En una entrevista reciente, le preguntaron a Stephen King: “¿A qué le tiene más miedo?”. Su terrorífica respuesta fue “…a la muerte, pero ni siquiera a la muerte tanto como al Alzheimer, a la senilidad prematura. Mi idea de una película de terror es Siempre Alice”.
Tras años de colaboraciones en revistas señeras de la historieta española —tales como Kiss Comix o El Víbora—, Paco Roca (Valencia, 1969) obtuvo un gran reconocimiento con la publicación, en Francia primero y en España poco después, de una historieta de 100 páginas titulada Arrugas. En ella tematiza precisamente ese miedo mayor que tienen King y muchas otras personas: no tanto el miedo a morir, sino el miedo al dolor, a la decadencia física que antecede a la muerte. A cómo será y qué pasará “justo antes de”.
Desde lo narrativo, se puede encarar ese momento dándose un baño de inmersión en la tragedia, como en la mencionada película Siempre Alice; se puede aligerar con humor —como Woody Allen cuando decía: “No es que le tenga miedo a la muerte. Sólo no quisiera estar ahí cuando eso suceda”—; o bien se puede matizar con una paleta agridulce que abarque todo ese rango. Esto último hace Roca en su historieta.
En una nota de 2007 incluida en el libro, el autor explica la génesis de este proyecto. Surgió al ir atestiguando no sólo su propio envejecimiento en el espejo, sino sobre todo el de sus padres, y el de los padres de algunos amigos:
“Emilio, el padre de Diego, sufre Alzheimer. Con risa amarga mi amigo me cuenta las idas de cabeza de su padre. Divertidas todas si no fuesen la inevitable decadencia final de una persona que siempre me infundió respeto”.
A partir de esos disparadores, Roca comenzó a recopilar anécdotas de adultos mayores de su entorno cercano; también visitó residencias de ancianos. Con la riqueza de ese material tramó Arrugas: la historia de Emilio, un ex empleado bancario de edad avanzada que un día debe aceptar que su hijo no pueda más que llevarlo a vivir a un hogar de ancianos. Ahí conocerá a otros internos, viejos como él, con distintas enfermedades (y en distintos grados de avance), y con sus taras acentuadas por la edad. Como dice Roca, algunas situaciones son hasta graciosas, en la medida en que el contexto lo permite.
Arrugas le valió a Roca un notable éxito de ventas, múltiples premios y una adaptación al cine, que llegó a las salas con el mismo título en 2011, de la mano del director Ignacio Ferreras.
En 2013, la editorial Astiberri —que también publica muchas otras obras de Roca—, sacó una edición especial “limitada” (¡de 4000 ejemplares!) en tapas duras, con 76 páginas más de materiales adicionales, entre los que se cuentan apuntes y bocetos previos; un extenso estudio sobre la obra; las crónicas, historietizadas por el propio Roca, acerca del nacimiento de Arrugas y de su posterior adaptación al cine (la cual terminó con dos premios Goya, a la mejor película de animación y mejor guión adaptado); storyboards y diseño de personajes para dicha película, etcétera.
El camino de los personajes de Roca en esta historieta está regado de rencillas domésticas y pequeñas rebeldías, amores y desconfianzas, un salpicado de momentos amargos y tiernos… pero —y a esto los lectores lo sabemos de entrada— su transcurso es todo el tiempo cuesta abajo. El impactante recurso de las páginas finales —“Todas hieren, pero la 96 mata”, puntualiza Gregorio Belinchón en los anexos del volumen— se adelanta al que Chris Ware emplearía en 2010 al cierre de Lint. En ambas historietas, una muerte blanca espera sentada a que los personajes se deslicen hacia ella por la pendiente del papel y los vericuetos de la tinta.
_______
Arrugas, de Paco Roca. Historieta. Astiberri, 2013 [2007]. 180 páginas. Recomendamos este libro en «Ciudad X«, La Voz (Córdoba, 2 de junio de 2016).
Si bien Yasmina Reza (París, 1959) ya tiene varias novelas publicadas, es probable que entre nosotros sea más fácil ubicarla por sus éxitos como dramaturga: baste mencionar su obra más famosa, Art (de 1994) —que en Buenos Aires supo permanecer en cartel durante años con Ricardo Darín, Oscar Martínez y Germán Palacios en los roles protagónicos—; o bien una de las películas más recientes de Roman Polanski, Carnage (de 2011, estrenada aquí bajo el título de Un dios salvaje).
La última novela de Reza se llama Felices los felices; con ella obtuvo el premio Le Monde en 2013. El título surge de unos versos de Borges (tomados del libro Elogio de la sombra): “Felices los amados y los amantes y los que pueden prescindir del amor. / Felices los felices”. Esta novela se compone de veintiún monólogos que captan los vanos esfuerzos en pos de la felicidad, las desavenencias y las complejas interrelaciones que conforman a un puñado de matrimonios y familias de la Francia contemporánea.
“Los sentimientos son cambiantes y mortales. Como todas las cosas de este mundo. Los animales mueren. Las plantas. De uno a otro año, los ríos no son los mismos. Nada dura. La gente quiere creer lo contrario. Se pasan la vida recomponiendo los pedazos y a eso lo llaman matrimonio, felicidad o yo qué sé”. Esto declara en su monólogo uno de los dieciocho narradores que tienen a su cargo este coro novelístico. Ellos no se distinguen tanto por el trabajo de sus voces como por la meticulosa diferenciación de sus circunstancias, y también por su manera particular de comprenderlas y encararlas. Entretejidos con esos monólogos se intercalan algunos diálogos, no siempre marcados con raya y muchas veces a renglón seguido, lo que puede exigir cierta atención extra del lector.
Hay que señalar que Reza no bucea en distintas clases sociales; ella se concentra en personas de clase media y alta, en general adultos, mayormente profesionales: banqueros, psicólogos, funcionarios, periodistas… con maridos y esposas, con amigos, con hijos y con amantes. Con enfermedades y problemas de todo tipo (domésticos y también de los graves). Como es lógico, el círculo de personajes se va a ampliando a medida que ingresan más y más narradores; sin embargo, el mérito de la novela no se centra en esa previsible expansión de la mancha humana representada, sino en la forma en que se va haciendo cada vez más densa la cantidad de interrelaciones entre ese cúmulo de personajes.
Las alusiones de unos respecto de otros —menciones que a veces son sutiles, como dichas al pasar, y otras veces directas y en detalle— van componiendo una trama de proximidades como la que hoy podrían calcular los algoritmos de cualquier red social. Lo que ningún programa puede calcular todavía es todo lo que suelen callar esas relaciones: sus amores clandestinos o viciados; sus tribulaciones, rechazos y hartazgos sin confesar; el daño que la rutina le inflige a todo lo que es sensible, el desgaste del tiempo (implacable, y sin embargo desparejo para cada pareja). El disfrute del lector se centra en sopesar las cualidades de cada relación a medida que se va develando el sociograma propuesto. La maestría de la autora está en presentárselo sagazmente, desnudando con sutileza todos los matices de las conexiones humanas y llevándolo hacia una escena que reúna lo que en principio parece disperso.
Los personajes de Felices los felices son de hoy y están tan vivos como nosotros. La experiencia dramática de Reza, su manera de construir las escenas —discusiones en el supermercado o en la cama; diálogos casuales en la sala de espera del médico; encuentros clandestinos en un bar cualquiera— y, sobre todo, su oralidad, nos colocan frente al texto como si estuviéramos frente a un escenario o ante la pantalla de un cine. Por el enfoque del tema y por su sentido del humor (que muchas veces resulta la única salvación de los personajes), la historia se acerca a Maridos y esposas, de Woody Allen; por su estructura, se asemeja a Vidas cruzadas de Robert Altman; por sus encrucijadas y por la manera en que quedan expuestos las taras y los sentimientos de los personajes, recuerda quizás a alguna película de Agnès Jaoui (Como una imagen, o El gusto de los otros). Si se consideran su rabiosa contemporaneidad y las credenciales de su autora, no resultará extraño que esta novela termine adaptándose para la pantalla grande, más temprano que tarde. Mientras tanto, es un gran placer leerla.
_______
Felices los felices, de Yasmina Reza. Novela. Anagrama, 2014. 192 páginas. Recomendamos este libro en “Ciudad X”, La Voz (Córdoba, 5 de febrero de 2014).
Hojeo en una mesa de novedades el «flamante» texto póstumo de Roberto Bolaño: Los sinsabores del verdadero policía. 328 páginas bajo un título no muy atractivo. ¿Es una pila de esbozos como El secreto del mal, libro flojísimo con el que ya nos clavamos sólo para atesorar en casa el hermoso cuento «Muerte de Ulises«? ¿O se trata de una novela, quizás monumental como 2666? Así nos hace dudar esta industria de los textos póstumos: se exhuma hasta la lista de la lavandería. Al menos con ese ejemplo ironizaba Woody Allen sobre el tema en «Las listas de Metterling«, uno de los relatos compilados en Cómo acabar de una vez por todas con la cultura (Getting Even, de 1974).
Ignacio Echevarría, quien hace un tiempo rescataba algunas páginas de Los sinsabores… como algunas de las mejores de Bolaño, también nos advertía que ésta «no es —como se repite insistentemente— una novela, no al menos en el sentido cabal, por extenso que sea, que se suele conceder a este término. Ni siquiera es, como se sugiere, una novela inconclusa.» ¿Entonces? El mismo Echevarría definía al texto como «materiales destinados a un proyecto de novela finalmente aparcado», o una «vía muerta» en «el camino que lleva de Los detectives salvajes a 2666«.
Igual que Echevarría, Patricio Pron distinguía este libro del inédito anterior, El Tercer Reich. Ésta había sido una novela primeriza pero terminada; en cambio, Los sinsabores… es —según Pron— «una novela o conjunto de relatos y proyectos de novela«. Sin restarle importancia al libro, Pron habla de «fragmentos», de «una relación enigmática con las narrativas principales que les sirven de marco«, de «elementos heterogéneos«, y también de «tendencia a la irresolución y a la insinuación«.
Mientras hojeo el libro de parado, constato que empieza con la clasificación bolañesca de los poetas como maricones o mariquitas, pasaje que ya leí y releí (con las mismas palabras, o casi las mismas) en Los detectives salvajes.
No se me escapa que la mía es una aproximación a priori, pero igual quisiera decir sólo dos cosas. Primero: que, la verdad, ya sea envuelta con prólogos y alabanzas de contratapa, o desmitificada por reseñas como las citadas, no me dan muchas ganas de leer Los sinsabores del verdadero policía. Lo siento, Roberto (pero lo siento de verdad). Segundo, a los involucrados en la edición de la obra póstuma de Bolaño, un respetuoso pedido: traten de no aguar más la limonada, por favor. Muchas gracias.
Los amigos siempre creen que uno lee más de lo que realmente lee, y uno los deja creer eso. En la intimidad, en cambio, no tiene caso engañarse: aunque uno lee todo lo que puede, nunca lee todo lo que quisiera (no podría hacerlo de ningún modo).
Muchas veces he hecho planes para dedicarle más tiempo a la lectura, pero nunca se sostienen por más de dos meses. El motivo es uno sólo, siempre el mismo: la vida. (Conviene releer el cuento “El paraíso”, de Augusto Monterroso, incluido en Movimiento perpetuo [1972]). Por suerte es así: tampoco quisiera ser un ratón de biblioteca. A veces creo que lo que habría que lograr sería leer más rápido en el mismo tiempo diario que uno ya le destina a la lectura; sin embargo, a la larga, jugar este tipo de carreras tampoco tiene mucho sentido porque uno puede terminar como el chiste de Woody Allen: “Hice un curso de lectura rápida y leí Guerra y Paz en veinte minutos. Creo que decía algo sobre Rusia”.
Mi manera de leer fue cambiando a lo largo del tiempo. Cuando era un veinteañero recién estrenado, yo creía que un libro, si se empezaba, debía terminarse sí o sí. “¿Cómo juzgar un libro si no se lo ha leído íntegramente?”, decía yo. “Podría suceder que un libro con un comienzo malo mejore más adelante, o que la clave para entender el libro esté en el final”. También creía que no debían leerse dos libros a la vez; lo veía como una falta de respeto a ambos autores. El resultado de estas dos premisas fue que un libro que no me agradaba se eternizaba en mi mesa de luz esperando ser terminado y taponando la llegada de otros libros nuevos y buenos. Resultado: dejaba de leer. Esto también me hacía ser muy melindroso a la hora de elegir el siguiente libro, no fuera a pasarme lo mismo.
Ambas normas —ingenuas y supersticiosas, restrictivas sin objeto— fueron desgastándose hasta perderse: hoy puedo dejar un libro en cualquier parte de su lectura, y eso hace que tenga una pila de libros sin terminar, pasibles de ser retomados en cualquier momento. También leo varios libros a la vez: los gruesos, en casa; los livianos, van en la mochila y se leen en los tiempos muertos de la vida cotidiana (ómnibus, bares, salas de espera…), momentos que si bien no suelen ser extensos, ofrecen el valor de su regularidad: suman. El resultado es que leo muchísimo más, y que al favorecer con más lecturas el fortalecimiento de un gusto personal, aumentó la proporción de libros buenos.
Otra norma de lectura surgió al poco tiempo de empezar a escribir: me prohibí leer demasiados libros seguidos de un mismo autor, porque noté que enseguida estaba escribiendo a la manera de ese autor. Reconocí que una secuencia de lecturas surtida —distintos autores, de distintos países, de distintas épocas— oxigenaba mi creatividad. Entonces, aunque un autor me gustara, el siguiente libro tenía que ser de otro; podía volver al primer autor luego de un tiempo. A diferencia de las otras normas autoimpuestas, ésta fue totalmente necesaria en su momento, aunque a mi mayor seguridad actual le parezca un poco tonta.
Hoy reconozco dos tipos de lecturas: por placer y por saber. En las primeras creo que es totalmente válido abandonar el libro en cualquier momento si el placer —que es algo que uno puede reconocer rápidamente— no se manifiesta de acuerdo a nuestras expectativas. Quizás volvamos a él en otro momento, quizás nunca. En las lecturas por saber, en cambio, si el libro se vuelve un poco cuesta arriba, creo que uno como lector debe esforzarse y tratar de seguir adelante, puesto que el objetivo es otro: alcanzar un conocimiento que puede ser complejo. No hablo sólo de libros de estudio; uno puede leer el Ulises de Joyce por placer (en cuyo caso seguramente nueve de cada diez lectores lo dejará) o bien por saber, por aprehender el libro en tanto hito literario.
Para paladear cabalmente a un nuevo autor es muy importante descubrir por cuál puerta —por cuál libro— nos conviene entrar a su universo. La obra completa de un autor es un cosmos, una pequeña galaxia llena de estrellas: algunas centrales, otras periféricas; algunas brillantes, otras menos; posee planetas extraños, alguno inhabitable, alguno más hospitalario, otros que aún no han sido descubiertos… No da igual leer por primera vez a un autor entrando por su obra cumbre, que por la excéntrica, que por las de juventud, que por la póstuma. No es lo mismo “más famosa”, que “más influyente” o “mejor” (esto último exige declarar un criterio previo). No es lo mismo “iniciática” que “más representativa”, “de ruptura” o “de transición”. Nuestra percepción de ese autor y sus obras variará también de acuerdo al orden en que abordemos la lectura de esas obras. Para ello creo que no debemos hacer un ranking de las obras del autor que pretendemos leer, sino hacer un mapa: comprender sus interrelaciones, su posición relativa dentro de la obra total del autor.
Fuera de tratar de obtener esa información previa (para lo cual Internet puede resultar muy útil), y ser conciente de mis inclinaciones literarias para buscar libros que se acercan a los campos de mi interés (descartando otros que, aunque buenos en lo suyo, caen fuera de esas áreas —literarias, humanas— que me interesan), no me pongo otras restricciones a la hora de leer.
En general, hoy pienso que uno debe ponerse la menor cantidad posible de reglas para leer (esto descarta en primer lugar a las lecturas obligatorias de la escuela: no está bueno leer por obligación). Lo que conviene es alejarse de todo «deber ser» y expandir una espontaneidad libre de culpa a la hora de empezar, dejar, retomar, releer o demorarse en un libro.
En el octavo círculo infernal, Dante se asusta de un grupo de demonios que lo acompaña durante un trecho. Mientras avanza, el poeta entiende que deberá acostumbrarse a andar junto a ellos. Cuando nos lo narra (Infierno, XXII, 13-15), Dante recuerda un dicho popular:
Caminábamos con los diez demonios,
¡fiera compañía!, mas en la taberna
con borrachos, y con santos en la iglesia.
_______ Noi andavam con li diece demoni.
Ahi fiera compagnia! ma ne la chiesa
coi santi, e in taverna coi ghiottoni.
En cada lugar con la compañía que corresponda. En el Infierno, entonces, con demonios… ¿y con quién más? Ese octavo círculo —llamado también Malebolge— es la morada final de los fraudulentos, es decir, el lugar donde se atormenta a los que en vida usaron el engaño contra los desprevenidos. Ahí están los seductores, los aduladores, los simoníacos, los adivinos y las brujas, los estafadores, los corruptos, los hipócritas, los malos consejeros, los ladrones de objetos sagrados, los falsarios, los sembradores de discordia, los alquimistas, los falsificadores…
En Bajo el volcán (1947), uno de los personajes de Malcolm Lowry sugiere que en ese selecto grupo también debería incluirse a los periodistas. En la novela, Hugh Firmin e Yvonne conversan mientras pasean por Cuernavaca; una cabra que los embiste interrumpe momentáneamente lo que Hugh viene contando, una anécdota que involucra a ciertos hombres de prensa. Hugh retoma el diálogo así:
“¡Estas cabras! —dijo rechazando a Yvonne con un enérgico movimiento de sus brazos—. Aun cuando no haya guerras, piensa en el daño que hacen […]. Me refiero a los periodistas, no a las cabras. No hay castigo en la tierra para ellos. Sólo el Malebolge…”.
Poco después Hugh agregará que el periodismo «equivale a la prostitución intelectual masculina del verbo y la pluma”.
Algunos ecos de Dante y Lowry alcanzaron a Woody Allen. En Deconstructing Harry (también conocida como Los secretos de Harry o Desmontando a Harry), hay una escena en la que el personaje interpretado por Allen baja al infierno en un ascensor, mientras se oye una voz femenina que va anunciando por los parlantes el paso por cada nivel infernal: quinto nivel, tales pecadores; sexto nivel, tales otros… Al pasar por el séptimo nivel —no por el octavo—, la voz anuncia: “Séptimo piso, la Prensa: lo siento, el sitio está lleno” (Floor seven, the Media: sorry, that floor is all filled up). La escena sigue hasta que Harry Block se encuentra con el mismísimo Diablo (Billy Crystal).
Deconstructing Harry (Woody Allen, 1997) .
Hablando del Diablo: se sabe que él tiene su propio diccionario, el cual fue redactado nada menos que por un periodista: Ambrose Bierce. En su irónico Diccionario del diablo, Bierce define un elemento de trabajo esencial para escritores y periodistas: la tinta…
“Tinta, s. Innoble compuesto de tanogalato de hierro, goma arábiga y agua, que se usa principalmente para facilitar la propagación de la idiotez y promover el crimen intelectual. Las cualidades de la tinta son peculiares y contradictorias: puede emplearse para hacer reputaciones y para deshacerlas; blanquearlas y ennegrecerlas; pero su aplicación más común y aceptada es a modo de cemento para unir las piedras en el edificio de la fama, y de agua de cal para esconder la miserable calidad del material. Hay personas, llamadas periodistas, que han inventado baños de tinta, en los que algunos pagan para entrar, y otros pagan por salir. Con frecuencia ocurre que el que ha pagado para entrar, paga el doble con tal de salir”.
Por supuesto que los periodistas fraudulentos no existen… pero que los hay, los hay. ¿Pagan justos por pecadores? ¿O será el típico caso de “hazte fama…”?
Otro ejemplo literario de mala imagen periodística: en el episodio 7 del Ulises, Leopold Bloom —que vende publicidad para un diario de Dublin— nos permite leer en su flujo de conciencia cuáles son sus pensamientos acerca de los periodistas:
“Curiosa la forma en que estos hombres de prensa viran cuando olfatean alguna nueva oportunidad. Veletas. Saben soplar frío y caliente. No se sabría a quien creer. Una historia buena hasta que uno escucha la próxima. Se ponen de vuelta y media entre ellos en los diarios y después no ha pasado nada. Tan amigos como antes”.
_______ “Funny the way those newspaper men veer about when they get wind of a new opening. Weathercocks. Hot and cold in the same breath. Wouldn’t know which to believe. One story good till you hear the next. Go for one another baldheaded in the papers and then all blows over. Hail fellow well met the next moment”.
Por lo visto, dentro de la literatura, el periodismo sencillamente tiene mala prensa. Pero, ¿por qué? Quizás porque periodismo y literatura no son tan cercanos como podría parecer, y la literatura desea que esa diferencia se note. Fogwill, en Los libros de la guerra —una selección inteligente y picante de lo que él, no en vano, llama sus “intervenciones de prensa”— incluye un artículo de 1984 titulado “El periodismo no es para nosotros”; en ese artículo, con el filoso bisturí de su prosa, Fogwill “interviene” quirúrgicamente las posiciones relativas de ambas actividades:
“Los periodistas escriben en los medios a los que —como suele decirse— ‘pertenecen’. El valor periodístico de un texto sobre Calcuta, se calcula por la coincidencia entre lo que es Calcuta y lo que enuncia el texto. El valor literario de un texto sobre Calcuta se mide por su diferencia con Calcuta y por su semejanza con los deseos del escritor.” […]
“La afinidad entre ambas actividades no va más allá del acto mecánico de escribir. Son semejanzas de superficie. La afinidad de fondo de la literatura se establece con la composición musical, la especulación filosófica, la matemática, la teología y la pintura. La escritura tiene más en común con los oficios del asceta religioso, playboy, linyera, preso o loco que con la profesión de periodista.” […]
“El concepto de ‘profesión’ alude al desempeño de un rol, de una función asignada por las instituciones. Los profesionales hacen lo prescripto, lo necesario. Los artistas hacen lo inesperado, lo innecesario, que por obra de arte se convierte en imprescindible. Mientras en una profesión —por ejemplo, el periodismo— se recompensa con salarios y rangos el buen cumplimiento de la función de maximizar la satisfacción de los jefes, lectores y anunciantes, en literatura se recompensa con la gloria la tarea de minimizar la satisfacción de cualquier demanda ajena al rigor lógico y estético de la obra.”
De ahí que Fogwill concluya su artículo definiéndose no como un “auténtico profesional”, sino como “un escritor”. Ser escritor es también el título de un libro de Abelardo Castillo, donde este otro escritor argentino también se expide sobre el tema:
“Un escritor profesional es un artesano aplicado, que puede escribir casi sobre cualquier cosa. […] Lo que hace es parecido al trabajo periodístico: escríbame sobre aquel incendio o aquel mafioso, pero escríbalo ya. El escritor, el poeta, es cualquier cosa menos un profesional; salvo que le demos a la palabra profesión su antiguo valor etimológico, el de profesar, como cuando decimos que se profesa una idea, una religión, ciertas convicciones. Únicamente en ese sentido el escritor es un profesional: pero entonces no escribe artesanalmente, escribe lo que debe o lo que puede. Tengo mis serias dudas de que un buen escritor pueda escribir sobre cualquier cosa. Incluso cuando imagina escribir “a pedido” es porque ese pedido coincide con algo que, íntimamente, él quería escribir o le importaba escribir”.
Quizás esa distancia que marcaba Fogwill es la que hace que, vistos en bloque desde la literatura, los periodistas parezcan marchar, no como los santos del jazz, sino como los demonios que acompañaban a Dante por el octavo círculo del infierno.
El jazz y el infierno confluyen en un álbum llamado, precisamente, Jazz From Hell, compuesto por Frank Zappa en 1986. Cierta vez, un periodista que lo entrevistaba le preguntó a Zappa qué haría si un día estuviera a punto de convertirse en un viejo sin inspiración. Zappa contestó: “Me volvería periodista”. En otras palabras: lo mandó al demonio.
¿Fraudulentos sin inspiración, máquinas de escribir por encargo, demonios alejados de todo arte? No conviene caer en una generalización precipitada. Hay grandes escritores que ejercieron el periodismo: en su artículo, Fogwill destaca a Borges, Arlt y al ejemplar Rodolfo Walsh; podemos agregar también a Fresán, a Onetti, a Hemingway… Cuando recordamos estos y otros nombres por el estilo, nos dan ganas de redimir del infierno a toda la especie. Y también de saludarla, por qué no, hoy 7 de junio: feliz día, periodistas.
_______ Imagen: J. Jonah Jameson, el inescrupuloso director del Daily Bugle en la historieta del Hombre Araña.