A qué edad escribieron sus obras clave los grandes novelistas

Por Martín Cristal

“…Hallándose [Julio César] desocupado en España, leía un escrito sobre las cosas de Alejandro [Magno], y se quedó pensativo largo rato, llegando a derramar lágrimas; y como se admirasen los amigos de lo que podría ser, les dijo: ‘Pues ¿no os parece digno de pesar el que Alejandro de esta edad reinase ya sobre tantos pueblos, y que yo no haya hecho todavía nada digno de memoria?’”.

PLUTARCO,
Vidas paralelas

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Me pareció interesante indagar a qué edad escribieron sus obras clave algunos novelistas de renombre. Entre la curiosidad, el asombro y la autoflagelación comparativa, terminé haciendo un relevamiento de 130 obras.

Mi selección es, por supuesto, arbitraria. Son novelas que me gustaron o me interesaron (en el caso de haberlas leído) o que —por distintos motivos y referencias, a veces algo inasibles— las considero importantes (aunque no las haya leído todavía).

En todo caso, las he seleccionado por su relevancia percibida, por entender que son títulos ineludibles en la historia del género novelístico. Ayudé la memoria con algunos listados disponibles en la web (de escritores y escritoras universales; del siglo XX; de premios Nobel; selecciones hechas por revistas y periódicos, encuestas a escritores, desatinos de Harold Bloom, etcétera). No hace falta decir que faltan cientos de obras y autores que podrían estar.

A veces se trata de la novela con la que debutó un autor, o la que abre/cierra un proyecto importante (trilogías, tetralogías, series, etc.); a veces es su obra más conocida; a veces, la que se considera su obra maestra; a veces, todo en uno. En algunos casos puse más de una obra por autor. Hay obras apreciadas por los eruditos y también obras populares. Clásicas y contemporáneas.

No he considerado la fecha de nacimiento exacta de cada autor, ni tampoco el día/mes exacto de publicación (hubiera demorado siglos en averiguarlos todos). La cuenta que hice se simplifica así:

[Año publicación] – [año nacimiento] = Edad aprox. al publicar (±1 año)

Por supuesto, hay que tener en cuenta que la fecha de publicación indica sólo la culminación del proceso general de escritura; ese proceso puede haberse iniciado muchos años antes de su publicación, cosa que vuelve aún más sorprendentes ciertas edades tempranas. Otro aspecto que me llama la atención al terminar el gráfico es lo diverso de la curiosidad humana, y cuán evidente se vuelve la influencia de la época en el trabajo creativo.

Recomiendo ampliar el gráfico para verlo mejor.

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Ver más infografías literarias en El pez volador.
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Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy

Por Martín Cristal

Sangre, sudor y cabelleras cortadas

Cormac-McCarthy-Meridiano-de-sangre-DebateIncluso después del gran éxito alcanzado a principios de los años noventa por su Trilogía de la frontera, Cormac McCarthy (Rhode Island, 1933) siguió cultivando el mito de “autor-que-no-concede-entrevistas”. Ese modo misántropo de encarar la propia figura de autor —el mismo con el que Salinger canalizó una paranoia sin fisuras, y que hoy persiste en un famosísimo fantasma llamado Thomas Pynchon— empezó a ceder un poco ante las luminarias luego del Pulitzer que recibiera por su novela La carretera, de 2006 (lo hizo, por ejemplo, con una sorprendente aparición pública en el programa de Oprah Winfrey).

Probablemente McCarthy haya escrito su gran novela mucho antes de todo eso, en 1985. Meridiano de sangre es —según el crítico Harold Bloom— la “auténtica novela apocalíptica [norte]americana”. Si La carretera es postapocalíptica al presentarnos un país desolado tras una catástrofe sin nombre —con el canibalismo y la destrucción amenazando permanentemente a un niño y su padre (Viggo Mortensen en la pantalla grande)—, Meridiano de sangre se revela como un apocalipsis previo a la formación de ese mismo país, o de una parte significativa: su actual frontera sur. Así, es posible conjeturar que la historia, las costumbres y el territorio de Estados Unidos no son para McCarthy más que un paréntesis lógico entre la certeza de un comienzo violento y la hipótesis de un final violento.

En Meridiano de sangre, la muerte y el mal son un espectáculo continuo; la ley del más fuerte aplicada veinticuatro horas al día durante veintitrés capítulos (cada uno trae al comienzo el resumen de los acontecimientos que abarca, a la usanza de los textos antiguos). El argumento es lineal a más no poder y está emparentado con el género del western: a mediados del siglo XIX —pasada ya la guerra entre Estados Unidos y México—, un chico se une a una pandilla de mercenarios que se dedican a exterminar indios entre lo que hoy serían Texas y California, bajando también a los desérticos estados del norte mexicano.

Cormac-McCarthy

La minuciosidad de la violencia en McCarthy impregna al lector, al igual que sus detalladas descripciones de vestimentas, cabalgaduras, armas y paisaje (Hugo Pratt se hubiera hecho un festín dibujando esta novela). Por Hollywood sabíamos que los indios eran sanguinarios y cortaban las cabelleras de los hombres blancos; por McCarthy nos enteramos que también podía suceder al revés, ya que las cabelleras de los indios sirven para cuantificar la matanza y cobrar la faena. Los mismos mexicanos que pagan por el exterminio se vuelven víctimas de este grupo de asesinos, entre los que se destacan el capitán Glanton, su impiadoso líder, y sobre todo el juez Holden: un personaje espeluznante, tan inolvidable como el cruel asesino de No es país para viejos (también de McCarthy).

Un extenso western, sí, pero sin héroes. No es entonces como aquellas novelitas de Marcial Lafuente Estefanía, sobre todo gracias al poderoso estilo de McCarthy, que eleva el texto a otro nivel. En la tradición del gótico sureño, McCarthy trasvasa a la sequedad mortal del desierto mexicano varios yeites de la prosa con la que Faulkner pintaba la humedad del Mississippi.

El tono y su seguridad lo son todo en esta novela. Un breve extracto como ejemplo:

“Se adentraron en el desierto para hacer un alto. No soplaba el viento y aquel silencio era muy del gusto de cualquier fugitivo como lo era el campo abierto y no había montañas cerca donde algún enemigo pudiera esconderse. Ensillaron y partieron antes de que saliera el sol, cabalgando todos a la par con las armas a punto. Cada cual escrutaba el terreno por su cuenta y los movimientos de las criaturas más minúsculas eran registrados por su percepción colectiva, los filamentos invisibles de su vigilancia federándolos entre sí, y avanzaron por aquel paisaje como una única resonancia. Vieron haciendas abandonadas y tumbas junto al camino y a media mañana habían encontrado el rastro de los apaches, venía del oeste y avanzaba ante ellos por la arena blanda del lecho del río. Los jinetes descabalgaron y cogieron muestras de arena removida al borde de las huellas y las tamizaron entre los dedos y calibraron su humedad a la luz del sol y las dejaron caer y miraron río arriba entre los árboles pelados. Volvieron a montar y siguieron adelante” [Cap. XVI; traducción de Luis Murillo Fort].

Si la prosa recuerda un poco a Faulkner, la épica recuerda otro tanto a Melville. Como en Moby Dick, las aventuras pergeñadas por McCarthy se suceden, episódicas y grandilocuentes, sólo que aquí la caza de ballenas se llama limpieza étnica.

Una novela como ésta podría volverse demasiado local si sólo se centrara en recrear un período histórico. Son las discusiones entre los personajes —usualmente alrededor del fogón nocturno— las que la vuelven universal debido a su cariz filosófico. En esos intercambios crece el personaje del juez Holden: un hombre terrorífico (cuyo título no puede más que ser irónico). Lleno de curiosidad científica, Holden es una figura cuasi diabólica. Teórico de una guerra sin fin, se presenta cínico e impredecible, capaz de perdonar o de matar sin razón alguna (o por razones íntimas pero inescrutables). Conforme esta gran epopeya de antihéroes se desangra hasta el último hombre, Holden se candidatea como una de las mayores encarnaciones del mal que haya dado la literatura.

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Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy. Debate, 2001 [1985]. 416 páginas. Con otra versión, más breve, recomendamos este libro en “Ciudad X”, La Voz (Córdoba, 5 de marzo de 2015).

Chronic City, de Jonathan Lethem

Por Martín Cristal

Chronic City no empieza con esa frase matadora por las que abogan tantos talleres literarios, sino que inyecta progresivamente en el lector una Manhattan hecha a la medida del delirio de Jonathan Lethem (Nueva York, 1964). En principio el autor parece menos concentrado en intrigar con la trama que en darles carnadura a sus personajes, sobre todo al central: no el narrador —el hueco y pintón Chase Insteadman—, sino el adorable tuerto freak, marginado, culturoso, conspiranoico, enfermizo, marihuano, ex artista callejero, ex crítico de rock y actual teorizador crónico que responde al nombre de Perkus Tooth. Los nombres excéntricos que Lethem da a sus personajes revelan a Thomas Pynchon como una de sus influencias para esta novela.

Chase, ex estrella infantil de una vieja serie de TV, vive de regalías y se aburre en los cócteles de la alta sociedad neoyorkina. Ahí siempre hay alguien que lo palmea en el hombro para darle fuerzas por el drama de su novia de la adolescencia, la astronauta Janice Trumbull: ella está atrapada en la órbita de una estación espacial, sin posibilidad de volver a la Tierra. La muerte lenta de Janice y las cartas que le envía a Chase son la comidilla diaria del New York Times (en su versión Sin Guerra). El tedio y la vacuidad carcomen la vida de Chase, hasta que conoce a Perkus Tooth.

Si cierto manchego del siglo XVII enloqueció de tanto leer novelas de caballería —su única fuente de entretenimiento—, Perkus podría ser su versión urbana y contemporánea: un neoyorkino del siglo XXI cuyas manías no devienen sólo de la literatura, sino de todas las manifestaciones de la cultura global y popular. Libros, claro, pero también discos y películas y documentales y la web y los diarios y las revistas (y la tipografía de las revistas). Todo esto potenciado con algún porro de Chronic o Hielo, sus variedades de THC preferidas. La obsesión de Perkus consiste en querer desnudar los patrones comunes de esa catarata de referencias que lo abarca (y “desnudar patrones” también es descubrir a los dueños del poder). Por momentos lo consigue y así encandila a Chase, un Sancho —aunque alto y sin panza— que resultará un compañero fiel para Perkus.

El riesgo del mecanismo discursivo entre Chase y Perkus reside en que el lector recuerde momentáneamente que ambos son (o provienen de) un mismo hombre: Jonathan Lethem. Su relación es similar a la de Hans Castorp y el quemasesos de Settembrini en La montaña mágica: un protagonista alucinado por el pensamiento de otro personaje que perora sobre esto y aquello, y quiere deslumbrar(nos) con su capacidad para establecer conexiones diversas; un disfraz dialógico para que el autor exprese sus propias teorías y se felicite a sí mismo por ellas. De esta forma de la vanidad ya nos advertía Macedonio Fernández en su Museo de la Novela de la Eterna.

Aun así, la sinapsis libre de Tooth es uno de los pilares de la novela: Perkus será tan querible para Chase como para nosotros, que lo extrañaremos como al Quijote al finalizar el último capítulo. El otro pilar es la Manhattan alucinante que compone Lethem: una niebla y una nevada permanentes; un tigre gigante (¿mecánico, real, simbólico?) que socava edificios enteros; un escultor que hace land art y que también agujerea a su modo el territorio; una semana en la que el aire de la isla huele a chocolate; dos águilas que anidan en una cornisa; una adorable pitbull de tres patas; un linyera tecno y, sobre todo, ciertos objetos del deseo que adoptan la forma de calderos. Cuando la novela excava en el tema de las realidades virtuales, la inventiva de Lethem empieza a deberle algo a Philip K. Dick.

(Otro autor que asoma, pero para soportar cierta burla o parodia, es David Foster Wallace: Chase compra un libro imposible de terminar titulado La bruma indistinta. Su autor es Ralph Warden Meeker. Sonoro y cercano a DFW y La broma infinita).

La mejor decisión de Lethem es no darnos una solución centralizadora para el problema de qué debe tomarse por real y qué por simulacro en su fantástica ciudad crónica. Casi todo tendremos que decidirlo nosotros, incluso si el tigre es, como quería Borges, siempre el mismo tigre. La única certeza remanente es que existe un Sistema —un Poder, natural o fraguado— que termina expulsando a quienes lo cuestionan o tratan de mirar tras bambalinas. En especial si lo hacen con un ojo desviado de toda norma.

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PD. No creo que esta novela pueda situarse netamente dentro de la Ciencia Ficción, pero la incluyo en esta serie de posts debido a que comparte varios rasgos del género, y también a que la leí durante mi Sci-Fi Fever. Con otra versión de esta reseña, recomendamos este libro en el número 18 de la revista Ciudad X (diciembre de 2011).

Lo mejor que leí en 2011

Por Martín Cristal

Este año, visto que ya escribí (o preparé) mis comentarios sobre casi todos los libros que más disfruté leer, simplifico el ya tradicional post presentando sólo las tapas con los links a las correspondientes reseñas. Van en orden alfabético de autores; esto no es un ranking. Estos son los libros que más disfruté leer en 2011:

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Fiebre de guerra,
de J. G. Ballard
Por dentro todo está permitido,
de Jorge Baron Biza
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Me acuerdo,
de Joe Brainard
Ubik,
de Philip K. Dick
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Un canto pisano,
de Sam Hamill
Qué hacer,
de Pablo Katchadjian
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Chronic City,
de Jonathan Lethem
Asterios Polyp,
de David Mazzucchelli
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Las batallas en el desierto,
de José Emilio Pacheco
Contraluz,
de Thomas Pynchon
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Siempre juntos y otros cuentos,
de Rodrigo Rey Rosa
Lint,
de Chris Ware
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[Ver lo mejor de 2010 | 2009]

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En el ciclo «Las lecturas de 2011» de la revista digital Hermano Cerdo,
se puede leer una síntesis de la impresión que me causó cada uno de estos libros.

Contraluz, de Thomas Pynchon (X): Valoración Partes Cuatro y Cinco

Por Martín Cristal

Este gráfico intenta expresar mi valoración personal de la cuarta y quinta partes de Contraluz, la novela de Thomas Pynchon [clic sobre la imagen para ampliarla; se recomienda ver a pantalla completa. Ojo: contiene cientos de spoilers…]:

Parte Cuatro: «Contra el día»;
Parte Cinco: «Rue du Départ»


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Ver gráfico de Parte Uno | Ver gráfico de Parte Dos | Ver gráfico de Parte Tres

Ver gráfico integrado de la novela completa
[2,1 Mb]

Contraluz, de Thomas Pynchon
en El pez volador: Índice
I: Personajes principales
II: Parodias, temas, recurrencias
III: Toda novela larga tiene sus altibajos
IV: Puestas en abismo
V: Un verosímil permeable
VI: Acerca del título

Y con esto, cerramos la serie sobre Contraluz.
Gracias por volar con nosotros.

Contraluz, de Thomas Pynchon (IX): Valoración Parte Tres

Por Martín Cristal

Este gráfico intenta expresar mi valoración personal de la tercera parte de Contraluz, la novela de Thomas Pynchon [clic sobre la imagen para ampliarla; se recomienda ver a pantalla completa. Ojo: contiene cientos de spoilers…]:

Parte Tres: «Bilocaciones»


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Ver gráfico de Parte Dos

Contraluz, de Thomas Pynchon (VIII): Valoración Parte Dos

Por Martín Cristal

Este gráfico intenta expresar mi valoración personal de la segunda parte de Contraluz, la novela de Thomas Pynchon [clic sobre la imagen para ampliarla; se recomienda ver a pantalla completa. Ojo: contiene cientos de spoilers…]:

Parte Dos: «Espato de Islandia»


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Ver gráfico de Parte Uno

Contraluz, de Thomas Pynchon (VII): Valoración Parte Uno

Por Martín Cristal

Decíamos en el primer artículo de esta serie sobre Contraluz, que el argumento de esta novela es imposible de resumir, y que eso es una salida cómoda para cualquiera que la reseñe. Aquí intentaremos no rendirnos ante esa comodidad.

Y si en el tercer artículo dimos una valoración general y nos referimos a los altibajos de una novela como ésta, en el presente post y los subsiguientes intentaremos dar un detalle (subjetivo, como siempre) de esos ups and downs, para no quedarnos en la mera generalización.

Aquí va entonces un gráfico que intenta expresar mi valoración personal de la primera parte de esta novela de Pynchon [clic sobre la imagen para ampliarla; se recomienda ver a pantalla completa. Ojo: contiene cientos de spoilers…]:

Parte Uno: «La luz sobre las cumbres»


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Los puntos rojos indican las subdivisiones de esta parte. En el eje horizontal se indica el número de página. Las categorías del eje vertical son, por supuesto, subjetivas. Creo que son claras, aunque quizás haga falta precisar la diferencia entre las gradaciones intermedias: para mí, una cosa es que un pasaje sea meramente interesante o divertido, y otra cosa —mucho mejor— es que, además de eso, dicho pasaje movilice el argumento y motive a seguir leyendo… De ahí que distinga «divertido/interesante» de «divertido/interesante + intriga». Hacia arriba, sigue un simple aumento de grado («Muy divertido/muy interesante…»); y finalmente, el grado máximo: lo memorable, aquellos pasajes que nos acompañarán por siempre.

[Continuará…]

Contraluz, de Thomas Pynchon (VI)

Por Martín Cristal

Sexto post de la serie sobre Contraluz (Against the Day), la novela de Thomas Pynchon.

Anteriores:
I: Personajes principales
II: Parodias, temas, recurrencias
III: Toda novela larga tiene sus altibajos
IV: Puestas en abismo
V: Un verosímil permeable

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Acerca del título

Nicholas Nookshaft, el Gran Cohen londinense del CRETINO —o Centro de Recogimiento para los Estudiosos del Tetractis Inefable (Neo Orden)— le dice al recién llegado detective Basnight:


“Series de mundos laterales, otras partes de la Creación, están a nuestro alrededor, cada uno con sus puntos de fusión o puertas para pasar de uno al otro, y pueden encontrarse en cualquier parte, es así… Una Explosión imprevista, introducida en el fluir normal del día, puede abrir fácilmente, de vez en cuando, pasadizos a otros lugares…”.
[p. 281]

Esta intervención del Cohen puede leerse como una explicación del título “Contra el día” —el día como el fluir de lo que consideramos normal—, pero también como un manifiesto formal de la novela, una síntesis de su estructura: mundos (argumentos) laterales con puntos de fusión con pasadizos y encuentros entre unos y otros… todos salpicados de imprevistos que van “contra el día”, es decir, contra el fluir de “lo normal”.

Nookshaft habla de una “explosión imprevista”. Recordemos cómo termina el capítulo sobre el desvanecimiento de la persistente luz nocturna y los otros extraños efectos de la explosión en Tunguska, Siberia:


“Se prolongo durante un mes. Aquellos que lo tomaron por una señal cósmica se encogían bajo el cielo cada anochecer, imaginándose catástrofes cada vez más disparatadas. Otros, para los que el naranja no parecía un tono propiamente apocalíptico, se sentaban al aire libre en bancos públicos, leían tranquilamente y se acostumbraban a la curiosa palidez. A medida que pasaban las noches y no ocurría nada y el fenómeno se iba desvaneciendo lentamente, la noche recuperó los violetas oscuros de siempre, y la mayoría tuvo dificultades para recordar la previa euforia del corazón, la sensación de apertura y posibilidad, y volvió otra vez a buscar otra vez el orgasmo, la alucinación, el estupor, el sueño, para que los ayudaran a pasar la noche y a prepararse contra el día”.
[p. 997]

Me intrigaba saber por qué Vicente Campos tradujo el título de la novela como Contraluz y el título de esta cuarta parte como “Contra el día”… ¿No son las mismas palabras en el original? ¿Dónde detectó un cambio de sentido que lo llevara a elegir esa diferenciación?

Inicialmente supuse que el traductor no quiso restringir el sentido del título de la novela al de este único párrafo… Más tarde, en un comentario al primer post de esta serie sobre Contraluz, René López Villamar nos contaba que en realidad habría sido el propio Pynchon quien indicó esa traducción para el título. (En algún pasaje de la novela que ahora ya no logro ubicar, recuerdo que alguien está parado frente a una ventana y «contra el día», es decir, a contraluz…).

Mis reparos sobre el particular son para el propio Pynchon, entonces, y no ya para sus traductores, cuyo trabajo se me hace monumental y admirable. Creo que Contra el día hubiera sido un título mucho más atractivo en castellano para esta novela que —como la gran explosión siberiana— también es un fenómeno que se va “desvaneciendo lentamente” en la memoria del lector, pero que sin dudas deja en él una “sensación de apertura y posibilidad”: en literatura se puede hacer de todo.

[Continuará…]

Contraluz, de Thomas Pynchon (V)

Por Martín Cristal

Quinto post de la serie sobre Contraluz (Against the Day), la novela de Thomas Pynchon.

Anteriores:
I: Personajes principales
II: Parodias, temas, recurrencias
III: Toda novela larga tiene sus altibajos
IV: Puestas en abismo

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Un verosímil permeable

“…En la gran celebración nacional [es decir, en la Feria de Chicago] lo ficticio se daba en el grado exacto para permitir el acceso y la participación de los muchachos.” (p. 53).

Pynchon hace eso mismo: gradúa la ficción en el punto exacto de verosimilitud —un punto débil, de consistencia blanda— que permita, cuando él lo desee, romper esa delgada película con facilidad para introducir perros (y centellas, y renos y hasta rosas) que hablan, un mundo subterráneo lleno de gnomos beligerantes, viajes intraterrestres en globo o en naves “subarenáceas”, un hombre-donut, fantasmas y peligrosos gusanos mitológicos en los túneles de Suiza, un transatlántico que en plena navegación se transforma en acorazado, un vidente de inodoros, una máquina que anima fotografías estáticas, unos escarabajos de luz que no son otra cosa que almas brillantes posadas sobre la corteza de un árbol… y muchas cosas más, que pasarán por megaimaginativas o archipueriles según la personalidad de cada lector.

Thomas Pynchon es una rara amalgama de rigor y libertad. La plástica membrana de verosimilitud que tensa el autor (una frontera permeable, bidireccional: nos dice “esto es ‘lo creíble’ y aquello ‘lo que no’, pero aquí somos libres de ir y volver entre ambos territorios”) se consigue menos por el trabajo sobre la psicología de los personajes que por la proliferación de detalles de época. Es el escenario el que nos da la sensación de tangibilidad. Los personajes —abundantes— no se profundizan demasiado. Y para un universo como éste, eso no está mal: es casi necesario porque, ¿cómo se podría salir de las profundidades del alma humana, de un pasaje tormentoso a lo Dostoievski, para hablar de pronto de una fellatio realizada por un Cocker Spaniel, o de una secta de tipos que cocinan diversos platillos hechos con luz, o de un (maravilloso) tiroteo en un saloon del Oeste mientras unos turistas japoneses sacan fotos con flashes recién inventados, o de una mujer lujuriosa que de pronto levita y así abandona sus hábitos lascivos? No se podría, la novela se partiría en dos. Concentrarse en la época y el escenario —y no tanto en la psicología de los personajes— es lo que a Pynchon le permite cimentar un edificio sólido dentro del cual deambulará entre el rigor histórico y el absurdo más delirante.

Pynchon tiene algo de Hugo Pratt en la meticulosa indagación del pasado. Es imposible no acordarse de Pratt; Contraluz coincide con la época y algunos lugares de muchas aventuras del Corto Maltés. La atmósfera fin-de-siécle está perfectamente recreada y resulta totalmente creíble en especial por la cantidad de detalles que el autor ofrece para su reconstrucción mental: la ropa, los vehículos, usos y costumbres, descubrimientos científicos y movimientos ideológicos en boga… Sin embargo, a veces esto puede ser agobiante, sobre todo en pasajes donde el procedimiento pasa por un innecesario alarde de erudición. ¿Qué valor asignarle al enciclopedismo en la era Google? Quizás pueda aplicársele lo que Beatriz Sarlo —en una reseña de Las teorías salvajes, de Pola Oloixarac— decía respecto de la intertextualidad:


«…la era Google […] ha vuelto casi inútil el trabajo de hundir citas cifradas porque nada permanece cifrado más de cinco minutos. Sylvia Molloy escribió que la erudición borgeana era incierta y finalmente poco confiable. Esa cualidad dudosa de la cita, que producía la indeterminación de los textos de Borges, hoy no tiene condiciones de posibilidad: no hay incertidumbre; verdadera, modificada o intacta, la cita siempre se encuentra a pocos golpes de teclado; y las citas falsas no aparecen entre los resultados del buscador.

Sin duda para los lectores nativos de la era internet, el enciclopedismo y la erudición no tienen el mismo encanto o peso que tenían para las generaciones anteriores hace, digamos, veinte años. Al respecto, y volviendo a Pynchon, Rodolfo Biscia dice lo siguiente (en la revista Otra Parte):


El afán totalizador de
Contraluz, sin embargo, acusa cierta fragilidad en un mundo donde la elegancia del universo Baedeker ha sido barrida por la literalidad ramplona de Google Earth y donde la propensión enciclopédica, que en El arcoiris de la gravedad resplandecía por lo críptico, se disuelve en las redes de la disponibilidad berreta de la información. Algo del misterio, en efecto, se ha desvanecido cuando una pandilla de ciberescoliastas de la Thomas Pynchon Wiki se dedica a localizar referencias y a separar la paja de la invención del trigo de lo real (o viceversa). Desmantelada su aura, desnuda en su aparatosidad, Contraluz queda entonces como una inmensa máquina del tiempo destartalada, una de esas computadoras primitivas que ocupaban una habitación entera, y cuyo aspecto podía ser confundido con la simple mampostería de un simulacro de máquina.

[Continuará…]

Contraluz, de Thomas Pynchon (IV)

Por Martín Cristal

Cuarto post de la serie sobre Contraluz (Against the Day), la novela de Thomas Pynchon.

Anteriores:
I: Personajes principales
II: Parodias, temas, recurrencias
III: Toda novela larga tiene sus altibajos

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Puestas en abismo

En la Exposición Universal de Chicago, donde arranca la acción de Contraluz, está el Edificio de las Manufacturas y las Artes Liberales, al que se describe como “…una ciudad en miniatura, anidada dentro de la ciudad-dentro-de-la-ciudad que era la Exposición misma” (p. 39).

Un recurso más de esta novela: la puesta en abismo. Volvemos a encontrar otra más adelante, cuando el Inconvenience entra en un agujero antártico que le permitirá hacer un viaje “intraterrestre” para salir en la otra punta del planeta (!). El autor se incluye a sí mismo dentro del texto (aunque no dentro de la acción):


“…se remite a los lectores a
Los Chicos del Azar en las entrañas de la Tierra, por raro que parezca, una de las entregas menos atractivas de esa serie, como lo atestiguan cartas procedentes de puntos tan remotos como Tunbridge Wells, en Inglaterra, que expresan su desagrado, con frecuencia muy intenso, hacia mi pequeño e inofensivo scherzo intraterrestre”. [p. 154].

Leo 1) una novela de Thomas Pynchon donde 2) hay un escritor innominado que me cuenta que escribe sobre 3) las aventuras de los Chicos del Azar (y que, a veces, recibe quejas por ello)… Es decir, ya hay tres niveles en el relato, salvo que uno quiera entender que ese “mi” se refiere efectivamente al propio Pynchon, al real. Muy cervantino.

En todo caso, así queda certificado el carácter de invención de todo lo leído, lo que también es una manera de ablandar y volver más plástica la verosimilitud interna del relato. Podemos transitar entre lo histórico-real y la fantasía más absurda —que Pynchon ofrece a manos llenas— porque de hecho tanto lo primero como lo segundo sería inventado por ese autor al que sus lectores, a veces, incluso le hacen reclamos por carta.

Más adelante, incluso Reef Traverse lee un libro de los Chicos del Azar:


“Había llevado consigo una novela barata de la serie de los Chicos del Azar,
Los Chicos del Azar en los confines de la Tierra, y un rato cada noche se sentaba al amor de la lumbre y leía para sí, aunque pronto empezó a leerle en voz alta al cadáver de su padre, como si fuera un cuento para dormir, algo que facilitara el tránsito de Webb al país de los sueños de su muerte. […] Durante el par de días siguientes vivió una especie de existencia dual, en Socorro y en el Polo.” [p. 274]

Hay más. El pintor Hunter Penhallow le explica a Dally que cualquier lugar de Venecia es tan bueno como otro para ser pintado. Propone una puesta en abismo hacia lo infinitesimal:


Imagínate que dentro de este laberinto que ves hay otro, pero a una escala menor, reservado exclusivamente, pongamos, para gatos, perros y ratones, y luego, dentro de éste, otro para hormigas y moscas, luego otro para microbios y el mundo invisible entero, y así bajando por la escala, pues una vez que se acepta el principio del laberinto, no sé si me entiendes, ¿por qué detenerse en una escala en concreto? Es algo que se repite a sí mismo. El punto preciso donde nos encontramos en este momento es un microcosmos de toda Venecia.
[Pág. 717]

(De los hielos de Islandia ya se había dicho —en pp. 177-178— que en determinado momento podían coincidir con el mapa de Venecia).

Una vez que se acepta el principio del laberinto, ¿por qué detenerse en una escala en concreto? Pynchon y Contraluz hacen precisamente eso: ampliar su propio laberinto sin detenerse en ninguna escala, haciéndolo tender al infinito.

[Continuará…]

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Contraluz, de Thomas Pynchon (III)

Por Martín Cristal

Tercer post de la serie sobre Contraluz (Against the Day), la novela de Thomas Pynchon.

Anteriores:
I: Personajes principales
II: Parodias, temas, recurrencias

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Una novela larga siempre tiene altibajos

Entonces, ¿es aburrido o divertido, este libro? Como toda novela intensa y larga, Contraluz tiene muchos altibajos —de los que daremos el debido detalle más adelante— si bien, al menos en las tres primeras partes, el tapiz de Pynchon siempre consigue que alguno de sus hilos sostenga el interés del lector. En cambio, la cuarta parte (titulada, ahora sí, “Contra el día”) se enmaraña con los indescifrables conflictos balcánicos previos a la primera guerra mundial. Lo que hasta ahí parecía una saludable e irrefrenable expansión narrativa —esa valiente desmesura que siempre elogiaremos y que definimos técnicamente como “irse al carajo”—, aquí ya huele a pura dispersión sin gobierno. Metas vagas, misiones abortadas apenas se llega al lugar acordado, espías, contraespías… una madeja en la que es fácil perderse y aburrirse.

En ese punto las motivaciones de los personajes se diluyen. Más todavía: ellos mismos se declaran perdidos. “Nunca comprenderé los motivos del CRETINO…”, dice Cyprian sobre la sociedad secreta que le encargó una misión en la otra punta del globo (p. 1008), y la verdad es que, a esa altura de las cosas, nosotros tampoco los comprendemos (ni nos importan ya). Más tarde el personaje descubrirá que su misión era falsa… “En el oficio [de Cyprian] las expectativas frustradas eran la norma” (p. 1070). Así que, para colmo, esos trabajosos periplos pierden sentido ni bien iniciados.

La historia en esta cuarta parte se disgrega en misiones siempre incumplidas para amos invisibles (al dicho mexicano de “nadie sabe para quién trabaja”, los personajes de Pynchon podrían tatuárselo en la frente). Por momentos, Pynchon incluso parece creer que la prolija relación de itinerarios y traslados es un buen sustituto para la invención de nuevas historias que contar. Al igual que el caos geopolítico de preguerra, aquí el caos argumental parece no tener remedio. Aparecen algunos personajes nuevos que sin embargo duran poco y no generan empatía, porque a esta altura nos conformamos con seguir las historias de los que venimos acompañando hace ya más de mil páginas.

En suma, la cuarta parte es la más aburrida (quizás este lector llegó a ella con el caballo cansado, también). Las idas y vueltas de Cyprian son agotadoras. Se rescatan, eso sí, los estrafalarios efectos de una misteriosa (y real) explosión en Siberia; ciertos pasajes de novela erótica y libertina en Venecia; la breve levitación de Ruperta Chirpingdon-Groin, que la deja cambiada para siempre; el paso al modo novela negra con Lew Basnight; el cameo de un vidente que puede “leer” inodoros; una fraternidad de chicas eteronautas; y el Integroscope, una máquina para animar fotografías. Es mucho, parece, pero no tanto si se lo compara con lo que antes ya ha dado Pynchon. Contraluz es como una droga que marea un poco en la Parte I, luego tiene sus picos altos en II y III, y por fin decae inevitablemente (aunque con uno que otro buen flashback) en la IV. La Parte V, el epílogo titulado “Rue du Départ”, asegura una salida suave.

Pasados los efectos de esta droga, no da hambre, pero sí muchas ganas de buscar otra cosa que leer. Hay quien se fanatiza con este autor; son los encantos de una obra autorreferencial, llena de chistes y guiños para los lectores fieles (y vaya si Pynchon los tiene: hasta han creado su propia PynchonWiki). En mi caso, creo que ya tengo suficiente Pynchon para una vida, aunque quién sabe…

La sensación exacta que me deja este libro al terminarlo es precisamente la de haber leído sus 1337 páginas a través de un fragmento de espato de Islandia. La ambigua transparencia de este mineral birrefringente me hace sentir que no he leído una novela, sino dos en paralelo: una, genial y admirable, maravillosa; la otra, agobiadora y hartante, aborrecible. Quisiera recomendar sólo la primera, pero parece que en el combo vienen juntas.

[Continuará…]

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Contraluz, de Thomas Pynchon (II)

Por Martín Cristal

Segundo post de la serie sobre Contraluz (Against the Day), la novela de Thomas Pynchon.

Anterior:
I: Personajes principales

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Parodias, temas, recurrencias

La parodia serial de géneros y estilos que Pynchon hace a lo largo de Contraluz se corresponde con el modo en que funciona el espato de Islandia: un mineral —o un texto— transparente, pero que simultáneamente permite ver, para cada cosa —o género literario conocido— un duplicado ligeramente modificado. Así, la novela ejecuta guiños y variaciones sobre los mecanismos de la novela juvenil de aventuras, del relato de terror cósmico a lo H. P. Lovecraft (aunque montado sobre un argumento tipo King Kong), de la novela negra (con detective suelto en Hollywood), de la de sci-fi primigenia (con destartaladas máquinas del tiempo a lo Wells o un Nautilus a lo Verne pero para navegar bajo las arenas del desierto), de la novela erótica (con triángulo en Venecia) o del western americano de sangre y venganza (cruzado con el Infierno del Dante en un inolvidable pueblo de Utah llamado Jeshimon).

Todo esto regado con la ya famosa paranoia conspirativa pynchoneana (“…complots, golpes, cismas, traiciones…”; p. 573). Abundan las intrigas internacionales llevadas a cabo por una plaga de sociedades secretas más o menos absurdas según el caso, que luchan por controlar el mundo en un nuevo siglo lleno de novedades.

Para el capitalismo, los nuevos poderes tecnológicos implican nuevos campos que dominar. Todos buscan ser los primeros en apoderarse de estos terrenos que desconocen, pero que representan al futuro inmediato. Las fuerzas invisibles son (re)exploradas: la naturaleza del tiempo, del espacio, del espíritu (y lo metafísico), del éter y, en especial, de la luz (“La luz podía ser un factor secreto determinante en la historia”; p. 542). Pynchon no narra —como dice la contratapa— “un mundo en descomposición”, sino un mundo en recomposición (social, tecnológica y geopolítica).

El contrapeso de ese capitalismo salvaje es el anarquismo, encarnado sobre todo en el personaje de Webb Traverse. Mineros deslomándose en Colorado, trabajadoras hacinadas tras bambalinas en las grandes tiendas departamentales de Nueva York, fogoneros sudorosos y tiznados en la oscura panza de un transatlántico/acorazado… A lo largo de la novela, Pynchon nunca olvida el tema de la explotación (“…le habría preguntado dulcemente en qué medida creía él que la cultura occidental había dependido a lo largo de toda la historia de ese tipo de trabajo vergonzosamente mal pagado”; pp. 1169-1170) ni tampoco la consecuente resistencia del anarquismo (condensada alegóricamente en un divertido deporte pynchoneano, el “Golf Anarquista”; p. 1156). La necesidad de una revolución —¿una revulsión?— mundial se manifiesta en los relatos sobre huelgas, atentados con bombas y dinamita, la Revolución Mexicana y el clima de inestabilidad en los Balcanes, entre otros sucesos históricos que atraviesa la novela.

Pynchon, de quien se dice que en su juventud estudió ingeniería, se interesa muchísimo por la tecnología. Ésta es, decididamente, la novela —¿el autor?— más nerd que he leído en mi vida. La electricidad, la fotografía, las armas y los motores, los transportes y las máquinas —reales o inventadas—, y también teorías sobre las bilocaciones (“el extraño y útil talento de estar en dos lugares a la vez”; p. 853), el viaje temporal, las posibilidades de la cuarta dimensión… el autor se detiene en el funcionamiento de casi todo.

(Nota al margen: no puedo evitar comparar este aspecto con Esta historia [2005], novela de Alessandro Baricco que —por eso de las interrupciones cotidianas de mi vida como lector— leí muy próxima a Contraluz. La historia de Baricco transcurre en la misma época, pero los adelantos tecnológicos no son vistos desde el intelecto, como en el caso de Pynchon, sino desde la emoción de su descubrimiento por parte del hombre común. Pynchon prefiere detenerse en lo técnico y sus implicancias en la cosmovisión de toda la humanidad. [Más conexiones Baricco-Pynchon en Contraluz: autos, aviones, motos, en p. 1128; un biplano, en p. 1147; referencia a la batalla del Caporetto, en p. 1315]).

En el contexto de su gran interés científico-técnico, los coqueteos de Pynchon con la matemática van de lo interesante a lo soporífero. Y él lo sabe: “Otra conversación matemática […] pronto aburrió tanto a todos que acabaron marchándose” (p. 750). Así como hay momentos en que divierte a rabiar con su inventiva (¡un intento de asesinato en una fábrica de mayonesa!), en estos otros casos a Pynchon sencillamente no le importa aburrir con disquisiciones de este tipo.

Contraluz, de Thomas Pynchon (I)

Por Martín Cristal

Con este post iniciamos una serie sobre Contraluz (Against the Day), la novela de Thomas Pynchon.

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Para este año está programada la publicación en castellano de la novela más reciente de Thomas Pynchon: Vicio propio (Tusquets). Según las reseñas disponibles acerca de la versión original (Inherent Vice), se trataría de una novela menos extensa y laberíntica que las que este viejo misántropo neoyorquino acostumbra ofrecernos cada diez o doce años. Sería una novela mucho más digerible —aunque menos representativa de “lo pynchoneano”— que su inmediata predecesora: Contraluz (Against the Day).

Contraluz salió en castellano hace menos de un año, aunque en idioma original se había publicado en 2006. La demora no sorprende: la novela tiene 1337 páginas, docenas de personajes y una complejidad abrumadora para cualquier traductor, por lo que el buen oficio de Vicente Campos debe agradecerse (más allá de cierta discrepancia mía con su elección para el título, a la que me referiré después).

El argumento de Contraluz, como el de otras novelas de Pynchon, es imposible de resumir, lo cual no deja de ser una salida cómoda para cualquiera que la reseñe. Más adelante daremos cuenta de cada una de las partes que componen la novela; digamos, por ahora, que arranca en 1893, en la Exposición Universal de Chicago, que se extiende hasta principios de los años veinte, y que consta de un creciente racimo de personajes cuyas interconexiones y forzados (re)encuentros permiten una acción arbórea, ramificada por casi todo el planeta. “Cientos, miles a estas alturas, de narraciones, todas igualmente válidas… ¿qué puede significar?” (p. 848). Posiblemente nada más que el absurdo de un mundo regido por un código indescifrable.

Personajes

Puestos a elegir, sus personajes centrales podrían ser los siguientes: la cofradía de jóvenes aventureros llamada Los Chicos del Azar, unos alegres alcahuetes que cumplen misiones por todo el planeta a bordo de un dirigible, el Inconvenience, y que a la vez son protagonistas de una serie de libros como las de Harry Potter o Tin Tin; el minero anarquista Webb Traverse y sus cuatro hijos (la díscola y rebelde Lake, el práctico y aventurero Frank, el temerario y duro Reef, y el menor, Kit, más instruido e inteligente que los otros); el desorientado detective Lew Basnight; el vil magnate capitalista Scarsdale Vibe, sus hijos y su secuaz, el vidente Foley Walker; el fotógrafo Merle Rideout y su querida hijastra Dally; la madre de ésta, Erlys, que se fugó con el mago Zombini El Misterioso; la bella, inteligente y sexualmente ambidiestra Yashmeen Halfcourt; su enamorado binorma, Cyprian Latewood; los crueles matones Deuce Kindred y Sloat Fresno… entre otras docenas de figurantes. Una particularidad de Pynchon es la de darle un nombre (casi siempre estrafalario) a cada uno de sus personajes, tanto a los principales como a los secundarios. Esto impide que uno pueda prever si un personaje reaparecerá luego para copar el centro de la escena o si es sólo un extra que hace su acto en unas pocas páginas para ya no aparecer nunca más.

El resultado es un mosaico colosal, recargado y posmoderno, cuyo prometido leitmotiv inicial sería la aparición —primero demorada, luego recurrente y por fin abandonada— de un extraño mineral: el espato de Islandia. Es un mineral translúcido que tiene la propiedad de la doble refracción y múltiples aplicaciones narrativas: las telecomunicaciones, la alquimia, la magia, la óptica, la decodificación y también el absurdo.


Contraluz, de Thomas Pynchon
en El pez volador: Índice
I: Personajes principales
II: Parodias, temas, recurrencias
III: Toda novela larga tiene sus altibajos
IV: Puestas en abismo
V: Un verosímil permeable
VI: Acerca del título

Ver gráfico de Parte Uno
Ver gráfico de Parte Dos
Ver gráfico de Parte Tres
Ver gráfico de Partes Cuatro y Cinco

Ver gráfico integrado de la novela completa [2,1 Mb]

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Interrupciones cotidianas

Por Martín Cristal

En casa tengo empezada Contraluz. Ya leí unas 150 de sus 1300 páginas. Esa novela sólo puedo leerla en casa: el libro es un ladrillo intransportable. (Osteópata, revisándome la espalda: “¿Hace algún tipo de actividad física?”. Yo: “Sí, estoy leyendo a Thomas Pynchon”).

Para el morral reservo libros más delgados: por ejemplo, Esta historia, de Alessandro Baricco. Me lo regaló mi hermana y es ligero en todo sentido. Refrescante y liviano. (Al hecho de que hay libros que da para llevarlos en la mochila y otros que no, ya lo habíamos comentado).

Mi «sintaxis» de lectura, entonces, podría ser

Pynch[Baricco]on

Diez años atrás no hubiera podido —ni me hubiera permitido— leer de esta forma. Pero hoy estas «subrutinas» me resultan bastante frecuentes. A veces claro, esto no es más que una excusa para inconclusiones del tipo

Pynch[Baricco]… [otros autores]

A principios de diciembre, fui al centro a cortarme el pelo. Tenía que caminar diez cuadras y no tenía apuro. Entonces, lo de siempre: “¿qué habrá de nuevo en las librerías?”. (Las librerías más importantes de Córdoba se encuentran en un conveniente cuadrado de tres por tres manzanas).

Así que, de camino a lo del peluquero, hice el tour por las librerías. Pero sucede que me avergüenza comprar libros con más rapidez de lo que puedo leerlos (releer a Monterroso y su cuento “Cómo me deshice de quinientos libros”). Cuando me descubro a punto de hacer eso, me freno: entonces miro vidrieras, pero no entro. Lo que sí me permito es pasar por las librerías de usados: el hallazgo de una oportunidad que no hay que dejar escapar justifica la compra más allá de mis eventuales sentimientos de culpa por mi acumulación burguesa.

Entré en Macao y no paré hasta descubrir esa oferta corleonesca que no podía rechazar: Inolvidables veladas, de Marcelo Cohen. Un Minotauro en tapa dura, editado en Barcelona, por sólo $15 (unos 3,75 dólares). Una ganga. Por supuesto, al salir de la librería, en vez de seguir a lo del peluquero, me desvié a un café para leerlo.

Hacía calor, así que elegí un café que tiene sus mesas afuera, en la nueva zona peatonal de Caseros. Y empecé a leer, con lo cual la fórmula ya era

Pynch[Bari[Cohen]cco]on

…y esto sólo si a la fórmula no le incorporamos las otras procrastinaciones extraliterarias, lo cual esa tarde hubiera dado

Pynch[Bari[Pelu[Ca[Cohen]fé]quería]cco]on

Pedí un café con leche y dos medialunas. El mozo —muy lookeado y algo amaneradón— volvió con el pedido a los diez minutos. No tenía bandeja: traía la taza en una mano (el platito tomado desde abajo como con una garra) y las medialunas, el azúcar y el vasito de soda amontonados en la otra mano: un asco. Para colmo cuando llegó a la mesa, se distrajo con un pibe que, rosa en mano, trataba de sacarle un billete al macho de la parejita de al lado. Molesto porque el mangazo era insistente y se producía en su área de cobertura, el mozo terminó volcando medio café con leche sobre la mesa.

Se disculpó, limpió y volvió con otro café con leche. Y entonces, como para socializar, me preguntó qué estaba leyendo. Le mostré la tapa del libro (en la que hay un personaje cabizbajo sentado a una mesa con un vaso enfrente, tal como estaba yo en ese momento). Entonces el mozo me dijo: “Enseguida te vas a llevar una sorpresa. Pasate a la otra silla”.

Me cambié a la silla de enfrente. Ahí descubrí que, a espaldas de mi silla anterior, habían puesto un silloncito con una especie de pareo colorido encima, junto a una mesita baja y una vela muy coqueta. Miré esa escenografía durante dos minutos, con la creciente molestia de reconocer que había obedecido al mozo de inmediato, como un corderito. No, no, no: me volví a mi silla anterior (un rebelde con delay). Leí algunas páginas más y disfruté medio café, cuando del bar salió un violinista rastafari para tocar y pasearse entre las mesas.

Cuando el violinista de Hamelín capturó la atención de todos, la condujo hasta el silloncito en el que se instaló una chica con el pelo recogido y anteojos de marco negro. El violín se calló —no así la ciudad alrededor del violín— y la chica, sin micrófono y sin mediar presentación alguna, empezó a leer. (Tuve que volver a la silla que me había sugerido el mozo).

La chica tenía acento español. Y leía poemas. Que quizás eran tan lindos como ese acento, no sé: aunque quise, no pude concentrarme, porque mi fórmula de lectura ya había hecho metástasis a

Pynch[Bari[Pelu[Ca[Coh[PoetaDesconocida]en]fé]quería]cco]on

El día se me estaba complicando: pedí la cuenta y huí. Me apuré en las siguientes cinco cuadras, pero llegué tarde: estaban cerrando. Por ahora sigo con el pelo largo.