El hombre en el castillo, de Philip K. Dick

Por Martín Cristal

1. De versiones alternativas

Con la llegada del e-reader pasé de la escasez de ciencia ficción en librerías a tal superabundancia en formato electrónico que de repente no sólo contaba con los textos que hacía tiempo quería leer, sino que además en algunos casos hasta podía elegir entre más de una traducción.

Así me pasó con The Man in the High Castle, de Philip K. Dick (1962). Encontré una versión de Manuel Figueroa (Minotauro, 1974) y otra de Francisco Arellano Selma (Orbis-Hyspamérica, 1986). ¿Cómo elegir? Por la tapa hubiera debido descartar la versión de la “serie blanca” de Hyspamérica, que insistía en nombrar al libro como El hombre del castillo. (En la edición de la Biblioteca de Ciencia Ficción —“la azul”—, el traductor es el mismo, pero en la tapa no figuraba ese error). Sin embargo, para decidir mejor opté por comparar los primeros párrafos de cada una:
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Versión de Manuel Figueroa, Minotauro, 1974:

Durante toda una semana el señor R. Childan había examinado ansiosamente el correo, esperando encontrar el valioso envío de los Estados de las Montañas Rocosas. Cuando abrió la tienda el viernes a la mañana y vio que en el suelo había sólo dos cartas pensó que iba a tener dificultades con su cliente.

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Versión de de Francisco Arellano Selma, Orbis-Hyspamerica, 1986:

Childan había estado esperando el correo durante una semana con ansiedad. Pero el valioso envío procedente de los Estados de las Montañas Rocosas no había llegado. El viernes por la mañana, cuando abrió la tienda y vio que por el suelo no había más que cartas echadas por la boca del buzón, lo primero que pensó fue: «voy a tener un cliente enfadado».

Esto no pretendía ser de ningún modo una valoración precisa del trabajo de los traductores, ejercicio que hubiera debido hacer cotejando con el original en inglés, que sólo ahora
gugleo:


For a week Mr. R. Childan had been anxiously watching the mail. But the valuable shipment from the Rocky Mountain States had not arrived. As he opened up his store on Friday morning and saw only letters on the floor by the mail slot he thought, I’m going to have an angry customer.

Quedan servidas las comparaciones. En mi caso, tras el rápido experimento referido, preferí la primera, la de Figueroa. Sin embargo, a las pocas páginas surgió otro aspecto que resultó decisivo: descubrí que esa versión de Minotauro en formato .mobi —sin duda hecha y compartida con amor por algún fan de Dick— no estaba tan bien formada como la de Hyspamérica (en la primera las rayas de diálogo eran un caos). Pronto esto se tornó insoportable, así que volví a “abrir” la otra —de tapa más fea— para por fin leer de un tirón esta gran novela, tal vez el ejemplo literario más popular de ucronía.

2. De tiempos alternativos

El hombre en el castillo imagina cómo podría ser el mundo si Alemania y Japón hubieran triunfado en la Segunda Guerra Mundial. Resulta divertida la forma en que Dick hace que sus personajes elogien La langosta se ha posado, del autor ficcional Hawthorne Abendsen —The Grasshopper Lies Heavy, una novela ucrónica dentro de esta novela ucrónica—, lo cual es como elogiar su propia obra. De esa ucronía de Abendsen se nos dice que es “la más interesante forma de ficción posible dentro de la ciencia-ficción”; un “interesante libro” del que “puede extraerse una gran lección moral”. Incluso alguien se sorprende de que “nadie antes haya pensado en escribirlo.”


“No hay nada científico en ella. No se desarrolla en el futuro. La ciencia-ficción trata del futuro, en particular de un futuro donde la ciencia está más adelantada que ahora. Ese libro no mantiene esa premisa. —Pero —dijo Paul—, trata de un presente alterno”.

Durante varias páginas pareciera que El hombre en el castillo es un ejercicio independiente que se aparta del tema central de la obra de Dick: el simulacro, la farsa de una realidad que de pronto no ofrece ninguna garantía de ser real. Algo así como si el autor se hubiera permitido experimentar algo distinto, alejado de la que a la larga sería “su obsesión” más famosa.

Resulta que no: progresivamente, El hombre del castillo se inserta en la gama temática dominante de la obra dickiana. La primera pista la dan ciertas reflexiones sobre el asunto de las falsificaciones, qué es lo auténtico y qué lo falso en un objeto “histórico”:


“Mira, uno de estos dos Zippo lo llevaba Franklin D. Roosevelt cuando fue asesinado, el otro no. Uno tiene valor histórico. Muchísima historia. Mucha más historia que la que tuvo antes cualquier otro objeto. El otro no la tiene. ¿Lo comprendes? […]. No puedes decir cuál es cada uno. No hay ‘presencia mística plásmica’, no tienen ‘aura’ a su alrededor”.

Sin un relato que lo certifique —concluye Dick—, el objeto histórico verdadero es indistinguible de cualquier otro falso. De paso, en el párrafo anterior se ve la manera indirecta con que Dick introduce los datos cambiados de su Historia alternativa. En este caso, la mención —mientras se habla de otro asunto— del asesinato del presidente Roosevelt, punto divergente del flujo histórico ficcional.

[Y ahora, atención: spoilers].

La novela se vuelve netamente dickiana cuando —redoblando su propia apuesta— plantea la mencionada ucronía de segundo grado dentro de la ucronía general y, posteriormente, la posibilidad de que los personajes atisben que su realidad puede ser falsa (algo que tendrán que considerar seriamente, dada su ferviente confianza en ese I Ching que viene a confirmárselos). Este sorprende encastre del libro en la obra completa del autor resulta admirable por su perfección, e imposible de prever al comienzo de la novela.

3. El secreto está en los detalles

No es descabellado pensar que, acumulando lecturas de Historia y ejercitando variaciones sobre las notas tomadas de esas lecturas, cualquier escritor más o menos aplicado podría escribir una ucronía que presente los hechos mundiales cambiados con cierta coherencia. Lo verdaderamente difícil no parece ser reformar la Historia —habilidad de la que Dick alardea llevándola a buen puerto dos veces en el mismo libro—, sino mostrar en ese nuevo contexto ficcional las nuevas mentalidades de las personas que viven en ese tiempo paralelo modelado por otros eventos, su cosmovisión alterada por los nuevos hitos históricos que le dan lugar.

Lo difícil es el detalle, la cosa chiquita y cotidiana que deviene de la variación grande, histórica. En esto, Dick demuestra ser un campeón. Un ejemplo magistral es la sumisa autohumillación del anticuario americano Robert Childan ante sus clientes japoneses:


Era una suerte tratar socialmente a una pareja japonesa, pues le aceptaban más como un hombre que como a un yank, o, por lo menos, como a un comerciante que vendía objetos de arte. Sí, esta nueva y joven generación ya no recuerda los días que precedieron a la guerra, ni siquiera la propia guerra… eran la esperanza del mundo. Las diferencias de clase no tenían sentido para ellos. Algún día acabará todo esto, pensó Childan. La misma idea de posición social desaparecerá para siempre. No habrá ni vencedores ni vencidos, sólo personas.

Queda establecida así la inferioridad del americano ante la clase/raza dominante (lo que hará que más tarde brille cierta escena en la que el obsequioso y sumiso Childan se rebela ante uno de ellos).

4. Dudas, paranoia, etcétera

Como ya comprobamos en Ubik, la aparición de una nueva capa de realidad al interior de la cebolla, revela siempre la posibilidad de que también haya más capas hacia el exterior: hace que aquella en la que estamos parados de pronto no nos parezca la última y definitiva expresión de lo real (con la consecuente paranoia que conlleva el descubrimiento).


…realmente vemos de una forma astigmática; nuestro espacio y nuestro tiempo son creaciones de nuestra propia mente y, cuando ésta vacila, momentáneamente… como las agudas molestias del oído medio. Ocasionalmente, nos inclinamos peligrosa, excesivamente, y perdemos el equilibrio por completo.

El escritor Abendsen (habitante paranoico de un “alto castillo”, que en su libro “se ha imaginado cómo sería el mundo si el Eje hubiera perdido”), afirma haber usado el I Ching para la escritura de La langosta se ha posado. Dick también declaró el mismo modus operandi para escribir El hombre del castillo; así, la conclusión a la que arriban los personajes en las últimas páginas de la novela de Dick podría ser la misma a la que llegaríamos en nuestra propia realidad si el I Ching nos diera —acerca de El hombre en el castillo— la misma respuesta que les da a ellos cuando — sobre La langosta…— le preguntan: “¿Qué debe aprender de esta novela el lector?”.

Quizás empezaríamos a sospechar que hay un tiempo paralelo más verdadero que el nuestro, un tiempo donde el Japón imperial y la Alemania nazi se repartieron el planeta tras la guerra; o un tiempo donde pasó cualquier otra cosa, pero siempre distinta de lo que asumimos como nuestra “verdadera Historia”. En síntesis, podríamos vislumbrar que también este mundo en el que vivimos y confiamos es un mundo falso.

Juegos con el tiempo (II)

Por Martín Cristal

Segunda parte del relevamiento (no exhaustivo) de distintas formas con las que la literatura juega con el tiempo en el relato.

[Leer la primera parte]

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Ucronías

Además de los viajes por el tiempo, otra variante muy apreciada por los narradores de ciencia ficción, y que se relaciona con esto de modificar un hecho determinante en la línea temporal, son las ucronías: una especie de Historia Universal paralela o alternativa que se crea a partir de la alteración de un hecho histórico conocido. Por ejemplo: ¿cómo sería nuestra época si la segunda guerra mundial hubiera sido ganada por los nazis? Philip K. Dick lo imagina en su novela El hombre en el castillo (The Man in the High Castle, 1962); el punto donde la historia de ficción diverge y se separa de la Historia verdadera es el asesinato del presidente Roosevelt. Algo similar intentó Philip Roth en La conjura contra América (The Plot Against America, 2004). Recientemente, Michael Chabon propuso otra ucronía en su novela El sindicato de policía yiddish (2008).

Del envejecimiento de los personajes

No todo son viajes y manoseos de la línea temporal. Hay otras posibilidades a la hora de jugar con el tiempo. Una variante insoslayable proviene del deseo más persistente del hombre, quizás el más antiguo de todos: querer ser joven otra vez. Con máquinas, con magia, o con la única ayuda de la imaginación y la fantasía, algunos autores logran volver a la niñez y razonarla con ojos de adulto: por ejemplo, así lo hizo el polaco Janusz Korczak en Si yo volviera a ser niño (Siglo XX, 1982). En la película Quisiera ser grande (Big, Penny Marshall, 1988), se invierte el recurso: objeto mágico mediante, un niño amanece convertido en un adulto (Tom Hanks), pero sin haber perdido su mirada de niño sobre la vida.

Otro caso distinto de envejecimiento prematuro es el truco con que la diosa Palas Atenea permite que Ulises regrese a su isla sin ser reconocido por sus enemigos, los pretendientes de Penélope. En este caso, el paso no es de niño a adulto, sino de adulto a anciano, y el efecto sólo durará hasta que Ulises, así disfrazado por la diosa, termine de relevar cuáles de sus criados le son todavía fieles.

“El tiempo pasa para todos, pero no para mí”: es la consigna de los inmortales. Entre los que no pueden morir se cuentan Gilgamesh, Highlander y el vampiro (el redivivo) en todas sus formas. El abyecto Dorian Grey de Oscar Wilde no es precisamente inmortal, pero también le hace trampas al tiempo: no envejece más que en su retrato.

Es interesante la variante que consiguió Héctor Germán Oesterheld en su celebradísima historieta Mort Cinder: un tipo que muere y renace, siempre como adulto, una y otra vez, no como quien reencarna, sino sin perder nunca la conciencia y la memoria de una vida única y prolongada. Mort Cinder (su nombre resuena como “ceniza muerta”) atraviesa así todas las épocas, y de todas tiene una anécdota para contarle a su amigo Ezra, el viejo anticuario. Muchas de las anécdotas concluyen con una nueva muerte de Mort. Oesterheld adoraba los juegos con el tiempo, y los incluyó en otras historietas, como Sherlock Time o la esencial El eternauta.

Ezra, el anticuario de Mort Cinder, dibujado por Alberto Breccia.
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La velocidad del tiempo

Detener el flujo del tiempo es la variante sobre la que se construye una comedia como El día de la marmota (Groundhog Day, Harold Ramis, 1993), en la que su protagonista (Bill Murray) debe vivir una y otra vez el mismo día repetido; ese día volverá a comenzar sin importar lo que él haga o deje de hacer. Más extremo es el caso del conocido cuento de Borges, “El milagro secreto” (Ficciones, 1944), en el que Dios detiene el tiempo pero no la conciencia de un poeta condenado a muerte: parado frente al pelotón que se dispone a fusilarlo, tendrá un año extra para componer su último poema. El tiempo se detiene para todos, excepto para uno. (Salvando las distancias, el efecto se invierte en el accionar de la popular chicharra paralizadora del Chapulín Colorado: el tiempo sigue para todos, excepto para uno).

Borges también reflexionó sobre el tiempo en textos como su ensayo “Nueva refutación del tiempo” (Otras inquisiciones, 1952), o el cuento “La otra muerte” (El aleph, 1949). También en la reescritura que hizo de un relato del Infante Juan Manuel, “El brujo postergado” (Historia universal de la infamia, 1935). En este cuento se nos narra una anécdota cuya acción se computa en días, meses o años, para descubrir sobre el final que en realidad sólo han pasado unos minutos o unas horas desde el comienzo de la historia, y que todo lo narrado era obra de la magia. Algo parecido hace Bruno Traven en su popular y mexicanísimo Macario.

Respecto de acelerar el tiempo, recuerdo una escena en El gran pez (Big Fish, Tim Burton, 2003), en la que para compensar un instante de detención total del tiempo, éste luego debe transcurrir más rápido. Y también un impecable cuento de John Cheever, “El nadador” (en Relatos II, Emecé).

¿Ya está todo hecho?

Pareciera que no queda nada nuevo que hacer. ¿Jugar con las profecías, que nos permiten ver el futuro por adelantado? Algo tan antiguo como la literatura misma. ¿Representar la sincronía o jugar con la simultaneidad de las existencias mediante dos acciones o historias que se trenzan, aunque estén distantes en el tiempo o en el espacio? Ya lo vimos en el caso de Desmond, en la serie de TV Lost, o lo leímos antes en el cuento “Lejana”, de Cortázar (Bestiario, 1951). ¿Anular el tiempo, salirse de él? Bueno, eso sería entrar en la Eternidad, la cual ya conocemos desde la Divina comedia o, más cerca nuestro, en el cuento “Cielo de los argentinos”, de Roberto Fontanarrosa (Uno nunca sabe, 1993).

En una narración se puede hacer de todo con el tiempo, cualquier cosa, excepto una: quebrar las reglas que uno mismo establezca. Podemos concluir que la norma general para los juegos con la línea temporal es “que se doble, pero que no se rompa”.

Luego de un rápido relevamiento como éste —al que no le queda más remedio que dejar escapar cientos de ejemplos, que otros de seguro recordarán mejor que yo—, podría parecer que ya está todo hecho; pero, en narrativa, eso es lo que parece siempre. Encontrar la variante que falta es sólo una cuestión de tiempo.

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