No hay edad para apreciar la luz de un rayo

Por Martín Cristal

Hace poco tuve una fiebre de ciencia ficción: volvió mi curiosidad por leer un género que había abandonado desde los veintipico. No es que alguna vez haya sido un fanático, pero le debo al género mi iniciación como lector en serio (como lector serial). Dos libros que impulsaron aquel amanecer mío: Crónicas marcianas (1950) y Fahrenheit 451 (1953).
De ya saben quién.

Mi reciente vuelta a leer sci-fi liquidó en mí cualquier “teoría evolutiva del lector” (y, por ende, su equivalente del escritor). No avanzamos por un camino empedrado de libros, “acercándonos” como lectores/escritores a algún improbable punto de perfección zen, sino que vamos y volvemos por una red que nosotros mismos ampliamos, como cualquier araña teje la suya entre los tallos de dos flores. Tenés tus influencias y tus taras, las recorrés leyendo y escribiendo en diversas direcciones, y después te morís. Eso es todo, amigos.

Ray Bradbury le sumó al pecado de su éxito comercial otros dos: 1) escribir sin parar lo que tuvo ganas durante toda su vida y 2) extender esa vida hasta los 92 años. Lo segundo es ser afortunado; lo primero es, ni más ni menos,
ser un escritor.

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