Matadero Cinco, de Kurt Vonnegut

Por Martín Cristal

“Si este libro es tan corto, confuso y discutible, es porque no hay nada inteligente que decir sobre una matanza. Después de una carnicería sólo queda gente muerta que nada dice ni nada desea; todo queda silencioso para siempre. Solamente los pájaros cantan.”

Con este párrafo, que adjetiva en desmedro de su propio libro, Kurt Vonnegut Jr. anima al lector a pensar lo que quiera acerca de su obra, un poco como Cervantes lo hace en el prólogo del Quijote. “¿Te parece corto, confuso, discutible, poco inteligente? Ya te lo había dicho yo mismo”.

Se hace corto, sí, y es discutible como todo, pero Matadero Cinco no es confuso ni poco inteligente. La historia de Billy Pilgrim, ese hombre despegado del tiempo, en rigor arranca en el capítulo 2 (“Listen: Billy Pilgrim has come unstuck in time”); el capítulo 1 funciona como una historia-marco donde el propio “autor” narra cómo llegó a escribir su demorado libro sobre el bombardeo de Dresde (a fines de la segunda guerra mundial, esa “Cruzada de los niños” del subtítulo, que refiere a la corta edad de los soldados). Pilgrim será el protagonista de ese libro, si bien el mismo autor aparece de soslayo en él de vez en cuando.

“Todos los momentos, el pasado, el presente y el futuro, siempre han existido y siempre existirán”. El planteo de Matadero Cinco respecto del tiempo es determinista. Así lo explica uno de los extraterrestres que se lleva a Pilgrim a su planeta, Tralfamadore, y lo tiene ahí en una especie de zoo durante años (aunque en la Tierra no transcurren más que unos minutos):


Los terrestres son grandes narradores; siempre están explicando por qué determinado acontecimiento ha sido estructurado de tal forma, o cómo puede alcanzarse o evitarse. Yo soy tralfamadoriano, y veo el tiempo en su totalidad de la misma forma que usted puede ver un paisaje de las Montañas Rocosas. Todo el tiempo es todo el tiempo. Nada cambia ni necesita advertencia o explicación. Simplemente es. Tome los momentos como lo que son, momentos, y pronto se dará cuenta de que todos somos, como he dicho anteriormente, insectos prisioneros en ámbar. —Eso me suena como si ustedes no creyeran en el libre albedrío —dijo Billy Pilgrim. —Si no hubiera pasado tanto tiempo estudiando a los terrestres —explicó el tralfamadoriano—, no tendría ni idea de lo que significa ‘libre albedrío’. He visitado treinta y un planetas habitados del universo, y he estudiado informes de otros cien. Sólo en la Tierra se habla de ‘libre albedrío’”.

Desde el día en que este “peregrino” (pilgrim) se sale del tiempo y queda condenado a circular, una y otra vez, por todos los momentos que conforman su vida —incluidos el de su nacimiento y su muerte, y a veces hasta más allá de esos extremos—, comprende que todo lo que hacemos ya ha sido predeterminado, y que esa circulación suya por hechos consumados no será capaz de alterarlos. “Entre las cosas que Billy Pilgrim no podía cambiar se contaban el pasado, el presente y el futuro.” Aquí no hay Marty McFlys ni Terminators.

Esta idea de la repetición (y también la estrategia de plantear la narración fantástica dentro de una historia-marco contada por el “autor”) me recordó por supuesto a Borges. En su cuento “Los teólogos” el heresiarca Euforbo, ya quemándose en la hoguera, mantenía su posición respecto de la circularidad del tiempo: “Esto ha ocurrido y volverá a ocurrir […]. No encendéis una pira, encendéis un laberinto de fuego. Si aquí se unieran toda las hogueras que he sido, no cabrían en la Tierra y quedarían ciegos los ángeles. Esto lo dije muchas veces”.

Si no esa circularidad, los libros de Tralfamadore buscan por lo menos la simultaneidad del tiempo. Por eso en ellos “no hay principio, no hay mitad, no hay terminación, no hay ‘suspense’, no hay moral, no hay causas, no hay efectos. Lo que a nosotros nos gusta de nuestros libros es la profundidad de muchos momentos maravillosos vistos todos a la vez”. Matadero Cinco es, sin duda, un libro tralfamadoriano.
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La elección narrativa más sorprendente y riesgosa, la más elogiable entre las que toma Vonnegut en esta novela —sobre todo por haberla llevado a buen término— es la de renunciar a la mera crónica, o incluso a la ficción realista autobiográfica. Vonnegut podría haber aprovechado el “prestigio” de haber vivido él mismo el bombardeo de Dresde —“la mayor carnicería de la historia de Europa”, con más víctimas que en Hiroshima, según explica en el libro; podría haberse quedado en narrarnos llanamente que él estuvo ahí, en vivo y en directo cuando cayó prisionero de los nazis en un matadero de esa ciudad: el número 5, al que también va a dar Billy Pilgrim (una y otra vez).

Un escritor cualquiera con esa misma experiencia de vida hubiera ido por ese camino, el más seguro y directo. ¿Para qué inventar, para qué ficcionalizar sobre esa capa de experiencia de primera mano? Y mucho menos, pensaría uno, haría falta llevar las cosas al extremo del fantástico o la ciencia ficción (¡con extraterrestres!). Qué enorme decisión toma Vonnegut en esta novela, qué lección nos da a quienes tratamos de escribir ficciones.  Si, como dice él mismo, “la vida es mucho más de lo que se lee en los libros”, aquí Vonnegut cubre esa brecha con pura imaginación a favor de su libro, para que éste tenga una forma memorable y así esté a la altura de la vida.

Y si hablamos de otro tipo de lecciones, incluyamos también la de los tralfamadorianos que —además de explicarle lo de sus viajes temporales— de paso “enseñarían a Billy que lo importante era concentrarse tan sólo en los momentos felices de la vida ignorando los desdichados, disfrutar de las cosas bonitas puesto que no podían ser eternas”.

Juegos con el tiempo (I)

Por Martín Cristal

En su Poética (III, 20), Aristóteles señala la distinción principal entre el nombre —es decir, el sustantivo— y el verbo: la diferencia radica en la intervención, en el caso del verbo, de la idea de tiempo. El nombre de un objeto cualquiera no nos da ninguna información respecto del devenir; en cambio, las variadas formas de la conjugación verbal nos dan la información necesaria para ubicar la acción de la que se habla en relación con el momento en que se habla. Sin tiempo, las acciones no se producen; y sin acciones, no podría haber narración (sólo descripción).

La literatura, como la música, es un arte del tiempo; por eso, la comprensión cabal de una obra literaria o musical se produce en un recorrido que va de la parte al todo, y nunca en el sentido contrario. En la pintura o la fotografía —en las artes del espacio— puedo tener una impresión general de una obra, de un solo vistazo, y luego concentrarme en los detalles; en una novela, una película o una sinfonía esto es imposible, ya que debo recorrer la obra capítulo a capítulo, escena a escena, movimiento a movimiento, para tener por fin una idea cabal del todo.

De estas constataciones sencillas se desprende cuán central es el manejo del tiempo para el arte narrativo, y de ahí el interés de los autores acerca de esa variable, la necesidad de dominarla y, por fin, el deseo de volverla plástica y maleable, para así jugar con ella y aprovecharla para sus distintos fines narrativos.

La primera decisión al respecto tiene que ver con el tiempo verbal en que se elige escribir cada relato (¿narraré en un cinematográfico presente, en el tradicional pretérito de los cuentos infantiles, en un profético e inusual futuro?). El tema da para un análisis que puede ser tan complejo y minucioso como el de Paul Ricoeur en Tiempo y narración (II), pero antes de entrar en esa dimensión filosófica del problema, podemos distinguir dos formas generales de jugar con el tiempo en un relato:

1) Las que tienen que ver con alteraciones en la trama, es decir, en el orden con que se nos presentan los hechos de la narración, que no siempre respetan lo cronológico, el tiempo histórico. Algunas estrategias conocidas: el comienzo in medias res, cuyo ejemplo clásico es la Odisea; el racconto, el flashback (o analepsis) y el flashforward (o prolepsis), como los que encontramos en la serie televisiva Lost, ya sea salpicando una narración cuyo eje sí es cronológico o bien de manera tal que la línea temporal se fracture por completo para poder ir y volver por el tiempo a antojo y conveniencia del autor: así lo hacen William Faulkner en El sonido y la furia o Carlos Fuentes en La muerte de Artemio Cruz. El lector debe hacer un esfuerzo por reconstruir la cronología. También es posible invertir por completo el flujo temporal, narrar de atrás para adelante, como lo hace Martin Amis en La flecha del tiempo o Christopher Nolan en la película Memento (que en ciertas ediciones en DVD viene con el «extra» de una versión completa del filme con la cronología normalizada…). Julio Cortázar también juega con el tiempo en 62/Modelo para armar: en esa novela, narra diversas situaciones que se citan recíprocamente, una como antecedente de la otra; así, con la línea de tiempo destrozada, es el lector quien tiene que decidir qué sucedió primero y qué después.

2) Las narraciones que toman el problema del tiempo como tema y lo incluyen en la acción del relato para proponer variantes de diversa índole (fantásticas, sobrenaturales, de ciencia ficción…), aunque en sí misma la trama del relato se presente en la forma cronológica convencional.

En síntesis, formas de jugar con el tiempo del relato o formas de jugar con el tiempo en el relato. Sin afán de ser exhaustivo, a continuación nos entretenemos recordando algunas variantes con ejemplos ilustres para la segunda de las vertientes señaladas.

Viajes por el tiempo

El río es la metáfora más natural que encontramos para el tiempo tal como lo pensamos a diario, aunque otras concepciones puedan proponernos metáforas diferentes. En el viaje temporal, un individuo consigue “saltar” de golpe a un punto lejano de la corriente de tiempo, río abajo o río arriba. Llegar ahí, mirar, sobrevivir en esa era extraña y, si es posible, regresar a su época original, son los desafíos básicos de los protagonistas, desafíos a los que pueden sumarse otros más complejos.

Puede tratarse de un revelador viaje al futuro como el de la clásica novela de H. G. Wells, La máquina del tiempo (The Time Machine, 1895): su protagonista llega a ver el descorazonador crepúsculo de la Tierra. Otro ejemplo popular es el de Buck Rogers, quien luego de un raro accidente despierta en el siglo XXV y, más que regresar, trata de insertarse culturalmente en esa nueva época… lo cual es exactamente lo contrario de lo que quisiera hacer el protagonista del Planeta de los simios (Planet of the Apes, Franklin J. Schaffner, 1968).

En la recordada serie de TV El túnel del tiempo (The Time Tunnel, de 1966) se alternaban viajes en ambos sentidos del tiempo, pasado y futuro. Los viajeros eran dos científicos atrapados en la lógica desquiciada de una máquina que, por un desperfecto técnico, los enviaba cada semana a vivir aventuras en diferentes épocas.

Una novela que adoro es La hierba roja (1950), quizás la mejor novela de Boris Vian. En ella, la máquina del tiempo reaparece para ir al pasado, pero ya no en clave de ciencia ficción, sino con un lirismo casi surrealista. El creador de la máquina, Wolf, no quiere ser testigo de la Historia de la humanidad, sino de su propia historia como individuo. Es una visita íntima a los hechos —y personas— determinantes de la vida de Wolf, quien aprovecha la máquina para revisar su propia existencia y comprender sus errores, sus obsesiones.

Las paradojas temporales

El juego se hace mucho más complejo cuando los viajeros, en lugar de contentarse con ser meros testigos de otra época, buscan modificar hechos del pasado para alterar así el presente, ya sea para conseguir un beneficio, ya sea para restituir un orden vital.

Por ejemplo: la serie de TV Viajeros (Voyagers!, de 1982) presentaba a un niño que acompañaba en sus aventuras a un miembro de una fantástica liga de viajeros en el tiempo, cuya misión era transportarse a diferentes épocas para “reparar” posibles errores históricos. Así, este viajero se presentaba como un determinista que lucha ante las posibles irrupciones del azar y los embates de lo casual sobre un destino previamente escrito.

Pero el ejemplo más popular quizás sea el de la trilogía de Volver al futuro (Back to the Future; Robert Zemeckis, 1985, 1989 y 1990). Aquí no se acata un determinismo histórico; el «deber ser» de la Historia está regido sólo por los deseos de un personaje, Marty McFly, que busca restituir el orden de su propio presente, después de un desarreglo que él mismo provocó al viajar al pasado; por su parte, el antagonista, Biff, descubre la posibilidad de enriquecerse valiéndose de un almanaque deportivo.

Recuerdo también el excelente cuento “El ruido de un trueno”, de Ray Bradbury (en Las doradas manzanas del sol, 1953): una compañía ofrece safaris a la era de los dinosaurios, con la condición de que el cazador temporal no altere absolutamente nada durante su viaje…

La variante: un ser que viene del futuro a modificar nuestro presente, para alterar así su propia época. Ejemplo más famoso: toda la saga de Terminator, la cual amaga con no terminar nunca… Y es que todas estas historias siempre corren el riesgo de quedar atrapadas en distintos tipos de paradojas, para las que el narrador deberá ofrecer explicaciones y soluciones. ¿Al alterar un hecho pasado, el curso del tiempo se modifica por completo, o es que el tiempo se desdobla en múltiples líneas temporales? ¿Se generan universos temporales paralelos? Cualquier especulación posible, si es sólida, puede ser la base para una historia. El autor también deberá proveer a los personajes alguna clase de salida, al menos temporal, es decir, temporaria…

La paradoja suele producirse por la formación de un “bucle temporal” —un loop, una serpiente que se muerde su propia cola— que obliga a que la historia se superponga a sí misma una y otra vez. Esto sucede en Volver al futuro II; para salvar el problema y sus complicaciones, el guionista inventa una prohibición: McFly debe evitar encontrarse consigo mismo o morirá. El truco funciona bien y la película mejora sin enredarse.

Una paradoja siempre es interesante, pero únicamente cuando damos una sola vuelta completa por la historia; si siguiéramos adelante, llevando la historia a sus últimas consecuencias, comprobaríamos que los hechos están condenados a repetirse y superponerse una y otra vez (tal como al poner un micrófono frente a un parlante; una especie de “acople” narrativo). Por ejemplo, esto sucedería si siguiéramos adelante con la película de Terry Gilliam, Doce monos (Twelve Monkeys, 1995), cuyo concepto le debe todo a un excelente cortometraje de 28 minutos de duración, hecho exclusivamente con fotos fijas: La Jetée, de Chris Marker.

La Jetée (Chris Marker, 1962). Parte 1/3

Parte 2/3

Parte 3/3

En la segunda parte de este artículo, dejamos los viajes temporales —de los que hay muchísimos ejemplos más— para relevar otras maneras de jugar con el tiempo dentro de una narración.

[Leer la segunda parte]