Por Martín Cristal
Conozco a algunos escritores que dirigen talleres literarios. Sé que los coordinan con honestidad, porque creen en lo que hacen y son buena gente. Con todo esto, no cabe más que decir que en su caso se trata de un trabajo digno. Los respeto como escritores y como trabajadores. Espero que ellos también puedan respetar mi punto de vista general sobre los talleres literarios.
Brevemente: detesto los talleres literarios. El mío es un rechazo natural, apriorístico, irracional, aunque después me haya puesto a pensar sobre ese rechazo. Son muchas las veces en que la literatura funciona así: primero sube desde el estómago el me gusta/no me gusta y sólo después baja desde el cerebro el porqué de ese agrado o desagrado.
Tengo para mí que la escritura es un espacio de libertad individual donde nadie puede decirme lo que tengo que hacer. Es una de las razones por las que adoro ese espacio desde que lo descubrí. Puedo tolerar las humillaciones diarias del ámbito laboral o de la vida en sociedad sólo porque sé que de regreso a casa tendré ese terreno privado de libertad total. Mi último reducto, mi reino. Tendría que estar loco para exponer ese jardín secreto al mandato, la tutela o la aprobación regular de terceros.
John Cheever dice (en el prólogo de sus Relatos) que el escritor “se presenta más bien solo y determinado a instruirse por su cuenta”; así lo entendía yo incluso antes de leer a Cheever. No digo que sea siempre del modo que pasaré a detallar, pero en demasiadas ocasiones el taller literario sólo sirve para:
1. Escribir igual o casi igual que el coordinador del taller, al aceptar de entrada su criterio de autoridad (en el caso de los talleristas más ingenuos, sin siquiera haber leído antes cómo escribe dicho coordinador) y pensar que su visión de la literatura es la literatura toda, al someter lo escrito al criterio escolar de “bien hecho” o “mal hecho”, evaluación que cada uno debería ser capaz de lograr para sí mismo y según parámetros propios.
2. Utilizar secretamente el taller como un modo de relacionarse con el coordinador en caso de que éste sea un escritor “famoso” (en cuyo criterio de autoridad se confiará sólo por eso), sobre todo porque así puede que consigamos su recomendación editorial para llegar al sueño del primer libro publicado. Cuando se consigue el objetivo, o cuando se descubre que es imposible de conseguir, la continuidad en el taller pierde sentido.
3. Exponer nuestros textos a la crítica demente de otros idiotas que inconscientemente utilizan el taller como terapia grupal para canalizar otros problemas y descargan sus frustraciones sobre lo que nosotros hemos escrito, grupo en el que, con frecuencia, se incluye también al coordinador. (En el caso de que un taller tenga como finalidad central, abierta y declarada la de ser algún tipo de terapia de grupo, entonces todo se vuelve mucho más sincero, aunque en ese caso tanto da que sea de literatura como de crochet o jardinería).
4. Utilizarlo secretamente sólo para conocer gente, lo cual explica la disminución de la asistencia cuando los talleristas van encontrando pareja, o la disolución total del taller cuando el que encuentra pareja es el coordinador.
5. Considerarlo como un “talentómetro” para medirse frente a terceros. Mientras que los escritores potencialmente buenos son siempre los primeros en irse al darse cuenta de que en realidad no necesitan el taller, los malos se quedan porque nunca tienen idea de lo que pasa por encima de sus cabezas, y los de la mitad de la tabla también se quedan, porque están encantados con su nueva posición luego del retiro de los buenos. Resultado: el Reino de los Talleres Literarios pertenece a los Mediocres. [Tengo la sensación de haber leído esto en alguna parte, pero ¿dónde? Ciertamente no en un taller].

6. Considerarlo sólo como un pasatiempo, lo cual no es un problema para los pasatiempistas, que son legión, sino para los dos o tres pobres tontos que se toman el taller a pecho y tienen que escuchar las críticas vagas, endebles o arbitrarias de los otros, que la están pasando bárbaro.
7. Proporcionarle al coordinador un público cautivo asegurado para la presentación de los libros que él mismo publique.
8. “Ganar tiempo” en un proceso de ensayo y error colectivo, en vez de “perder tiempo” en un proceso de ensayo y error individual (?).
9. Exponerse a situaciones como las que recrea Roberto Bolaño al comienzo de Los detectives salvajes:
“…leíamos poemas y Álamo [el coordinador], según estuviera de humor, los alababa o los pulverizaba; uno leía, Álamo criticaba, otro leía, Álamo criticaba, otro más volvía a leer, Álamo criticaba. A veces Álamo se aburría y nos pedía a nosotros (los que en ese momento no leíamos) que criticáramos también, y entonces nosotros criticábamos y Álamo se ponía a leer el periódico.
El método era el idóneo para que nadie fuera amigo de nadie o para que las amistades se cimentaran en la enfermedad y el rencor”.
10. Corroborar lo que Stephen King —por citar a un escritor que está en las antípodas de Bolaño—, también apunta en Mientras escribo (On Writing):
“Los talleres de escritores presentan el grave problema de erigir el ‘debo’ a categoría de norma. […] Y no olvidemos las críticas. ¿Qué hay de ellas? ¿Qué valor tienen? Según mi experiencia, lamento decir que muy escaso. Suelen ser de una vaguedad exasperante. Sale fulanito y dice: ‘Me encanta el clima del cuento de Peter… tiene algo como… como una sensación de… no sé, como muy tierno… No sé describirlo bien…”.
Otras gemas de seminario son ‘me da la sensación de que pasa algo con el tono’, ‘el personaje de Polly me ha parecido muy estereotipado’, ‘me han gustado mucho las imágenes, porque ayudan a ver con claridad de lo que se trata’…
Y en vez de tomar las palomitas recién hechas y acribillar al charlatán, el resto de corro suele ‘asentir con la cabeza’, sonreír y mostrarse ‘pensativo’. Demasiado a menudo, los profesores y escritores residentes asienten, sonríen y compiten en mostrarse pensativos. Por lo visto hay pocos inscriptos a quienes se les ocurra que si tienes tal o cual sensación y no puedes describirla, si es como, no sé, una especie de, ahora no caigo, quizás te hayas equivocado de clase, joder”.
[…] Las clases o seminarios de escritura son tan poco ‘necesarios’ como este libro o cualquier otro sobre el oficio de escribir. […] La mejor manera de aprender es leyendo y escribiendo mucho, y las clases más valiosas son las que se da uno mismo.”
Creo que está bien prepararse para hacer, pero creo que es mejor hacer. Creo que leyendo y escribiendo se aprende a escribir. Creo que la literatura se enseña a sí misma, ya que provee en forma de textos todo el conocimiento necesario para construir nuevos textos (esto no sucede en otras artes: no hay piezas musicales que me expliquen por sí solas cómo se interpreta o compone la música, ni una pintura que explique por sí misma cómo se pinta; pero sí hay libros que explican cómo se hace un libro, cómo funciona la gramática, cómo se escribe un cuento o una novela…).
Creo en equivocarme y avanzar sobre mis errores. Creo en reconocer mis limitaciones y transformarlas en virtud para conseguir un estilo propio. Creo que practicar la autonomía de mis decisiones estéticas favorecerá mi confianza respecto de esas decisiones. En caso de duda, creo en la consulta específica —en el momento en que uno siente que la necesita— sobre un trabajo concreto personal (no una consigna de taller) a mentores o pares que uno elija sobre la marcha y cuyo criterio respete de antemano por conocer lo que hacen o piensan. Creo también en la escucha atenta de lo que los editores y los correctores de estilo, desde su experiencia como tales, tienen para sugerir, independientemente de que después uno atienda o no esas sugerencias. Creo en la publicación de la obra como una instancia más del aprendizaje.
Es probable que todos los talleristas del planeta repudien esto. Buena suerte, muchachos: pueden discutirlo en la reunión de la próxima semana.
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