Por Martín Cristal
Segunda parte de los libros que más disfruté leer en 2009:
[Leer Primera parte]
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La gaviota | El jardín de los cerezos,
de Antón P. Chéjov
Planeta-Biblioteca La Nación, 2000. Teatro.
Si a los clásicos, como quería Borges, se los aborda con un “previo fervor”, también cabe decir que muchas veces se llega a ellos con demasiada información anticipada, lo cual puede provocar una “previa desconfianza” o también un “previo desgano”. Si la obra no se expande más allá de todo eso que ya sabemos de ella, la “misteriosa lealtad” borgeana puede convertirse en una nada misteriosa decepción. Conmigo, La gaviota (1896) superó esta dificultad.
El joven Trepliov pide: “Hacen falta nuevas formas. Nuevas formas hacen falta, y si no se encuentran, mejor es nada”. El artista en ciernes, el escritor wannabe que reclama lo Nuevo para el Arte, enfrentado al artista que ya goza de tal nombre en base a una trayectoria sólida y reconocida que, paradójicamente, ya no le aporta al Arte más que repeticiones aprendidas, fue el conflicto que sostuvo mi interés a lo largo de la lectura. ¿Aceptar madrinas o padrinos artísticos, ir en busca de su apoyo o su consejo, o bien criticarlos, rebelarse contra ellos desde el principio, sin aceptar nada de sus manos? A la relación Trepliov-Trigorin (escritor joven vs. escritor consagrado, si bien no genial) se ofrece como contraste la de Nina con la madre de Trepliov (actriz principiante que busca ser como su admirada actriz famosa). Estas tensiones se exacerban por el entrecruzamiento de las relaciones personales entre las partes. El amor tiñe la admiración y el desprecio, e incluso la percepción del talento ajeno. A veces es al revés: el talento, el desprecio o la admiración contaminan el amor…
¿Qué pasa cuando, años después de haber reclamado “lo nuevo”, el escritor descubre que él mismo recae en sus propias y rutinarias formas, que más importante que las formas era escribir lo que fluyera del alma, y que aprender todo esto le ha costado el derrumbe del amor y las relaciones humanas a su alrededor? La contundente respuesta de Trepliov —empujada también por su irremediable teen spirit— llega con la caída del telón.
El jardín de los cerezos (1903) narra la decadencia de una aristocracia incapaz de reconocer el momento histórico que le toca vivir. De esta otra obra sabía más antes de leerla, por lo que tenía cierto desgano al empezar, pero tuve suerte: justo en esos días, la Comedia Cordobesa estrenó su adaptación para el Festival Internacional de Teatro Mercosur, dirigida por Luciano Delprato. Pudimos verla poco después. No estaba ambientada en la Rusia del cambio de siglo, sino en la Argentina de los sesenta; la invención de Chéjov no se resintió en absoluto. La escenografía sesentera nos pareció brillante, y la decisión de presentar las indicaciones iniciales de cada acto en la forma de canciones, un acierto y un hallazgo.
El prólogo de Enrique Llovet pone a la figura del propio Chéjov en un lugar tan querible que me llevó a leer «Tres rosas amarillas«, de Raymond Carver, donde éste imagina los últimos días del dramaturgo ruso.
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Los gauchos judíos, de Alberto Gerchunoff
Biblioteca Nacional-Colihue, Colección Los raros, 2007. Relatos.
Publicada en 1910, en el espíritu del Centenario, esta colección de estampas de la vida rural de los inmigrantes judíos en Argentina, oficia —según explica Perla Sneh en el excelente estudio introductorio— “de vía de acceso de la comunidad judía a una sociedad no siempre hospitalaria”. El título fue impugnado por Borges en su cuento “El indigno”, en el que su protagonista, judío, dice: “Gauchos judíos no hubo nunca. Éramos comerciantes y chacareros”.
El propio Gerchunoff, en la página que introduce la obra, explicita su propósito de integrar a los judíos al festejo del Centenario de la Argentina, cuando dice: “Judíos errantes, desgarrados por viejas torturas, cautivos redimidos […], digamos el cántico de los cánticos, que comienza así: Oíd mortales…”. También lo hace en el primero de los relatos, “Génesis”: “Por eso, cuando el rabí Zadock-Kahn me anunció la emigración a la Argentina, olvidé en mi regocijo la emigración a Jerusalem, y vino a mi memoria el pasaje de Jehuda Halevi: ‘Sión está allí donde reina la alegría y la paz’”.
El libro se compone de escenas de la vida rural en Entre Ríos (el arado, el ordeñe, la trilla, la langosta); relatos sobre la tiranteces entre tradición y asimilación (raptos y bodas frustradas) o sobre el sincretismo de las nuevas supersticiones (historias de brujas y aparecidos); narraciones costumbristas; muestras de los acercamientos amistosos con el resto de la población (“La visita”), de algunas incomprensiones mutuas o, en algún caso, de un abierto antisemitismo (“Historia de un caballo robado”).
La prosa de Gerchunoff es dulce y poética, bucólica, tierna, aunque en ella hoy resulta un tanto arcaico el uso del “vosotros”. Los gauchos judíos es una oportuna lectura de cara al Bicentenario, como un punto de partida para pensar qué pasó en estos segundos cien años entre la comunidad judía y la Argentina.
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Un descanso verdadero, de Amos Oz
Siruela-Debolsillo, 2008. Novela.
A esta novela, publicada originalmente en 1982, me la había recomendado Mónica Maristain cuando yo todavía vivía en México. Pero me dejé estar y, de vuelta a la Argentina, cuando quise comprarla, la edición de Siruela me resultaba carísima, como todos los libros importados luego de la crisis de 2001. Por suerte este año encontré una edición económica en Eterna Cadencia. El estilo de Oz me fascinó, por lo que este año le dediqué un artículo en El pez volador.
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Leer parte 3 de 3
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