Por Martín Cristal
In memoriam Luis Alberto Spinetta
(1950-2012)
1991
En los setenta yo era demasiado chico; en los ochenta, la verdad, no te di bola (me gustaba Rezo por vos, pero en la versión de Charly). Lo confieso: por entonces, Muchacha ojos de papel y otros temas seminales de Almendra me sonaban a cosa vieja. Estaba rodeado por la ignorancia, mi adolescencia pop y las máquinas de ritmo.
La primera canción tuya que me voló la cabeza apareció recién en la década siguiente: fue Seguir viviendo sin tu amor. La descubrí gracias al video, que vi proyectado en una discoteca de provincia. Un lugar antispinetteano por excelencia… y sin embargo, ahí estabas, con ese láser listo para comenzar la prolongada cirugía de mi cerebro.
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1996
Acababa de llegar a Buenos Aires, con tres amigos más. Todavía vivíamos de prestado y yo no tenía trabajo. Pero el concierto en el parque Chacabuco era gratis, así que fui. Creo que también fueron otras 49.999 personas. Fue la primera vez que te vi en vivo. Eras legalmente rubio, tocabas con tus socios del desierto, soleabas como loco con una guitarra roja. Y presentaste así una canción del disco nuevo: “Este tema se llama Nasty People, que quiere decir ‘gente desagradable’. Cada uno se lo puede dedicar a su hache de pé personal. Yo tengo el mío”.
Poco más tarde, los paparazzi de la «desagradable Gente» querían cazarte junto con tu novia modelo. Inolvidable tu vuelta de tuerca, tu uso magistral de la fuerza del enemigo. El cartelito colgado de tu cuello en esa tapa.
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1997
Recuerdo cuando Daniel trajo a la casa donde vivíamos el CD de Artaud. Así íbamos a explorar tu mundo: hacia atrás y hacia adelante, intercalando discos nuevos (como Estrelicia o Los ojos o Silver sorgo) con discos anteriores (como Kamikaze o El jardín de los presentes o los otros de Pescado). A cada escucha, Artaud iba creciendo dentro de nosotros. Nos impregnábamos de a una estrofa por vez, temas como la Cantata de puentes amarillos crecían como hermosas manchas de humedad en las paredes del cráneo. Y cuando Seba y Dolores tuvieron al pequeño Rafa, no pude pensar en regalarles otra cosa que no fuera ese disco, para que criaran a ese niño bajo la tutela de Todas las hojas son del viento.
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2002
Yo vivía en México: un día entraron ladrones a la casa y me robaron todos los CDs. Más de cien. Un bajón. Pero me quedaron los casettes que me había grabado mi hermana Caro. Tiempo después pegué una guita. Así que en diciembre viajé a Argentina y me vengué: entré a Edén y a Musimundo y empecé a apilar discos. Los empleados no lo podían creer: recuperé los cien de un saque. Pero no los mismos que tenía antes; la nostalgia de vivir afuera me inclinó hacia el rock argentino. Entre esos discos, muchos llevaban tu nombre. Y tu voz, que sonaba más diáfana que nunca en Dale gracias. (Mi hermana fue la que me mostró Alma de diamante. Caro dice que te escuchó toda su vida. Ella fue la que me avisó, ayer).
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2005
Te esperé en la puerta del hotel después del recital en Ciudad de las Artes. No éramos más que dos amigos y yo. Saliste del ascensor sonriendo, recién bañado, con el bolso al hombro, listo para seguir viaje. Y cuando te di un ejemplar del librito ese que yo había arropado con tus versos («y eso será siempre así / quedándote o yéndote«), vos los viste impresos, aceptaste el regalo y me dijiste: «Siempre hay un retoño».
¡Vida, vida siempre! Gracias por estar, Luis.