle«, que dice:
«Love hath reason, reason none». «El amor tiene razón; la razón, ninguno» (amor). También podría entenderse «…la razón, ninguna» (razón). Yo entiendo las dos cosas simultáneamente. La razón ni razón tiene, además de que carece de amor…

Para volver a Romeo y Julieta, yo lo entiendo de manera diferente. Y fíjate que Shakespeare emplea el subjuntivo, feel; no escribe feels, que sería lo normal hoy en día. Me da la idea de que es el amor mismo el que no siente amor:

Este amor siento yo, el que en esto ningún amor siente.

En inglés, modernamente, creo que la palabra would daría la idea del subjuntivo: «This love feel I, that would feel no love in this». Claro, se viene abajo el pentámetro yámbico, pero creo que es la idea. Si el sujeto del verbo feel es Romeo mismo, no sé por qué Shakespeare no escribió: «This love feel I who feel no love in this». ¿Me explico? Creo que es el amor mismo el sujeto del verbo feel. Definitivamente es críptico para el lector moderno, pero así se las gastaba el buen William. Luego todo tiene dos y hasta tres sentidos al mismo tiempo…

Con esta explicación quedé satisfecho y cerré el expediente. Igual, después de tantas vueltas, decidí que en mi cuento la cita irá en inglés en el epígrafe, y —más abajo— transfigurada en castellano en la voz y palabras del narrador, donde puede permitirse ser más imprecisa. Me pareció lo más prudente para no caer derrotado ante «el buen William».

Me gusta!

Iniciación (III)

Por Martín Cristal

Tercera y última parte de la charla del ciclo «Jóvenes escritores en Palacio», en la XXIV Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería (Ciudad de México, febrero de 2003) sobre el tema «iniciación en la literatura». En la primera parte, me referí a las lecturas iniciáticas; en la segunda, a los primeros intentos de narrar por escrito. Aquí finalmente llegamos al debut: la publicación del primer libro.

[Leer la segunda parte]

[Leer la primera parte]

_______

Viajé a Córdoba. Fueron días muy duros. La operación de mi papá iba a ser difícil: el cirujano tenía que hacerle seis by-pass de una sola vez.

Por suerte todo salió bien. Pero mientras mi papá se recuperaba, me tocó encargarme —otra vez— de su galería de arte.

En realidad, para entonces la galería de mi papá ya había tenido que cerrarse definitivamente. De lo que tenía que hacerme cargo era más bien de una muestra de pintura que mi papá había colgado en un bar del centro de Córdoba. Los cuadros estaban a la venta, y si aparecía algún interesado tenía que haber alguien en el bar para atenderlo, al menos en las mañanas. Otra vez: yo sólo tenía la lista de precios de los cuadros y el nombre de los pintores. Si me hacían alguna otra pregunta, no sabía qué contestar.

Un día mi papá se sintió mejor y se animó a ir. Yo lo acompañé; estuvimos juntos toda la mañana en el bar. A la siesta volvíamos a casa caminando por la zona peatonal. Era verano y a esa hora el centro de la ciudad estaba desierto. Él iba muy despacio y yo al lado, copiándole el paso, cuando en la esquina apareció Daniel Salzano.

Salzano, Daniel: periodista y escritor cordobés al que yo leía cada vez que volvía de visita a mi ciudad natal, gracias a que mi papá (por instrucción mía) recortaba todas sus colaboraciones del diario local y me las guardaba. Cada vez que yo llegaba de visita, encontraba una pila de artículos de Salzano en mi cuarto y los leía de un tirón. En aquellos días me gustaba su estilo, plagado de localismos nostalgiosos y referencias cinematográficas. [Era el único escritor cordobés que había leído hasta entonces. No, mentira: ya había leído antes a Juan Filloy… Bueno, digamos que Salzano era el único escritor cordobés de menos de cien años de edad que yo había leído hasta entonces].

Ahí estábamos los tres, en el calor de la siesta, parados en la peatonal. Ni un alma más alrededor. Mi papá, que conoce a todo el mundo —es un infierno caminar con él por la calle, uno tiene que pararse cada dos minutos a saludar a alguien—, inevitablemente, lo saludó. Al parecer alguna vez le había vendido un cuadro. El otro se acercó y se pusieron a conversar. Yo, muerto de vergüenza por no saber qué decir ni cómo encajar, me alejé unos pasos y giré para ver la vidriera de una librería. Desde ahí los vigilaba en el reflejo del vidrio, escuchando el diálogo a mis espaldas. Mi papá le contaba a Salzano de su operación, que estaba contento porque había zafado con lo justo, etcétera. Hasta ahí la conversación venía dentro del trámite previsible y normal. Pero en eso, para consumirme de vergüenza total y absoluta, mi señor padre comenzó a desabotonarse la camisa —¡en plena zona peatonal de Córdoba, en pleno centro del universo!— para mostrarle al que por entonces era mi Escritor Cordobés Número Uno la cicatriz renegrida que la operación le había dejado en el pecho.

Le rogué a la tierra que me tragara, pero milagros así no se conceden en Córdoba, y menos a la siesta. Ahí estaba mi progenitor, enseñándole una cicatriz desagradable al tipo al que yo hubiera querido hacerle mil preguntas sobre otros temas: mi propio padre, haciendo el ridículo, tirando aquella oportunidad por la borda. Pero entonces sucedió algo inesperado:

Salzano, con toda calma, se desabotonó la camisa —¡en plena zona peatonal, en pleno centro del universo!— para mostrarle a mi padre su propia cicatriz, producto del infarto por el que lo habían operado a él algunos años antes. ¡Ahí estaban los dos viejos, cagándose de risa mientras comparaban en plena calle el tajo recién cosido del uno con la cicatriz añeja del otro!

Para mí, eso fue demasiado. Me acerqué para, de alguna manera, inducir a mi padre a despedirse.

Se despidió, pero así: “Che, Salzano, éste es mi hijo. Está empezando a escribir y anda con ganas de publicar algo. Por qué no lo orientás un poco y le contás cómo es el asunto…”.

Finalmente, mi viejo había sabido qué decir en el momento justo, porque el otro me miró y me dijo: “Pasá el lunes a la una por mi oficina. Tomamos un café y charlamos”.

***

El lunes siguiente a la una en punto yo estaba en la puerta de la oficina de Daniel Salzano. El tipo se había olvidado por completo de la cita: cuando llegué ya se estaba yendo con unas bolsas y unos paquetes. De salida, me encontró ahí parado. Se frenó en seco y giró despacio, como resignado, haciéndome con la cabeza una señal de que lo siguiera de vuelta para su oficina. Mi vergüenza refluyó: justo que el tipo estaba saliendo temprano del trabajo yo caía para cortarle la retirada.

Sin embargo, fue muy amable conmigo. Conversamos durante dos horas; él habló más que yo. Mi visión ingenua y desinformada de la literatura se fue desmoronando para dar paso a otra, seguramente más cercana a la realidad. Me enteré de que la gente cada vez leía menos y de que cada vez había menos editoriales independientes; que pensar en ganar dinero escribiendo literatura era una ilusión quijotesca; pero que, si conseguías que te pagaran algo por hacerlo, eso no necesariamente iba a contaminar tu prosa ya que, por el contrario, que te pagaran era justo; que hacer un libro para regalarlo no estaba mal —él ya lo había hecho una vez— pero que hoy la gente valoraba las cosas si le costaban un poco, si tenía que hacer un esfuerzo de su parte para conseguirlas; que regalar la edición entera sería algo fugaz, y el libro como tal desaparecería de la escena pronto. También que mi negativa a entrar en los circuitos comerciales podía ser leída como simple miedo a probarme en una arena donde incluso autores rotulados como “no comerciales” también luchaban por un espacio; que como autor uno es responsable de todos aquellos aspectos del libro en los que pueda intervenir, incluido, de ser posible, el precio de venta; que él no volvía a leer los libros que había escrito y que la única página que le importaba era la que escribiría al día siguiente. Además, me recomendó que para ese primer libro mío hiciera una tirada pequeña. Hablamos también de Juan Filloy y de Julio Cortázar. Me explicó que Cortázar era un autor que había hecho que muchos lectores jóvenes se pusieran a escribir.

Nos despedimos. La conversación me fue muy útil: me obligó a repensar muchas cosas. No coincidía con él en todo, pero igualmente, al volver a Buenos Aires, preparé otro plan.

***

Era básicamente el mismo plan de antes, pero con una modificación importante al final. Imprimiría el libro en la imprenta de mi trabajo; pero luego, en lugar de regalarle un ejemplar a cada uno de mis amigos, iría a ver a un editor de Córdoba para ver si estaba interesado en distribuirlo en las librerías de la ciudad.

De todos los cuentos escritos, seleccioné diez; los ordené y los corregí un millón de veces. Titulé al conjunto: Las alas de un pez espada. Diseñé yo mismo el libro, tanto su interior como la portada. No me salió todo lo bien que yo hubiera querido, pero no estaba tan mal para ser el primero. Recuerdo que un domingo de elecciones nacionales, no fui a votar para poder terminar el original, que tenía que entregar a imprenta al día siguiente.

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Un mes más tarde tenía quinientos libros idénticos en mi casa. Estaba feliz. Gran borrachera con mis amigos.

El editor cordobés al que había decidido ir a ver era Jorge Felippa. Salzano lo había mencionado al pasar en la conversación que tuvimos; yo reconocí el apellido Felippa porque un compañero mío en la facultad se llamaba igual. La ciudad de Córdoba no dejaba de ser un pueblo chico: mi compañero resultó ser el hijo del editor. Le hice llegar el libro a Felippa. Quedamos en que nos veríamos en su casa, en mi siguiente viaje a Córdoba.

A mi regreso, el editor me dijo primero que las cosas no se manejaban así: que él ni nadie publicaba libros que ya vinieran hechos y armados con criterios editoriales personales y caprichosos. Con toda amabilidad, pasó a retarme por todos los errores de factura que tenía la edición: “no le hiciste solapas; el título está chico; no trae la foto del autor; no escribiste ninguna reseña en la contratapa; ni siquiera le inventaste el logo de un sello editorial…” Mientras él hablaba, yo pensaba: “Puta madre, a este tipo no le gustó nada. Me voy a quedar con los quinientos libros debajo de la cama, juntando polvo…”.

Pero después de eso, Felippa me dijo que a pesar de todo había leído el libro y que, aunque algunos cuentos le habían parecido más largos de lo necesario, varios de ellos le habían parecido aceptables. Finalmente me dijo que estaba de acuerdo en distribuirlo en librerías. Casi me caigo del asiento de la alegría. “Pero antes”, agregó él, “hay que hacer una presentación, que no podrá ser durante el verano porque no son buenas épocas para esta clase de libros…”.

Tuve que esperar casi seis meses más, hasta que fuese una buena fecha para la presentación. Mientras, cada vez que iba de visita de Buenos Aires a Córdoba, fui llevando ejemplares, con paciencia de hormiga, de a ochenta por vez. Felippa me prestó el auspicio de su sello editorial —Op Oloop— y yo organicé la presentación del libro, a pulmón: me encargué de casi todo, desde comprar el vino hasta conseguir el lugar, que fue el flamante Centro Cultural España-Córdoba, cuyo director no era otro que Daniel Salzano: él me cedió una sala para una semana antes de que comenzara el mundial de Francia, es decir, para una semana antes de aquel mes en que presentar un libro en Argentina hubiera sido la cosa más inocua del mundo.

Mis padres también me ayudaron mucho, y esa noche todo salió muy bien. Fueron unas cien personas a pesar de la lluvia y de que, en otra sala de la ciudad, otro escritor congregaba a todo el mundillo literario local para dar una conferencia. Pero bueno, ellos se lo perdían; por otra parte, ¿qué podían encontrar en Mario Vargas Llosa que no tuviera yo?

En la presentación se vendieron varios ejemplares, pero aun así jamás recuperé el total de mi inversión. Las alas de un pez espada no repercutió ni siquiera en los escuálidos medios locales, salvo por una crítica —muy alentadora— de Rogelio Demarchi, publicada en una pequeña revista literaria que acababa de aparecer. Casi no hubo difusión. Jamás me encontré con el libro en una librería, ni siquiera buscándolo con falso desinterés. Me constaba que sí se había distribuido, pero los libreros no lo exhibían ni en las mesas de saldos. A excepción de amigos y familiares —y familiares de amigos, y amigos de familiares— nadie se enteró de la existencia del libro.

Un año después, cuando ya me había decidido a salir de viaje para México en plan de mochilero, el editor me hizo un cierre de cuentas: en un año la cantidad de ejemplares vendidos de Las alas de un pez espada en librerías ascendía a la friolera de seis. El dinero que me correspondía por aquellos libros era menos de lo que costaba una guía turística de México, las cuales el editor también distribuía y de las que me había dado una a cuenta para planear mi viaje. O sea que al final yo le terminé debiendo unos diez dólares a él, que como a esa altura ya era un amigo, nunca me los cobró.

A pesar de todo esto, que hoy recuerdo con el mayor de los cariños, nunca consideré que Las alas de un pez espada hubiera sido un fracaso. Yo estaba contento por haberme propuesto publicarlo y también por haberlo logrado a mi manera. Para mí el éxito consistía en eso: haber conseguido publicar mi primer libro. Esperar grandes repercusiones, un éxito instantáneo, total y absoluto mensurable en ventas, hubiera sido un gravísimo error de perspectiva, que por suerte (y a pesar de todo mi candor) no cometí. Creo que, en términos personales —no políticos, ni literarios—, Las alas de un pez espada fue un libro valiente, que desde su aparición me obligó a seguir adelante para demostrarme a mí mismo que todo aquello era verdadera vocación y no capricho.

Hoy me doy cuenta de que muchas otras cosas sucedieron luego gracias a aquel primer libro (del cual algunos cuentos todavía me gustan). Aquel librito fue el primer eslabón de una serie de hechos concatenados. A mi llegada a México, por ejemplo, le regalé un ejemplar de Las alas de un pez espada a un amigo mexicano de Felippa: se trataba de Bernardo Ruiz, un escritor a quien le gustaron algunos de esos cuentos y quien más tarde me alentaría y me ayudaría muchísimo a publicar mi primera novela, titulada Bares vacíos, que escribí mientras viajaba por México y Guatemala. Con ese impulso logré superar un doloroso viacrucis editorial, que concluyó cuando conocí a Sandro Cohen, director de editorial Colibrí, el sello donde finalmente la novela se publicó en 2001. Y por esa publicación y la buena fortuna de ganar un premio literario, llegó en 2002 la publicación, también en Colibrí, de Manual de evasiones imposibles, mi segundo libro de cuentos.

Debido a esos dos libros publicados en México es que me invitaron hoy aquí. Ahora estoy escribiendo cosas nuevas, sin saber muy bien qué será de ellas. Espero que a ustedes les sirva de algo haber escuchado esta serie de empeños y casualidades que acabo de contarles.